La desheredada (Segunda parte)/Capítulo XVI
La Sanguijuelera acompañó a su sobrina a la siguiente mañana, obsequiándola con una retahíla de preciosos consejos que debieran reunirse y archivarse como uno de los mejores ejemplos de la sabiduría humana.
«Lo de tu herencia es ya sal y agua. Después de tantos mareos y bascas, has vomitado al fin la gran pandorga. Si quieres ser honrada te llevo a vivir conmigo, te cedo la tienda, y no te pongo más obligación que mantenerme y cuidarme los huesos hasta que venga por ellos la muerte. Cuando te vi en malos andares, te negué un ochavo y te saqué lo que pude; si ahora te enderezas, cuanto tengo es para tu rica persona y para este sol cabezudo del mundo... ¿Vas a ser honrada, sí o no? Mira, tienes varios caminos: o te casas con el estampador de la calle de Juanelo, o te vas en busca de aquel Sr. Botín de otros tiempos y le pides el estanco que te prometió. Pondremos estanco y cacharrería en dos tiendas juntas de una buena calle, y no habrá quien nos tosa... Pero en mi casa no entran pantalones; ¿te conviene? Otra cosa te propongo. ¿Quieres ser ama de cura? Yo conozco un capellán de monjas, ancianito, buen cristiano, y que convierte gente mala, porque tiene un pico de oro, un gancho del Cielo que es un primor; el cual curita me está diciendo siempre que le busque un ama de fundamento... Decídete; ¿estampería, estanco o religión con llaves?».
Isidora no contestó nada, porque ni siquiera oía lo que Encarnación hablaba. Después nombraron a Mariano.
«Es cosa perdida. Hagamos cuenta de que se lo han llevado los demonios. Está viviendo con Modesto y Angustias en un cuarto de la calle de Ministriles que más parece ochavo que cuarto. Modesto sirve en un almacén de vinos, y Palo-con-ojos va al río. Vivirían si él no bebiera tanto. Es un pellejo con pies y manos. Lo bueno es que ya no le pega a la mujer, porque en cuanto levanta la mano pierde pie y se cae al suelo».
Isidora se echó a reír. En el mismo instante, Riquín le daba bofetadas.
«No se pega, no se pega.
-Anda, cáscale duro... Déjale que pegue. Este va a tener más talento... Le criaremos para cura de escopeta y perro. Verás qué sermones salen de esa cabezota. ¿Verdad, hijo? Le has de ver obispo y puede que Papa... ¡Leña a los herejes y protestantes; duro, firme!».
Acto seguido, Encarnación cogió al niño por un brazo y se dispuso a salir.
«¿A dónde va usted?
-A ver la corte, que va hoy a Atocha de toda gala. Me pirro por ver la gala de la corte de España, que es la primera del orbe mundo. Pero ahora, hijita, todo es miseria. Yo me acuerdo de los tiempos de la Reina, de aquellos tiempos, hija, en que el pan estaba a doce cuartos las dos libras y en que había más religión, más aquel, más principios, en que los grandes eran grandes y los chicos chicos, y había más respeto a todo. Yo me acuerdo de aquel tiempo y me dan ganas de llorar. Aquello era ser Majestad, aquello era señoría y grandeza. Entonces se daban vivas a la Reina y le gustaba a uno verla tan frescota, tan señora, con aquel aire... ¡Y con qué cariño miraba ella al pueblo! Parecía que iba diciendo: «Aquí tenéis a vuestra madre...». ¡Pero ahora...! Pasa la corte, y todo el mundo mutis. Dicen que libertad... Miseria, hija. Los pobres están más pobres, y la Minificencia no puede recoger a tantos. ¡La libertad!... Pillería, chica, pillería. Entonces había más señorío, créelo, y donde hay señorío corre el dinero y vive el pobre. Conque abur, abur».
Encarnación salió con Riquín, encaminándose hacia el centro de Madrid. Era día de gran solemnidad cortesana por motivos que no es necesario precisar. Las calles del centro estaban animadísimas. La gente circulaba alegre, bulliciosa, con frivolidad y alegría propiamente madrileñas, arremolinándose en algunos parajes para dar paso a los regimientos que llegaban a cubrir la carrera. Los balcones, con abigarradas colgaduras, mostraban damas hermosas. El mujerío, la militar música y el cielo de Madrid, que es un cielo de encargo para festejos populares, concurrían a dar a la solemnidad su expresión característica.
La Sanguijuelera, que había visto y gozado un número infinito de funciones de tal especie desde la entrada de María Cristina hasta la de D. Juan Prim, desde esta hasta las festividades del actual reinado, hallaba en aquel espectáculo desinteresados placeres. Encarnaba en sí la novelería, la bullanga y el entusiasmo monárquico del antiguo pueblo de Madrid. Ella conocía, como se conocen los muebles de la casa, todos los coches de Palacio, el de carey, el de nácar, el de los globos, y hasta de los paramentos y arneses podía dar circunstanciada noticia. Conocía también como los dedos de su propia mano, el ceremonial y el orden de los coches, el puesto de los distintos grupos de la servidumbre, y otras particularidades que interesaban más a la gente antigua que a la moderna. En cuanto a elegir los sitios más propios y cómodos para verlo todo, nadie la igualaba.
En la calle Mayor encontró a su antigua vecina Palo-con-ojos. Esta y Encarnación, que alzó en sus brazos a Riquín, se colocaron en la embocadura del callejón de San Ginés, lugar donde no era grande la aglomeración de gente, con la ventaja de una retirada segura en caso de corrida o apretujones.
«Todavía es temprano. Tenemos para un rato -dijo Angustias desatándose y liándose el pañuelo bajo la barba, con ese movimiento maquinal que en la gente chulesca hace las veces del movimiento de abanico.
-¿Y mi bergante?
-Esta mañana salió muy temprano. Desde ayer me ha estado marcando porque le tuviera hoy camisa limpia; ha salido hecho un brazo de mar, con la corbata negra y amarilla que se compró la semana pasada.
-Anda, anda.
-Hoy estrena zapatos y calzones. Yo no sé de dónde ha sacado los cuartos. Yo le dije, digo: «¿Has descargado la borrica?»; y él me dijo, dice: «Váyase usted al acá y al allá». Pues por ahí te pudras. Está..., vamos, si usted le ve, no le conoce. Le ha dado el accidente cinco veces, y parece un pergamino mojado. Los ojos se le saltan del casco, las manos le tiemblan y la lengua es un estropajo. A veces se pone a dar vueltas, y marea, hija, marea. En fin, yo no sé qué va a ser de él. No trabaja, no sirve para nada. Modesto le da consejos; calcule usted... ¡Modesto, consejos! Él, que es ya un puro aguardiente desde la cabeza a los pies...
-Todo sea por Dios» -dijo Encarnación, y más iba a decir; pero en aquel momento oyéronse cornetas y clarines, luego la Marcha Real y el murmullo expectante unido a las frases sueltas «Ya vienen, ya vienen». Gran estupefacción de Riquín, que nunca había visto cosa más bonita; éxtasis de la Sanguijuelera, que no cerraba el pico un momento al paso de la comitiva o procesión real, poniendo un comentario a cada parte de ella.
«¡Qué viejecitos están ya los reyes de armas!... ¿Ve usted? Ahora vienen los caballos de silla... Sigue el coche amarillo..., penachos morados... Ahora vienen el mayordomo y el intendente..., penachos azules y blancos. Mire usted qué guapos chicos... Ahora viene el coche de nácar..., penachos verdes. ¿Quién será este señor con tanto morrión y tanta cruz? Debe de ser de extranjis... Coche de concha..., penachos blancos... Ahora viene lo bueno... ¡Qué preciosas van!..., penachos rojos».
Y así continuó, despachándose a su gusto con progresivo entusiasmo, hasta el paso de la escolta, cola y remate de la procesión.
«¿Nos quedamos para verlo otra vez a la vuelta?» -dijo luego, no saciada aún del goce de aquel variado y teatral espectáculo.
Arremolinose la gente; la tropa maniobró, y entre la revuelta muchedumbre, Palo-con-ojos distinguió a un individuo que iba en dirección a la Plaza Mayor.
«¡Allá va, allá va! -gritó señalando.
-¿Quién?
-El bergante.
-Sí, él es... ¡Mariano, Pecado...!».
Pero Mariano que las vio y oyó los gritos de su tía, se hizo el tonto y apretó el paso como quien desea evitar un importuno encuentro. Poco después estaba sentado en un banco de la Plaza Mayor, junto a una de aquellas graciosas fuentes, en las cuales el agua, saliendo de una fingida roca, forma un globo elástico, cuyas paredes se ahuecan y se deprimen según las bate más o menos el aire. En la movible costra líquida hace el sol caprichosos iris y se retratan convexas imágenes del jardín y de los transeúntes. Completaba la fascinación del globito de agua un bullido juguetón, en el cual cualquier poeta habría podido oír, con buena voluntad, las risotadas de los niños de las náyades. Mariano puso los codos en las rodillas, las quijadas en las palmas de las manos, y estuvo mirando el extraño surtidor... Dios sabe cuánto tiempo.
Así como su hermana, invadiendo con atrevido vuelo las esferas de lo futuro, se representaba siempre las cosas probables y no acontecidas aún, Pecado, cuando se sentía dispuesto a la meditación, resucitaba lo próximamente pasado, y se recreaba con un dejo de las impresiones ya recibidas. Era un trabajo de rumiante y un placer de perezoso. Vio, pues, todo lo que había hecho aquel día, casi tan a lo vivo como si aún estuviera pasando. Se había levantado muy temprano después de una noche de desvelos y tortura; habíase puesto su camisa limpia y las demás prendas que estrenaba, mostrando un empeño particular en aparecer con la facha más decente que le fuera posible; había salido y tomado café en un puesto de la calle del Ave María, y después se fue a vagar por las calles. A eso de las diez almorzó en una taberna jamón con tomate, que estaba muy rico, y después había comprado un periódico y leído la mitad de él, indignándose con todas las picardías que denunciaba, y participando de la noble ira de sus redactores contra el Gobierno.
Más tarde paseó por la Carrera para ver la gente y la tropa que de los cuarteles venía. Bonito estaba todo; pero él lo miraba con desdén y, sobre la impresión recibida, ponía un pensamiento de melancólica burla y sarcasmo. En un balcón había visto a Melchor de Relimpio, muy enfatuado, junto a unas damas que le parecieron las de Pez. No lejos de allí, uno de los Peces (él no los conocía bien, pero debía de ser Luis Pez) acompañaba en otro balcón a la familia del duque de Tal. Siguió adelante, y a la vuelta de una esquina encaró con el nunca bien ponderado Gaitica, que venía a caballo, hecho un potentado, un sátrapa. La extraviada imaginación de Mariano veía a este personaje cual si fuese un resumen de todas las altas categorías y la cifra del encumbramiento personal. «¡Cuánta pillería!», exclamó para sí.
Todos triunfaban y vivían regaladamente escalando cada día un lugar más elevado, mientras él, el pobre y desvalido Pecado, permanecía siempre en su nivel de miseria, insignificante, sin que nadie le hiciera caso ni fuese por nadie distinguida su persona en el inmenso mar de la muchedumbre. ¿Por qué era esto, cuando él valía más que toda aquella granujería de levita? Él, según las creencias firmes de su hermana, había nacido de sangre noble. Le habían sustraído lo suyo, le habían despojado de todo, arrojándole desnudo y miserable al seno del populacho, como se arroja al basurero un despojo inútil. ¿Quién sabía si muchas de aquellas casas, engalanadas con colgaduras de varios colores, eran suyas? ¿Quién sabía si el dinero de que debían de tener llenos los bolsillos todos aquellos caballeros y damas procedía de riquezas que en rigor de la ley le pertenecían a él? ¿Y a quien se dirigía para reclamar lo suyo? A nadie, porque desde el primero al último todos eran grandísimos pícaros.
La nación en masa, ¿qué nación?, la sociedad entera estaba confabulada contra él. ¿Qué tenía que hacer, pues? Crecerse, crecerse hasta llegar a ser por la fuerza sola de su voluntad tan considerable que pudiera él solo castigar a la sociedad, o al menos vengarse de ella. ¿Cómo? Por su mente rondaba tiempo hacia una idea que resolvía la cuestión. La idea y el propósito de ejecutarla se habían apoderado de él juntamente, dominándole y llenándole por entero. Idea y propósito eran como una llaga estimulante en el cerebro, la cual le dolía y le comunicaba un vigor extraño. Repetidas veces había puesto en ejecución su pensamiento, ¿pero cómo?, en sueños, y también alguna vez despierto, cediendo como a una fuerza automática y fatal que no era su propia fuerza. En estos casos de repetición o ensayo mental del hecho, se quedaba fatigado y orgulloso, cual si lo hubiera ejecutado realmente. Sondeándose para ver cuándo había aparecido en él aquella idea y aquel propósito, calculaba que los tenía desde antes de nacer. ¡Tan viejos, tenaces y arraigados le parecían!
Mirando siempre el globo de agua, pensaba que si no fuera por el firme tesón que en aquel momento tenía, su miedo sería grande. Estaba viendo el terror escondido debajo del orgullo y asomando la cabeza; pero el orgullo, o, mejor, la terquedad, no le dejaba salir. No sentía miedo, sino dolor, un dolor inexplicable en el pensamiento, una sensación rara de no dormir nunca, de no reposar jamás, de un alerta eterno. Detrás del punto negro que tenía delante y que ya estaba cerca, veía seguro y claro un triunfo resonante. Principalmente la idea de que todo el mundo se ocuparía de él dentro de poco le embriagaba, le hacía sonreír con cierto modo diabólico y jactancioso. La aberración de su pensamiento le llevaba a las generalizaciones, como en otros muchos casos en que la demencia parece tener por pariente el talento. El mismo criminal instinto le ayudaba a personalizar, y en efecto, siendo tan grande y múltiple el enemigo, ¿cómo aspirar a castigarle, sin hacer previamente de él una sola persona?
Rumor de voces, cornetas y músicas anunciaban que el gran cortejo volvía de Atocha. Levantose Mariano, y por la calle de Ciudad-Rodrigo ganó la calle Mayor y la plaza de la Villa. Multitud, tropa, caballos, uniformes, penachos, colores, oropeles y bullicio le mareaban de tal modo, que no veía más que una masa movible y desvaída, semejante a los cambiantes y contorsiones del globo de agua que había estado mirando momentos antes. Se le nublaron los ojos, y apoyándose en un farol, dijo para sí: «Que me da, que me da». Era el ataque epiléptico, que se anunciaba; pero tanto pudo su excitación, que lo echó fuera, irguió la cabeza, se sostuvo firme...
Pasó un momento. Nunca había sentido más energía, más resolución, más bríos. El ruido de las músicas le embriagaba. Vio pasar uno y otro coche. Cuando llegó el que esperaba, Mariano era todo ojos. Miró bien... En el acto sacó de debajo de la blusa una pistola vieja, y apuntando con mano no muy firme, salió el tiro con fugaz estruendo... Movimiento y estupor en la muchedumbre, gritos, pánico, sacudidas. La bala se estrelló en la pared de enfrente sin hacer daño a nadie, y el autor del infame atentado cayó en una trampa, la indignación pública, cuyo engranaje de brazos y manos le oprimía, como si quisiera pulverizarle.