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La desheredada (Primera parte)/Capítulo XV

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A la siguiente mañana, no repitió Mariano sus exigencias de la noche de Navidad. Estaba de buen humor, alegre, saltón, inquieto y condescendiente. Gozosa también Isidora de verle sin las siniestras genialidades de la pasada noche, hízole mil caricias, le vistió, le arregló, púsole una elegante corbata, que ha días tenía para él, le peinó, sacándole raya, y cuando estuvo, a su parecer, bastante acicalado y compuesto, llevole delante del espejo para que se viera, y le dijo: «Ahora sí que estás hecho una persona decente». Él se miraba riendo, y decía una y otra vez... «Quia, quia; ese no soy yo».

Después salieron juntos a pasear por las calles. A cada paso, Mariano quería que le comprara cosas; y en verdad que si ella tuviera algo en su bolsillo, le tapara la boca más de una vez; pero nada tenía, y los dos se volvieron a casa cariacontecidos. Él se preguntaba que de qué servía tanta pomada en el cabello, tal lujo de corbata y camisa blanca, si entre los dos no tenían ni un ochavo partido. Por la tarde, Mariano salió solo, cuando su hermana no estaba en el cuarto, y volvió ya muy entrada la noche, todo sucio, desgarrado, la camisa rota y la corbata hecha jirones. Pintar la ira de Isidora al verle en tal facha, fuera imposible. Mariano confesó, con loable franqueza, que había estado jugando al toro con otros chicos en la plaza de las Salesas, con lo que redoblándose el enojo de la hermana, le dio un vapuleo de esos que duelen poco. Lo más extraño es que el muchacho, con ser tan bravío y rebelde, no se defendió de los azotes, ni hizo ademán de volver golpe por golpe, ni chistó siquiera... Por la noche ya habían hecho las paces; él prometía ser bueno, y fino y persona decente. Exigió que su hermana le llevara al teatro, ella lo prometió así; mas como no pudiese cumplir al siguiente día por la causa que fácilmente conocerá el lector, se enfureció el chico, pidió dinero, negóselo ella, hablaron más de la cuenta, y él puso término a la disputa con esta amenazadora frase:

«¡Dinero! Ya sé yo cómo se encuentra cuando no lo hay. Los chicos me lo han enseñado».

Isidora no hizo caso. El día de Inocentes salió un rato. Al volver, Mariano había revuelto todo el cajón alto de la cómoda.

«¿Qué haces? -preguntole su hermana, previniendo algún desastre.

-¿Aciértame que tengo aquí?» -le dijo Mariano mostrándole su puño cerrado.

Isidora trató de abrir el puño del muchacho; pero este apretaba tan fuertemente sus dedos, que los blandos y flojos de Isidora no pudieron moverlos ni un punto, ni separarlos. Con su fuerza varonil, Mariano hacía de su mano un arca de hierro.

«Abre la mano, ábrela.

-No quiero.

-¿Qué tienes ahí?... ¿Qué has cogido?».

Mariano se puso de un salto en la puerta, siempre con el puño cerrado. Riendo como un desvergonzado bruto, dijo a su hermana: «Abur, chica».

Al punto echó Isidora de menos sus diamantes de tornillo, que aunque falsos, valían cuatro duros. ¡Cuántas lágrimas derramó aquel día! Mariano estuvo una semana sin parecer por la casa de Relimpio.

Una noche, cuando menos se le esperaba, apareció al fin avergonzado, compungido, la ropa hecha jirones, imagen del hijo pródigo. Con la alegría de verle, no fue la severidad de Isidora tan grande como cumplía, y le perdonó. Tenía Mariano entre sus maldades, desarrolladas por el abandono, algunas cosas buenas, y la cualidad mejor era la franqueza con que confesaba sus delitos sin ocultar nada, ni dorarlos con comentarios artificiosos para hacerlos pasar por donaires. Todo cuanto había hecho en la semana lo contó puntualísimamente; pero ninguna parte de aquella Odisea de travesuras causó tan penoso efecto en el alma de la señorita de Rufete como estas palabras:

«Estuve en casa de mi tía Encarnación, ¿sabes?..., y mi tía Encarnación y la tía Palo-con-ojos comían juntas; y mí tía Encarnación me dijo: «Anda, pillete, anda con tu hermana a que te dé de comer y te vista de señorito, pues bien puede hacerlo». Entonces mi tía Encarnación y la tía Palo-con-ojos se pusieron a hablar de ti, y mi tía Encarnación dijo que tú tienes un novio marqués que te da mucho dinero».

Isidora se quedó yerta; pero como el mostrar enfado por aquel ultraje habría sido ocasión de que entrara más en malicia el chico, harto malicioso ya, fingió tomar a broma el caso, aunque le destrozaba el alma, y se echó a reír. Pero su fingimiento de buen humor fue de todo punto imposible cuando Mariano, con aquel descaro que determinaba el tránsito brusco del candor al cinismo, le dijo:

«Ya, ya. Las mujeres sois todas unas... Bien sé lo que hacéis para tener siempre dinero. Los chicos me lo han dicho».

Risas, azotes, lágrimas sucedieron a esta declaración; pero también paces al siguiente día. Isidora, que recibió del marqués de Saldeoro otra visita platónica y una nueva remisión de fondos por cuenta, al parecer, del Canónigo, salió de aquella sombría situación de escaseces y apuros; pagó sus deudas, compró un Diccionario de la Lengua castellana y llevó a su hermano al teatro, de lo que este recibió tanto gusto, que en algunos días apareció como transformado, encendida la imaginación por las escenas que había visto representar, y manifestando vagas inclinaciones al heroísmo, a las acciones grandes y generosas. Contenta Isidora de esto, comprendió cuánto influye en la formación del carácter del hombre el ambiente que respira, las personas con quienes tiene roce, la ropa que viste y hasta el arte que disfruta y paladea.

Animada Isidora al ver que no carecía su hermano de algún fundamento bueno y sólido para construir en él la persona decente, determinó que no corriera un día más sin ponerlo en un colegio. Pasados Reyes, el señorito fue confiado a un profesor que apacentaba su rebaño de chicos en un colegio de la calle de Valverde. Mal, muy mal le supo al de Rufete la sujeción, porque sobre todos sus instintos malos y buenos dominaba el de la vagancia y el gusto de correr por calles y caminos, con cierto afán como de buscar aventuras. La mortificación de su amor propio al ver que le eran muy superiores niños de menos edad que él, aumentaba el horror que hacia el colegio y su maldito profesor sentía. Era casi un hombre, y en todas las clases ocupaba el último lugar. Era el burro perpetuo, burla y mofa de los demás chicos. Su barbarie llegó a ser proverbial en las clases; los alumnos todos celebraban con risas y pataleo los dislates que decía en sus lecciones, y el maestro mismo, cargando sobre él el peso de su desdén pedagógico, solía decir, reprendiendo a cualquiera de los alumnos: «Eso no se le ocurre ni al mismo Rufete. Eres más tonto que Rufete».

La poca estimación que se le tenía mató en él sus escasos deseos de aprender. Concluyó por despreciar el colegio como el colegio le despreciaba a él, de donde vino su costumbre de hacer novillos, la cual aumentó de tal modo que, sin saberlo su hermana, dejó de asistir un mes entero al estudio. En aquellos días de aventuras y pilladas y esparcimiento, cualquiera que hubiese tenido interés en seguir los pasos de este desgraciado chicuelo le habría visto encaramándose en la verja de la puerta principal de la Plaza de Toros para alcanzar a ver algo del ensayo de la mojiganga, o bien jugando en los tejares adyacentes, o en el río entre las lavanderas. En sus compañías, que al llegar al colegio fueron de niños decentes, descendió poco a poco hasta el más bajo nivel, concluyendo por incorporarse a las turbas más compatibles con su fiereza y condición picaresca. Granujas de la peor estofa, aspirantes a puntilleros, toda clase de rapaces desvergonzados y miserables, formaban su pandilla; y como Mariano solía tener algún dinero, eran de ver su boga y popularidad entre esta chulería menuda, que sin cesar se ofrece a nuestra vista por calles y caminos con escándalo de la moral, con bochorno de la sociedad y del cristianismo, que no aciertan a recoger y sujetar estos presidios sueltos del porvenir.