La desdicha de Juan

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​La desdicha de Juan​ de Joaquín Dicenta


Con las manos en el bolsillo del pantalón, el cabello fosco, erizada la barba y los ojos brillantes, paseaba Juan por el jardín del manicomio, y en él divertía las horas, sin que un recuerdo del pasado viniese a conmover su memoria, sin que una ráfaga de razón ventilase la desconcertada máquina de su cerebro.

¿Cómo se volvió loco? ¿Por qué causa?... Nadie lo supo. Una tarde, aquel obrero que sabía leer y escribir, que ganaba ocho reales diarios la mitad del año, y se moría de hambre la otra mitad, teniendo delante de su miseria dos hijos pequeños, y dentro de su corazón la imagen de una pobre muerta, que le quiso con toda su alma; una tarde, aquel hombre salió a la calle alegre, satisfecho, tan orgulloso de sus harapos como un príncipe de su corona, y dijo a cuantos se tomaron la molestia de oírle, que era grande, omnipotente, igual a Dios; que disponía a su antojo de todas las riquezas humanas, que a un gesto, a una orden suya, modificaríanse en absoluto las leyes por que se rige el Universo y que le bastaba extender un dedo para que la tierra cambiase de forma, de esencia y de substancia.

¡Pedid cuanto se os antoje, os lo otorgo! -dijo a los vecinos que le escuchaban. -Pedid; esta es la hora de las mercedes.

Los vecinos, al oír semejantes palabras en boca de un hombre que no tenía sobre qué caerse muerto, creyeron que estaba ebrio, le acompañaron con un coro de burlas y dicharachos epigramáticos hasta la puerta de su buhardilla, y le dejaron solo, pensando, colectiva y separadamente, que el pobre Juan renunciaría a su omnipotencia en cuanto roncase la mona.

Pero al otro día, Juan bajó al patio de la casa, no como trabajador hambriento que desciende de su cuchitril encorvando los hombros en actitud de bestia resignada a sufrir la carga que le echan encima, no como borracho que despierta y guiña los ojos para acostumbrarse a la luz, y desentumece su lengua con chasquido ronco, y se pasa la mano por la frente para alejar de ella la neblina embrutecedora del alcohol; bajó como pudiera hacerlo Dios de la altura en un rapto de benevolencia caprichosa, sereno, impasible, majestuoso, mirando a la gente con desdén compasivo y escuchando sus frases con gesto protector y solemne...

-Pedid lo que queráis -volvió a decir a sus vecinos.- Estoy dispuesto a complaceros. Dichas, alegrías, riquezas, todo me pertenece. ¡Mortales, aprovechaos de este rato de buen humor!

Uno de los que le oían no pudo contenerse y soltó el trapo en las propias narices de Juan.

-¡Qué miserable! -gritó el obrero. -¿Te atreves a dudar de mí? ¡Voy a deshacerte, a convertirte en polvo, para escarmiento de incrédulos y deslenguados!

Y descargando sobre su burlador el puño que había levantado contra él, no le deshizo, pero le hizo en la frente un chichón del tamaño de un huevo.

Arremolináronse todos contra Juan, se armó un escándalo mayúsculo; vino la pareja; llevaron al obrero a la prevención; acudió un médico y declaró que Juan estaba loco de remate; en vista de lo cual, y previos los trámites de ordenanza, metieron al loco en un manicomio y a los hijos del loco en un asilo de Beneficencia.

Cuatro años vivió Juan en el manicomio esa vida ficticia de la locura, en que cada enajenado construye un mundo aparte para su uso particular, y dentro de ese mundo se agita, y circula, y discurre, y padece, y goza, sufriendo impresiones que no vienen de fuera, sino que brotan de su fantasía desequilibrada. ¡Ah! ¡Si los cuerdos pudiéramos vivir en los mundos que fingiera nuestra imaginación, todos los hombres serían dichosos!

En el mundo forjado a martillazos calenturientos por su razón enferma, vivía el loco hecho un representante del Olimpo, que había recibido de Júpiter facultades discrecionales para hacer y deshacer a su antojo. Bondadoso y caritativo como ser de esencia divina, trataba a sus compañeros de cautiverio con afecto no desprovisto de majestad. Algunas veces y cuando se ponía en duda su omnipotencia, la sustentaba a puñetazo limpio, pero eran las menos; por lo general se encogía de hombros y despreciaba a los incrédulos y a los envidiosos.

Superior al resto de la humanidad por decreto de su locura; bien alimentado; no mal vestido; con un jardín para pasearse y un mundo para manejarlo a su capricho; pasó agradablemente Juan aquellos cuatro años.

Al finalizar el último de ellos, entró en la casa un médico joven, gran conocedor de las enfermedades mentales, y dispuesto a consagrar todas las energías de su juventud y todos los recursos de su ciencia a los infelices dementes.

Vio a Juan, observóle por espacio de quince días y declaró, primero a sí mismo y luego a sus colegas, que el loco tenía cura, y que iba a curarle.

El médico no se equivocaba; la ciencia acertó por su boca, y un día Juan se halló cuerdo y en presencia del sabio que le había devuelto el juicio.

-Ya estás bueno -le dijo éste;- vuelves a ser hombre.

-¡Ay, señor! -repuso el obrero.- ¡Cómo podré pagar este beneficio! ¡Cuatro años loco, sin poder atender al sustento de mis pobres hijos!... ¡Qué habrá sido de ellos!... Estoy seguro de encontrarlos; pero ¡cuánto habrán sufrido en su abandono!

-Tranquilízate; tus hijos están buenos, en un asilo, donde nada les falta, ni pan para sus estómagos, ni instrucción para sus entendimientos.

-¿De veras? -exclamó Juan con los ojos llenos de lágrimas.- ¡Dios es bueno y justo! Esa noticia que me da usted paga todos los tormentos que haya podido yo pasar en esta casa.

-¿Tormentos? No. Se te ha cuidado y se te ha atendido; mejores alimentos son los de aquí que los que soléis devorar los obreros a cambio de vuestro sudor. Mira tu ropa; es modesta, pero decente y limpia. Aquí se trata a los locos muy bien.

-Ya lo veo señor -repuso Juan, ya lo veo. No hablaba de eso, sino de mi locura, que debe de haber sido terrible; pensamientos negros, sueños angustiosos, despertares siniestros, imágenes sombrías; acaso las de mi pobre mujer y siempre delante de mis ojos; la de mis pasadas miserias... Ha debido ser espantoso, ¿verdad?

-¡Qué estás diciendo, hombre! Tu locura era, afortunadamente para ti, de las más risueñas. Te creías grande, rico, omnipotente, feliz; te pasabas la vida repartiendo gracias a todo el mundo.

-¿Qué dice usted? -repuso Juan, palideciendo.- ¡Yo era todo eso!... ¡yo!

-Todo, y de todo ello disfrutabas; porque lo que era un delirio para los otros era la verdad para ti.

-Y ahora...

-Ahora tienes la presea más valiosa del ser humano: la razón. Estás libre; sal del manicomio y recoge a tus hijos, que estando tú bueno, no pueden continuar en el asilo y a trabajar; yo sólo quiero una recompensa por lo que he hecho: tu gratitud.

Juan miraba al médico de hito en hito; en esa actitud solemne y silenciosa del hombre que recoge sus pensamientos y sus ideas para juzgar de algo extraordinario y definitivo.

De pronto se levantó de la silla que ocupaba, avanzó dos pasos, y exclamó con acento sombrío y duro:

-¡Gratitud! ¡Que yo debo a usted gratitud!... ¿Y por qué?

-Porque te he devuelto la razón.

-¡La razón! ¿Y para qué la quiero? ¡Qué es lo que me devuelve usted con ella! Antes, loco, usted me lo ha dicho, era feliz, nada me faltaba. Mis hijos, seguros de alma y cuerpo; yo, bien nutrido, siendo grande, omnipotente, infalible, más poderoso que ningún hombre y casi igual a Dios; sin recuerdos tristes ni realidades crueles. ¡La felicidad!

-Sin la razón que yo te doy...

-¿Pero qué me ha dado usted? -siguió diciendo el obrero con febril elocuencia.- Mis hijos, para que los vea morir de hambre y de ignorancia; para que se me parta el corazón cuando no pueda ofrecerles un mendrugo de pan; un jornal insuficiente para mi vida; meses enteros sin trabajo; días de miseria, los harapos por vestidura, la buhardilla por casa, el hospital por lecho, y la esperanza en la muerte por descanso. Eso es lo que me da usted con la razón.

¡Y aun quiere que se lo agradezca! ¡Lo que usted ha hecho es una infamia!... ¿Qué le he hecho yo a usted para que me cause tanto daño?

No gratitud: odio es lo que usted me inspira.

Los ojos de Juan relampaguearon con ira; sus pupilas, que reflejaban la desesperación y la ira, giraron en todas direcciones.

Sobre una, mesa vio algo brillante: un instrumento que le era desconocido, pero que tenía punta y corte que podía servirle para herir, para vengarse de aquel hombre, autor inconsciente, pero autor al fin, de su desgracia.

Juan se precipitó sobre el instrumento, y empuñándolo con fuerza, se dirigió hacia el médico, a tiempo que éste pedía socorro, y dos loqueros, arrojándose sobre el cuerdo, imposibilitaban sus movimientos y su ataque.

-¡Sujetadle! -gritó el sabio.- Este desgraciado se ha vuelto loco otra vez!

-¡Loco! -murmuró Juan con desesperada amargura.- ¡No caerá esa ganga!...