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La decadencia de la mentira

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La decadencia de la mentira
de Oscar Wilde

UN DIÁLOGO
Personajes: Cyril y Vivian
Lugar: Biblioteca de una casa de campo en Nottingham.

CYRIL (Mientras que entra por la puerta-balcón abierta de la terraza.).- Pasa usted demasiado tiempo encerrado en la biblioteca, querido. Hace una tarde magnífica y el aire es tibio. Flota sobre el bosque una bruma rojiza como la flor de los ciruelos. Vayamos a tumbarnos sobre la hierba, nos fumaremos un cigarrillo y gozaremos de la madre Naturaleza.

VIVIAN.- ¡Gozar de la Naturaleza! Antes que nada quiero que sepa que he perdido esa facultad por completo. Dicen las personas que el Arte nos hace amar aún más a la Naturaleza, que nos revela sus secretos y que una vez estudiados estos concienzudamente, según afirman Corot y Constable, descubrimos en ella cosas que antes escaparon a nuestra observación. A mi juicio, cuanto más estudiamos el Arte, menos nos preocupa la Naturaleza. Realmente lo que el Arte nos revela es la falta de plan de la Naturaleza, su extraña tosquedad, su extraordinaria monotonía, su carácter completamente inacabado. La Naturaleza posee, indudablemente, buenas intenciones; pero como dijo Aristóteles hace ya tiempo que no puede llevarlas a cabo. Cuando miro un paisaje, me es imposible dejar de ver todos sus defectos. A pesar de lo cual, es una suerte para nosotros que la Naturaleza sea tan imperfecta, ya que de no ser así no existiría el Arte. El Arte es nuestra enérgica protesta, nuestro valiente esfuerzo para enseñar a la naturaleza cuál es su verdadera función. En cuanto a eso de la infinita variedad de la Naturaleza, no es más que un mito. La variedad no se puede encontrar en la Naturaleza misma, sino en la imaginación, en la fantasía o en la ceguera cultivada de su observador.

CYRIL.- Bueno, pues no contemple usted el paisaje. Túmbese sobre la hierba para fumar y charlar, y nada más.

VIVIAN.- ¡Es que me resulta tan incómoda la Naturaleza! Siento la hierba dura y húmeda, llena de asperezas y de insectos negros y repulsivos. ¡Dios mío! Un obrero tan humilde de Morris sabe construir un sillón mucho más cómodo que el que puede llegar a hacer la Naturaleza. Y ésta palidece de envidia ante los muebles de la calle "que de Oxford tomó el nombre", como dijo horriblemente su poeta favorito. No me quejo de ello. Con una Naturaleza cómoda, la Humanidad no hubiera tenido la necesidad de inventar la arquitectura; y a mí me gustan más las casas que el aire libre. En una casa se tiene siempre la sensación de las proporciones exactas. Todo en ella está supeditado, dispuesto, construido para uso y goce nuestros. El propio egoísmo, tan necesario para el sentido auténtico de la dignidad humana, proviene siempre de la vida interior. De puertas afuera se convierte uno en algo abstracto e impersonal; nuestra propia personalidad desaparece. Y, además, ¡La Naturaleza es tan indiferente y despreciativa! Cada vez que me paseo por este parque me doy cuenta de que le importo lo mismo que el rebaño que pasta en una ladera o que la bardana que crece en la cuneta. La Naturaleza odia a la inteligencia; esto es evidente. Pensándolo bien, es la cosa más malsana que hay en el mundo, y la gente muere de esto como de cualquier otra enfermedad. Por fortuna, en Inglaterra al menos, el pensamiento no se contagia. Debemos a nuestra estupidez nacional el ser un pueblo físicamente magnífico. Confío en que algún día seremos capaces de conservar durante largos años futuros esa gran fortaleza histórica aunque temo que empezamos a refinarnos demasiado; incluso los que son incapaces de aprender se han dedicado a la enseñanza. Hasta eso ha llegado nuestro entusiasmo cultural. Mientras, usted hará mejor si regresa a su fastidiosa e incómoda Naturaleza y me deja a mí tranquilo para corregir estas pruebas.

CYRIL.- ¡Ha escrito un artículo! Eso no me parece muy consistente después de lo que usted me acaba de decir.

VIVIAN.- ¿Y quién quiere ser consistente? Solo el patán y el doctrinario, esa gente aburrida que lleva sus principios hasta el fin amargo de la acción, hasta la reductio ab absurdum de la práctica. Yo no. Al igual que Emerson, yo escribo la palabra "capricho" sobre la puerta de mi biblioteca. Por lo demás, mi artículo es una advertencia muy sana y valiosa. Si se le presta atención, podría producirse un nuevo Renacimiento del Arte.

CYRIL.- ¿De qué habla?

VIVIAN.- Pienso titularlo "La decadencia de la mentira. Protesta".

CYRIL.- ¡La mentira! Pensaba que nuestros políticos la usaban muy a menudo.

VIVIAN.- Pues siento decirle que está usted equivocado. Ellos no se elevan jamás por encima del nivel del hecho desfigurado y, peor que eso, consienten la demostración, la discutición, y la argumentación. ¡Qué diferente con el carácter del auténtico mentiroso, con sus palabras sinceras y valientes, su magnífica irresponsabilidad, su desprecio natural y sano hacia toda prueba! Porque después de todo, ¿qué es en realidad una bella mentira? Pues, sencillamente, la que posee su evidencia en sí misma. Si un hombre es lo bastante pobre de imaginación para aportar pruebas en apoyo de una mentira, mejor haría en decir la verdad. No, los políticos no mienten. Quizá pudiera decirse algo en favor de los abogados; éstos han conservado el manto del sofista. Sus fingidas vehemencias y su retórica irreal son deliciosas. Pueden hacer de la peor causa la mejor, como si acabasen de salir de las escuelas Leontinas y fueran populares por haber arrancado a un jurado huraño una absolución triunfal de sus defendidos, incluso cuando éstos, cosa que sucede muy a menudo, son indiscutiblemente inocentes. Pero el prosaísmo hace que se cohíban y no se avergüenzan en apelar a los precedentes. A pesar de sus esfuerzos, ha de triunfar la verdad. Los mismos diarios se han degenerado, ahora se les puede conceder absoluta confianza. Se nota esto al recorrer sus columnas. Siempre sucede lo ilegible. Temo no pueda decir gran cosa en defensa del abogado y del periodista. Además, yo defiendo la Mentira en el arte. ¿Quiere que le lea mi artículo? Pienso que le podrá ayudar a entender muchas cosas.

CYRIL.- Por supuesto, si me da usted un cigarrillo. Gracias. Y dígame, ¿para qué revista está escribiendo?

VIVIAN.- Para la Revista Retrospectiva. Creo que ya le dije que los elegidos han conseguido resucitarla.

CYRIL- ¿Quiénes son estos " elegidos"?

VIVIAN.- ¡Oh!, los Hedonistas Fatigados, claro está. Es un club al que pertenezco. Estamos obligados a ostentar, en nuestras reuniones, rosas mustias en el ojal y a profesar una especie de culto a Domiciano. Temo que no sea usted elegible: goza demasiado de los placeres sencillos.

CYRIL.- Supongo que sería derrotado por mi exagerada vitalidad.

VIVIAN.- Sí, estoy convencido de ello. Además pasa usted de la edad: no admitimos a ninguna persona de edad normal.

CYRIL.- Entonces, deben ustedes de aburrirse muchísimo.

VIVIAN.- Sí, mucho. Ese es uno de los fines de formar parte del club. Y ahora, si me promete usted no interrumpirme más, le leeré mi artículo.

CYRIL.- Perdone, le escucho.

VIVIAN (Leyendo en voz alta y clara.).- La decadencia de la mentira. Protesta. Una de las principales causas del carácter singularmente vulgar de casi toda la literatura contemporánea es, indudablemente, la decadencia de la mentira, considerada como arte, como ciencia y como placer social. Los antiguos historiadores nos presentaban ficciones deliciosas en formas de hechos; el novelista moderno nos presenta hechos estúpidos a guisa de ficciones. El Libro Azul se convierte rápidamente en su ideal, tanto por lo que se refiere al método como al estilo. Posee su fastidioso Documento humano, su miserable Rincón de la creación, que él escudriña con su microscopio. Se lo encuentra uno en la Biblioteca Nacional o en el Museo Británico, buscando con afanoso descaro su tema. Ni siquiera tiene el valor de las ideas apenas; con reiteración va directamente a la vida para todo, y, por último, entre las enciclopedias y su experiencia personal, fracasa miserablemente, después de bosquejar tipos copiados de su círculo familiar o de la lavandera semanal y de adquirir un lote importante de datos útiles de los que no puede librarse jamás por completo, ni aun en sus momentos de máxima meditación.

Sería difícil calcular la extensión de los daños causados a la literatura por ese falso ideal de nuestra época. La gente habla con ligereza del mentiroso nato como del poeta nato. Pero en ambos casos están equivocados. La mentira y la poesía son artes, que como observó Platón, no dejan de relacionarse mutuamente, y que requieren el más atento estudio, el fervor más desinteresado. Poseen, en efecto, su técnica, como las artes más materiales de la pintura y de la escritura tienen sus secretos sutiles de forma y de colorido, sus manipulaciones, sus métodos estudiados. Así como se conoce al poeta por su bella música, también se reconoce al mentiroso en sus articulaciones rítmicas, y en ningún caso la inspiración fortuita del momento podría bastar. En esto, como en todo, la práctica debe preceder a la perfección. Actualmente, cuando la moda de escribir versos se ha hecho demasiado corriente y debiera, en lo posible, ser refrenada, la moda de mentir ha caído en descrédito. Más de un muchacho debuta en la vida con un don espontáneo de imaginación, que alentado por un ambiente favorable y de igual índole, podría llegar a ser algo en verdad genial y maravilloso. Pero por regla general, ese muchacho no llega a nada o acaba adquiriendo costumbres insolentes de exactitud..."

CYRIL.- ¡Querido amigo!

VIVIAN.- No me interrumpa... o acaba adquiriendo costumbres insolentes de exactitud o se dedica a frecuentar el trato de personas de edad o bien informadas". Dos cosas que son igual de fatales para su imaginación y para de cualquiera, y así en muy poco tiempo, manifiesta una facultad morbosa y malsana a decir la verdad, empieza a comprobar todos los asertos hechos en su presencia, no vacila en contradecir a las personas que son mucho más jóvenes que él y con frecuencia termina escribiendo novelas tan parecidas a la vida que nadie puede creer en su probabilidad. Este no es un caso aislado, sino simplemente un ejemplo tomado entre otros muchos; y si no se hace algo por refrenar o, al menos, por modificar nuestro culto monstruoso a los hechos, el arte se tornará estéril y la belleza desaparecerá a la Tierra.

Para este vicio moderno no le conozco ningún otro nombre, y es el responsable corromper al mismísimo Robert Louis Stevenson, ese maestro delicioso de la prosa fantástica y delicada. En verdad es despojar a una historia de su realidad el intentar hacerla demasiado verídica, y La flecha negra carece de arte hasta el punto de no contener ningún anacronismo del que pudiera alabarse su autor; en cambio, la transformación del "Doctor Jekyll" se parece de un modo peligroso a un caso sacado de The Lancet. En cuanto a Mr. Rider Haggard, que tiene o que tuvo en otro tiempo las facultades de un mentiroso perfectamente magnífico, siente ahora un miedo tal a que lo tomen por genio, que cuando nos cuenta algo maravilloso se cree en la obligación de inventar un recuerdo personal y de colocarlo en una llamada, como una especie de confirmación pusilánime. Y el resto de nuestros novelistas no valen mucho más. Mr. Henry James escribe fantasías, como si realizara un penoso deber y derrocha en asuntos mediocres y en insignificantes "puntos de vista" su estilo exquisito y literario, sus frases felices y su pronta y cáustica sátira. Hall Caine, es verdad que apunta a lo grandioso; pero escribe en el tono más agudo de su voz. Y es tan estridente, que no se oye nada de lo que dice. Mr. James Payn es un incondicional del arte de ocultar lo que no merece la pena descubrirse. Persigue a la evidencia con el entusiasmo de un detective miope. A medida que se pasan las páginas, su manera de intrigarnos llega a ser casi insoportable. Los caballos del faetón de Mr. William Black no ascienden hacia el sol. Se contentan con espantar al cielo nocturno con violentos efectos cromolitográficos. Viéndolos acercarse, los aldeanos se refugian en su dialecto. Oliphant charla de un modo muy divertido sobre los vicarios, los partidos de tenis y otros temas sin importancia. Marion Crawford se ha sacrificado sobre el altar del color local. Se parece a esa señora que en una comedia francesa habla sin cesar de le beau ciel d Italie. Además, incurre en la mala costumbre de formular sosas moralidades. Nos repite constantemente que ser bueno es ser bueno y que ser malo es ser malo. A veces es casi edificante. Robert Elsmere es, naturalmente, una obra maestra delgenre ennuyeux, la única clase de literatura que parece gustar plenamente a los ingleses. Un joven soñador amigo nuestro nos decía que ese libro le recordaba la conversación sostenida a la hora del té por una familia conformista, y lo creemos fácilmente. En verdad, únicamente en Inglaterra podía aparecer un libro así. Inglaterra es el refugio de las ideas perdidas. En cuanto a esa gran escuela de novelistas que aumenta a diario, y para quienes el sol sale siempre en el East-End lo único que puede decirse de ellos es que se encuentran la vida cruda y la dejan sin cocer.

Los franceses, aunque no hayan escrito nada tan sumamente aburrido como Robert Elsmere, no lo hacen mucho mejor. Guy de Maupassant, con su penetrante y mordiente ironía y su estilo brillante y sólido, despoja a la vida de los pobres harapos que la cubren todavía y nos muestra llagas atroces y purulencias. Escribe sombrías y pequeñas tragedias, en las que todo el mundo es ridículo; comedias amargas que hacen reír y llorar. Émile Zola, fiel al principio altivo que formuló en uno de sus pronunciamientos literarios, El hombre de genio carece de espíritu está decidido a demostrar que si él carece de genio, puede ser, menos, estúpido. ¡Y vaya si lo consigue! No le faltaba fuerza. A veces, en sus obras, como en Germinal, hay algo épico. Pero esta obra es mala desde su primera página, esto no desde el punto de vista moral, sino desde punto de vista artístico. Considerada su relación con una intriga cualquiera, es realmente lo que debe ser. El autor posee una veracidad perfecta y describe las cosas tal y como suceden. ¿Qué más puede desear un moralista? No sentimos la menor simpatía por la malsana nación moral de nuestra época contra Zola. Es puramente la indignación de Tartufo puesto en la picota, pero desde el punto de vista artístico, ¿qué puede decirse en favor del autor del Assommoir de Nana, de Pot-Bouille? Nada. Mr. Ruskin nos afirmaba una vez que los personajes de las novelas de George Eliot son "la basura de un ómnibus de Pentonville"; pero los personajes de M. Zola son peor todavía. Tienen vicios tristes y virtudes más tristes aún. La historia de sus vidas carece de interés en absoluto. ¿Quién se preocupa de lo que les sucede, de sus virtudes, más sombrías que sus vicios? En literatura nos gusta la distinción, el encanto, la belleza y el poder imaginativo. Los relatos sobre hechos y gestas de las clases bajas nos turban y nos asquean. Álphonse Daudet es mejor. Tiene ingenio, un toque ligero y un estilo divertido. Pero acaba de suicidarse, literariamente hablando. Nadie puede ya interesarse por Delobelle ni por su Es necesario luchar por el Arte, ni por Valmajour, con su eterno estribillo sobre el ruiseñor; ni por el poeta de Jack, con sus Palabras crueles, desde que se sabe por sus Veinte años de mi vida literaria, que el autor tomó directamente de la vida todos esos personajes. Nos parece que han perdido de pronto toda su vitalidad, las pocas cualidades que han podido tener. Los únicos personajes reales son los que no han existido jamás en este mundo; y si un novelista es lo bastante mediocre para tomar a sus héroes directamente de la vida, debe, al menos, decir que son creaciones suyas y no alabarlos como copias. La justificación de un personaje de novela está, no en que las otras personas son lo que son, sino en que el autor es lo que es. Si no la novela no es ya una obra de arte. En cuanto a Paul Bourget, el maestro de la novela psicológica, comete el error de imaginarse que los hombres y las mujeres de la vida moderna pueden ser analizados interminablemente en innumerables series de capítulos. Además, lo que interesa a la gente de la alta sociedad (y Bourget se escapa rara vez del barrio aristocrático de Saint-Germain, como no sea para ir a Londres) es la máscara que lleva cada una de ellas y no la realidad que se cobija bajo esa máscara. Resulta una confusión humillante; pero todos estamos hechos con el mismo barro. Hay en Falstaff algo de Hainlet, y a la inversa. El grueso caballero tiene sus ratos de melancolía, y el joven príncipe, sus instantes de grosera alegría. No nos diferenciamos unos de otros más que en pequeños detalles: la ropa, los modales, la voz, la religión, el físico, los gestos habituales y cosas así. Cuanto más se analiza a la gente, menos razones se encuentran para someterla a dicho análisis. Tarde o temprano se llega a esto que es tan terrible y universal; la naturaleza humana. Quienes han trabajado entre los pobres lo saben muy 'bien; la fraternidad humana no es un simple sueño del poeta sino una humillante y desalentadora realidad; todo escritor que ha estudiado con insistencia a la clase alta puede escribir igualmente sobre las vendedoras de cerillas o fruteras. Sin embargo, mi querido amigo, no le entretendré más sobre este tema. Admito de buena gana que las novelas modernas son excelentes bajo muchos aspectos. Pero insisto en que, como género, son totalmente inaceptables.

CYRIL.- Esa es una calificación gravísima. Aunque me parecen injustas algunas de sus críticas. Me gustan The Deemster, y The Daughter of Heth, y El discípulo, y Mister Isaac; en cuanto a Robert Elsmere, me encanta. No es que la tenga por una obra seria. Como exposición de los problemas que se imponen a los cristianos sinceros, el libro resulta bastante ridículo y obsoleto. Es sencillamente La Literatura y el Dogma, de Arnold, sin literatura. No son peores las Evidencias, de Paley, o el método de exégesis bíblica de Colenso. ¿Hay algo más patético que ese desdichado héroe que anuncia con gravedad una aurora rota que ha despuntado ya hace tiempo y que se equivoca tanto sobre su verdadero significado que anuncia su propósito de proseguir el asunto con un nuevo nombre? Pero el libro contiene hábiles caricaturas y muchas citas deliciosas; y la filosofía de Green endulza muy divertidamente la píldora un poco amarga de la moraleja. Me sorprende que no haya usted dicho nada de dos novelistas que lee usted continuamente: Balzac y George Meredith. Ambos escritores son claramente realistas, ¿no es así?

VIVIAN.- ¡Ah Meredith! ¿Quién podría definirlo? Su estilo es un caso iluminado por intermitentes relámpagos. Como escritor, es un maestro en todo, salvo en el idioma; como novelista, puede contarlo todo, excepto una historia; como artista, lo posee todo, menos la armonía. Alguien, en Shakespeare (Touchstone, creo), habla de un hombre que se esfuerza sin cesar en lucir su ingenio, y esto, a mi juicio, podría servir de base a una crítica del método de Meredith. Pero, en todo caso, no es un realista. 0 más bien diría yo que es un hijo del realismo reñido con su padre. Se ha hecho deliberadamente romántico. Se ha negado a prosternarse ante Baal, y aunque su delicado ingenio no se rebelase contra todo el alboroto del realismo, su estilo bastaría para mantener a la vida a respetuosa distancia. Ha plantado alrededor de su jardín un seto erizado de espinas y rojo de rosas maravillosas. En cuanto a Balzac, ofrece una notabilísima mezcla de temperamento artístico con el espíritu científico. Sus discípulos sólo han heredado este último don. La diferencia entre un libro como La taberna, de Zola, y las Ilusiones perdidas, de Balzac, es la que existe entre el realismo imaginativo y la realidad imaginada. "Todos los personajes de Balzac, según Baudelaire, poseen la misma ardiente vida de que él estaba animado. Todas sus ficciones están intensamente coloreadas como en sueños. Cada inteligencia es un arma cargada de voluntad hasta la boca. Hasta los pinches tienen talento." Una lectura continuada de Balzac vierte a nuestros amigos vivos en sombras y a otros conocidos en sombras de esas mismas sombras. Sus personajes tienen una vida ardiente. Nos dominan y desafían con su escepticismo. Una de las mayores desdichas de mi vida ha sido la muerte de Luciano de Rubempré; pena que no he podido superar jamás. Me atormenta en mis momentos de placer. La recuerdo cuando me río. Pero Balzac no es un realista, como lo fue Holbein. Creaba vida, no la copiaba. Reconozco sin embargo, que daba demasiada importancia a la modernidad de la forma, y por eso ninguno de sus libros debe catalogarse como una obra maestra: Salambó o Esmond, The Cloister and the Hearth, o El vizconde de Bragelonne.

CYRIL.- Entonces, ¿está usted en contra de la modernidad de la forma?

VIVIAN.- Totalmente. Es pagar un precio monstruoso a cambio de un paupérrimo resultado. La pura modernidad de forma tiene siempre algo vulgar. Y no puede ser de otro modo. El público se imagina que, porque se interesa por las cosas que lo rodean, el arte debe interesarse igualmente por ellas y tomarlas como temas. Pero el simple hecho de que aquél, es decir, el público, se interese por esas cosas las hace incompatibles con el Arte. Alguien lo ha dicho: lo único bello es lo que en realidad no nos concierne. En cuanto una cosa nos es útil o necesaria nos afecta de cualquier manera, pena o placer, o se dirige a nuestra simpatía, o es una parte vital del ambiente en que vivimos, está fuera del dominio del Arte. Tendríamos que ser indiferentes a los asuntos tratados por el Arte. Al menos deberíamos dejar de sentir preferencias, prejuicios, o parcialidad de ninguna clase. Precisamente porque Hécuba no nos afecta en nada es por lo que sus dolores son un asunto tan grandioso en la tragedia. No conozco nada más triste en toda la historia de la literatura que la carrera artística de Carlos Reade. Escribió un libro hermoso: The Cloister and the Hearth, tan superior a Romola como ésta lo es a Daniel Deronda, y echó a perder el resto de su vida en un esfuerzo estúpido por ser moderno y por atraer la atención del público sobre el estado de nuestras cárceles y sobre la administración de nuestros manicomios. Charles Dickens nos desilusionó realmente cuando intentó despertar nuestra simpatía por las víctimas de la administración legal de los hospicios; pero un artista, un erudito, un hombre que posee el verdadero sentido de la Belleza como Charles Reade, ¡acalorarse y gritar los abusos de la vida actual igual que un vulgar libelista o un periodista sensacional, es un espectáculo que hace llorar a los ángeles! Créame, mi querido Cyril, la modernidad de forma y de asunto son un perfecto error. Que consiste en tomar la librea común de nuestra época por la túnica de las Musas; en vivir, no en la ladera del Monte Sagrado con Apolo, sino en las calles sórdidas y en los horribles suburbios de nuestras viles ciudades. Raza degenerada, hemos vendido nuestra superioridad por un miserable plato de hechos...

CYRIL.- Encuentro que hay algo de cierto en sus palabras, sea cual sea el placer que podamos encontrar en la lectura de una novela moderna, gozamos raramente de un placer artístico releyéndola. Y este es quizá el mejor medio para reconocer lo que es realmente literatura. Si no se encuentra goce en leer y en releer un libro, es inútil leerlo ni siquiera una vez. Pero ¿qué opina usted de esa célebre panacea de renacer a la vida y a la Naturaleza que se nos vende siempre como recomendable?

VIVIAN.- Aunque el pasaje que trata de ese tema está más adelante, se lo voy a leer ahora:

"Volvamos a la Vida y a la Naturaleza; nos crearán un nuevo arte de sangre roja, que correrá por nuestras venas, de mano fuerte, de pies ligeros; he aquí el grito constante de nuestro tiempo. Pero, ¡ay!, sufrimos un desencanto en nuestros esfuerzos amables y bienintencionados. La Naturaleza va siempre atrasada respecto a la época. Y en cuanto a la vida, es el disolvente que desintegra el Arte, el enemigo que invade su fortaleza."

CYRIL.- ¿Qué significa eso de que la Naturaleza está siempre por detrás de la época?

VIVIAN.- La verdad es que es un poco misterioso. He aquí el sentido de esto. Si la Naturaleza significa el instinto simple y natural, opuesto a la cultura y a la ciencia, la obra producida bajo su influencia resulta siempre anticuada, caduca, pasada de moda. Un toque de Naturaleza puede consolidar al Universo, pero dos toques de Naturaleza destruyen cualquier obra de arte. Por otra parte, si consideramos a la Naturaleza como el conjunto de los fenómenos externos al hombre, no se ve en ella más que lo que se la aportó. Ella carece de toda inspiración. Wordsworth fue a los lagos, pero no llegó nunca a ser un poeta del lago. No encontró entre las piedras más que los sermones que había él ocultado allí. Se paseó, moralizando por toda la comarca; pero produjo lo mejor de su obra cuando volvió a la poesía y abandonó la Naturaleza. La poesía le dio Laodamia, sus bellos sonetos, y la gran Oda. La Naturaleza le consiguió Martha Ray y Peter Bell y también la dedicatoria a la azada de Mr. Wilkinson.

CYRIL.- Eso debe ser discutido. Me inclino más bien a creer en "la inspiración de un bosque primaveral", aunque, naturalmente, el valor artístico de tal inspiración dependa por entero del temperamento que la recibe, hasta el punto de que la vuelta a la Naturaleza sólo significaría la marcha hacia una gran personalidad. Creo que estará de acuerdo con ello. Perdone, continúe usted leyendo.

VIVIAN (Reiniciando su lectura.)- "El Arte se inicia con una decoración abstracta, por un trabajo puramente imaginativo y agradable aplicado tan sólo a lo irreal, a lo no existente. Esta es la primera etapa. La Vida, después, fascinada por esa nueva maravilla, solicita su entrada en el círculo encantado. El Arte toma a la Vida entre sus materiales toscos, la crea de nuevo y la vuelve a modelar en nuevas formas, y con una absoluta indiferencia por los hechos, inventa, imagina, sueña y conserva entre ella y la realidad la infranqueable barrera del bello estilo, del método decorativo o ideal. La tercera etapa se inicia cuando la Vida predomina y arroja al Arte al desierto. Esta es la verdadera decadencia que sufrimos actualmente.

Tomemos el caso del dogma inglés. Al principio, en manos de los frailes, el arte dramático fue abstracto, decorativo, mitológico. Después tomó la Vida a su servicio, y utilizando algunas de sus formas exteriores creó una raza de seres absolutamente nuevos, cuyos dolores fueron más terribles que ningún dolor humano y cuyas alegrías fueron más ardientes que las de un amante. Seres que poseían la rabia de los Titanes y la serenidad de los dioses, monstruosos y maravillosos pecados, virtudes monstruosas y maravillosas. Les dio un lenguaje diferente al lenguaje ordinario, sonoro, musical, dulcemente rimado, magnífico por su solemne cadencia, afinado por una rima caprichosa, ornado con pedrerías de palabras maravillosas y enriqueció una noble dicción. Vistió a sus hijos con espléndidos ropajes, les dio máscaras, y el mundo antiguo, a su mandato, salió de su tumba de mármol. Un nuevo César avanzó altivamente por las calles de Roma resucitada, y con velas de púrpura y remos movidos al son de las flautas, otra Cleopatra remontó el río, hacia Antioquía. Los viejos mitos y la leyenda y el ensueño recuperaron la forma. La Historia fue escrita otra vez de nuevo y no hubo dramaturgo que no reconociese que el fin del Arte es, no la verdad simple, sino la belleza compleja. Y esto era cierto. El Arte representa una forma de exageración, y la selección, es decir, su propia alma, no es más que una especie de énfasis.

Pero muy pronto la Vida destruyó la perfección de la forma. Incluso en Shakespeare podemos verlo de comienzo a fin. Se observa en la dislocación del verso libre en sus últimas obras, en el predominio de la prosa y en la excesiva importancia concedida al significado. Los numerosos pasajes de Shakespeare en que el lenguaje es barroco, vulgar, exagerado, extravagante, hasta obsceno, se los inspiró la Vida, que anhelaba un eco a su propia voz, rechazando la intervención del bello estilo, a través del cual puede únicamente expresarse. Shakespeare está lejos de ser un artista perfecto. Le gusta demasiado inspirarse directamente en la Vida, copiando su lenguaje mundano. Se olvida de que el arte lo abandona todo cuando abandona el instrumento de la Fantasía. Goethe dice en alguna parte:

Trabajando dentro de los límites es como se revela el maestro, y la limitación, la condición misma de todo arte, es el estilo. Pero, no nos detengamos más en el realismo de Shakespeare. La tempestades la más perfecta de las palinodias. Lo que en realidad quiero demostrar es que la magnífica obra de los artistas de la época isabelina y de los Jacobitas contenía en sí el germen de su propia disolución, y que si adquirió algo de su fuerza utilizando la Vida como material, toda su flaqueza proviene de que fue tomada como método artístico. Como resultado inevitable de sustituir la creación por la imitación, de ese abandono de la forma imaginativa, surge el melodrama inglés moderno. Los personajes de esas obras hablan en escena exactamente lo mismo que hablarían fuera de ella; no tienen aspiraciones ni en el alma ni en las letras; están calcados de la vida y reproducen su vulgaridad hasta en los detalles más insignificantes; tienen el tipo, las maneras, el traje y el acento de la gente real; pasarían inadvertidas en un vagón de tercera clase... ¡Y qué aburridas son esas obras! No logran siquiera producir esa impresión de realidad a la que tienden y que constituye su única razón de ser. Como método, el realismo es un completo fracaso.

Y esto, que es cierto tratándose del drama y de la novela, no lo es menos en las artes que llamamos decorativas. La historia de esas artes en Europa es la lucha memorable entre el orientalismo, con su franca repulsa de toda copia, su amor a la convención artística y su odio hacia la representación de las cosas de la Naturaleza y de nuestro espíritu imitativo. Allí donde triunfó el primero, como en Bizancio, en Sicilia y en España por actual contacto, o en el resto de Europa por influencia de las Cruzadas, hemos tenido bellas obras imaginadas, donde las cosas visibles de la vida se convierten en artísticas convenciones, y las que no posee la Vida son inventadas y modeladas para su placer. Pero allí donde hemos vuelto a la Naturaleza y a la Vida, nuestra obra se ha hecho siempre vulgar, común y desprovista de interés. La tapicería moderna, con sus efectos aéreos, su cuidada perspectiva, sus amplias extensiones de cielo inútil, su fiel y laborioso realismo, no posee la menor belleza. Las vidrieras pintadas de Alemania son por completo detestables. En Inglaterra empezamos a tejer tapices admirables porque hemos vuelto al método y al espíritu orientales. Nuestros tapices y nuestras alfombras de veinte años atrás, con sus verdades solemnes y deprimentes, su vano culto a la Naturaleza, sus sórdidas copias de objetos tangibles, se han convertido, hasta para los filisteos, en motivo de risa. Un mahometano culto me hizo un día esta observación. "Vosotros, los cristianos, estáis obsesionados en interpretar mal el sentido del cuarto mandamiento, porque no habéis pensado nunca en aplicar artísticamente el segundo." Tenía toda la razón, y poseía la concluyente verdad sobre este tema que "la verdadera escuela de arte no es la Vida, sino el Arte".

Ahora permítame que le lea otro pasaje que me parece resolver esta cuestión de forma definitiva:

"No ha sido así siempre. Nada tengo que decir de los poetas, porque, con la desdichada excepción de Wordsworth, han permanecido realmente fieles a su elevada misión y son universalmente conocidos como gentes sobre las cuales se puede contar totalmente en las obras de Herodoto, al que, a pesar de las superficiales y mezquinas tentativas de los modernos escoliastas para comprobar la veracidad de su historia, puede llamarse con justicia, "el Padre de las Mentiras" en los discursos públicos de Cicerón y las biografías de Suetonio, en lo mejor de Tácito, en la Historia Natural de Plinio, el Periplo de Hannón en todas las Crónicas de los primeros tiempos, en las Vidas de los Santos, en Froisart y sir Thomas Mallory, en los Viajes de Marco Polo, en Olaus Magnus y Aldrovandi y Conrad Lycosthenes, con su magnífico Prodigiorum et Ostentorum Chronicon; en la autobiografía de Benvenuto Cellini, en las Memorias de Casanova, en la Historia de la Peste, por Defoe; en la Vida de Johnson, de Boswell ; en los despachos de Napoleón, y en las obras de nuestro querido Carlyle, cuya Revolución francesa es una de las novelas históricas más fascinadoras que se han escrito nunca: en todas estas obras, repito, los hechos se mantienen en el sitio subordinado que les corresponde o desechados al terreno de la estupidez. ¡Qué diferencia de antes! No sólo los hechos se introducen en la Historia, sino que además, usurpan el dominio de la Fantasía y el reino de la Ficción. Todo sufre su glacial contacto. Hacen vulgar a la Humanidad. El brutal mercantilismo de América, su espíritu materialista, su indiferencia por el aspecto poético de las cosas, su falta de imaginación y de elevados ideales inalcanzables, provienen de que ese país ha adoptado por héroe nacional a un hombre que, según su propia confesión, fue incapaz de mentir y no exagero al afirmar que la historia de George Washington y del cerezo han hecho más daño, y en un plazo más corto, que cualquier otro cuento de finalidad ética y moral"

CYRIL.- ¡Querido Vivian!...

VIVIAN.- No me cabe duda. Y lo mejor del caso es que esa historia del cerezo es tan sólo un mito. Pero no quiero que piense usted que desespero del porvenir artístico de América o de nuestro país. Escuche esto:

"Es evidente que ha de producirse un cambio antes de acabar este siglo. Cansada de la charlatanería fastidiosa y moralizadora de los que carecen de espíritu hiperbólico y de talento imaginativo, de esas personas inteligentes cuyos recuerdos se basan en la memoria y cuyas aseveraciones están limitadas por lo verosímil y pueden ver confirmadas sus palabras por cualquier filisteo presente, la sociedad volverá más tarde o más temprano a su líder perdido: al fascinante y refinado mentiroso. ¿Quién fue el primero que sin haber estado jamás en la terrible caza contó, al atardecer, a los asombrados trogloditas, cómo había arrancado al megaterio de las tinieblas purpúreas de su caverna de jaspe o cómo acabó con el mamut en genial lucha y trajo sus colmillos dorados? ¿Quién fue? No lo sabe nadie, y ninguno de nuestros antropólogos contemporáneos, toda su ciencia jactanciosa, ha tenido el valor de decírnoslo. Cualesquiera que hayan sido su nombre y su raza, él fue el verdadero fundador de las relaciones sociales. Porque el fin del mentiroso, que estriba sobre todo en seducir, en encantar, en dar placer es la base misma de la sociedad civilizada, y una comida sin él, aun en las casas más ilustres, es tan pesada como una conferencia en la Royal Society, como un debate en los Incorporated Autbors o como una de las comedias burlescas de Mr. Burnad.

Y la sociedad o será la única en dispensarle una buena acogida. El Arte evadiéndose de la cárcel del Realismo, saldrá a saludarlo y besará sus bellos labios engañosos, sabiendo que sólo él posee el secreto de todas sus manifestaciones, el secreto de que la Verdad es absoluta y enteramente cuestión de estilo, mientras que la Vida, la pobre, la probable, la poco interesante vida humana, harta de repetirse en beneficio de Herbert Spencer, de los teorizadores científicos y de los recopiladores de estadísticas en general, lo seguirá humildemente e intentará copiar con su torpe estilo y simple algunas de la maravillas que él refiera.

Sin duda habrá siempre críticos que, como cierto escritor de la Saturday Review censuren con grave gesto a un autor de cuentos de hadas su insuficiente conocimiento de la historia natural, que midan una obra de fantasía con su carencia de facultad imaginativa y que alcen horrorizados sus manos manchadas de tinta cuando algún honrado caballero, que jamás ha salido de entre los árboles de su jardín, escribía un libro de viajes fascinador, como sir John Mandeville o como el gran Raleigh, una historia universal sin saber nada del pasado. Para disculparse se ampararán bajo el escudo del que creó a Próspero el Mago y le dio a Calibán y a Ariel como servidores, al que oyó a los tritones soplar en sus caracoles en torno a los arrecifes de coral de la Isla Encantada y a las hadas cantarse unas a otras en un bosque cercano a Atenas; al que condujo a los reyes fantasmas en una procesión confusa entre los brazos brumosos de Escocia y escondió en una caverna a Hécate y a sus indómitas hermanas. Invocarán a Shakespeare como siempre, y citarán ese pasaje tan sobado sobre el Arte que ofrece un espejo a la Naturaleza, sin tener en cuenta que Hamlet usa precisamente este aforismo de forma deliberada para convencer a los espectadores de su total desconocimiento en materias artísticas."

CYRIL.- ¡Vaya! ¿Me da otro cigarrillo?...

VIVIAN.- Querido amigo, diga usted lo que quiera, esa no es más que una mera expresión escénica que tampoco significa lo que pensaba en realidad Shakespeare sobre el Arte, como las palabras de Yago no representan tampoco sus convicciones morales. Pero deje que termine de leer el párrafo:

"El Arte encuentra su perfección en sí mismo y no fuera de él. No hay que juzgarlo conforme a un modelo interior. Es un velo más que un espejo. Posee flores y aves desconocidas en todas las selvas. Crea y destruye mundos y puede arrancar la luna del cielo con un hilo escarlata. Suyas son las formas más reales que un ser viviente', suyos son los grandes arquetipos de que son copias imperfectas las cosas existentes. Para él la Naturaleza no tiene leyes ni uniformidad. Puede hacer milagros a voluntad, y los monstruos salen del abismo a su llamada. Puede ordenar al almendro que florezca en invierno y hacer que nieve sobre un campo de trigo en verano. A su voz, la helada coloca su dedo de plata sobre la boca ardorosa de junio, y los leones alados de las montañas Lidias salen de sus cavernas. Cuando pasa, las dríades lo espían desde la espesura y los faunos bronceados le sonríen de modo extraño. Lo adoran dioses con cabezas de halcón, y los centauros galopan junto a él."

CYRIL.- Eso me ha gustado. Me lo imagino. ¿Ha acabado?

VIVIAN.- Casi. Queda un último párrafo, aunque puramente práctico, y que sugiere simplemente algunos medios para resucitar el arte perdido de la Mentira.

CYRIL.- De acuerdo; pues antes que usted me lo lea quiero preguntarle algo. Dice usted que "la pobre, la probable, la poco interesante vida humana" intenta plagiar las maravillas del Arte. ¿Qué quiere usted decir con ello? Comprendo muy bien que se oponga a que el Arte sea considerado como un espejo, por genio quedaría reducido así a una simple luna. Pero no creerá usted seriamente que la Vida copia al Arte, y que tan sólo es su espejo.

VIVIAN.- Pues sí que lo creo. Aunque le parezca una contradicción (y las contradicciones son siempre peligrosas), no es menos cierto que la Vida imita al Arte mucho más que el Arte a la Vida. Todos hemos visto recientemente en Inglaterra cómo cierto tipo de belleza original y fascinante, inventado y acentuado por dos pintores imaginativos, ha influido de tal modo sobre la vida, que en todos los salones artísticos y en todas las exposiciones privadas se ven: aquí, los ojos místicos del ensueño de Rossetti, la esbelta garganta marfileña, la singular mandíbula cuadrada, la oscura cabellera flotante que él tan ardientemente amaba; allí la dulce pureza de La escalera de oro, la boca de flor y el lánguido encanto del Laus Amoris, el rostro pálido de pasión de Andrómeda, las manos finas y la flexible belleza de Viviana en el Sueño de Merlín. Y siempre era igual. Un gran artista inventa un tipo que la Vida intenta copiar y reproducir bajo una forma popular, como un editor emprendedor. Ni Holbein ni Van Dyck encontraron en Inglaterra lo que nos dejaron. Trajeron con ellos sus modelos, y la Vida, con su aguda facultad imitativa, empezó a proporcionar modelos al maestro. Los griegos, con su vivo instinto artístico, lo habían comprendido; colocaban en la estancia de la esposa la estatua de Hermes o la de Apolo para que los hijos de aquella fuesen tan bellos como las obras de arte que contemplaba, feliz o afligida. Sabían que la Vida, gracias al Arte, adquiere no tan sólo la espiritualidad, la hondura de pensamiento y de sentimiento, la turbación o la paz del alma, sino que puede adaptarse a las líneas y a los colores del Arte y reproducir la majestad de Fidias lo mismo que la gracia de Praxiteles. De aquí su aversión por el realismo. Pensaban, con razón, que los seres producen una inevitable fealdad y lo despreciaban por razones puramente sociales. Nosotros intentamos mejorar la raza mediante el aire puro, de la libre luz solar, del agua sana y de esas viviendas, horriblemente desnudas, para cobijar mejor a la clase baja. Y todo ello da salud, pero no belleza. Sólo al Arte produce belleza y los verdaderos discípulos de un gran artista no son sus imitadores de estudio, sino los que van haciéndose parecidos a sus obras, ya sean estas plásticas, en tiempos de los griegos, o pictóricas, como actualmente. En una palabra: la Vida es el mejor y único discípulo del Arte.

Y en literatura sucede lo mismo que en las artes visibles. El ejemplo más claro y más vulgar de esa ley nos lo proporciona el caso de esos pequeños cretinos que, por haber leído las aventuras de Jack Sheppard o de Dick Turpin, saquean los puestos de las pobres fruteras, desvalijan de noche las confiterías y aterrorizan a los viejos mientras regresan a sus casas en la oscuridad, arrojándose sobre ellos en las calles apartadas, con antifaces negros y pistolas descargadas. Este interesante fenómeno, que se deduce siempre después de aparecer una nueva edición de cualquiera de los libros mencionados, se atribuye casi siempre a la influencia de la literatura sobre la imaginación. Es un error. La imaginación es esencialmente creadora y busca siempre una nueva forma. El pequeño bandido es simplemente el inevitable resultado del instinto imitativo de la Vida. Es un Hecho, ocupado (como lo está siempre un hecho) en intentar reproducir una ficción, y lo que vemos en él se repite más ampliamente en la Vida en general... Schopenhauer ha estudiado el pesimismo; pero Hamlet es quien lo inventó. El mundo se ha vuelto triste porque, en el pasado, una marioneta fue melancolía. El nihilista, ese extraño mártir, que sin fe se encarama al cadalso sin entusiasmo y que pierde la vida por algo que no cree, es un puro producto literario. Lo inventó Turgueniev y más tarde lo perfeccionó Dostoyevski. Que Robespierre salió de las páginas de Rousseau es tan cierto como que el Palacio del Pueblo se levantó sobre los restos de una novela. La literatura se adelanta siempre a la Vida. No la copia, sino que la modela a su antojo. El siglo diecinueve, tal como lo conocemos, es en absoluto una invención de Balzac. Nuestros Lucianos de Rubempré, nuestros Rastignaes, nuestros De Marsays, aparecieron en la escena de la Comedia Humana. No hacemos más que practicar (con notas al pie de la página y con adiciones inútiles) el capricho, la fantasía o la visión creadora de un gran novelista. Un día pregunté a una dama que trató íntimamente a Thackeray si había él tenido algún modelo para Becky Sharp. Me respondió que Becky era pura invención, pero que la idea de aquel carácter le había sido sugerida en parte por una ama de gobierno que vivía en las cercanas de Kensington Square con una señora vieja, rica y muy egoísta. Le pregunté qué había sido de aquella ama de gobierno, y me contestó que, pocos años después de la aparición de Vanity Fair se fugó con el sobrino de la señora vieja, y durante una temporada escandalizó a toda aquella sociedad con el mismo estilo y los mismos métodos de mistress Rawdon Crowley. Y, finalmente, sufrió reveses y desapareció del continente, viéndosela de cuando en cuando en Montecarlo y en otros centros de juego. El noble caballero sobre el que esbozó, el mismo gran sentimental, su coronel Newcome, murió a los pocos meses de que The Newcomes alcanzara su cuarta edición, con la palabra "Adsum" en los labios. Poco después de publicar Stevenson su curioso relato psicológico de transformación, un amigo mío, llamado mister Hyde, se encontraba al norte de Londres, y, en su prisa por llegar a una estación, tomó el camino que creyó más corto y se perdió, encontrándose en un laberinto de calles sórdidas aspecto siniestro. Con los nervios a flor de piel, empezó a correr, cuando de pronto un chiquillo que salió de un pasaje abovedado, vino a meterse e sus piernas y cayó sobre la acera. Mister Hyde tropezó con él y lo pisó; el golfillo, lleno de miedo y un poco magullado, se puso a gritar, y en unos segundos la calle se llenó de gentes miserables que salieron de las casas como hormigas. Rodearon a mi amigo, preguntándole cómo se llamaba. Iba él a decirlo, cuando recordó de repente el incidente con que empieza el relato de Stevenson. Horrorizado ante la idea de vivir aquella escena terrible y tan bien escrita, y de repetir el acto que el Hyde de la ficción realiza deliberadamente, huyó a toda velocidad. Perseguido de cerca, acabó por refugiarse en un laboratorio, raramente abierto, y allí explicó a un joven médico ayudante lo que le acababa de pasar. Gracias a una pequeña suma, pudieron alejar a la multitud humanitaria, y, una vez aquello quedó solitario y tranquilo, se fue. Al salir, el nombre grabado sobre la placa de cobre de la puerta atrajo su mirada: Era "Jekyll". Por lo menos, tenía que serlo.

Aquí, la imitación, por lejos que fuera llevada, era absolutamente accidental. En el caso siguiente, esa imitación fue consciente. En mil ochocientos setenta y nueve, recién salido de Oxford, conocí en casa de un representante diplomático a una dama de una belleza peculiarmente exótica. Nos hicimos muy amigos y pasábamos mucho tiempo juntos. Me interesaba más su carácter que su belleza, ya que era una mujer muy decidida. Parecía carecer de toda personalidad; pero poseía la facultad de representar a muchas. En ocasiones se consagraba al Arte totalmente, convertía su salón en un estudio y se pasaba dos o tres días por semana yendo a distintas galerías de pintura y museos. O bien frecuentaba las carreras de caballos, luciendo sus ropas más deportivas y no hablando más que de apuestas. Dejaba la religión por el mesmerismo, éste y la política por las emociones melodramáticas de la filantropía. Era, en suma, una especie de Proteo, y tuvo el mismo fracaso en sus transformaciones que aquel asombroso dios marino cuando Ulises lo atrapó. Un día empezó a publicarse una novela en una revista francesa. En aquella época leía yo esa clase de literatura, y recuerdo mi gran sorpresa al llegar a la descripción de la heroína. Era tan parecida a mi amiga, que llevé la revista. Ella misma se reconoció al momento y pareció fascinada por la semejanza. Debo decirle de paso que la obra estaba traducida de un escritor ruso fallecido, de modo que el autor no había podido tomar a mi amiga por modelo. Abreviando: algunos meses después, hallándome en Venecia, vi la revista en el salón del hotel y la abrí para conocer cuál era la suerte de la heroína. Se trataba de una historia lamentable. La joven había acabado por fugarse con un hombre de clase inferior, social moral e intelectualmente. Escribí aquella misma noche a mi amiga, dándole mi opinión sobre Giovanni Bellini, los admirables helados de "Florian" y el valor artístico de las góndolas, y añadí una posdata para decirle que su "doble" del relato se había comportado muy neciamente. No sé por qué añadí aquellas líneas; pero recuerdo que me obsesionaba el temor de verla imitar a la heroína. Y antes que mi carta le llegase, se fugó con un hombre, que la abandonó seis meses después. La volví a ver en mil ochocientos ochenta y cuatro, en París, donde vivía con su madre, y le pregunté si aquella narración era responsable de su acto. Me confesó que se había sentido impulsada por una fuerza irresistible a seguir paso a paso a la heroína en su marcha extraña y fatal, y que fue presa de un auténtico terror mientras esperaba los últimos capítulos. Cuando se publicaron, le pareció que estaba obligada a copiarlos, y así lo hizo. Este es un eje clarísimo y extraordinariamente trágico de ese instinto imitativo de que yo hablaba hace un momento.

Pero, no quiero insistir más en esos ejemplos individuales y aislados. La experiencia personal es un círculo vicioso y limitado. Todo lo que deseo demostrar es este principio general: La Vida imita al Arte mucho más que el Arte a la Vida. Y estoy seguro de que si reflexiona usted sobre ello, verá que tengo razón. La Vida tiende el espejo al Arte y reproduce algún tipo extraño imaginado por el pintor o el escultor, o realiza con hechos lo que ha sido soñado como ficción. Científicamente hablando, la base de la Vida (la energía de la Vida como decía Aristóteles) es sencillamente el deseo de expresarse. Y el Arte nos ofrece siempre formas variadas para llegar a esa expresión. La Vida se apodera de ellas y las pone en práctica, aunque la hieran. Se han suicidado muchos jóvenes porque Rolla y Werther se suicidaron. Y piense usted en lo que debemos por ejemplo a la imitación de Cristo o a la de César mismo.

CYRIL.- He de admitir que la teoría es muy interesante; pero para completarla necesita usted demostrar que la Naturaleza es como la Vida: una imitación del Arte. ¿Podría hacerlo?

VIVIAN.- Claro que podría, mi querido amigo.

CYRIL.- ¿Así que la Naturaleza sigue al paisajista y copia todos sus efectos?

VIVIAN.- Así es. ¿A quiénes si no a los impresionistas debemos esas admirables brumas oscuras que caen suavemente en nuestras calles, esfumando los faroles de gas y transformando las casas en sombras espantosas? ¿A quiénes sino a ellos y a su maestro debemos las difusas nubes plateadas que flotan sobre nuestros ríos, formando sutiles masas de una gracia moribunda, con el puente en curva y la barca balanceándose? El cambio extraordinario por que ha pasado el clima de Londres durante estos diez últimos años se debe por entero a esa escuela artística particular. ¿Le hace gracia? Considere el tema desde el punto de vista científico o metafísico, y verá que tengo razón. En efecto: ¿qué es la Naturaleza? No es la madre que nos dio la luz: es creación nuestra. Despierta ella a la vida en nuestro cerebro. Las cosas existen porque las vemos, y lo que vemos y como lo vemos depende de las artes que han influido sobre nosotros. Mirar una cosa y verla son actos muy distintos. No se ve una cosa hasta que se ha comprendido su belleza. Entonces y sólo entonces nace a la existencia. Ahora la gente ve la bruma, no porque la haya, sino porque unos poetas y unos pintores le han enseñado el encanto misterioso de sus efectos. Nieblas han podido existir en Londres durante siglos. Hasta me atrevo a decir que no han faltado nunca. Pero nadie las vio, y por eso no sabíamos nada ellas. No existieron hasta el día en que el Arte las inventó. Y actualmente confieso que se abusa de las brumas. Se han convertido en burdo amaneramiento de una pandilla, y el realismo exagerado de su método provoca bronquitis en los imbéciles. Allí donde el hombre culto capta un efecto, el hombre ignorante coge un enfriamiento. Seamos, pues, humanos e invitemos al Arte a que mire con sus admirables ojos hacia otro lado. Lo ha hecho ya, por lo demás; esa luz blanca y estremecida que se ve ahora en Francia, con sus extrañas y malvas granulaciones y sus movedizas sombras doradas, es su última fantasía, y la Naturaleza la reproduce de admirable manera. Allí donde nos daba unos Corot o unos Daubigny, nos da ahora unos exquisitos Monet y unos Pissarro realmente encantadores. Es verdad que hay momentos raros, pero puede observarse de vez en cuando, que la Naturaleza se hace completamente moderna en ellos. Evidentemente, no hay que fiarse nunca de ella. Ya que se encuentra en una desdichada posición. El Arte crea un efecto incomparable y único, y luego pasa otra cosa. La Naturaleza, olvidando que la imitación puede vertirse en la forma más sincera del insulto, se dedica a repetir ese efecto hasta hastiarnos. Hoy, sin ir más lejos, no hay nadie verdaderamente culto que hable ya de la belleza de una puesta de sol. Los atardeceres han pasado de moda totalmente. Pertenecen a la época en que Turner era la última palabra en cuestiones de Arte. Admirarlas es una clara señal de provincianismo. Por otra parte, van desapareciendo. Anoche, mistress Arundel insistió para que fuera yo a la ventana a contemplar un "cielo de gloria", según sus palabras. Obedecí, naturalmente, porque es una de esas filisteas absurdamente bonitas a las que uno no puede decir que no. ¿Y qué es lo que vi? Pues, sencillamente, un Turner bastante mediocre, un Turner de la mala época donde todos los defectos del pintor estaban exagerados, acentuados hasta el límite. Por otra parte, estoy dispuesto a admitir que la vida comete a menudo errores parecidos. Produce sus falsos Renés y sus Vautrins falsificados, exactamente lo mismo que la Naturaleza nos da un día un Cuyp sospechoso y al día siguiente un Rousseau más que discutible. Pero la Naturaleza, cuando cosas de estas, nos enfada más aún. ¡Nos parece tan estúpida, tan evidente, tan inútil! La copia de un Vautrin puede ser delicioso. Pero, no quiero ser demasiado severo con la Naturaleza; espero que Canal, sobre todo en Hansting, no se parezca en demasiadas ocasiones a un Henry Moore gris perla con luces amarillas; pero cuando el Arte sea más variado, la Naturaleza será también, más variada. Que imita al Arte, no creo que pueda negarlo ni su peor enemigo. Es su único punto de contacto con el hombre civilizado. Pero ¿he conseguido probar mi teoría, querido amigo?

CYRIL.- Desde luego. Pero, aun admitiendo ese extraño instinto imitativo de la Vida y de la Naturaleza, reconocerá usted al menos que el Arte expresa el carácter de su época, el espíritu de su tiempo, las condiciones sociales y morales de su entorno y bajo cuya influencia nace.

VIVIAN.- ¡No, ni hablar de eso! El Arte no expresa nada más que a sí mismo. Es el principio de mi nueva estética, principio que hace, más aún que esa conexión esencial entre la forma y la sustancia, sobre la cual insiste mister Pater, de la música, el tipo de todas las artes. Naturalmente, las naciones y los individuos, con esa divina vanidad natural que es el secreto de la existencia, se imaginan que las musas hablan de ellos e intentan hallar, en la tranquila dignidad del Arte imaginativo, un espejo de sus turbias pasiones, olvidando así que el cantor de la Vida no es Apolo, sino Marsias. Alejado de la realidad, apartados los ojos de las sombras de la caverna, el Arte revela su propia perfección y la multitud sorprendida que observa la florescencia de la maravillosa rosa de pétalos múltiples sueña que es su propia historia la que le cuenta que es su propio espíritu el que acaba de expresarse bajo una nueva forma. Pero no es así. El Arte superior rechaza la carga del espíritu humano y halla más interesante un procedimiento o unos males inéditos que un entusiasmo cualquiera por el arte, que en cualquier elevada pasión o que cualquier gran despertar de la conciencia humana. Se desarrolla de forma pura, según sus propias líneas. No es símbolo de ninguna época. Las épocas son símbolos suyos.

Aun aquellos que consideran el Arte como representativo de una época, de un lugar y de una comunidad, reconocen que cuanto más imitativo es el arte, mejor representa el espíritu de su tiempo. Los rostros y versos de los emperadores romanos nos miran desde ese pórfido oscuro y ese jasque moteado en que les gustaba trabajar a los realistas de aquella época, y se nos ocurre pensar que en esos labios crueles y en esas mandíbulas dominantes y sensuales podían descubrir el secreto de la ruina se su Imperio glorioso. Pero estaban equivocados. Los vicios de Tiberio no podían destruir aquella civilización suprema, como tampoco podían salvarla las virtudes de los Antoninos. Se derrumbó por otros motivos menos interesantes. Las sibilas y los profetas de la Capilla Sixtina pueden servirnos para interpretar aquella resurrección de la libertad espiritual que denominamos Renacimiento. Pero ¿qué pueden decirnos de la gran alma de Holanda los palurdos beodos y pendencieros de los artistas de ese país? Cuando más abstracto e ideal es un arte, mejor nos revela el carácter de su tiempo. Si queremos comprender a una nación por su arte, hagámoslo a través del estudio de su arquitectura y su música.

CYRIL.- En eso, estoy de acuerdo con usted. El espíritu de una época puede hallar su mejor expresión en las artes abstractas, ideales, porque el espíritu mismo es ideal y abstracto. Pero, en lo tocante al aspecto visible de una época, a su parte exterior, por así decirlo, tenemos, sin duda, que dirigirnos a las artes imitativas.

VIVIAN.- Yo no creo que sea sí. Después de todo, las artes imitativas nos ofrecen tan sólo los estilos variados de diferentes artistas o de ciertas escuelas artísticas. Realmente, no se imaginará usted que las gentes de la Edad Media se parecían a las figuras reproducidas en las vidrieras, en los tapices, en las esculturas de piedra o madera, en los metales trabajados o en los manuscritos miniados de la época. Eran, probablemente, gentes de físico corriente, sin nada grotesco, notable o fantástico. La Edad Media, tal como la conocemos en Arte, es simplemente una forma definida de estilo, y no hay ninguna razón para que un artista que tenga ese estilo nazca en el siglo diecinueve. Ningún gran artista ve las cosas tales como son en realidad. Si las viese así dejaría de ser un artista. Tomemos un ejemplo de nuestra época. Sé que usted es un amante de los objetos japoneses. Pero ¿cree acaso, mi querido amigo, que han existido nunca japoneses tales como ese arte los representa? Si lo cree usted, es que no ha comprendido nunca nada del arte japonés. Los japoneses son la creación reflexiva y consciente de ciertos artistas. Examine usted un cuadro de Hokusai, o de Kokkei, o de algún otro pintor de ese país, y después haga lo propio con una dama o un caballero japoneses reales, y verá usted cómo no hay el menor parecido entre ellos. Las gentes que viven en el Japón no se diferencian de los ingleses tampoco. Es decir, que son también asombrosamente vulgares y no tienen nada curioso o extraordinario. Por lo demás, todo el Japón es una pura invención. No existe semejante país ni tales habitantes. Recientemente, uno de nuestros pintores más exquisitos fue al país de los crisantemos con la tonta esperanza de ver allí japoneses. Todo lo que vio y tuvo ocasión de pintar fueron farolillos y abanicos. Como lo ha revelado su deliciosa Exposición en la Galería Dowdeswell no pudo descubrir a sus habitantes. No sabía que los japoneses son, como ya he dicho, un modo de estilo simplemente, de exquisita fantasía artística. De manera que si usted quiere ver un efecto japonés, no vaya a Tokio. Todo lo contrario, quédese usted en casa y entréguese de lleno a la obra de ciertos artistas japoneses, y entonces, cuando haya usted asimilado el alma de su estilo y captado su visión imaginativa, vaya por la tarde a pasearse por el Parque o por Piccadilly, y si no ve usted allí efectos japoneses, no los verá en ningún otro sitio. O bien, volviendo otra vez al pasado, mire este otro ejemplo: los antiguos griegos. ¿Cree usted que el arte griego nos ha dicho nunca que ellos eran los habitantes de Grecia? ¿Cree usted que los atenienses se parecían a las majestuosas figuras de frisos del Partenón o a esas admirables diosas sentadas en el frontón triangular de ese monumento? Según su Arte, tendríamos que creerlo. Pero lea usted una autoridad de entonces, Aristófanes, por ejemplo. Verá usted que las damas atenienses se encorsetaban estrechamente, llevaban calzado de altos tacones, se teñían el pelo de amarillo y se pintaban exactamente igual que una necia elegante o que una cortesana de ahora. Juzgamos el pasado conforme al Arte, y el Arte, demos gracias, jamás ofrece la verdad.

CYRIL.- Entonces ¿qué opina usted de los retratos modernos de los pintores ingleses? Creo que se parecen bastante a las personas a quienes pretenden representar, ¿no es así?

VIVIAN.- Totalmente; se parecen tanto a los modelos, que dentro de cien años nadie creerá en la existencia de aquéllos. Los únicos retratos en que se cree son aquellos en los que haya muy poco del modelo mucho del artista. Los últimos dibujos hechos por Holbein de hombres y de mujeres de su época nos parecen asombrosamente reales, simplemente porque Holbein obligó a la Vida a aceptar sus condiciones, a mantenerse dentro de los límites que él mismo fijó, a reproducir su tipo y a parecer tal como él quería que pareciese. Es el estilo y únicamente el estilo el que nos hace creer en algo. La gran mayoría de nuestros pintores de retratos modernos están sentenciados al olvido más absoluto. Sólo pintan lo que ven o lo que ve el espectador, y éste no ve nada jamás.

CYRIL.- Bien; llegados a este punto, me gustaría oír el final de su interesante artículo.

VIVAN.- Gracias. Espero que le sirva de alguna utilidad. No sé si le servirá. Nuestro siglo es realmente el más prosaico y el más estúpido que ha habido nunca. Incluso el Sueño nos defrauda; ha cerrado las puertas de marfil y ha abierto las de cuerno. Los sueños de la nutrida clase media de este país tales como se narran en dos gruesos volúmenes escritos por mister Myers y en las Transactions of the Psychical Society, son de lo más deprimente que he leído. No hay en ellos ni una bella pesadilla. Son vulgares, sórdidos y aburridos. En cuanto a la Iglesia, no concibo nada mejor para la cultura del país que la creación de un cuerpo de hombres cuyo deber sea creer en lo sobrenatural, realizar milagros cotidianos y contribuir a la conservación del misticismo, tan esencial para la imaginación. Pero en la iglesia de Inglaterra se triunfa menos con la fe que con la incredulidad. Es la única en que los escépticos ocupan el pináculo y en que se considera a Santo Tomás como al apóstol más ideal. Más de un digno pastor que pasa su vida haciendo obras de caridad vive oscuramente y muere desconocido. Pero basta con que cualquier superficial e ignorante advenedizo, recién salido de una de nuestras Universidades, suba al púlpito y exprese sus dudas sobre el Arca de Noé, el asno de Balaam o Jonás y la ballena, para que medio Londres vaya a oírlo y se quede boquiabierto de admiración por su soberbia inteligencia. Lamentemos el desarrollo del sentido común en la Iglesia de Inglaterra. Es, en realidad, una concesión degradante a una forma de realismo, que se debe al desconocimiento más absoluto de la psicología. El hombre puede creer en algo imposible; pero no puede nunca creer en lo impredecible. Como sea, ahora debo leer el final de mi artículo:

"Lo que tenemos que hacer, lo que es en todo caso nuestro deber, es hacer que resucite ese arte antiguo de la Mentira. Los aficionados en su círculo familiar, en los lunchs literarios y en los tés de las cinco, pueden hacer mucho por la educación del gran público. Pero éste no es más que el lado bueno de la Mentira, tal como se practicaba en los ágapes cretenses. Hay otras muchas formas. Mentir para lograr una inmediata ventaja personal, mentir con un fin moral, como suele decirse, era muy corriente en la antigüedad, aunque de ahí en adelante se apreciase cada vez menos. Atenea se ríe oyendo a Ulises "sus palabras de sutil burla", según la expresión de mister William Morris. La gloria de la mendicidad ilumina la pálida frente del héroe intachable de la tragedia de Eurípides y sitúa en el rango de las nobles mujeres del pasado a la juvenil esposa de una de las más exquisitas odas de Horacio. Más tarde, al principio sólo había sido un instinto natural, llegó a convertirse en una ciencia razonada. Se redactaron leyes estrictas para guiar a los Hombres y se formó una importante escuela literaria para estudiar este tema. Realmente cuando se recuerda el excelente tratado filosófico de Sánchez sobre toda esta cuestión, hay que lamentar que nadie haya pensado nunca en hacer una edición resumida y popular de las obras de ese importante casuista. Un pequeño breviario, titulado Cuándo y cómo debe mentirse, redactado de forma atractiva, a buen precio, lograría una gran venta y prestaría notables servicios a mucha gente seria y culta. Mentir con el fin de fomentar el progreso de la juventud es la base de la educación familiar, y sus ventajas quedan demostradas tan admirablemente en los primeros libros de La República, de Platón, que es inútil insistir. Es un género de mentira para el cual poseen especial disposición las buenas madres de familia, aunque se presta a un mayor desarrollo y ha sido desdeñado lamentablemente por la School Board. Mentir por un salario mensual es cosa muy corriente en Fleet Street, y el puesto de líder político en un diario tiene sus ventajas; pero es ésa, según dicen, una ocupación algo estúpida y que no lleva más que a una especie de fastuosa oscuridad. La única forma irreprochable es, como hemos demostrado, la Mentira por sí misma, y el más elevado desarrollo que pueda alcanzar es la mentira en Arte. De la misma manera que a los que no prefieren Platón a la Verdad les está prohibido entrar en Academos, tampoco los que no prefieren la Belleza a la Verdad pueden entrar en el templo secreto del Arte. El sólido y pesado intelecto británico yace en la arena del desierto como la esfinge del maravilloso cuento de Flaubert; y la fantasía de La chimére danza en torno a él y le llama con voz falaz a los sones de la flauta. No puede actualmente oírla; pero algún día, cuando estemos hartos de la vulgaridad de la ficción moderna, la oirá e intentará utilizar sus alas.

Y cuando despunte esa aurora o ese crepúsculo se vuelva color púrpura, ¿cuál será nuestra sorpresa? Los hechos serán despreciados, la Verdad llorará sobre sus cadenas y la Ficción maravillosa reaparecerá en la Tierra. El físico mismo del mundo cambiará ante el asombro de nuestras miradas maravilladas. Behemoth y Leviatán surgirán del mar y nadarán alrededor de las galeras de elevada popa, como sobre esas maravillosas cartas marinas de antaño, cuando los libros de geografía podían leerse. Los dragones recorrerán los desiertos y el fénix levantará el vuelo desde su nido hacia el sol. Cogeremos el basilisco y podremos ver en la cabeza del sapo, la piedra preciosa allí engastada. El Hipogrifo mascará su avena dorada en cuadras y será nuestra dócil cabalgadura y el Pájaro Azul se cernirá sobre nosotros, cantando hechos imposibles y bellos, historias adorables que no suceden nunca, historias que no son y que podrían ser. Pero antes de llegar a eso debemos recuperar el arte perdido de la Mentira."

CYRIL.- Entonces recuperémoslo ya, ahora. Para evitar cualquier error, le ruego que me resuma en dos palabras las doctrinas de la Nueva Estética.

VIVIAN.- Son éstas, así brevemente. El Arte no se expresa más que a sí mismo. Tiene una vida independiente, como el pensamiento, y se desarrolla puramente en un sentido que le es peculiar. No es necesariamente realista en una época de realismo, ni espiritual en una época de fe. Lejos de ser creación de su tiempo está generalmente en oposición directa con él, y la única historia que nos ofrece es la de su propio desarrollo. A veces vuelve sobre sus pasos y resucita en alguna forma antigua, como sucedió en el movimiento arcaico del último arte griego y en el movimiento prerrafaelista contemporáneo. Otras veces se adelanta a su época y produce una obra que otro siglo posterior sabrá comprender y apreciar. En ningún caso representa su época. Pasar del arte de una época a la época misma es el gran error que cometen todos los historiadores.

La segunda doctrina es ésta. Todo arte mediocre proviene de una vuelta a la Vida y a la Naturaleza y de haber intentado elevarlas a la altura de ideales. La Vida y la Naturaleza pueden ser utilizadas a veces como parte integrante de los materiales artísticos: pero antes deben ser traducidas en convenciones artísticas. Cuando el arte deja de ser imaginativo, fenece. El realismo como método, es un completo fracaso, y el artista debe evitar la modernidad en la forma y también la modernidad del tema. A nosotros que vivimos en el siglo diecinueve, cualquier otro siglo, menos el nuestro, puede ofrecer un asunto artístico apropiado. Las únicas cosas bellas son las que no nos afectan personalmente. Citando gustoso, diré que precisamente porque Hécuba no tiene nada que ver con nosotros, es por lo que sus dolores constituyen un motivo trágico adecuado. Además, lo moderno se torna anticuado siempre. Zola se sienta para trazarnos un cuadro del Segundo Imperio. ¿A quién le interesa hoy el Segundo Imperio? Está pasado de moda. La vida avanza más deprisa que el Realismo; pero el Romanticismo precede siempre a la vida.

La tercera doctrina es que la Vida imita al Arte mucho más que el Arte imita a la Vida. Lo cual proviene no sólo del instinto imitativo de la Vida, sino del hecho de que el fin consciente de la Vida es hallar su expresión, y el Arte le ofrece ciertas formas de belleza para la realización de esa energía. Esta teoría, inédita hasta ahora, es extraordinariamente fecunda y arroja una luz enteramente nueva sobre la historia del Arte.

De todo ello deducimos, a modo de corolario, que también la Naturaleza exterior imita al Arte. Los únicos efectos que puede mostrarnos son los que habíamos visto ya en poesía o en pintura. Este es el secreto del encanto de la Naturaleza y asimismo la explicación de su debilidad.

La revelación final es que la Mentira, o sea, el relato de las cosas bellas y falsas, es la finalidad misma del Arte. Pero ya he hablado de esto bastante. Ahora, salgamos a la terraza, donde "el pavo real blanco muere como un fantasma", mientras la estrella nocturna "baña de plata el gris cielo". Al caer la oscuridad, la Naturaleza es de un efecto increíblemente sugestivo y lleno de belleza, aunque quizá sirva sobre todo para ilustrar citas de poetas. ¡Vamos! Ya hemos hablado suficiente.


Intenciones
La decadencia de la mentira | Pluma, lápiz y veneno | El crítico artista | La verdad sobre las máscaras