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La defensa

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La defensa
de Yamandú Rodríguez

—¡Cabo de guardia!
—¡Listo!
—Haga pasar al acusado.
El Consejo de Guerra sesiona en la carpa del Estado Mayor. Preside el coronel Gomeza, oficial de bigote cano y mirar adusto. Viste uniforme de campaña. Sobre el pecho luce las cintas de dos condecoraciones extranjeras. Entre la tropa goza fama de ser un sable con un hombre al costado. Es severo, impasible, glacial. Este frío explica la nieve de su bigote. Bajo el fuego conserva la misma imperturbabilidad. No se perdona error. Tampoco lo perdona a los demás. Merece respeto y no inspira cariño. Le secundan dos capitanes ayudantes. Ambos son jóvenes. En un extremo, el Fiscal, oficial de artillería prepara el capítulo de cargos.
Son las seis de la tarde.
A las once de la mañana empezó el cañoneo. Desde esa hora hasta que la caballería salió en persecución del enemigo, los cuatro oficiales combatieron sin descanso. Cuando se prometían una hora de reposo, reciben orden de constituirse en Consejo. Abrochan sus casaquillas, cíñense los correajes, en la puerta de la carpa dejan la fatiga para volvérsela a poner sobre sus hombros oportunamente, y se disponen a oír, juzgar y sentenciar.
—Permiso —dice el acusado.
—¡Avance!
Obedece.
—¡Siéntese! — ordena el coronel.
Así lo hace. Es criollo y viejo. Está triste. Para presentarse ante sus jueces, sacó de las maletas la bombacha y el saco verdosos, llenos de arrugas. En las puntas de su golilla aparece el monograma bordado; atención de alguna comadre. Tiene tres galones en el chambergo: el primero, incoloro; el segundo verde, y dorado el tercero. La copa calada por un balazo. Sus botas piden agua y las espuelas antiguas de plata y oro, conservan en las rodajas pelos, sangre y yuyos. Mira a los oficiales mansamente. El coronel permanece impasible. Los ayudantes, no. Parecen apiadarse. Reaccionan. Y consiguen resistir la simpatía de aquel lancero en desgracia.
El reo y sus jueces están separados por una mesa y un mundo.
El candil da más humo que luz.
Cierra la salida un imaginaria de raído uniforme.
De tanto en tanto, corre por el campamento el alerta de los centinelas.
Tras breve consulta a sus papeles, el coronel pregunta:
—¿Su nombre?
—Gabino Centurión.
—¿Edad?
El acusado ignora este detalle. Alguna vez oyó decir a las viejas que, cuando él nacía, su difunto tata montaba en un pangaré de la marca para seguir a don César Díaz. De ese mismo caballo lo "apio" en Caseros una bala de Chilavert. Por culpa del humo y de su casaquilla sin galones, el nombre de ese voluntario entró "mesturao" con otros muchos en el etcétera de las crónicas. Los Centurión siempre dieron poco que hablar. Casi no costaron tinta. Caían de cara al suelo.
Los borraban: primero, la modestia, y luego los caranchos. A veces recién apagada la guerra y en otras ocasiones al año de haber terminado, llegaba a la estancia, que era grande entonces, un compañero del finado con la divisa y la recomendación de siempre: "Que no afluejen". Ese día, el "mandao" ocupaba en la mesa el sitio del difunto y, sin perdonar detalle, relataba los últimos momentos. Por lo común: "venían cargando hombro con hombro cuando él lo vido cáir del montao. El tiempo andaba escasón. Le alcanzó justo para recebir un encargo, dar un santiguao y estribar". Después la comida terminaba en silencio. Las mujeres hacían lo posible por no llorar, y los varones, por sonreír. Gabino recuerda haber cebado mate al hombre que llevó la divisa de su tío Hermenegildo. Después, muchachón ya, desensilló el "sudao" del milico que recogiera el último aliento de su hermano Encarnación caído en la Libertadora. Y siendo mozo formal, a falta de mujeres, recibió la lanza de Casildo Centurión, su mellizo, que se hacía presente con aquella tacuara lustrosa, mucho más duradera que sus dueños. El arma "e'la familia" iba pasando de diestra en diestra. Todas las enfrió. Nunca se acostaba. No la dejaron. Dormía recostada bajo el poncho de polvo. Siempre la despertó el primer "barullo". Entonces salía al campo con un nuevo regatón de carne y cuando éste se aflojaba, ella seguía entre el fuego mostrando los colmillos.
—Vamo a poner setenta años, Coronel —es lo único que responde.
—¿Célibe?
—¿Lo qué?
—¿Soltero? —aclara el presidente.
Y sonso, tiene ganas de agregar Centurión. En realidad, cuando mozo fue casi tan feo como lo es ahora. Siempre tuvo los ojos encapotados, y más cejas que bigotes. Nació para mirar "duro" y hablar suave. De su dentadura conserva el recuerdo y dos incisivos que parecen haber seguido creciendo desde entonces. Están amarillos, maduros, casi al caer. Es pequeño, delgado y calmoso. Sacó un espíritu más grande que el que correspondía a su osamenta. A pesar de su fealdad, pudo haberse "amigao" con más de una china impresionada por sus mentas. Y hasta casarse pudo. Nunca se decidió. Cierto es que le hicieron vacilar. Cuando con algunos compañeros y un "padre", llevó al camposanto la última vieja de su apelativo, la soledad le empujó contra las tranqueras. Tomó "dulces" con azahar y miradas. Lo primero para curar el mal de las segundas. Faltábanle agujas y le sobraban clavos a sus bancos. Suplió las mujeres con su asistente. "Venceslao" era servidor viejo y hacía cada zurcido como abrojo. Más tarde, en cierta boda, dio con la paisana que hubo de "amancarronarle". Se juntaron en un descuido. Ella le pestañeaba. Abanicó su rescoldo. Centurión pasó noches enteras alegando. Y estuvo en la misma puerta de la iglesia; pero miró la de la sacristía y se empacó a tiempo. Si entraba por una, seríale preciso entrar por la otra con un gurí en brazos. Frente a la pila, el sacerdote preguntaría:
—¿"Cuálo" es el padre?
—Un servidor.
—¿Cómo se va a llamar el niño?
—José Gervasio — diría él sin vacilar. Ese era punto discutido y resuelto.
—¿Centurión?
He ahí lo grave. Aquel apelativo ataría al infante a una lanza con nudo potriador. Hasta el momento, ese lazo lo cortaba la muerte. Y Centurión no quiso criar más carne para los chimangos. Nunca lo confesó. Su propósito sentaría mal a los "agregaos", viejos amigos del renombre de su familia, "porción" de inútiles acampados en la estancia durante lustros a la espera del clarín. ¿Cómo hablar de eso? Podándose, castrando a la raza, faltó a la recomendación de todos los agonizantes. ¿Aflojaba? Sí. Aflojaba; pero no él: después de él. Los "Centuriones" se acabarían antes que las guerras ¿Acaso él mismo era tan crudo? Degeneró. Le "preocupaban" los sembradíos. Dolíale pasar con su escuadrón trillando trigales verdes y quemar una alcantarilla para asar picanas de toros puros. No lo hacía por su campo. ¡Si ya no le quedaba estancia! Repartos, procuradores, "habilitaos"... Este potrero cedido a Melgarejo en premio de constancia. Aquel pedazo "cortao" como una achura, para que parase su asistente, cansado de tanto rodar... No conserva nada más que la azotea y lo que da de sombra: cuatro gemes "pastaos" y la fama. Al acabar en él con los suyos, se prometió la golosina de una buena muerte. Hizo el juramento: sonaría al caer, para que le oyesen hasta sus dijuntos.
—¡Responda! — ordena el coronel.
—Soy soltero, en efecto — es cuanto dice.
—¿Uruguayo?
A don Gabino casi le ofende esta pregunta. ¿Acaso tiene laya de extranjero? Nadie sabe qué viento llevó al primero de su apelativo hasta la orilla de San Salvador, ni qué nube hizo barro para sembrarle allí. Brotó en mocetones lampiños y estoicos, de malas pulgas y buenas palabras. Acaso era indio; de lo que está seguro es que ya nació criollo.
—Oriental soy, a Dios gracias — dice.
—¿Alcanzó el grado de capitán a guerra?
Por milagro — piensa. Nunca creyó llegar a más nada que a "dijunto". Con tal esperanza dejó su azotea por el campamento. Inició su primer campaña seguido de cuatro voluntarios. No los invitó. Ellos tranqueaban solos, amadrinados a su pangaré. Cuando se entreveraron miró hacia atrás y notó que le seguían dos caballos con sus lanceros y otros dos "vacidos". Aquella vez, dentro a brazo arremangado. Lanceó. Se arrimaba mucho. Quemáronle las cejas a trabuco. Vio arremolinear un escuadrón, en enjambre erizado de moharras. Había caído el jefe. Se puso al frente. Extendió los brazos. Detrás de esa muralla de coraje, los hombres se rehacen. Carga. El nubarrón tropieza en todas partes con aquel tropero que le arrea en calle. Centurión pecha en los flancos. Rampante el pangaré desafía ahora las guampas. Brota. Se multiplica. Desde la culata picanea á los "cansaos". Empuja. Es jefe, aguatero, confesor... Todo a la vez. Sin gritos, sin improperios, casi silencioso; con un "¡hijo mío!" para el que cae de frente y otro "¡hijo mío!" con un lanzaso para el que vuelve el anca. Esa tarde, una china "tortera" cosió el primer galón en su divisa. En aquel entonces, tenía treinta años. Las moras le "cuerpiaban". Alguna no se apartó a tiempo y pasó por el medio. Otras no quisieron salir de su carnadura. En vano el asistente "Venceslao", a punta de cuchillo, agrandó la cueva para sacarlas. Sobre el campo de "Perseverano" le abandonaron por "dijunto". La división se aleja. Pero un mes más tarde don Gabino resucita. Esquelético, desangrado, envuelto en la mortaja del poncho, aparece una noche. Tiene el alma cosida a costurones. Al verle, se desparrama el fogón. Ya es teniente. Wenceslao le trata de "usté". No quería envejecer... Cobró miedo a los años. Notó que el roce con la gente y las cosas, sobaba su corazón. Para enfriarle se mesturó con el enemigo, mateaba en las guerrillas, dejó mudos a los compañeros, hizo hablar las guitarras y enlutó a las mujeres del pago. Parecía "retobao". Después de cada desarme, cuando el general daba las gracias, la mano y el "montao", contaba los suyos, y volvía detrás de todos arrastrando el lanzón. Las más de las veces se quedó en penitencia en cualquier rancho amigo. Y cuando calculó que las viudas no le saldrían al cruce, desensilló en su azotea sin tranquera y sin gurises. De la penúltima patriada regresó con una oreja menos y un grado más. Tenía sesenta y tantos años. Llevaba apenas medio siglo de guerrero. Encontró que eran demasiados galones los suyos. Después de todo, él nunca fue otra cosa que un pobre criollo redondo, sin letras, sin "máistro" y sin más mundo que el vislumbrado confusamente a través del humo de su ignorancia y de la pólvora. Le sobraron buenas intenciones; pero siempre se las pasmó la suerte. Hubiérale gustado leer, arar, sembrar trigo y muchachos para que se lo comieran. ¡Pero no le dieron a elegir! De muy atrás venían los suyos dando lanza. ¿Cómo "resertar"?
—Soy capitán mesmo — dice. — ¡Y hast'áura sé por qué méritos!
Hombres alcanzó a conocer como "Cuatí" que sabía ordenar una descubierta, tender en escalones un regimiento y atalayar cualquier pieza. Fue "trompa" hasta que de tanto soplar se le enderezó el clarín. Ingresa en los lanceros. Marcelino Sosa se lo presta a Fausto Aguilar. Este, medio le desnuda en Carpintería. Come butiá en Las Palmas. Mocha su tacuara en Cagancha y sus nazarenas en Arroyo Grande. Pasa necesidades en el Sitio. Y para quedar quieto precisa que le hieran primero, le degüellen después y le saquen las botas. Nunca pasó de alférez, sin embargo... En esto piensa, cuando el coronel dice:
—¡Hable el señor fiscal!
—Acusado — pregunta éste,— ¿forma usted parte de la tercera brigada?
Don Gabino puede responder que él es paisano y manda un escuadrón de iguales. Se incorporó a la columna de su compadre el general Castro. Un mal día el Estado Mayor pide cien criollos para amansar tal caballada. Castro no se avino a consultarlo. Dispuso él. Las palmas le marcaron. Olvidó el sacramento. Hasta entonces habían sido amigos... Cuando mozos se prestaron desde un peso hasta el anca del "cansao"... Así, durante la campaña, sus muchachos se desafilaron entre baguales. Se amansaban amansando. Llegan las primeras escaramuzas, el bautismo. Centurión espera ese instante, donde es preciso entrar con las rodajas trabadas para que no lloren. Manda ensillar. Con los caballos de la rienda aguarda la orden de ataque. El fuego se apaga y esa orden no llega. Sus soldados eran casi todos "herejes" todavía. Las madres se los habían llevado de la mano. Al verlos tuvo ganas de pintarles bigotes con un tizón. Comprendió que aquello no podía seguir así. El fogón se parecía demasiado a la cocina de su estancia. Los muchachos acabarán por entumirle la voluntad... Ya son poco menos que sus hijos. Él necesita aprender a perderles y ellos a dejarse matar. Como se descuidasen, les faltaría valor a todos. El capitán sabe que el peligro "jiede". Es necesario soportar de a poco los tirones del instinto. La primera vez se entran de "carretiya cáida". La segunda rompen muchas hojillas para armar un solo cigarro y por último se avanza a encenderlo en el fogonazo del enemigo. Esa noche se "apio" en la carpa del general Castro.
—Mira, Manuel —le dijo, — ¿vamos a sacarnos los gachos, con eso quedamos de criollo a criollo? El compadre aceptó.
—¿Por qué cres que me incorporé a tu coluna?
—Vos sabrás, Centurión...
—Porque sos un paisano cuasi tan cerrao como yo; y te tuve por mi amigo.
—Lo soy.
—Disculpa: pero no es ansina. A un amigo que se aprecea no se le manda a cuidar mancarrones.
—¿Qué querés hacer?
—Servir.
Castro meditó un rato y en la punta de ese silencio, preguntó:
—¿Cuántos años tenés, Gabino?
—Muchos —repuso, —pero con ser tantos, son ágatas los precisos pa saber que los honores cambean a las personas.
Y explicó al otro paisano al oído, "al alma", sus recelos. El compadre no tenía tiempo de general bastante como para haber olvidado que de domadores sólo salen mansos. Le amancarronaban su gente. El día de tormenta que necesitase "dentrar" con los reclutas quedaría en vergüenza. El mismo ya no era lo que fue. Tenía miedo de su corazón. ¡Quién sabe si podría reparar a chuza los errores de la comandancia!
Castro tenía los ojos húmedos cuando le abrazó.
—¡Qué viejos estamos, Gabino —le dijo.
—¿No es lástima que me disgracee, áura? Te pido una ucasión, hermano, y dispués un "bendito". ¡Dámela!
El compadre quiso salvarlo. Tres meses más tarde Centurión seguía en retaguardia.
—Ansí es, don Fiscal — contesta.
—¿Hoy, capitán, recibió orden de alistar su tropa?
En efecto. Churrasqueaban cuando llegó el parte. Los soldados perdieron el apetito. El también. Mas para dar ejemplo, continuó mascando su achura. Aparecieron escapularios y desaparecieron colores. Llegaba hasta ellos, entre el maullido de las granadas, el ronco toser de los cañones. Un chifle con caña corrió de boca en boca.
—¡Enfrenen!
Dividió el escuadrón en tres secciones. Tomó el mando de la primera. Confió la segunda al teniente Melgarejo, lancero de toda su confianza. Su banderola era un trapo antes de la pelea y un coágulo después. Combatía con la boca sucia de insultos y de sangre. Dio el comando del tercer pelotón a su asistente "Venceslao", zorro de campamento, guasquero, "zafao" y comedido, un indio capaz de prender charamuscas en los relámpagos. Cebaba mate a caballo, bajo agua y en derrota. Puso a los "quemaos" en la culata.
—Pa que rempujen — aclaró.
En el centro "mesturó" veteranos y reclutas.
—¡Pa qué meneen chuza al que da güelta! — repitió.
En las primeras filas, hombro con hombro, alineó a los más tiernos. Se puso al frente.
—Estean tranquilos —les dijo.— Yo los viá llevar a la boca'el horno.
—En efecto — responde al Fiscal.
—¿Qué ora era, capitán?
—L'áuna, serían...
—Señores —agrega el artillero,— la tercera brigada de infantería ocupó sus posiciones entre la azotea de don Pedro Delfino, donde apoyó a su ala izquierda, y el paso del Negro del arroyo Bravo. En el centro de esa línea combatía el cuarto batallón, haciendo espalda en una manguera de piedra. A la una de la tarde, precisamente, el enemigo logra romper el frente. Los batallones tercero y quinto pierden contacto. Son necesarias reservas de caballería para cerrar la brecha. Parte un ayudante en busca de los regimientos y, entre tanto, el capitán Centurión, de las milicias, recibe orden de cargar allí — se vuelve al acusado.— ¿Reconoce usted de haberla recibido? El viejo no ha olvidado detalle. El cielo estaba azul y sucio de pólvora. Él pitaba "callao", pensando en demasiadas cosas. ¿Por qué los pobres que somos tantos nos hacemos matar por los políticos, que son tan pocos? En eso llegó el ayudante en un caballo rabicano, muy "mestizón", medio "aplastao".
—¡Cargue! —ordenó señalando.
—Está bien!
A través del humo alcanzaba a ver las guerrillas de los contrarios. A un lado se abre la manguera de piedra. Al otro, campo abierto. En el medio, un infierno de balas. Agazapados entre los trozos de granito, algunos infantes hacen fuego graneado. Entonces Centurión arremanga su brazo derecho.
—¡Alcanzame mi lanza, "Venceslao"! — dice al asistente.
El indio obedece.
—¡Acortame los estribos, Melgarejo! — agrega. Una vez preparado, arenga:
—Tenemos que cerrar este ujero, mis hijos. ¡Sígamen!
¡Enristran y avanzan al galope por aquella cuadra de campo que no termina nunca! Van pálidos, encogidos, escudados en las cabezas de las bestias. La boca del teniente Melgarejo lastima antes que su media luna. Unos ruedan en los pozos y otros en la muerte. El enemigo forma cuadro. Centurión distingue el clarín que comunicaba la orden. Entre las descargas parece muda su boca de cobre. Les reciben en las bayonetas. Chocan. Pelean apretados los dientes y las zarpas. Retroceden. Tras la manguera, el viejo capitán reorganiza sus hombres.
Las reservas no llegan.
El ayudante reaparece.
—No les hicimos nada. ¿Qué mandan? —pregunta el lancero.
—¡Cargue otra vez, capitán!
—¡A caballo! —ordena.
Les mira. Son muchos aún. "Cuánto, cuánto, habrá dejado un par de docenas pa señalar el trillo". No dispone de tiempo "pa" más cuentas.
—¡Vamos!
El escuadrón abandona su refugio. Cruza a media rienda. Delante, cortado, el capitán. Detrás, un espacio lleno de gritos. Por último, en grupo, la perrada. Ya no hay escalones. Vienen cruzando los costillares. Cansan los rebenques. Las bestias se estiran. Alcanzan el cuadro. Muerden. Lo mellan; pero no consiguen romperle. Enredados en aquel alambre de púas que echaba fuego, mueren y matan, a ciegas. Centurión, de pie, pelea a cuchillo. Tiene más pena que odio. ¡Su pangaré agoniza mordiendo los yuyos! Entre la neblina que le circunda oye estallar las procacidades de Melgarejo. El teniente abre claro a chuza. Llega hasta don Gabino. Manotea la rienda de un caballo. A coraje, hace tiempo para que monte Centurión. Pecha. El cuadro se lo traga. El capitán salta y continúa lanceando. Rastrea a su amigo. No consigue verlo; más lo oye. El teniente está dentro del fuego. Pisa las brasas. ¡Se quema, de gaucho! Al viejo le sobran nazarenas "pa" llegar hasta él. Reúne cuatro o cinco indios y empuja... empuja... Se corren por las malas palabras del veterano. Y, de pronto, dejan de oírle. Melgarejo ha tropezado con su silencio. ¿A qué seguir porfiando allí? Retrocede. Le siguen. Ahora descansa tras la manguera. Desmontan. A cada instante un proyectil da en las piedras y le empolva el gacho. Cuenta los presentes. Queda medio escuadrón. Mira a sus indios uno a uno. Deja las pupilas largo rato en cada rostro inexpresivo. Ellos no ven a su capitán. Ninguno se compadece de él. Permanecen apoyados en los cojinillos, inmóviles, ausentes. Gotea sangre la fragua de las "verijas". Nadie fuma. Nadie habla. El socorro no llega. A Gabino se le nublan las vistas. Habrá que volver a salir al llano donde el viento voltea a sus hombres. ¿Cuántos quedarán esta vez? Se defiende. No caben palabras. No tiene ganas de hablar; pero es preciso hacerlo. ¿Quién será el duro capaz de ayudarle a soportar un tema?
—¡"Venceslao"! —grita.
El asistente se acerca, sombrío.
—¡Ordene!
—¡Les hemos dao hacha y tiza! —exclama el viejo. —¡No tendrán queja e nosotros!
Menea el indio la cabeza. Mira los restos de la centuria. El jefe guiña. Wenceslao comprende. Entonces, ambos sonríen.
—Nos venía haciendo falta un poco é gloria...
—¡Mesmo!
Pierden tiempo. Nadie les mira, ni oye.
—Melgarejo ha de haber caído prisionero —comenta el asistente con otra guiñada.
—Sí..., lo vide...
Saben que está frío, el pobre.
—Capitán: ¿quién va'comandar el segundo escalón, aura?
—¡Llamalo a Mauricio!
—Es muerto — dice en voz baja el asistente.
Centurión mira. Busca el hueco dejado por el caído. Entre los hombros de sus compañeros de fila, se le aparece la cara interrogante de la mujer del muerto. ¿Qué le dirá cuando se crucen?
—Era mozo de vergüenza — dice para que le escuchen.
—Pero peleaba sin alivio. ¡Bien se lo encaré!... —y grita: —¡Liberato!
Nadie responde.
Se arrepiente. Debió buscarle entre los vivos antes de llamar. ¿Pero tiene la culpa de ver turbio todo?
—Es muerto —repite Wenceslao.
—¡Pucha que son chambones! ¡Se han dejao matar al ñudo! ¿Me asigurás que es caído?
El interrogante enseña un reloj de níquel. Bajo la tapa, el capitán vuelve a encontrar un rostro de mujer.
—Era d'él...
Una tras otra aquellas sombras se van echando sobre el jefe. Hielan su "alegría". Se levanta. Saca fuerzas de las raíces del nombre. Restrega sus manos. Sonríe. Alza el tono como si fuera liviano gritar entre tanto mudo y tanto muerto...
—¡No es nada, paisanos! Sólo Wenceslao responde:
—¡Claro que no!
—Dispués de todo, no precisamos oficiales. ¡Conmigo, el coraje y la satisfación de pelear basta!
El ayudante llega por tercera vez. Pide agua. Bebe de la cantimplora que le alarga un soldado. Deja caer el líquido por el cuello hasta la guerrera, y, sin apartar el chifle de los labios, señala hacia el enemigo.
—¿Qué cargue? —interroga Centurión.
Asiente el oficial y continúa bebiendo.
Y don Gabino lleva sus pobres lanzas otra vez y otra más aún. "Recula". Topa con treinta. Vuelve con un puñado. Resuella y pecha todavía. Ahora, a lo lejos, brillan al sol las armas de los regimientos que trotan hacia el punto de peligro. Tras la manguera, el capitán, rodeado de heridos, quema las últimas reservas. Siente cansado el brazo. Le pesa la tacuara y la vida. Falta "Venceslao". El indio se dejó caer por el anca. ¡Le sobraron razones y agujeros! Tuvo ganas de sacudirle. Sabía que iba a encontrarse solo, cara a cara con ese pucho de "salvaos"...
¿Por qué no galopean los rejuerzos?
Levanta los ojos al oír esta pregunta. El curioso es Julián Cáceres, su ahijado. Dejó la escuela por el ejército. Se le presentó en pelos sobre un "cacunda" y bajo un chambergo "hallao". Quiso servir. El viejo le entregó un juguete: el clarín. Ahora el trompa habla oprimiendo el pecho con una de sus manos.
—¿Qué tenés, hijo?
—Estoy vandeao —responde. —Si no me tapo ansina, se me escapa el resuello.—
Mira hacia retaguardia e insiste: —¿Por qué no galopean?
—¿Querés que dentren con loa mancarrones transijaos?
—Es que si no se apuran...
—¿Qué?
—¡Nos acabamos, padrino!
Centurión se enoja. El muchacho pasó muchos meses soñando con la guerra. Vino a jugar a los soldados y se quedaría allí. Piensa que bien pudo morir con los otros... ¿Por qué llegó hasta el resguardo? Es chico el sitio. Cuando caiga andará enredándose en las espuelas de los hombres... ¡Él ya tiene poco entusiasmo para que ese niño se lo quite! Hace rato que anda con miedo de besarle en la frente...
—¿Qué tragas? —le grita.
—¡Y... sangre! —responde con los ojos muy redondos.
No puede más. Lo besa.
—¿Querés algo p'allá, Julián?
—No. ¡Si no es nada..., don Gabino!
—Tal vez...
—¡Jué un ujerito!
—Sí, claro... —Ve llegar un nuevo ayudante.
—¿Golveremos a cargar, padrino?
—Dejuro — responde Centurión. — Pero vos no montes esta güelta.
El ahijado se resiste. Quiere ir. Pone el pie en el estribo. Agarrado a las crines cuelga un instante. Se le cae el juguete. En seguida el chico rueda sobre los pastos.
—¡Cargue! —ordena el oficial.
—¿No ve que ya viene llegando la caballería? —objeta.
—¡Cargue! — repite el ayudante.
Don Gabino abandona el resguardo. Sale a descubierto. Se yergue entre las balas. Desde allí contempla los restos del que fue su escuadrón: son catorce heridos. Si les ordena, algunos caerán; pero otros montan. En ese momento, un proyectil agujerea su gacho. Otro, mejor dirigido, quema su mejilla. Permanece inmóvil; ni desdeñoso ni entusiasta. Aquello no reza con él. ¿Obedece? ¿Resiste? Tal vez alguna mora se sirva sacarle de dudas. Desde el suelo, el ahijado le mira fijo, constantemente. Centurión encuentra que, en la agonía, los ojos de Julián se parecen a los de la "mama". ¿Qué dirá su comadre cuando sepa que dejó matar aquel cachorro? Busca una sola cara altiva. No la encuentra. Este, de pie, vacilante, sólo espera el empellón que le acueste. Otro, "abombao", escribe con el dedo una inicial en el polvo. La borra y vuelve a empezar. Aquél, herido en el labio, escupe a cada instante saliva roja. Indiferente, encerrado en el agujero de la herida, estira el cuello para no manchar la golilla y así se está, inmóvil; mientras corren por las hebras de sus barbas gotas de sangre espesa, coaguladas...
Ahora los ojos de Julián quieren cerrarse. Pesan sus párpados. Ya el niño no puede con ellos...
—¿Se niega a combatir, capitán Centurión?
—¡Yo! —responde— ¡Qué me viá negar! Pero no con esos pobres indios —señala.
—Vaya y digaló. Aquí lo espero. Si el general quiere, sigo cargando solo, mientras me dea el caballo y el resuello.
—¡Falta usted a su deber!
—Güeno...
¡Aflojó!
Se aleja el ayudante. Las reservas pasan sobre los muertos. Centurión monta y les sigue a espuela y rebenque. Sus moribundos parecen morder los garrones del caballo. Alcanza y lancea, lancea, sin asco, a la espera del tiro que acabe con él...?
¡No tuvo esa muerte! Por esto, ahora, necesita responder al Fiscal:
—Recebí, mesmo, esa orden, señor.
—Capitán Centurión, ¿reconoce usted haberse negado a cargar?
—Así es.
El artillero se pone de pie.
—Señores jueces —dice. —La desobediencia frente al enemigo se paga con la vida.
El capitán Gabino Centurión merece pena de muerte.
Convencido de ello, el viejo lancero agrega:
—¡Claro!
—¿Desea usted nombrar defensor? —interroga el presidente.
—No, coronel.
—¿Prefiere defenderse personalmente?
—Eso será...
—¡Hable!
¡Podría decir tantas cosas! Durante el juicio pensó mucho y habló poco. Acaso aquellos jueces no conozcan sus servicios. Ignoran que todos los Centurión vivieron mal y murieron bien. Les diría que su lanza viene guerreando desde la madrugada de la nación. Él la recogió ya bastante mellada, hace más de medio siglo y la siguió gastando... Podría mentar hasta la décima que le dedicaron en un fogón de "Arbolito". Seis veces salió de su azotea seguido por un centenar de paisanos y otras seis veces volvió solo, de fumo en el chambergo. A ocasiones, la patriada lo sorprendió rico, enamorado, enfermo. Nunca titubeaba. En aquellos encuentros no esperó "ayudantes". Las divisiones combatían de voluntarias, gastando más valor que pólvora, sin ruido. Oíase hasta el clarín que "añudaba y desañudaba" las trenzas. Después, con los años, empezaron a "menudiar" uniformes. Se "dentro" a pelear "retirao", hoy sin oír al enemigo y mañana sin verle. Cuando los brazos llegaban a las tacuaras, ya estaban envarados de tanto hacer la venia. Luego, podría decirles que él no se cansó de combatir, sino de hacer matar infelices. ¿Por qué salió a campaña la última vez? Obligado. Muchas noches consultó el asunto con su "chala". ¡Claro que se presentaría! ¿Acaso sirvió nunca para otra cosa? Cuando mozo, quiso trabajar. No le dieron tiempo. Entonces se salía de un barullo para entrar en otro. Después, de viejo, se resignó. Los galones no "decían bien con los güeyes". Peligraba que se rieran de él los compañeros. .. La noche que su compadre Suárez le mandó "envitar pa l'última", llamó a su asistente y a Melgarejo. Ninguno de los dos hacía otra cosa que fumar, de caballo "agarrao", en espera de aquel momento. Llevaban tres años aguardando ocasión de volver al "trabajo". No tenían más oficio que el de lancear... Los tres saldrían en la noche, con mancarrones de tiro, chifles de caña y afición... No pudo ser. El pago se enteró. La primera en llegar con dos de los hijos fue su prima Apolinaria.
—En tus manos los entrego —le dijo. ¡Cómo negarse!
—¿No estarán mejor arando, che?
—¡Ya lo creo! —repuso la "parienta".
—Déjalos aquí, entonces...
—¡Amalhaya pudiese! Lo mesmo se los van a llevar. Tal vez los saquen "pa" infantes...
Siquiera con Centurión tendrían caballo y alguien que velase por ellos. Les aceptó. Tras aquella madre empezaron a llegar otras. La presunta viuda de Mauricio, llena de orgullo, le entregó su marido. Y en el instante de marchar la columna, se puso a gemir por el hombre. Él estaba dispuesto a dejarle. Fue el "finao" quien se opuso, por no pasar la vergüenza de quedar solo entre tantas mujeres. Esta tarde, junto a la manguera, en un ratito le mataron a casi todos. A esto, el acusado puede agregar que hay un solo culpable: el enemigo. ¡Debió comenzar por él! Aun no sabe con precisión por qué salvó aquel puñado de lanceros. Quizá lo hizo por las chacras del pago. Quizá por las mujeres... Quizá por ellos mismos, que le miraban con pupilas turbias, dilatadas, horribles, como si él fuese la muerte. Eran cristianos, criollos, amigos suyos. En determinado instante les creyó sus nietos... Posiblemente, todas esas razones, unidas a su fama, a las roturas de su camisa, de su cuero y al coágulo de su media luna, le salvasen ante un tribunal de paisanos. Pero aquellos militares no le van a entender. ¡No pueden entenderle! Están en la otra punta de su campo. Entonces: ¡a qué hablar! Así, cuando por segunda vez el coronel pregunta:
—¿Qué tiene que decir en su defensa? El acusado alza hacia el juez los ojos mansos y responde:
—Nada, señor.
—¿Conviene usted en que su actitud de indisciplina merece castigo?
—Merecerá...
Deliberan. ¡Se ponen de pie! El acusado les imita.
—Capitán Gabino Centurión —dice solemnemente el coronel, —este Consejo le condena a sufrir la pena de muerte. A la salida del sol, será usted fusilado.
¡Piensa el reo que así se libra de volver al pago, tan lleno de mujeres enlutadas!... Que nadie le va a pedir cuentas... Que le queda "picadura" y "chalas". Y responde:
—Es justicia, señor.