La desdicha por la honra

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La desdicha por la honra (1624)
de Félix Lope de Vega y Carpio

La desdicha por la honra

A la señora Marcia Leonarda



Pienso que me ha de suceder con vuestra merced lo que suele a los que prestan, que pidiendo poco y volviéndolo luego, piden mayor cantidad para no pagarlo. Mandome vuestra merced escribir una novela: enviele Las fortunas de Diana. Volviome tales agradecimientos, que luego presumí que quería engañarme en mayor cantidad, y hame salido tan cierto el pensamiento, que me manda escribir un libro de ellas, como si yo pudiese medir mis ocupaciones con su obediencia. Pero ya que lo intento, si no en todo, en alguna parte, voy con miedo de que vuestra merced no ha de pagarme; y en esta desconfianza y fuerza que hago a mi inclinación, que halla mayor deleite en mayores estudios, aparece como la luz que guiaba a Leandro, la llama resplandeciente de mi sacrificio, así opuesta al imposible como a las objeciones de tantos; a que está respondido con que es muy propio a los mayores años referir ejemplos, y de las cosas que han visto contar algunas -verdad que se hallará en Homero, griego, y en Virgilio, latino, bastantes a mi crédito, por ser los príncipes de las dos mejores lenguas, que de la santa no se pudieran traer pocos, si mi propósito fuera disculparme.


Confieso a vuestra merced ingenuamente que hallo nueva la lengua de tiempos a esta parte, que no me atrevo a decir aumentada ni enriquecida; y tan embarazado con no saberla que, por no caer en la vergüenza de decir que no la sé para aprenderla, creo que me ha de suceder lo que a un labrador de muchos años, a quien dijo el cura de su lugar que no le absolvería una cuaresma porque se le había olvidado el credo, si no se le traía de memoria. El viejo, que entre los rústicos hábitos tenía por huésped desde el principio de su vida una generosa vergüenza, valiose de la industria por no decir a nadie que se le enseñase, que a la cuenta tampoco sabía leerle. Vivía un maestro de niños dos casas más arriba de la suya; sentábase a la puerta mañana y tarde, y al salir de la escuela decía con una moneda en las manos: «Niños, esta tiene quien mejor dijere el credo». Recitábale cada uno de por sí, y él le oía tantas veces que, ganando opinión de buen cristiano, salió con aprender lo que no sabía.
Paréceme que vuestra merced se promete con esta prevención la bajeza del estilo y la copia de cosas fuera de propósito que le esperan; pues hágala a su paciencia desde ahora, que en este género de escritura ha de haber una oficina de cuanto se viniere a la pluma, sin disgusto de los oídos aunque lo sea de los preceptos. Porque ya de cosas altas, ya de humildes, ya de episodios y paréntesis, ya de historias, ya de fábulas, ya de reprehensiones y ejemplos, ya de versos y lugares de autores, pienso valerme para que ni sea tan grave el estilo que canse a los que no saben, ni tan desnudo de algún arte que le remitan al polvo los que entienden.
Demás que yo he pensado que tienen las novelas los mismos preceptos que las comedias, cuyo fin es haber dado su autor contento y gusto al pueblo, aunque se ahorque el arte; y esto, aunque va dicho al descuido, fue opinión de Aristóteles.


Y por si vuestra merced no supiere quién es este hombre, desde hoy quede advertida de que no supo latín, porque habló en la lengua que le enseñaron sus padres, y pienso que era en Grecia. Con este advertimiento, que a manera de proemio introduce la primera fábula, verá vuestra merced el valor de un hombre de nuestra patria, tan necio por su honra que, si lo fuera el fin como el principio, la lástima le cubriera de olvido y la pluma de silencio.
En una villa insigne del arzobispado de Toledo, con todas sus circunstancias de grave, hasta tener voto en Cortes, se crio un mancebo de gentil disposición y talle, y no menos virtuosas costumbres y entendimiento. Enviáronle sus padres en sus tiernos años a estudiar a la famosa academia que fundó el valeroso conquistador de Orán, fray Francisco Jiménez de Cisneros, cardenal de España, persona que peleaba y escribía, era severo y humilde, y que dejó de sí tantas memorias, que aun siendo este lugar tan ínfimo, no se pasó sin ella.
Habiendo oído Felisardo (que así se ha de llamar este mancebo y, como si dijésemos, «el héroe» de la novela), algunos años la facultad de cánones, mudó intento por algunos respetos; y viniendo a la corte de Felipe III, llamado el Bueno, aplicose a servir en la casa de un grande de los más conocidos de estos reinos, así por su ilustrísima sangre como por la autoridad de su persona. Era la de Felisardo tan buena, sus partes y costumbres tan amables, -porque, después de ser muy valiente por sus manos, era de singular modestia por su lengua- que se llevó los ojos de este príncipe y las voluntades de los amigos que le trataban, de los cuales tuvo muchos, y yo participé de su conversación y compañía algunas horas.


Mal he hecho en confesar que escribo historia de tiempos presentes, que dicen que es peligro notable, porque en habiendo quien conozca alguno de los contenidos, ha de ser el autor vituperado por buena intención que tenga. Pues no hay ninguno que no quiera ser por nacimiento godo; por entendimiento, Platón, y por valentía, el conde Fernán González. De suerte que, habiendo yo escrito El asalto de Mastrique, dio el autor que representaba esta comedia el papel de un alférez a un representante de ruin persona; y saliendo yo de oírla, me apartó un hidalgo y dijo muy descolorido que no había sido buen término dar aquel papel a hombre de malas facciones, y que parecía cobarde, siendo su hermano muy valiente y gentil hombre; que se mudase el papel, o que me esperaría en lo alto del Prado desde las dos de la tarde hasta las nueve de la noche. Yo, que no he tenido deudo con los hijos de Arias Gonzalo, consolé al referido don Diego Ordóñez y, dando el papel a otro, le dije que hiciese muchas demostraciones de bravo, con que el hidalgo, que lo era tanto, me envió un presente. Aquí no correrá este peligro con Felisardo, porque irá su desdicha a solas, sin comprender participantes cuando la historia fuera sangrienta.
Finalmente, señora Marcia, deseos de aumentar honor y ver la hermosa Italia llevaron este mancebo a uno de los reinos que Su Majestad tiene en ella, en servicio de un príncipe que había de gobernarle, como lo hizo felicísimamente. En habiendo este señor comunicado a Felisardo, puso en él los ojos, honrándole y favoreciéndole sin envidia de los demás criados, que parece imposible; y yo no hallo en el servir, con ser vida tan miserable, cosa tan áspera como este infalible aforismo: «Si el señor os ama, los criados os aborrecen». De que se sigue lo contrario, pues para que ellos os quieran el señor os ha de tener en poco. Mas la virtud de Felisardo, lo apacible comunicado, lo deseoso de hacer a todos gusto, y el hablar bien al dueño en su ausencia y solicitar que se le hiciese a todos, venció con novedad de suceso la bárbara naturaleza del servicio.


Gastaba algunos ratos Felisardo en escribir versos a una señora de aquella ciudad, no menos hermosa que discreta, a quien se había inclinado; y ella, por su gentil disposición admitía en los ojos las veces que con los suyos solicitaba este favor desde la calle.
No le será difícil a vuestra merced creer que era poeta este mancebo, en este fertilísimo siglo de este género de legumbres, que ya dicen que los pronósticos y almanaques ponen entre garbanzos, lentejas, cebada, trigo y espárragos: «Habrá tales y tales poetas». Dejemos de disputar si era culto, si puede o no puede sufrir esta gramática nuestra lengua, que ni vuestra merced es de las que madrugan las cuaresmas al sermón discreto, ni yo de los que se rinden en esta materia por parecerlo, juzgando lo que desean entender por entendido, y remitiendo al que lo escribió la inteligencia y la defensa.
Pienso que está vuestra merced diciendo: «Si queréis decirme algún soneto en cabeza de este hombre, ¿para qué me quebráis la mía?». Pues vaya de soneto:


Quien se pudo alabar después de veros,
si puede ser que se libró de amaros,
ni mereció quereros ni miraros,
pues que pudo miraros sin quereros.
Yo, que lo merecí sin mereceros,
mil almas cuando os vi quisiera daros,
si lo que me ha costado el desearos
a cuenta recibís del ofenderos.
Mándame amor que espere, y yo le creo,
por lo que dicen que esperando alcanza,
aunque tan alta la esperanza veo.
Pero si os ha ofendido mi esperanza,
dejadle la venganza a mi deseo,
y no queráis de mí mayor venganza.


Con una criada tuvo lugar Felisardo de enviar este soneto a la señora Silvia, dama verdaderamente en quien concurrían todas las partes que hacen una mujer perfecta en sus primeros años. Apetecía este mancebo en ella lo que no tenía, porque Silvia era rubia y blanca, y él no del todo moreno y barbinegro, pero de suerte que parecía español desde el principio de una calle.
Con esta gala de escribir en verso, licencia que no se niega y libertad con que se dice más de lo que se siente, continuaba Felisardo su voluntad y Silvia le correspondía, disimulando por su calidad lo que no hubiera hecho sin ella; así la tenían obligada los servicios personales de este mancebo y las fuerzas de amanecer en su calle, que ya ella, aunque con algún recato, se levantaba a verle.
Por no impedir el curso de este amor hemos llegado aquí sin tomar en la boca a Alejandro, caballero insigne de esta ciudad que voy encubriendo, y notablemente rendido a la hermosura de esta dama. Parecíale al referido que, pues Silvia no le amaba, no habría en el mundo quien la mereciese; con que llegó el descuido a no reparar en Felisardo hasta que le halló más veces que él quisiera asida la mano a una reja baja de su casa, y le pareció que en la nueva manera de conversación le favorecía. No le agradó asimismo a Felisardo el cuidado de Alejandro, porque no le faltaban a este caballero méritos, si bien blancos y rubios, que por ser comunes en aquella tierra no eran tan vistos. Con esto dieron entrambos en no dejar las noches desierta la campaña, guardando cada uno su puesto y enviando centinelas perdidas. Sintió Alejandro que estaba en mejor lugar Felisardo, y dándole a los celos, como el verdadero amor nunca tuvo término en el amar, que así lo sintió Propercio, llegó a ser descompostura en su autoridad y modestia; y más declarado que solía, habiendo conducido una noche con varios instrumentos excelentes músicos, quiso que a sus mismas rejas dos voces de las mejores la cantasen así:


Deseos de un imposible
me han traído a tiempos tales,
que no teniendo remedio
solicitan remediarme.
Dando voy pasos perdidos
por tierra que toda es aire,
que sigo mi pensamiento,
y no es posible alcanzarle.
Desengáñanme los tiempos,
y pídoles que me engañen,
que es tan alto el bien que adoro,
que es menor mal que me maten.
¡Ay Dios, qué loco amor, mas tan suave,
que me disculpa quien la causa sabe!



Busco un fin que no le tiene,
y con saber que en buscarle
pierdo pasos y deseos,
no es posible que me canse.
Vivo en mis males alegre,
y con ser tantos mis males,
la mayor pena que tengo
es que las penas me falten.
Contento estoy de estar triste,
no hay peligro que me espante,
que, como sigo imposibles,
todo me parece fácil.
¡Ay Dios, qué loco amor, mas tan suave,
que me disculpa quien la causa sabe!

 



Hermoso dueño deseo,
y es tanto bien desearle,
que ver que no le merezco
tengo por premio bastante.
Tanto le estimo, que creo
que pudiendo darle alcance,
si su valor fuera menos,
me pesara de alcanzarle.
Para su belleza quiero
la gloria de lo que vale,
y para mí siendo suyas
tristezas y soledades.
¡Ay Dios, qué loco amor, mas tan suave,
que me disculpa quien la causa sabe!



No dormía en este tiempo Felisardo, que con cuidadosos pasos había reconocido el dueño de aquellos pensamientos y de la música, haciéndole más celos el estar tan bien escritos que el haber tenido atrevimiento para cantarlos.
Desagradó a Alejandro sumamente la bachillería de los pies de Felisardo, que más curiosos de lo que fuera justo traían al dueño; y determinado a saber quién era, aunque ya la gentileza bastantemente lo publicaba, le dio dos giros (pienso que en español se llaman «vueltas»; perdone vuestra merced la voz, que pasa esta novela en Italia). Felisardo, que no era bien acondicionado en materia de la honra, cosa que solamente le hacía soberbio, declarose a manera de enfadarse, y diciéndole que era descortesía, respondió Alejandro:
-Io non sono discortese; voi si, que havete per due volte fatto sentir al mondo la bravura de li vostri mostachi.


Creo que aquí vuestra merced me maldice, pues para decir «yo no soy descortés; vos sí, que por dos veces habéis hecho sentir al mundo la braveza de vuestros bigotes», no había necesidad de hablar tan bajamente la lengua toscana. Pues no tiene razón vuestra merced, que esta lengua es muy dulce y copiosa y digna de toda estimación; y a muchos españoles ha sido muy importante, porque no sabiendo latín bastantemente, copian y trasladan de la lengua italiana lo que se les antoja y luego dicen: «Traducido de latín en castellano.» Pero yo le doy palabra a vuestra merced de que pocas veces me suceda, si no es que se me olvida, porque soy flaco de memoria. Si vuestra merced tiene en la suya la ocasión con que se amohinaron estos dos amantes, haya de saber que Felisardo no llevó bien que le hablase en la braveza ni en el cuidado de los bigotes, que aunque no había los estantales que les ponen ahora (ya de cuero de ámbar, ya de lo que solía ser fealdad y ahora o los hace más gruesos o los sustenta, que se llama en la botica Bigotorum duplicatio, como si dijésemos por donaire a un gordo «tiene dos barbas»), no los traía con descuido y, porque se levantaban con sólo el cuidado de las manos los llamaba «los obedientes». Y retirándose un poco, principio de quien quiere acercarse, le dijo, la voz más alta (que nunca tuvo el enojo hijos pequeños de cuerpo):
-Caballero, yo soy español y criado del Virrey; traje estos bigotes de España no para espantar cobardes, sino para adorno de mi persona; la música lleva de las orejas este sentido.
Replicó Alejandro:
-Desde lejos la pudiera oír quien las tiene tan largas que, por lo que oye, juzga que los que no conoce son cobardes; que hay hombre aquí que se las cortará de dos cuchilladas y las clavará a los instrumentos para que los oigan desde más cerca.
A tan descompuestas palabras, respondió Felisardo:
-La espada es la respuesta.


Y sacándola con gentil aire y un broquel de la cinta, le hizo conocer que no desdecía de la compostura de los bigotes. Todos los músicos huyeron, que es gente a quien embarazan los instrumentos, por la mayor parte, que no se entiende en todos, y yo he conocido músico que traía tan bien las manos en la espada como en las cuerdas; pero en fin tienen disculpa con que van a guardar los instrumentos, que aventurar aquello con que se gana de comer es extrema ignorancia; demás de que quien canta está sin cólera, y no le trajeron a reñir, sino a hacer pasos de garganta, y el huir también es pasos, y se pueden hacer con los pies a una necesidad, como se ve en los que bailan, que no carecen los pies de armonía y música, que por eso la llaman «compás», que es todo el fundamento de la música. Esto es guardar el decoro a los señores músicos que cantan en nuestra lengua, porque no son poco de temer enojados, pues con sólo venir a cantar mal a la calle de quien los hubiese ofendido, pueden matar un hombre como con una pieza de artillería. Los criados de Alejandro hicieron rostro, riñeron cuatro con uno. Si eran valientes, no lo disputemos; oigamos a Carranza, que dice en su Libro de la filosofía de la espada: «Hay hombres de tan bajos ánimos, que no hace mucho uno solo en aventajarse a muchos». Y prosigue más adelante: «Cuando un hombre solo riñe con otro, se puede decir que riñe, pero si con dos o tres, ellos riñen con él y él solo se defiende.» Y prosiguiendo esta materia, da la razón en que cuatro movimientos constituyen cuatro heridas, y que han de dar en cuatro lugares indeterminados, y que el objeto no podrá resistir a cuatro, pues a dos no pudo Hércules, como lo dice el adagio latino.


Cumpliendo voy lo que dije, cansando a vuestra merced con cosas tan fuera de propósito, ya que lo sean del mío. Pero ¿por qué no tengo yo de pensar que vuestra merced es belicosa y que si se hallara al lado de Felisardo, por haber nacido tan cerca de su patria, estar en la extranjera, enamorado y con buen talle, no se holgara de ayudarle, aunque fuera con voces? Las de la cuestión fueron tantas que, acudiendo la justicia, se libró Felisardo de aquel peligro que por el vulgo amenaza a los españoles en toda Europa; en lo demás, no salió herido, y lo quedó Alejandro y dos criados suyos. Llevole la justicia al Virrey, que no estaba acostado, porque era noche de ordinario a España; mostró indignación a Felisardo y al alguacil o capitán, como allá se llama, mucho agradecimiento de su cuidado. Mandole poner grillos y una cadena en su aposento, y en estando solos bajó a hacérselos quitar; y dándole los brazos y una cadena, de las que llaman «banda», de peso de ciento cincuenta escudos (que soy tan puntual novelador, que aun he querido que no le quede a vuestra merced este escrúpulo de lo que pesaba), le dijo que le contase todo el suceso.
Oyole el Príncipe con mucho gusto; y habiendo convalecido Alejandro, le hizo llamar y, llevándole al aposento de Felisardo, a quien para este efecto mandó poner la cadena y grillos, le dijo que mirase la pena que quería darle que, aunque fuese destierro a España, le enviaría luego. Alejandro, que entendió que el Príncipe le obligaba por aquel camino a perdonarle, y que de no hacerlo caería en la desgracia de entrambos, escogió como discreto y dio los brazos a Felisardo que, por estar herido su contrario, había visto y hablado a Silvia todas las noches, que desde la bizarría de la pendencia estaba más rendida.


Creció el amor, cultivado de la vista y de las privaciones de la ejecución de los deseos en conversaciones largas, que tantas honras han destruido y tantas casas abrasado. Llegaron las palabras a darse con juramento de matrimonio, en dando el Virrey a Felisardo algún grave oficio, que para la calidad de Silvia era necesario; y como amor es mercader que fía, aunque después nunca se pague (que esto tiene de señor cuando ama, que no hay cosa que le den en confianza que no reciba ni alguna que después, si no es por justicia, pague), permitió que Felisardo llegase a los brazos, hasta allí tan cuidadosamente defendidos, de que resultó poder encubrir mal lo que antes de esta determinación estuvo tan encubierto. No se puede encarecer con qué común alegría celebraban sus vistas los amantes, en su imaginación esposos, y cómo revalidaba Felisardo el juramento y Silvia le creía; que como cada uno se ama a sí mismo (por opinión del Filósofo), aunque tema, da crédito por entretener su gusto, que nadie quiso tanto a otro que no se quisiese más a sí mismo. Y así, cuando vuestra merced oiga decir a alguno cosa que no le puede suceder, pero por si le sucede, que la quiere más que a sí, dígale que Aristóteles no lo sintió de esa suerte; y que a vuestra merced le consta que este filósofo era más hombre de bien que Plinio, y que trataba más verdad en sus cosas.
Notable es la Fortuna con los mercaderes, terrible con los privados, cruel con los navegantes, desatinada con los jugadores, pero con los amantes notable, terrible, cruel y desatinada. En medio de esta paz, de esta unión, de este amor, de esta esperanza y de esta agradable posesión, se dividieron por el más extraño suceso que se ha visto en fortuna de hombre, ni ha cabido en humano entendimiento; pues sin dar disculpa ni ocasión a Silvia pidió licencia al Virrey Felisardo para ir a Nápoles a unos negocios, y se partió de Sicilia.



¿Dije ya la ciudad? No importa, que aunque la novela se funda en honra, no vendrá por esto a menos, aunque fuese conocida la persona; y yo gusto de que vuestra merced no oiga cosas que dude; que esto de novelas no es versos cultos, que es necesario solicitar su inteligencia con mucho estudio, y después de haberlo entendido es lo mismo que se pudiera haber dicho con menos y mejores palabras.
En sabiendo Silvia que era partido este hombre, con tan fiera e indigna crueldad del amor que le había tenido, de la honra que le había costado y de las joyas y regalos con que le había servido, comenzó a derramar inmensa copia de lágrimas; y sin comer algunos días fue quitando a su hermosura el lustre, y a su vida el término. Retirábase de noche con Alfreda, una fiel criada suya, y en un pequeño jardín, que por unas rejas miraba al mar (no poca dicha, en aquella ocasión, que sus ventanas tuviesen rejas), decía:



-¡Oh, cruel español, bárbaro como tu tierra! ¡Oh, el más falso de los hombres, a quien no iguala la crueldad de Vireno, duque de Selandia (que a la cuenta debía de ser esta dama leída en el Ariosto), ni todos los que olvidados de su nobleza y obligación dejaron burladas mujeres principales e inocentes! ¿Adónde vas y me dejas sin honra y sin ti, de quien ya solamente podía esperarla? Pues habiendo partido de mis ojos tan injustamente, no me queda de quien poder cobrarla, pues la prenda que me dejas, más me la quita y solo podré deberle mi muerte, pues es imposible que deje de sentir tu crueldad, y que su sentimiento me quite a mí la vida. ¿Quién pensará, Felisardo mío, que en la modestia y compostura de tu rostro, en la gentileza y gallardía de tu cuerpo cupiera tan duro corazón y alma tan fiera? ¿Tú eres español, enemigo? No es posible, pues de ellos oigo decir y he leído que ninguna nación del mundo ama tan dulcemente las mujeres, ni con mayor determinación pierde por ellas la vida. Si se te ofreció alguna precisa fuerza para ausentarte, ¿por qué no me la diste por disculpa y, despidiéndote de mí, me mataras con menos crueldad, aunque más presto? ¿Es posible, fiero español, que ayer estabas en mis brazos diciendo que por mí perderías mil vidas, y que hoy te vas con una sola que me habías dado? ¡Ay de mí, que tú por ventura ahora te estás riendo de mis lágrimas, afeando mis libertades e infamando mis atrevimientos, de que fueron causa, no mi liviandad sino tu gentileza, no mi libertad sino mi adversa fortuna! Que cierto será que estés ahora contando a otra más dichosa que yo, pero tan cerca de ser tan desdichada, las locuras que me has visto hacer y las penas que me has hecho sufrir. Pues no se burle ahora de mí la que te cree y te escucha, que presto me ayudará a quejarme de ti y, sabiendo quién eres, me disculpará porque te quise, y me tendrá lástima porque te quiero.


Estas y muchas decía Silvia llorando, sin bastar los consuelos de Alfreda a templar su furia, tan fundada en razón como en desdicha.
En estos medios llegó Felisardo a Nápoles, ciudad que vuestra merced habrá oído encarecer por hermosura y riqueza, y donde viven más españoles que en el resto de Italia, desde que el Gran Capitán, don Gonzalo Fernández de Córdoba, echó de ella los franceses, adquiriendo aquel famoso reino a la corona de Castilla; servicio que, con los demás suyos, no podrá olvidar el tiempo ni acabar el olvido, si bien un escritor moderno, más envidioso que elocuente y docto, presumió que podía su poca autoridad en un libro que escribió, llamado Raguallos del Parnaso, oscurecer el nombre que no le pudieron negar hasta las naciones bárbaras. Con la tristeza que en ella vivía Felisardo no merece encarecimiento, porque en las cosas tan conocidas no se han de gastar palabras. Allí se determinó de escribir al virrey de Sicilia la causa original de su ausencia. Recibió aquel magnánimo príncipe la carta, y leyéndola quedó admirado. No sé si lo estará vuestra merced, pero en ella decía así:


Al partirme de Sicilia no dije a Vuestra Excelencia la causa, que no me dio lugar la vergüenza, y ahora sabe Dios la que escribiendo tengo, pues con estar solo me salen tantas colores al rostro como a los ojos lágrimas. Estando en servicio de Vuestra Excelencia, bien descuidado de tan gran desdicha, me escribieron mis padres diciéndome que en el nuevo bando del rey don Felipe III acerca de los moriscos habían sido comprendidos; cosa que a mi noticia jamás había llegado, antes bien me tenía por caballero hijodalgo; y en esta fe y confianza me trataba igualmente con los que lo eran, porque mis padres eran de los antiguos de la conquista de Granada por los Reyes Católicos, y si no me engañan, dicen que Bencerrajes, linaje que trae consigo la desdicha y los merecimientos. Pareciome dejar su casa de Vuestra Excelencia, con harto dolor mío, porque le amo naturalmente, que no es justo que un hombre a quien pueden decir esta nota de infamia siempre que se ofrezca ocasión, viva en ella, ni mi tristeza y vergüenza me dieran lugar, aunque yo me esforzara, por no estar con este recelo cada día, y más adonde he tenido buena opinión. Vuestra Excelencia me perdone, que ni acierto a escribir, ni pienso que hasta llegar esta a sus manos podrá durar mi vida.


Notable fue el sentimiento de aquel gran señor con esta carta, y tal que se le conoció en su tristeza por muchos días, al fin de los cuales le respondió así:
Felisardo:
Vos me habéis servido tan bien y procedido tan honradamente en todas vuestras acciones, que me siento obligado a quereros y estimaros mucho. En el nacer no merecen ni desmerecen los hombres, que no está en su mano; en las costumbres, sí, que ser buenas o malas corre por su cuenta. Hacedme gusto de volver a Sicilia, que os doy palabra por vida de mis hijos, de hacer de vos mayor estimación que hasta aquí, y tomar en mi honra cualquiera cosa que sucediere contra la vuestra. Y no sé yo por qué habéis de estar corrido siendo como sois caballero, pues no lo está el príncipe de Fez en Milán, sirviendo a Su Majestad con un hábito de Santiago en los pechos, y tan honrado del Rey II y de la señora Infanta que gobierna a Flandes, que él le quitaba el sombrero y ella le hacía reverencia. Porque la diferencia de las leyes no ofende la nobleza de la sangre, y más en los que ya tienen la verdadera, que es la nuestra, como vos la tenéis, y confirmada por tantos años. Volved, pues, Felisardo, que en ninguna podréis estar más defendido que en mi compañía, donde os haré capitán, y procuraré casaros de mi mano, sin apartaros de mí, lo que tuviere oficios de Su Majestad y vida.


Recibió Felisardo esta carta, toda escrita de su mano de este generoso príncipe, acción tan digna de su ilustrísima sangre; y llorando infinitas lágrimas con ella, besando mil veces la firma, se dispuso a responderle así:
Generoso y magnánimo Príncipe:
cuando me partí de Vuestra Excelencia, fui con desesperado ánimo de hacer alguna demostración de mi valor. Yo estimo y agradezco, como es justo, tanta merced y favor, y la escribo con sangre en mi alma para algún día. Yo voy a Constantinopla, donde ya estarán mis padres que, como hombres nobles, escogieron la corte de aquel imperio, no queriendo quedarse en las costas de España por no acordarse. Desde allí sabrá Vuestra Excelencia qué intento llevo, que pienso que será para hacer un gran servicio a Dios, al Rey y a mi patria. Desde que entré en Palermo, serví, quise y merecí a la señora Silvia Menandra, cosa que jamás comuniqué a ninguno. Creo que le queda en el pecho alguna desdichada prenda mía. Suplico a Vuestra Excelencia que fíe esa carta de quien se la pueda dar sin que aventure su honor, y favorezca lo que naciere, haciendo cuenta que le expone la fortuna a los pies de su grandeza.


Con esto se embarcó Felisardo, atrevido y desatinado mancebo cuya acción yo no puedo alabar, pues en casa de tan generoso príncipe pudiera estar seguro cuando viniera a España, que en Italia no lo había menester, aunque fuese en los reinos de Su Majestad, pues solo pretendió echarlos de aquella parte con que presumieron levantarse, como se ve por las cartas y persuasiones del ilustrísimo Patriarca de Antioquía, Arzobispo de Valencia, don Juan de Ribera, de santa y agradable memoria. Dentro de nuestra Europa, a solos cuatro estadios del Asia (tanto que habiéndose helado aquel mar por un puente de hielo y nieve que cayó encima, se pasaba del Asia a Europa) yace Constantinopla, primera silla del romano imperio, después del griego y ahora del turco, que por la inmensidad de la tierra que posee le llaman Grande; destruyola el emperador Severo, reedificola Constantino e ilustrola Teodosio. Tuvo cincuenta millas de muro, que Anastasio fabricó por defenderla de los bárbaros; hoy, dieciocho, que son seis leguas. Sus vecinos son setecientos mil, las tres partes turcos, las dos cristianos y el resto judíos. Tomola Mahometo Segundo, el año de 1453, y desde entonces es corte de sus emperadores que, comúnmente, llaman el Gran Señor. Está puesta en triángulo: en el un extremo está el palacio real, que mira al levante, al encuentro de Calcedonia, parte del Asia; el otro ángulo mira al mediodía y poniente, donde están las siete torres, que sirven de fortalezas y de cárcel mayor de la ciudad; desde este se va al tercero por la parte de tierra, dispuesto a tramontana, y donde está el palacio antiguo de Constantino, en sitio eminente y de quien se descubre toda, si bien inhabitable. Desde el cual al que tiene el turco, todo es puerto de una legua de mar, que entra por espacio de dos de largo y de ancho poco más de un tercio, habitado de varia gente y de todos los vientos defendido. Por la parte de las siete torres baña el mar las murallas, dejando el sitio donde antiguamente fue la ciudad de Bizancio, de cuya grandeza solo se ven ahora las ruinas.


Tiene insignes mezquitas, fábricas de sultán Mahameth, Baysith y Selín, aunque ninguna iguala con la que hizo Solimán, y se llama de su nombre, deseando aventajarse al gran templo de Santa Sofía, célebre edificio de Constantino el Grande. Conserva en ella el tiempo, a pesar de los bárbaros, algunas columnas de grandeza inmensa, mayormente la de este príncipe, labrada toda de historias de sus hechos. Tiene asimismo cuatro fuertes serrallos para las riquezas y mercaderías de propios y extranjeras, una calle mayor famosa, hasta la puerta de Andrinópoli, con la plaza en que se venden los cautivos cristianos, como en España los mercados de las bestias, y con mayor miseria. Sus puertas son treinta y una, al levante, poniente y tramontana, con guarda de genízaros; las casas, bajas, cuyos techos de madera labrada cubren ricas labores de oro. No usan tapicerías, porque su grandeza y aparato es vestir el suelo, que cubren de riquísimas alfombras. Son las barcas que de ordinario pasan la gente de una parte a otra, y que en su lengua llaman «caiques» o «permes», más de doce mil, que es una cosa notable. Su sitio es tan frío que desde diciembre hasta fin de marzo está cubierta de nieve. Los templos famosos de cristianos, mayormente el de Nuestra Señora y el de San Nicolás, con otros muchos, han intentado quitar los moriscos de la expulsión de España; y permitiendo el gran Visir que los derribasen y destruyesen por doce mil escudos que le daban, se fueron a despedir del Turco los embajadores de Francia, Alemania y Venecia, diciendo que aquello era no querer paz con sus príncipes y por esta ocasión no salieron con su intento o, lo más cierto, porque Dios no permitió que tantos cristianos careciesen del fruto de los tesoros de su iglesia donde tanto peligro corren sus almas.


Aquí llegó Felisardo, y me parece que vuestra merced estaba ya cansada de esperarle, no se le dando nada del estado que ahora tiene y tuvo esta ciudad insigne, porque a mujer que tan poca estimación ha hecho de los hombres de su ley, ¿qué se le dará del turco? Pues sepa vuestra merced que las descripciones son muy importantes a la inteligencia de las historias, y hasta ahora yo no he dado en cosmógrafo por no cansar a vuestra merced, que desde su casa al Prado le parece largo el mundo; aunque vaya por su gusto en hábito de tomar el acero, con tan buenos de matar lo que topa, que en ninguno la he visto más enemiga de la quietud humana.
Vio Felisardo a sus padres, que como eran nobles lloraron el deshonor juntos y el peligro que corría su salvación en aquella tierra, si bien el ver tantas iglesias y hospitales les consolaba. La común fortuna hace mayores las confianzas del remedio y menores los sentimientos de las adversidades, como dijo no sé si era el filósofo Mirtilo, como solía la buena memoria de fray Antonio de Guevara, escritor célebre a quien de aquí y de allí jamás faltó un filósofo para prohijarlo una sentencia suya. Y cierto que algunas veces es menos lo que de ellos dijeron que lo que podría decir ahora cualquier moderno; pero dase autoridad a lo que se escribe diciendo: «como dijo el gran Tamorlán», o «se halla escrito en los Anales de Moscovia, que están en la librería de la universidad del Cairo». Porque si ello es bueno, ¿qué importa que lo haya dicho en griego o en castellano? Y si malo y frío, ¿cómo podrá vencer la autoridad al entendimiento?
Hallé una vez en un librito gracioso, que llaman Floresta española, una sentencia que había dicho un cierto conde: «Que Vizcaya era pobre de pan y rica de manzanas», y tenía puesto a la margen algún hombre de buen gusto cuyo había sido el libro: «Sí diría», que me pareció notable donaire.


Pues, como digo, y volviendo al cuento, estuvieron algunos días Felisardo y sus padres dando trazas en su remedio, si para tal fortuna podía haber alguno. Y aquí confieso a vuestra merced, señora, que no sé, porque no me lo dijeron, cómo o por dónde vino a ser Felisardo nada menos que bajá del Turco, que parece de los disfraces de las comedias, donde a vuelta de cabeza es un príncipe lagarto, y una dama, hombre y muy hombre, y a la fe que dice el vulgo que no le hablen en otra lengua.
Turco, pues, era Felisardo; no lo apruebo. Sus hopalandas traía y su turbante, y como era moreno, alto y bien puesto de bigotes, veníale el hábito como nacido. La disposición, el brío, el aire, la valentía y la presunción dieron motivo al Turco para tenerle muchas veces cerca de su persona, y así trataba con él de las cosas de España familiarmente. Llamábase el Turco sultán Amath, hombre en esta sazón de treinta y tres años. Tenía preso un hermano suyo llamado Mustafá, de edad de treinta, a quien deseando matar, fiera costumbre de aquellos bárbaros, envió una mañana al Vostán Gibasi con otros ministros, y hallando la cárcel cerrada y al dicho Mustafá paseándose fuera de ella, lo dijeron al Turco que, teniéndolo por milagro, le dejó preso. Aconsejado después del Mufiti, que es el principal de los que enseñan su ley, quiso matarle, y aquella noche soñó que veía un hombre armado que con una lanza le amenazaba, y con este temor le dejó con vida. Si bien después le provocaron tanto que, desde una ventana que caía a un jardín de Mustafá, le quiso tirar una flecha con veneno y, habiéndole apuntado, fue tal el temblor que le dio, que se le cayó el arco de las manos. Tanta ha sido, finalmente, la humildad de este turco, que ni vestido, ni oro, ni regalo ha querido tomar de su hermano. Él vive, y se entiende que le ha de heredar, aunque sultán Amath tiene muchos hijos, de los cuales dos varones y dos hembras se ven y comunican; los demás están recogidos y ocultos en su palacio. Tenía tanto gusto de ver imágenes y retratos de cristianos, que enviaba por ellos a los embajadores y mercaderes, y en habiéndolos visto se los volvía.


Estando, pues, una fiesta mirando algunos que en una nave que tomaron estaban en la tienda de un rico hebreo, hizo llamar a Felisardo, que ya se llamaba Silvio Bajá, nombre de aquella dama de Sicilia, por quien vivía en la mayor tristeza que tuvo amante ausente, pues ni la desconfianza que tenía de verla, ni la mudanza de cielo y costumbres, era parte para que la olvidase, ni creo que lo fuera el río Sileno, donde se bañaban los antiguos, cuya propiedad era olvidar toda amorosa pasión, aunque fuese de muchos años. Venido Felisardo a su presencia, le preguntó si conocía aquellos retratos y él le respondió que sí, y se los fue mostrando por sus nombres, diciendo lo que tan bien sabía de la grandeza de sus personas, apellidos y casas. Holgose mucho Amath de conocer al emperador Carlos V, al Rey II y III, al famoso duque de Alba, conde de Fuentes y otros señores. ¿Quién dijera que el Turco se había de holgar de esto?
Entre las mujeres que entonces tenía sultán Amath, era la más querida una cierta señora andaluza, que fue cautiva en uno de los puertos de España. Esta holgaba notablemente de oír representar a los cautivos cristianos algunas comedias y ellos, deseosos de su favor y amparo, las estudiaban comprándolas en Venecia a algunos mercaderes judíos para llevárselas, de que yo vi carta de su embajador entonces para el conde de Lemos, encareciendo lo que este género de escritura se extiende por el mundo después que con más cuidado se divide en tomos.
Quiso nuestro Felisardo (mal dije, pues ya no lo era) agradar a la gran sultana doña María y estudió con otros mancebos, así cautivos como de la expulsión de los moros, la comedia de La fuerza lastimosa. Vistiose para hacer aquel conde gallardamente, porque había en Constantinopla muchos de los que hacían bien esto en España, y las telas y pasamanos mejores de Italia. Como era tan bien proporcionado, y estaba tan hecho a aquel traje desde que había nacido, no le hubo visto la Reina cuando puso los ojos en él, y ellos fueron tan libres que se llevaron de camino el alma.


Representó Felisardo únicamente, y viéndose en su verdadero traje lloraba lágrimas verdaderas, enternecido de justas memorias y arrepentido de injustas ofensas. Acabada la fiesta, comenzó en Sultana este cuidado, y en todas las ocasiones que podía daba a entender a Felisardo que le deseaba, de suerte que a pocos lances fue entendida, porque no hay papeles más declarados y efectivos que unos ojos que asisten a mirar amorosamente. Y así, un día, alabándole la buena disposición y lastimándose de que por su voluntad hubiese dejado la verdadera ley, él le dijo que su ánimo no era vivir en la de aquel infame y falso profeta, que aunque era verdad que desesperación le había traído adonde estaban sus padres, él venía con ánimo de hacer alguna cosa señalada en servicio del rey de España, porque tenía el ánimo tan bizarro que no volvería a ella sin ser estimado y favorecido por alguna insigne hazaña.
-Si yo puedo -respondió Sultana-, favorecerte, aquí tienes la mujer más rendida y más poderosa para ayudarte, porque a mí no me tiene sultán Amath como a las demás que le permite su ley y su grandeza.
Besole entonces la mano Felisardo e, hincado de rodillas, lloró mirándola. Ella, conociendo la fiereza de Marte y la blandura de Adonis en aquel mancebo, levantándole de la tierra le juró por la ley que tenía en el corazón impresa de no desampararle en cuantas acciones intentase, aunque perdiese la vida. La ocasión que tomaron para verse fue decir al Turco lo que gustaba de oír cantar a Felisardo, y así entraba y salía con libertad a entretenerla, y tal vez esta ndo presente el mismo sultán Amath, donde cantó así:



Dulce silencio de amor,
si tanta gloria callando
consigue quien sirve amando,
no la pretendo mayor.
Poner en duda el favor
suspende mi atrevimiento,
y dice mi pensamiento
que más la causa le culpa,
pues no puede haber disculpa
donde no hay merecimiento.



Amar, sin osar decir
tanto amor, es cobardía,
mas perder el bien sería
determinarse a morir.
Pero yo quiero sufrir
la pena a que me condena
fuerza de respetos llena,
y no temer su mudanza,
pues no pierdo la esperanza
mientras no pierdo la pena.



Del silencio que he tenido
ya vive mi amor quejoso,
pues no llega a ser dichoso
quien no pasa de atrevido.
Quisiera ser entendido
cuando a entender no me doy,
mas no decir lo que soy
por llegar a merecer,
sin ser querido, querer,
mientras que callando estoy.



Mi pensamiento contento
consigo mismo se halla,
que por lo que piensa y calla
le llamaron pensamiento.
Algunas veces intento
decir mi mal y su mengua,
por ver si el dolor se amengua;
pero son locos antojos,
que quien habla con los ojos
no ha menester otra lengua.

Dadme penas inmortales,
que siendo vos en el suelo
tan viva imagen del cielo
serán penas celestiales.
Si llama gloria los males
quien a su bien los prefiere,
señora, bien es que espere
que os obligue a que le deis
un bien de los que tenéis,
quien tanto sus males quiere.

Sin mí conoced mi mal,
oh causa hermosa por quien
le tiene el alma por bien,
que vos sois bien celestial.
Y si, con ser tan mortal,
que le entendáis no merezco,
como en los ojos le ofrezco,
no quiero, aunque me consuma,
que otra lengua ni otra pluma
os diga lo que padezco.




Pareciole a Sultana que Felisardo había compuesto estos versos a su sentimiento y propósito, y engañábase Sultana porque los había escrito por Silvia al principio de sus amores en Palermo; pero no se engañaba en la intención, pues Felisardo buscó estas décimas porque lo creyese así, entre los muchos versos que sabía, como suele suceder a los músicos que traen capilla por las festividades de los santos que, con solo mudar el nombre, sirve un villancico para todo el calendario; y así es cosa notable ver en la fiesta de un mártir decir que bailaban los pastores trayéndolos de los cabellos desde la noche de Navidad al mes de julio.
Notablemente crecía el amor en Sultana, conquistando la voluntad ausente de este mozo que ya con libertad de hombre se determinaba, y ya con las obligaciones de hombre de bien se defendía. Pidiole que suplicase al Turco le diese algunas galeras y gente, de que le nombrase capitán, lo que alcanzó fácilmente. Y así, comenzó a salir de Constantinopla con seis galeras bien armadas, sin consentir en ellas morisco alguno, que no gustaba de su trato ni les osaba fiar su pensamiento. Hizo algunos de alguna consideración, y con poca guerra trajo a Constantinopla algunos cautivos, pero ninguno de España, que presentaba a Sultana, de quien recibía en satisfacción joyas de notable precio, porque ella gustaba de que las trajese en el turbante que coronaba de diversas plumas.


Corrió una vez la costa de Sicilia atrevidamente, y fuelo tanto que se puso a la vista de Palermo. Silvia tenía de Felisardo un hijo de tres años, que criaba con libertad por ser muertos sus padres, aunque no con tanta que se persuadiesen los bien intencionados que era su hijo; que los que no lo son, en las doncellas más recatadas presumen mayores yerros. Sucedió, pues, que como en tanto tiempo no hubiese tenido nueva de Felisardo, la desconfianza la tenía con algún consuelo, y pienso que por la sinrazón le hubiera olvidado, a no le tener en su hijo todos los días presente, con la mayor semejanza que ha visto el refrán castellano en materia de esta duda, de que pido perdón a su imaginación de vuestra merced, que bien le merezco, pues no dije adagio. Con esto, solicitada de algunas amigas, que no era mucho en tres años de injusta ausencia, ni saber si era muerto o vivo Felisardo, salió en una tartana de un mercader calabrés a pasear la mar, que con la bonanza la convidaba y con la piedad de su adversa fortuna la movía, que tal vez se cansa de hacer disgusto, o porque algún breve bien sea para sentir el mal con mayor fuerza. Y en esta parte no puedo dejarme de reír de la definición que da Aristóteles de la Fortuna; no le faltaba más a este buen hombre sino que en las novelas hubiese quien se riese de él. Dice, pues, que la buena fortuna es cuando sucede alguna cosa buena y la mala cuando mala. Mire vuestra merced si tengo razón, pues en verdad que lo dijo en el segundo de los Físicos, que yo no se lo levanto. Harto mejor lo sintió Plutarco Queroneo, diciendo por afrenta que era palabra de mujer decir que ninguno podía evitar sus hados, sentencia católica, como si él lo fuera, porque los albedríos son libres para justificar el cielo sus juicios. No suele descender milano, las pardas alas extendidas, el pico prevenido y las manos abiertas, con más velocidad y furia a los miserables pollos que se alejaron del calor de las plumas de su madre, como la capitana de Felisardo a la tartana de Silvia.


Tomola en breve, con notable llanto suyo y de sus amigas; pasáronlas a ella abordando un barco, y quitando una parte de la banda de los filaretes lleváronlas a la popa, donde Felisardo estaba recostado sobre una alfombra turca de rizos de oro entre labores de seda, puesto el brazo en dos almohadas de brocado persiano, color de nácar. Hincose de rodillas Silvia y, con lágrimas en los ojos, le dijo en lengua siciliana que tuviese piedad de la mujer más desdichada del mundo, poniéndole para moverle el pequeño infante en los brazos a los turbados ojos, a quien ya los oídos habían avisado de que aquella voz parecía la de Silvia.
Aquí, señora Marcia, ni aun los hipérboles de los versos serían bastantes cuanto más la llaneza de la prosa, que ni es historial ni poética, aunque la escribiera el autor de las relaciones de los toros, quejoso de su fortuna adversa; y tiene muy justa causa, pues le están en tanta obligación los de Zamora, de quien no se acordara este lugar después que se dejaron de cantar los romances del rey don Sancho, la traición de Bellido de Olfos y las tristezas de doña Urraca, que casi llegaron a competir con los de don Álvaro de Luna, que duraran hasta hoy si no se hubiera muerto un cierto poeta de asonantes, que arrendó esta obligación por veinte años a los regidores de la Fortuna. Y ya que nos hemos acordado de Bellido de Olfos, suplico a vuestra merced me diga si conoce algún pariente suyo, que me ha dado cuidado ver que, en siendo un hombre ruin, no le queda pariente en este mundo, y en habiendo procedido virtuosamente o hecho alguna cosa digna de memoria, todos dicen que descienden de él. Y yo conocí un hombre que decía por instantes: «Adán, mi señor», y podía muy bien, porque esto es lo más cierto, aunque un hombre haya nacido en la Cochinchina, tierra donde dicen que se halló Pedro Ordóñez de Zavallos, natural de Jaén, y convirtió una infanta, bautizando más de doscientas mil personas, e hizo muy bien, y Dios se lo pagará si fue verdad, y si no, no.


Todos estos intercolunios han sido, señora Marcia, por aliviar a vuestra merced la tristeza que le habrán dado las lágrimas de Silvia, y excusarme yo de referir el contento y alegría de los dos amantes, habiéndose conocido. Prometo a vuestra merced que me refirió uno de los que se hallaron presentes que en su vida había visto más amorosas razones ni más tiernas lágrimas. Satisfizo Felisardo de aquella novedad a Silvia, asegurándole que no había dejado la verdadera fe y que presto vendría a Sicilia, donde hiciese al rey de España un gran servicio, sin el que recibiría la Iglesia con reducirle infinitas almas. Enloqueciole su hijo, y después de haber estado aquella noche tratando de estas cosas, la hizo volver a Mecina antes del alba, cargada de ricas telas y preciosos diamantes, fuera de diez mil cequíes de oro que llevó en dos cajas.
Iba Silvia instruida para hablar al Virrey y darle cuenta de estos sucesos, cuando él prevenía el salir a pelear con las galeras turcas. Pensó infinitas veces este gallardo príncipe si sería bien verse con Felisardo, y al fin se vino a concertar que él saliese en una barca con dos soldados cerca de la playa, y el Virrey en otra con los que fuese servido. Hízose así, y acostándose el uno al otro, saltó Felisardo en la barca del Virrey y, echándose a sus pies, le hizo fuerza para besárselos. Admirados estaban los cristianos de ver la gentileza y lengua del turco, porque no llevó el Virrey consigo hombre que le conociese. Hablaron de varias cosas, y al tiempo de despedirse le dio Felisardo una rosa de diamantes que le había dado Sultana, de precio de veinte mil escudos, que esto se decía en Constantinopla, porque no se había llegado a vender por ejecución de ningún señor ni por otra necesidad.


Hízose a la vela Silvio Bajá, si le hemos de llamar así, dejando en admiración la ciudad, que casi toda asistía en la playa, al Virrey de su determinado propósito, y a Silvia de haber visto lo que no esperaba, y en tan diverso hábito y costumbres de lo que le había conocido.
La causa de no quedarse entonces este infeliz mancebo en Sicilia con su esposa y su hijo, donde se le quedaba el alma, presentando aquella escuadra de galeras con sus turcos al Virrey, fue el agradecimiento que debía a Sultana por tantas buenas obras, y el deseo y ánimo que tenía de reducirla a la fe, pues ella lo deseaba, y restituirla a sus padres, que tantas lágrimas habían derramado por ella; fuera de tener él tan segura mayor presa siempre que tuviese gusto de volver a España.
Entró Felisardo por el canal de Constantinopla casi a la entrada del invierno, llevando algunos cautivos de las islas y de otras costas, sin tocar en vasallo de Su Majestad, ni tomar tierra en parte que fuese suya. Hizo gran salva a las torres y palacio real del Turco; saltó en tierra y besándole el pie alegró la ciudad, entristeció la envidia y esforzó la esperanza de Sultana que, con lo que de sus deseos había conocido y no esperaba verle, tenía por sin duda que, faltando a la palabra dada y a tantas obligaciones, se había quedado en España.


Había llegado pocos días antes a Constantinopla Nasuf Bajá, primer visir del Turco, victorioso a su parecer de la guerra de Persia, cuya ostentación y aplauso fue tan grande que después de un copioso ejército de gente, traía doscientas sesenta y cuatro acémilas cargadas de cequíes de oro. Y advierta vuestra merced que, por ser tan grande ejemplo de la fortuna de los príncipes, quiero decirle el suceso de este hombre, que también fue causa del que tuvieron los pensamientos de Felisardo. Era este Nasuf Bajá, yerno del Turco, y el más estimado y temido de todo aquel grande imperio. Mamut Bajá, hijo de Cigala, aquel famoso corsario que ninguno después de Ariadeno Barbarroja tuvo más nombre, competía con la grandeza de Nasuf y era cuñado del Turco, casado con su mayor hermana. Sentía Mamut envidiosamente la ostentación de su enemigo, y en aquella jornada particularmente, donde me ha quedado escrúpulo si a vuestra merced le han parecido muchas las acémilas, y los soldados pocos. Y a este propósito quiero que sepa que un gentilhombre de este lugar, más dichoso en hacienda que en ingenio, visitaba una dama de las que estiman más el ingenio que la hacienda, que deben de ser pocas. Contábale un día la renta que tenía y, entre otras necedades, acabó con decir que encerraba trecientas anegas de trigo y ciento de cebada con treinta carros de paja, y añadió que le dijese lo que le parecía de su hacienda; a quien ella respondió: «Paréceme, señor, que el trigo es mucho y poca la cebada y paja para lo que vuestra merced merece». Pero dejando aparte esta cantidad de acémilas, que a quien sabe la soberbia de aquella gente no le parecerán muchas, digo que Nasuf Bajá volvió a Constantinopla, diciendo que dejaba firmadas paces con el Persiano, en fe de lo cual trajo consigo su embajador con ricos presentes de telas, cequíes, piedras y otras cosas de valor y curiosidad increíble. Mas, como viese el Cigala que el de Persia molestaba algunas tierras del Turco, vino en sospecha de que Nasuf tenía algún trato doble con él, en grave ofensa de su señor; así por esto, como porque escribiendo a entrambos desde los confines de Persia, donde estaba por gobernador, ninguno le respondía. Con esto se partió a Constantinopla, y hallando en el camino un correo que Nasuf enviaba al Persiano, le convidó a cenar aquella noche, y habiéndole dado muy bien a beber (cosa que saben hacer donde no lo vea Mahoma, con muy buen aire), durmiose el correo. Quitole Mamut Cigala las cartas en que halló todo lo que deseaba; y la traición descubierta hizo matar al correo y enterrole en su misma tienda. Y llegado a Constantinopla pidió licencia a Nasuf para entrar; negósela Nasuf si no le daba trecientos mil cequíes. El Cigala, que estaba casado con la hermana del Turco, y no había llegado a ejecución su deseo por su larga ausencia, dio orden que ella supiese el inconveniente porque no entraba. Resolviose Fátima (si a vuestra merced le parece que se llame así, porque yo no sé su nombre) a ir a ver a su marido, de quien supo la causa por que no entraba; y ella volviendo a Constantinopla la refirió a su hermano, el cual envió de noche con gran secreto por Mamut Cigala y, llegando en un caique (si vuestra merced se acuerda que le dije que era pequeña barca, pero no escuso una palabra turca, como algunos que saben poco griego), entró por una puerta falsa del palacio y, recibido bien de su cuñado, le refirió cuanto sabía y le mostró las cartas.


Deseó desde entonces sultán Amath quitar la vida a su yerno justamente, y como se encubra tan mal un grande enojo, adivinando Nasuf la causa por el semblante, faltó tres días del consejo dando por disculpa de esta falta la de su salud. Con esta ocasión el Turco dijo que quería ir a ver a su hija, y se previno la calle de lienzos por todas partes sobre altas lanzas para que no fuese visto, que solo tiene obligación a dejarse ver un día en la semana, y ese es el viernes, que entre ellos es fiesta, y va a su gran mezquita a hacer el zalá. Con este engaño de las telas pasó un coche en que iba el Vostán Gibasi con muchos ayamolanos, hombres fortísimos, y creyendo que fuese el Turco, a quien esperaban más de cuatro mil personas, entró en casa de Nasuf el referido, y como iba entrando, iban asimismo cerrando las puertas los soldados con cuidado y silencio. Estaba Nasuf con dos eunucos en un aposento, bien descuidado de su fortuna; hízolos salir afuera el presidente y, haciendo una gran reverencia a Nasuf, le dio un decreto del Turco, en que le pedía su real sello. Turbado Nasuf se le dio y dijo:
-¿Tiene el Gran Señor hombre que con más lealtad pueda servirle en este oficio?


Entonces el Vostán Gibasi le dio otro papel en que le pedía la cabeza. Dio voces Nasuf diciendo:
-¿Qué traición es esta?, ¿qué envidia?, ¿quién ha engañado a mi gran señor a quien yo con tanta lealtad como obligación he servido?
Pero viendo que allí no había remedio para huir, razón para replicar, ni armas para defender la vida, se resolvió a la muerte, pidiendo al Vostán que le dejase hablar y despedir de su mujer, que estaba en otro cuarto; y no pudiendo conseguirlo le suplicó de rodillas le dejase siquiera hacer el zalá para que su alma fuese tan llena de necedades como había vivido. Esto le concedieron, pareciéndoles que tocaba a la religión, siendo tan gran desatino; pero, de afligido y turbado, no fue posible y esforzando la naturaleza al mayor contrario (que no sé cómo se entienda aquí aquel consuelo de Séneca en la primera epístola, que nos engañamos en la consideración de la muerte por mayor, pues todo lo que pasó de la edad ya lo tiene la muerte), se sentó en una silla y dispuso la voluntad a la fuerza, y el ánimo del valor al miedo de la pena. Pero si dijo el mismo filósofo que el morir de buena gana era la mejor muerte, ¿cómo puede quien moría con tan poca tenerla por buena, ni consolarse con que ya estaba muerto lo que había vivido? Mirándole estaba el Vostán, y los soldados llenos de admiración y miedo a quien volviendo Nasuf severamente el rostro dijo:
-Canalla, ¿qué estáis mirando? Haced vuestro oficio.


Entonces se le atrevieron cuatro de ellos y, echándole una soga a la garganta, le ahogaron. Cerró luego el Vostán las puertas y, dando cuenta al Turco, le pidió la cabeza que, habiéndosela traído, la mandó echar en el suelo y, dándola con el pie, le llamó brecain, que quiere decir «traidor».
Tomó el Turco su hacienda, reservando solamente la que estaba en el cuarto de su mujer. Fue la mayor riqueza que en hombre particular se ha visto, pues entre las armas solas se hallaron mil doscientas espadas con guarniciones de plata y oro; que si a vuestra merced le parecieren como las acémilas, podrá quitar las que fuere servida, porque no tengo cuento a propósito, ni me atrevo a decir que tenía a su devoción en Constantinopla treinta mil hombres, sustentando en varias partes siete mil quinientos caballos, con que si le ayudara más el secreto que le favoreció la Fortuna, fuera señor del Asia.
Quedó Fátima viuda y rica, y aunque la pretendían muchos, y entre ellos un gran bajá de los del turbante verde, le pareció al Turco levantar los pensamientos de Felisardo con hacerle cuñado suyo, y darle mujer con tal ejemplo en dote. Comunicó este pensamiento con Sultana que, atónita de ver el camino que tomaba su desdicha para descaminar su deseo, solicitó impedirle con decir mal al Turco de Felisardo, y que le parecía hombre de ánimo soberbio y no mal aficionado a la patria en que había nacido, y que muchas veces le reprehendía la afición que mostraba a los reyes y señores de España, donde era justo presumir que alguna vez se quedaría, y que, pues su yerno Nasuf Bajá era tan deudo suyo y natural de su patria, criado en su ley y enseñado en sus costumbres, y le había salido traidor, no era razón pensar que le había de ser leal un hombre extranjero y advenedizo, criado en otra ley, en otra patria y en otras costumbres. Satisfizo esta última razón el entendimiento de Amath, y puso dilación en el casamiento, tibieza en la voluntad y sospecha en el suceso.


Entre tanto Sultana prevenía la partida a España con gran cuidado y tuvo tanto que, habiendo la primavera siguiente alcanzado del Turco saliese Felisardo a quietar el mar del Archipiélago, donde era fama que andaban seis galeras de la religión de Malta, dispuso la partida y recogió sus joyas.
Tiene el palacio del Turco dos leguas de cerca, y por la parte del mar que mira a Calcedonia mucha artillería; la puerta principal, al poniente, enfrente de la iglesia de Santa Sofía; a mano derecha de la puerta un hospital que llaman Timarina, para todos los enfermos de palacio y a la izquierda, la iglesia antigua de cristianos, título de San Jorge, donde están las armas del Rey. Síguese la segunda puerta, donde se apean los que van a consejo, y a esta una famosa calle de un tercio de legua o poco menos. Por la parte de tramontana hay una puerta por donde entra y sale la gran Sultana y todas las mujeres del serrallo. (Aquí doble vuestra merced la hoja). Junto a la segunda puerta hay un jardín y huerta con mil hermosos árboles y venados, y a su lado una gran plaza cubierta donde suele estar la guarda de los genízaros, y comer los días de consejo, porque los otros quedan de guarda. Hay asimismo doce capigis, que son porteros en cada puerta de las referidas, y por la parte de mediodía las cocinas para el Gran Señor y la familia de palacio, y para toda la corte el día que es de consejo. Y es tan inmenso el número que come, que el de los cocineros es de cuatrocientos cincuenta hombres, cosa que la cuentan y la escriben, y que podrá vuestra merced no creer sin ser descortés a la novela ni a la grandeza del Turco. Después de todo se llega a la gran puerta de la casa real, guardada de eunucos blancos, donde no puede entrar persona alguna sin orden del Turco, no siendo de la familia aunque sea el Gran Visir.


Por la puerta que dejé advertida salió, señora Marcia, la gran Sultana con dos renegados de quien se había fiado, y en hábito de soldado genízaro, que de otra suerte fuera imposible. Caminó a la mar con gran peligro donde fue recibida con igual silencio del animoso Felisardo, que con valor intrépido mandó alargar al mar la escuadra, y que a la vuelta de Sicilia pusiesen las proas donde decía que pensaba hacer una famosa hazaña.
Tan desdichado fue este miserable mancebo, aunque digno de mejor fortuna, que apenas comenzaron las galeras a alargarse y, zarpando la capitana, azotar el agua y el aire con los remos y velas, cuando cubriéndose el cielo de improviso de una oscurísima nube, comenzó a bramar con horribles truenos por los cuatro ángulos del mundo, acompañada de temerosos relámpagos que en cada uno parecía que venían infinitos rayos. Entumeciose el mar, revolviéronse las olas trabando entre sí mismas tan espantosa batalla, que daban con la espuma en las estrellas que, con el temor de apagarse en las aguas, se escondían. Ya no aprovechaba amainar las velas, ni en tanta confusión hallaba remedio el ánimo, ni el ejercicio resistencia. Porfiaba Felisardo a que prosiguiesen el viaje hasta sacar la espada, pero no pudo ser obedecido, por voluntad del cielo, que al declararse el alba dio con su capitana y las demás galeras casi en el puerto. Él quiso pasar en su abrigo el día ocultando a doña María en la cámara de popa, pero como ya fuese conocida su falta de algunas griegas y turcas que la servían, habían dado tantas voces que, asombrados los genízaros dieron parte a su capitán, y él a Mahamut Bajá, de quien lo supo el Turco, que con notable sentimiento pensó luego que de envidia la habrían muerto otras mujeres o amigas suyas. Mas discurriendo entre varios pensamientos en unas y en otras cosas (que, como Séneca dijo, sucede fácilmente la inconstancia a los que tienen el ánimo dudoso), dio en pensar que se había partido la misma noche Felisardo, de quien Sultana decía tanto mal, arguyendo de eso mismo que le quería bien porque es muy ordinario en las mujeres, o por disimular lo que quieren o por engañar a otros. Y con esta imaginación hizo que Vostán Bajá fuese con cien ayamolanos y con algunos genízaros a las galeras, sabiendo que la tempestad las había vuelto al puerto tan perdidas que era imposible sin rehacerse volver al agua.


No los hubo visto Felisardo cuando conociendo el peligro se resolvió a morir como caballero, y no con varios tormentos a las manos de un verdugo infame. Bien quisiera el Bajá llevarle vivo, pero no dejándose prender y resistiéndose en la cureña de la capitana, sembró la crujía de cuerpos muertos con sola una espada ancha que traía y una rodela embrazada. Viendo Vostán que sería imposible llevarle como él deseaba mandó a los genízaros que le tirasen, y en un instante cayó muerto de cuatro manos, aunque de ningún deseo, porque fue sumamente amado de aquellos bárbaros. Dicen que dijo poco antes que cayese:
-Turcos, sed testigos que muero cristiano, y no he ofendido al Gran Señor mas que en llevar a doña María donde lo fuese.
Con esto el Bajá le cortó la cabeza para llevarla al Turco, y halló a Sultana que, cubierta de lágrimas, había mirado el valor y la desdicha de aquel mancebo trágico. Fue grande la alegría de Vostán y consolándola con la mayor decencia que pudo, la llevó a palacio. No quiso el Turco verla en cuatro días; pero vencido del amor grande que la tenía, se determinó de perdonarla, que las iras que intervienen amando (como lo siente el Anfitrión de Plauto), vuelven los que se aman a mayor amistad y gracia. Bien supo Sultana disculparse con solo el deseo de su patria y padres, pues siendo imposible la licencia, no podía de otra suerte intentar verlos, y el celoso Turco también creerla, porque deseaba abreviar sus enojos, cosa que en los coléricos no da lugar a que las mujeres lo sean.


Y en este lugar me acuerdo de haber leído en una comedia portuguesa tratar un viejo con un amigo suyo de que quería casar su hijo, y diciéndole el otro: «No lo hagáis, que está enamorado de una cortesana», respondió el viejo: «Ya lo sé, y si intento casarle es porque han reñido y averiguado unos celos, y es buena la ocasión de este enojo para apartarle de ella». A quien replicó el amigo: «¡Qué poco sabéis de lo que puede una voluntad antigua fundada en trato! Esta es la hora que anda vuestro hijo buscando disculpas a esa mujer para el mismo agravio que le ha hecho».
Este fue el fin de Felisardo, esta la desdicha por la honra; así quedaron sus pensamientos burlados, y Silvia criando aquella desdichada prenda suya, que si creciere, como en las comedias, tendrá vuestra merced la segunda parte. Entre tanto, lea ese epitafio o elogio a su desdicha:


    Aquí yace un desdichado,
que de sí mismo nacido,
vivió por desconocido,
murió por desconfiado;
del propio honor engañado,
aunque no sin culpa alguna,
dejó el sol, buscó la luna;
donde se ve que el valor
quiere a fuerza del honor

resistir a la Fortuna.