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La desheredada (Segunda parte)/Capítulo XVIII

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Aunque Augusto no manifestó su propósito, lo tenía, y muy firme, de no abandonar a la infeliz mujer que tan sola y en peligro de ruina estaba. Volvió al día siguiente; mas quiso Dios que fuese aquel uno de esos días lúgubres que anublan la perpetua alegría de los meses de Madrid, uno de esos días, por desgracia no muy raros, en que el vecindario está tristísimamente impresionado por una terrible solución de la justicia humana, y encuentra, a su paso por ciertas calles, manifestaciones patibularias que llevan el pensamiento a cosas y personas de edad muy remota.

Y en la tarde del día anterior, una mujer vestida de negro con un mantón echado por la cabeza, alta, flaca, vieja, semejante a una momia animada por la aflicción, acechaba en las proximidades del Palacio Real la salida y paso de un coche. Su ansiedad era grande, su esperanza débil, aunque poseía el más vivo fervor monárquico que ha existido quizás en el presente siglo. Su idea del poder, de la misión providencial de los reyes, y principalmente la semejanza que suponía entre el soberano visible y el Rey de los cielos, dábanle un poco de aliento. Por eso cuando salió el coche, avanzó ella a escape sin temor de ser atropellada por los caballos, llegó hasta la portezuela, y con la presteza del asesino que alarga el puñal, alargó un papel arrollado en forma de canuto. El papel cayó en el coche, y las dos personas que iban en este se inclinaron al mismo tiempo para cogerlo. ¡Oh dicha! Leían el memorial, o al menos pasaban la vista por él. ¿Quién sabe si accederían a lo que en él con formas tan respetuosas y sentimentales se solicitaba? Así como es propio del pueblo la ofensa, propio y digno de los reyes es el perdón. ¡El perdón! Ved aquí el punto de semejanza y parentesco con la divinidad. «¿Para qué servirían los reyes -dijola Sanguijuelera concretando sus ideas monárquicas-, si no sirvieran para indultar?».

La pobre mujer, en el momento de arrojar su papel dentro del coche, había lanzado con él una exclamación, que sintetizaba su respetuoso cariño hacia el primer personaje de la Nación, y su pena acerba y desgarradora: «Rey mío... Niño-Dios de España, piedad para un desgraciado loco».

Había invocado la juventud, la grandeza, el sentimiento religioso, para interesarlos en su cuita. Satisfecha de lo que había realizado, y con cierta confianza en el éxito, se dirigió lentamente hacia el Saladero. ¡Largo y tremendo día, inmensa y pesada noche! Hay horas que parecen pedazos arrancados a las pavorosas eternidades del infierno. La Sanguijuelera esperaba, esperaba, y el indulto no aparecía. La infeliz mujer, tan prendada de los poderes autoritarios, no sabía que el Soberano tiene una esposa, la Ley, y que, según el arreglo que hemos hecho, con el anillo nupcial de este himeneo se han de sellar lo mismo la sentencia que el perdón.

Hemos dicho que Augusto volvió a la casa de Isidora. Encontrola en el estado más deplorable, sentada en un rincón del cuarto, tras un sofá viejo, los pies desnudos, el vestido muy a la ligera, encorvada sobre sí misma, en desorden el precioso cabello. Con ambos índices se tapaba los oídos, y su mirar revelaba espanto de pesadilla. Contemplábala Augusto sin saber por dónde empezar su empresa caritativa, cuando D. José se le acercó y con voz cautelosa le dijo:

«Amigo Miquis, hoy no hemos comido. Día tremendo es hoy...; ya puede usted suponer por qué está tan afligida».

Augusto dio dinero a Relimpio para que trajese con qué arreglar una buena comida, y quiso tranquilizar a Isidora y obligarla a que se acostase. Ella no decía más que esto: «¡Hoy!, ¡hoy!».

Ya de regreso el padrinito, lograron ambos, a fuerza de persuasiones y añadiendo a ellas algo de violencia, que Isidora se acostase. Relimpio preparó la comida. Augusto consolaba a su amiga con las frases más escogidas, con los pensamientos más cristianos que le sugería su rica imaginación; pero toda su dialéctica, engalanada de formas poéticas y de bonitas paradojas, no logró llevar la serenidad al perturbado espíritu de la pobre mujer. Esta le dijo:

«Mañana, mañana me tocará a mí».

Dicho esto, su silencio fue absoluto durante todo el día. Miquis y D. José le hacían mil preguntas, pero ella no contestaba nada. Por la noche Augusto, después de prescribirle el reposo, se retiró seguro de hallarla mejor al día venidero, lo que no resultó cierto, porque a la siguiente mañana encontró el médico en su infeliz enferma el mismo silencio, la mismo apatía lúgubre y la propia indiferencia del día precedente. Isidora, no obstante, comió con mediano apetito, y Miquis no hallaba en ella síntomas claros de enfermedad. Don José suspiraba a cada instante; iba y venía sin cesar de una parte a otra de la casa con gran desasosiego. Por la tarde, cuando Miquis, después de su tercera visita, se retiraba, D. José cuchicheó con él en la escalera.

«No nos abandone usted, señor doctor -le dijo angustiadísimo-. Hemos de estar con cien ojos... Hay moros por la costa...

-¿Qué es eso?

-Que aunque parece que no habla, habla, sí, señor; hoy a las doce estuvo aquí una mujer que la viene persiguiendo hace días... Es un dragón, ¿me entiende usted?... Pues Isidora charló largamente con ella. No pude entender lo que decían, porque me mandó salir fuera; pero hablaban con animación, y la mujer aquella, a quien vea yo partida por un rayo, le enseñaba, ¡ay!, muestras de vestidos.

-Veremos; habrá que hacer algo decisivo -dijo Augusto bajando pausadamente los últimos escalones-. Mañana temprano vendré con Emilia, Riquín y Encarnación. Trataremos de llevárnosla a cualquier parte».

Don José movió la cabeza con expresión de profundísima incredulidad, y cerrando la puerta con llave, se guardó ésta en el bolsillo.

Isidora dormía, al parecer, sosegadamente; D. José, que desde algún tiempo antes se había sometido a un meritorio régimen de sobriedad en alimento y lecho, se recostó vestido en un sofá de paja, frontero a la cama de su ahijada, el cual le servía de punto de acecho o vigilancia para no perder ni el más ligero movimiento de la enferma. Toda la noche ardía una vela, puesta dentro de una jofaina. Así, desde que Isidora parecía intranquila, D. José se levantaba diligente y acudía junto a ella.

Las diez serían cuando Relimpio, que había descabezado un sueñecillo, despertó con sobresalto porque oyó la voz de Isidora. ¿Había alguien en la habitación? No, no había nadie. Isidora hablaba consigo misma. Don José la miraba sin moverse de su duro y martirizante sofá; pero su atención se trocó en asombro al ver que la joven se levantaba, se vestía, aunque a la ligera, echándose la bata, se calzaba y se dirigía al mezquino tocador próximo a su lecho. Un terror acongojante y como supersticioso que se amparó del bueno de D. José, le impedía moverse y hablar. Le parecía contemplar una escena de sonambulismo, o quizás ser víctima de un fenómeno óptico, formado y como vaciado en su propia mente. «Puede ser -se dijo- que esto que veo sea un sueño mío y que la pobrecita esté tan tranquila en su cama, mientras yo la veo levantada y enredando en el tocador».

Isidora, pues ella misma era y no una vana imagen, se miró largo rato en el espejo. Aunque este era pequeño y malo, ella quería verse, no sólo el rostro, sino el cuerpo, y tomaba las actitudes más extrañas y violentas, ladeándose y haciendo contorsiones. La ligereza de su ropa era tal, que fácilmente salían al exterior las formas intachables de su talle y todo el conjunto gracioso y esbelto de su cuerpo. Don José se quedó lelo, frío, inerte, cuando oyó estas palabras, pronunciadas claramente por Isidora:

«Todavía soy guapa..., y cuando me reponga seré guapísima. Valgo mucho, y valdré muchísimo más».

Luego empezó a recoger tranquilamente algunas prendas de ropa que estaban arrojadas en diversos lugares de la estancia, y con ellas formó un lío. Entonces el santo varón hizo un esfuerzo para vencer su inercia terrorífica, se sacudió todo y con una fuerte voz dijo:

«Niña mía, ¿a dónde vas?

¡Ay! -exclamó ella sobresaltada, dando un chillido-. Me ha asustado usted. Yo creí que estaba sola».

¡Sola! Según eso, D. José era un mueble. Esta idea causó al infeliz viejo grandísima aflicción.

«¿Pero qué haces, mujer? ¿Te has vuelto loca? Estás enferma y te levantas así...

-¿Enferma yo? -dijo Isidora echándose a reír con descaro-. Usted sí que lo está, de la cabeza, lo mismo que ese tonto de Miquis. Yo estoy buena y sana.

-¿Pero a dónde vas?

-A la calle.

-¡A la calle! ¿Y qué vas a hacer en la calle? ¿Necesitas algo? Yo saldré.

-Ea, ea, no sea usted majadero. Acuéstese usted, duerma si tiene sueño, y déjeme a mí, que yo sé lo que tengo que hacer. No dependo de nadie, ¿estamos? Soy dueña de mi voluntad, ¿estamos?».

La determinación firme que revelaban estas palabras llevó al bendito D. José a las más elevadas regiones del pasmo, del aturdimiento, de la confusión. Antes que él pudiera decir algo, Isidora prosiguió de este modo:

«Me fastidia usted con su preguntar, con su entremeterse en todo, con sus cuidados tontos...».

Cada palabra era como un golpe de maza en el bondadoso corazón de Relimpio, el cual, a punto de romper a llorar, se incorporó en el macizo lecho y habló así:

«Hija mía, yo te quiero más que a las niñas de mis ojos. Me intereso por ti, por tu bien, y no quiero que hagas disparates, ni que te pase mal alguno...

-Yo también le quiero a usted; pero... vamos, deseo ser libre y hacer lo que se me antoje, sin que usted venga con sus mimos, ¿estamos?

-Todo sea por Dios -dijo Relimpio, conociendo que había llegado la ocasión de mostrar energía-. Sospecho que vas a mala parte, sospecho que te perderemos para siempre, y no te puedo abandonar, no; tú eres lo que más amo, te quiero más que a mis hijas, porque te quiero de dos maneras, como padre y como..., en fin, yo me entiendo. Si, como sospecho, quieres perderte, quieres infamarte, no lo consentiré mientras tenga un aliento de vida; primero te rogaré, te suplicaré aunque me sea menester ponerme de rodillas delante de ti».

Hallábase tan acongojado, que la frase se le retortijó en la garganta, y juzgando que más que las palabras serían elocuentes las actitudes, se hincó delante de su ahijada, y le tomó las manos para besárselas, y luego que pasó un rato en estas mímicas, conmovidos ella y él, pudo articular Relimpio estas palabras:

«Niña mía, no des ese paso, detente...

-¡Qué desgracia!... -murmuró ella llevándose la mano a los ojos, como para disimular una lágrima-. ¿Y quién me va a mantener?

-¡Yo! -exclamó Relimpio dándose un golpe tan fuerte en el pecho que este resonó en hueco como una caja.

-¡Usted!... ¡Ay, qué gracia! ¡Si usted más está para que le mantengan que para mantener!

-Trabajaré.

-Sí, y comeremos cañamones... Padrino, padrino, déjeme usted en paz; no se meta usted en mis cosas... Yo vengo pensando hace tiempo lo que debo hacer; he tomado un partido, y ya no me vuelvo atrás».

El anciano había vuelto al sofá, donde estaba reclinado, sin fuerzas para seguir adelante en la lucha.

«Mira -le dijo, echando lumbre por los ojos-, yo puedo trabajar...; pediré un destino y me lo darán...

-¡Qué inocencia!

-Y con lo que yo gane y algo que te darán Emilia y Miquis, viviremos tan ricamente.

-Sí, muy ricamente -replicó Isidora con terrible ironía-. ¡Miserias, harapos, suciedad, escaseces, privaciones! Guarde usted todo eso para los tórtolos simples que lo quieran.

-Si es que te dan pesadumbre algunos hechos de tu vida pasada, no trates de borrarlos con una vergüenza mayor -dijo Relimpio, sintiéndose dotado por la Providencia, en aquel instante, de una lucidez filosófica que no era propia de él-. Lo mejor es que borres lo pasado con una conducta ejemplar. ¿Quieres un nombre, una posición? Pues yo te daré ambas cosas. Óyeme -añadió solemnemente-; yo me casaré contigo; y para que no interpretes mal mi ofrecimiento, te prometo no ser tu esposo más que en el nombre y mirarte como una hija».

Por lástima del pobre viejo no se echó a reír Isidora con el desenfado que había adquirido últimamente. En la pérdida de tantas nobles cualidades conservaba algo de piedad.

«¿Conque nombre y posición? -dijo-; gracias, gracias; es usted muy bueno. ¿Conque no puedo con mi nombre y quiere usted que tome otro sobre mí? ¡Qué puño!... Si pudiera desbautizarme y no oír más con estas orejas el nombre de Isidora, lo haría... Me aborrezco; quiero concluir, ser anónima, llamarme con el nombre que se me antoje, no dar cuenta a nadie de mis acciones.

-¡Isidora!...

-Ya no soy Isidora. No vuelva usted a pronunciar este nombre».

¡No pronunciarle más, cuando a él le parecía tan dulce, tan armonioso, cifra y compendio de la melodía infinita! Echó D. José un gran suspiro y tras él estas palabras:

«Ha sido una tontería que te ofrezca la mano y el nombre de un viejo caduco. Tú no puedes vivir sin amor. ¿Cómo habías de quererme a mí, que sólo tengo juventud en el corazón?... Óyeme...».

Cada vez que decía «óyeme» tomaba una actitud sacerdotal y el tono más solemne del mundo.

«Óyeme. Tú has amado a un solo hombre; ese hombre ha vuelto de la Habana. De todos tus amantes, él era el más simpático, el más caballero. Antes que verte caminar a la última degradación, consiento en que reanudes tus amores con él. No me gusta esto, pero antes que lo otro... yo me entiendo. ¿Quieres que le lleve un recadito tuyo, quieres que le busque, que le hable de ti?... Odiosa misión, hija mía; pero si con ella te aparto de la ignominia final, creeré realizar una acción meritoria.

-¿Joaquín, ese pillo?... Le diré a usted... Siempre que le veo, me da un vuelco el corazón. Le quise y aún me parece que podría volver a quererle... Pero déjele usted donde está. Yo estoy mejor así. Es un canalla ingrato... Y bastante hemos hablado, Sr. D. José. Yo me marcho...

-Por Dios, mujer...

-He dado mi palabra.

-Esas palabras no se cumplen. ¿De modo que no te veré más?

-Vendré por aquí... No se mueva usted de esta casa. Yo le daré algo para que se mantenga y pague el alquiler...».

Relimpio tembló con sudor frío.

«Por mi hijo y por usted consiento en ser Isidora algunos ratitos. Conque... abur, abuelo...».

Corrió hacia la puerta, y hallando que no estaba la llave en ella, como de costumbre, retrocedió para buscarla.

«No, no te doy la llave; no saldrás mientras yo viva» -exclamó D. José, haciéndose superior a sí mismo y mostrando la energía que a veces surge del flaco ánimo de los débiles, como en ciertos momentos de crisis las sublimidades brotan del cerebro de los tontos.

Isidora le miró con ira, y respiró fuerte apretando contra el talle el lío de ropa.

«¡La llave, la llave!

-No saldrás sino pasando sobre mi cadáver» -gritó con cavernosa voz Relimpio, sintiéndose héroe de teatro.

Y al decirlo, oprimía contra su pecho la llave para protegerla de un ataque de su enemiga.

«Vamos, vamos, que no tengo ganas de bromitas -dijo la de Rufete encolerizada-. Venga la llave, o la tomaré dondequiera que la encuentre. Mire usted que ya no soy lo que antes era: de cordera, me he vuelto loba. Ya no soy noble, Sr. D. José; ya no soy noble.

-Pero aunque no seas noble, no serás capaz de ultrajar a tu pobre viejo, a tu padre...».

Acompañadas de lágrimas, estas palabras eran harto elocuentes.

«Vamos, abuelito, que ya me canso, que se me acaba la paciencia, que las simplezas me cargan, que no estoy de humor de mimos...».

Y con la loca impaciencia, airada, insensible para todo lo que no fuera su deseo y propósito, avanzó las manos contra el viejo, le atenazó los brazos, le sacudió un momento... ¡Ay!, ¡ay! Relimpio sintió que sus brazos se volvían de algodón. Como si el roce de la piel de Isidora fuese un contacto mortífero, se quedó echo una momia. Y mientras ella le quitaba la llave, él, inerte, sin vida, la miraba con espanto, y no podía defenderse, ni sabía detenerla, ni era dueño de ninguna de las energías de su ser, como no fuera de la voz, pues allá casi entre dientes pudo articular tres sílabas y decir: «¡Bribona!...».

Isidora marchó hacía la puerta. Bruscamente arrepentida de su acción, retrocedió hacia el sofá donde estaba la yaciente estatua de Relimpio, le miró un sí es no es conmovida (todavía era algo noble), y poniéndole la mano sobre la cabeza llena de canas, le dijo:

«Padrinito, le he ofendido a usted..., pero... no lo puedo remediar. Este es mi destino...; quizás no nos veremos más... Adiós».

Tuvo la singularísima piedad de inclinar sobre él su rostro y darle un rápido beso sobre las venerables canas. Él no tuvo fuerzas ni espíritu más que para verla salir. Salió, efectivamente, veloz, resuelta, con paso de suicida; y como este cae furioso, aturdido, demente en el abismo que le ha solicitado con atracción invencible, así cayó ella despeñada en el voraginoso laberinto de las calles. La presa fue devorada, y poco después en la superficie social todo estaba tranquilo.

Don José se levantó, anduvo como desconcertada máquina hasta un aposentillo interior donde tenía sus trastos, y tanteando con las temblorosas manos en la obscuridad, encontró una botella. Apuró del contenido de ella porción bastante, y al tratar de volver al sofá, las piernas le faltaron y cayó rodando en mitad del aposento.

Como la puerta había quedado abierta, Miquis, Emilia y Riquín entraron sin necesidad de fatigar la campanilla a una hora que, según cálculos aproximados, debía de ser la de las nueve de la mañana del día siguiente. Y como vieran a don José tendido en el suelo sin compañía, al punto coligió Miquis que Isidora estaba ausente. Mientras Emilia corría veloz al socorro de su padre, que parecía como a dos dedos de la muerte, Augusto hizo un rapidísimo reconocimiento de la habitación, buscando a Isidora. ¡No estaba!

«¡Se ha ido, se ha ido!» -exclamó poniéndose de rodillas junto al pobre viejo para prestarle algún auxilio.

Con un poco de trabajo transportaron a Relimpio al sofá, donde le tendieron, y él entonces entreabrió los ojos y los labios echando una mirada y un suspiro sobre el mundo, de que se alejaba para siempre. La notabilísima alteración de las facciones del anciano alarmó a Miquis, el cual respondía con muda expresión de desconsuelo a las apremiantes interrogaciones de Emilia.

«¿Pero esto es embriaguez... o qué?...» -preguntó la atribulada hija.

Y al oírlo D. José se reanimó de súbito, como la llama moribunda que se revuelca en las tinieblas; echó su espíritu un resplandor de vida, y moviendo la lengua, no menos pesada que la de una campana, dijo pausadamente estas palabras:

«La hurí ha bajado a los infiernos, y yo voy... en busca suya».

A la sazón entraron algunos vecinos, y se ofrecieron a prestar los servicios propios del caso. Miquis, sin dejar de tomar disposiciones, veía que los remedios serían inútiles. Cerca ya del fin, el espíritu de D. José volvió a relampaguear, diciendo con expresión enamorada y caballeresca:

«La amé y la serví... Fuí su paladín... Mas ved aquí que la ingrata abandona la real morada y se arroja a las calles. Vasallos, esclavos, recogedla, respetad sus nobles hechizos. Tan celestial criatura es para reyes, no para vosotros. Ha caído en vuestro cieno por la temeridad de querer remontarse a las alturas con alas postizas».

Oyendo estos disparates, Emilia era un mar de lágrimas. Miquis la llevó a un cercano aposento, y en él la encerró con el pobre Riquín, que también lloraba, para que ambos no presenciasen el fin del buen Relimpio, el cual ocurrió media hora más tarde, y fue tranquilo y suave. Su muerte remedó el dulce acceso de embriaguez que le transportaba, mediante una breve toma, desde las miserias de la realidad a las delicias de una vida apócrifa, compuesta con extraños fingimientos de juventud, pasión y energía. ¿Entraba al fin en un mareo eterno? ¿Iba ya derechamente a ser el noble, enamorado y valiente caballero, defensor y amparo de la hurí en las edades sin término y en los espacios sin medida? José, eres un ángel.

Abrazando estrechamente a Riquín y cubriéndole de besos la cara, Emilia le decía:

«Tan huérfano eres tú como yo; pero en mí tendrás la madre que te falta. Aquella mamá tuya no existe ya, se ha ido para siempre y no volverá; se ha caído al fondo, hijo mío, al fondo... Ya lo entenderás más adelante».