La desheredada (Primera parte)/Capítulo X
El caserón, no obstante, tenía su alegre nota. Como la voz del grillo en una grieta del sepulcro, así era la voz del conserje Alonso, cantando peteneras en su habitación cercana al portal y en el patio. Era un hombre casi viejo, de buena pasta, honrado y comedido. Vivía allí con su mujer enferma, de la cual no tenía hijos, y la mitad del día se la pasaba trabajando en carpintería, por pura afición, bien haciendo marcos de láminas, para lo que tenía especiales aptitudes, bien arreglando muebles antiguos para venderlos a los aficionados. No se sabe qué funciones había desempeñado en la casa en su juventud. Creemos que fue montero, porque siempre acompañaba al marqués de Aransis en sus excursiones venatorias. Lo cierto es que en una de estas tuvo Alonso la desgracia de perder una pierna, de lo que le vino aquel destino sedentario. A pesar de ser hombre acomodado (pues a sus gajes y ahorros añadía una regular herencia), nunca quiso abandonar el puesto humilde de conserje. Era natural del Toboso, y algo pariente de los Miquis. Manejaba los capitalitos de algunos manchegos que querían colocar su dinero en fondos públicos. Y ved aquí un banquero que pasaba horas largas limpiando metales, quitando el polvo, haciendo recorrer tejados y chimeneas, y cobrando, por ayudar al administrador, los recibos de inquilinato de las muchas casas que el marquesado de Aransis posee en Madrid.
Estaba una mañana el buen hombre en el patio, cuando se abrió la puerta y aparecieron tres personas. Una de ellas saludó con mucha afabilidad a Alonso, el cual dijo así:
«¡Dichosos los ojos que te ven, Augusto, cabeza sin tornillos...! Ayer tuve carta de tu padre. Dice que le escribes poco y que andas distraidillo.
-¡Pobre viejo!... Si le escribo todas las semanas... ¿Y cómo está Rafaela?¿Qué tal va con las píldoras?
-Pues no va mal. Hoy, como está el día tan bueno, le dije: «Anda, mujer, anda a que te dé un poco el aire». Y con efecto, ha salido. Ya sabes que un hermano suyo ha venido a establecerse en Madrid. Hará dinero, porque estos catalanes saben ganarlo. ¿No le has oído nombrar? Juan Bou, litógrafo. Está viudo; necesita quien le ayude a arreglar su casa..., y con efecto, Rafaela ha ido allá... Es calle de Juanelo. Yo debía haber ido también, y con efecto...
-Con efecto -dijo Miquis repitiendo el estribillo de su amigo-, veníamos... Ya me parece que hablé a usted de ello la semana pasada. Estos dos amigos, esta señorita y este caballero, desean ver el palacio de Aransis. Cuentan que es tan hermoso...».
Alonso era complaciente. Entró en su vivienda, sacó un manojo de llaves, y señalando la escalera, dijo con formas respetuosas:
«Pasen los señores. Verán lo que hay».
Miquis, presentando a los que le acompañaban, no pudo reprimir sus instintos de malignidad zumbona, y habló así con afectada finura:
«El Sr. D. José de Relimpio y Sastre, consejero de Estado!».
Don José se inclinó turbado, sin atreverse a contestar.
«Y su sobrina, la señorita de Rufete, que acaba de llegar de París...».
Isidora miró a Miquis con tan indignados ojos, que el estudiante no se atrevió a seguir. El conserje echó una mirada a la poco flamante levita de D. José y al traje sencillamente decoroso de Isidora, sin hallarse completa armonía entre el vestido y las personas. O quizás, hecho a las burlas de Miquis, no quiso llevar adelante sus investigaciones. Subieron.
«Esto es del género Luis XV -dijo con ínfulas de cicerone instruido, enseñándoles la primera sala-. La decoró el señor marqués viejo. Aquí todo es antiguo».
Como en nuestra moderna edad, tan pronto demasiado enfatuada como descontenta de sí misma, se ha convenido en que sólo lo antiguo es bueno, Miquis, que hacía el papel de artista magistralmente, empezó a manifestar esa admiración lela de viajero entusiasta, y a lanzar exclamaciones, y a torcerse el pescuezo para mirar el techo, quedándose una buena pieza de tiempo con la boca abierta.
«Esto es maravilloso -decía-. Vaya con las patitas de las consolas... ¡Qué elegancia de curvas! ¿Y esas cortinas con amorcillos y guirnaldas?... ¡Pero dónde llega el techo...! ¡María Santísima! Yo me estaría toda la vida mirando esas pastoras que dan brincos y esos niños que cabalgan en un cisne. Ha de convenir usted conmigo, Sr. D. José, en que hoy por hoy no se hacen más que mamarrachos. Aquí tenemos un salón que usted debía tomar por modelo para el palacio que está usted construyendo en la Castellana. Verdad que no tiene usted allí una pieza tan grande; pero mucho se puede hacer todavía mandando tirar algún tabique».
Don José le daba con disimulo codazos y más codazos para que cesara en sus burlas. También Relimpio creía de su deber honrar la casa que visitaban, embobándose de admiración y lanzando interjecciones cada vez que el bueno de Alonso señalaba un espejo, un cuadrito o el biombo de cinco hojas, tan lleno de pastores que ni la misma Mesta se le igualara.
«Y a ti, Isidora, ¿qué te parecen estas maravillas? -prosiguió Augusto, cuando pasaban a otra sala-. Probablemente no te llamarán mucho la atención, porque vienes del centro mismo de la elegancia y del lujo, de aquel París... Mira, mira estos retratos de caballeros y señoras de los siglos XVI y XVII... ¡Qué nobles fisonomías! Aquel que empuña un canuto, semejante a los de los licenciados del ejército, debe de ser algún guerrero ilustre. ¡Vaya unos nenes! Aquella señora de empolvado pelo, ¡cuán hermosa es y qué bien está dentro de su tonelete! ¿Y aquella monja?...
-Es el retrato de sor Teodora de Aransis -indicó Alonso con respeto-, superiora del convento de San Salomó, donde murió ya muy anciana y en olor de santidad hace diez años.
-¡Guapa monja! ¿Qué tal, D. José?».
Don José dijo al oído de Miquis:
«¡Si pestañeara!...».
Pasaron de sala en sala, cada vez más admirados; Miquis, enfático y grandilocuente; D. José, repitiendo como un eco las exclamaciones de su amigo; Isidora, muda, absorta, abrumada de sentimientos extraños a las emociones del arte; mirándolo todo con cierta ansiedad mezclada de respeto, que más bien parecía el devoto arrobamiento que inspiran las reliquias sagradas.
Llegaron al gabinete donde estaba el piano. Dejando que marcharan delante Alonso e Isidora, D. José se llegó a Miquis y en voz baja le dijo:
«Oiga usted lo que pienso, amigo D. Augusto: ¡Lo que es el mundo!... ¡Que unos tengan tanto y otros tan poco!... Es un insulto a la humanidad que haya estos palacios tan ricos, y que tantos pobres tengan que dormir en las calles... Vamos, le digo a usted que tiene que venir una revolución grande, atroz.
-Eso digo yo, Sr. D. José. ¿Por qué todo esto no ha de ser nuestro? A ver, ¿qué razón hay? ¿Qué pecado hemos cometido usted y yo para no vivir aquí?
-Justamente: ese es mi tema.
-Hay que decir las cosas muy claritas.
-Que venga esa revolución, que venga. ¿Somos iguales, sí o no?
-Sí -afirmó Miquis con acento de Mirabeau.
-Así es que yo no me explico...».
La mente de D. José caía en un mar de confusiones, hundiéndose más a medida que veía más objetos, ya de lujo, ya de comodidad. Iba a seguir emitiendo juicios muy filosóficos sobre aquella revolución próxima, cuando Miquis acertó a ver el piano. Verlo, correr hacia él, abrirlo, hojear los papeles de música, y dar con su dura mano un acorde en la octava central, fue cosa de un instante.
Beethoven estaba en aquel ingente librote, que por lo grande, lo revuelto, lo obscuro, tenía algo de mar; allí estaba su turbulento genio escondido debajo de mil líneas, puntos, rasgos, tildes y garabatos que parecen oscilar, encresparse y confundirse con la rítmica hinchazón de las olas. En la superficie alborotada de un libro de sonatas difíciles, sólo es dado navegar al músico experto. También estaba allí la nave, admirable construcción de Erard. No faltaba más que el piloto, el músico, el intérprete, bastante hábil para lanzarse al abismo con ánimo valeroso y manos seguras. Miquis sentía la inspiración en su mente; pero sus dedos, tan adiestrados en la cirugía, apenas acertaban a manejar torpemente algunas teclas, esto es, que no sabían apartarse de la orilla.
Pero tocó. Apenas podía leer la enmarañada escritura del autor de Prometeo. Los sonidos equivocados, que eran los más, le desgarraban los oídos. El tono era difícil, y anunciaba sus asperezas una sarta de infames bemoles, colgados junto a las dos claves, como espantajo para alejar a los profanos. No obstante, ayudado de su voluntad firme, de su anhelo, de su furor músico, Miquis tocaba. Pero ¡qué sonidos roncos, qué acordes sesquipedales, qué frases truncadas, qué lentitud, qué tanteos! Resultaba lastimosa caricatura, cual si la poesía sublime fuera rebajada a pueril aleluya.
En tanto, Alonso abría la puerta de la alcoba, y sin traspasar el umbral de ella, en voz baja y con respetuoso acento, hablaba de una persona muerta allí nueve años antes, de la puerta cerrada, del retrato, de la quema de papeles, de la piedad de la señora marquesa...
«Y con efecto -añadió tocándose la punta de la nariz con la ídem del dedo índice-; dicen, y yo estoy en que será verdad, que para el año que viene se hará aquí una capilla... ¡Qué guapa era la señorita! ¿No es verdad?».
Los tres contemplaron en silencio el retrato: Alonso, con lástima; Relimpio, con la curiosidad mundana del que se cree experto en cosas femeninas; Isidora, con doloroso pasmo en toda su alma, el cual crecía, dándole tantas congojas, que retiró su vista del cuadro y se apartó de allí para no dar a conocer lo que sentía.
Ninguno de los presentes conocía el secreto de su vida. No quería confiarlo a D. José, por ser demasiado sencillo, ni a Miquis, por excesivamente malicioso. En la semana anterior fue grande su disgusto al saber, por Saldeoro, que la marquesa de Aransis había estado en Madrid tres días y que ella, por ignorarlo, no se había presentado a la noble señora. ¡Qué contrariedad tan penosa! Pasados algunos días, como sintiese cada vez más vivo el deseo de ver el palacio de Aransis, no quiso dejar de satisfacer prontamente aquel antojo y se valió de Miquis, cuya amistad con el guardián de la casa le era conocida. ¡Qué día aquel! Todo cuanto allí vio le había causado profundísimas emociones; pero el retrato, ¡cielos piadosos!, habíala dejado muerta de asombro y amor.
«¡Si pestañeara! -dijo para sí aquel calaverón incorregible de D. José Relimpio-. Yo he visto esa cara en alguna parte; esa fisonomía no me es desconocida».
Alonso seguía dando noticias discretas y mostrando algunas preciosidades, a lo que atendía con mucha urbanidad el padrino de Isidora. Pero esta no veía ni oía nada. Se había quedado de color de cera, y temblaba de frío. Por un instante sintiose a punto de perder el conocimiento, y a su turbación uníase, para hacerla más honda, el miedo de darla a conocer ridículamente. Se sentó; hizo firme propósito de serenarse. La endemoniada, balbuciente y atroz música de Augusto le rompía el cerebro. No era aquello el canto numeroso ni el expresivo lloro de las Musas, sino el berraquear insoportable de un chico mimoso y recién castigado.
«Música alemana, ¿eh? -indicó Relimpio con airecillo de suficiencia-. Señor de Miquis, si eso parece un solo de zambomba...
-¡Pobre Beethoven mío! -exclamó el estudiante dejando de tocar y haciendo un gesto de desesperación-. ¡Qué lejos estabas de caer entre mis dedos!
-Me parece que debemos marcharnos -dijo el tenedor de libros ofreciendo un pitillo a Alonso, que respondió: «No lo gasto»-. ¿Nos vamos, Augusto?
-A escape. Ya no me acordaba de que tienen ustedes que ir a comer a la embajada inglesa...».
Salieron, desandando las habitaciones, no sin volver a contemplar de paso lo que ya detenidamente habían admirado. Isidora se quedó atrás. ¡Qué ansiosas miradas! Sin duda querían recoger y guardar en sí las preciosidades y esplendores del palacio... Cuando llegó a la última sala se oprimió el corazón, dilatado por furioso anhelo, y no con palabras, sino con la voz honda, tumultuosa de su delirante ambición, exclamó: «¡Todo es mío!».