La desheredada (Segunda parte)/Capítulo X

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I[editar]

Día de prueba fue el siguiente. No sólo estaban agotados todos los recursos, sino también todas las combinaciones para vencer los apuros del momento. No había crédito, no había materia pignorable. ¡Oh situación horrible! Faltaba ya de un modo absoluto el sustento. Isidora, Riquín y D. José tenían hambre.

Inspirado por la desesperación, D. José tuvo una idea, ¡oh rasgo de humanidad y de amor! Se le ocurrió salir disfrazado a pedir limosna, seguro de encontrar almas generosas. No llegó esto a efectuarse porque se opuso resueltamente Isidora. ¿Pero qué harían? ¿Pedir a Emilia? De ninguna manera. Antes acudir a la limosna. ¿A quién, a quién, ¡Dios de mi vida!, si ya estaban explotadas todas las amistades?

Alguien se presentó en casa de Isidora a ofrecerle cuanto necesitase para vencer dificultades tan angustiosas. Pero las condiciones de estos anticipos eran tales, que la joven los rechazó, espantada. El loco amor al lujo y las comodidades eran los puntos débiles de Isidora; su necesidad la brecha por donde la atacaban, prometiendole villas y castillos; pero no obstante estas desventajas, resistía batiéndose con el arma de su orgullo y amparada del broquel de su nobleza. Tanta fuerza tomó en esto, que cortó los vuelos a la tentación, diciendo: «Antes pediré limosna». ¡Oh!, si Joaquín estuviese en Madrid, no pasaría ella tan crueles angustias. Pero a París, donde estaba, le había escrito siete veces en tres meses sin obtener contestación. Volvíase con el pensamiento a todas partes, como el habitante de la casa incendiada que, cercano a las llamas, busca un escape, un sostén, una cuerda... ¡Ah, cielos divinos! De pronto vio Isidora su cuerda. Acordose de una persona, y la esperanza rieló en la superficie de su ennegrecido espíritu.

Era de noche. Al día siguiente pondría en ejecución su pensamiento. Por fortuna, D. José había tenido la inmensa suerte de encontrar aquella tarde a un bondadoso amigo que le facilitó la cantidad precisa para un mediano almuerzo. Segura, pues, Isidora de que habría con qué desayunarse a la venidera mañana, pasó tranquila la noche. A las once del siguiente día llamaba a una puerta.

«¿Está el doctor Miquis?».

¡Qué suerte! Estaba. Pasó la joven al despacho, y allí, sola con el médico, no pudiendo contener la pena que se desbordaba de su corazón, rompió a llorar. Recibiola con mucha bondad Augusto, la hizo sentar, preguntole mil cosas; pero ella, acongojada, no podía decir más que esto, que repitió tres veces:

«Dame de comer y no me toques».

Augusto se puso serio, comprendiendo que la situación de su amiga no era para tratada en broma. Hablaron. Él, aunque joven, tenía el arte de la interrogación, y ella comprendía cuán ventajosas le serían la espontaneidad y franqueza. Así, al cuarto de hora de confesión, ya Miquis sabía los últimos episodios de la vida de ella, el viaje al Escorial, la penuria, la declaración de Bou, las proposiciones de aquellas tales... Cuando nada importante quedaba por decir y formuló Isidora la síntesis de su problema, diciendo: «¿Qué debo hacer para poder vivir?», Miquis se quedó en silencio un buen rato, y después le contestó así:

«No te apures, no te apures. Veremos. Estás enferma, estás llagada. Tu mal es ya profundo, pero no incurable».

La inspiración brotó en su mente. Su grande y vivaz ingenio le sugirió una idea, y con la idea estas palabras:

«Pues he de curarte... Lo dijo Miquis, punto redondo».

Isidora llenó el despacho con un suspiro. Era el quejido de su enfermedad, ya extendida y profunda.

«Manos a la obra -dijo Augusto con gran solemnidad-. ¿Quieres que te cure? Responde ¿sí o no?

-Sí.

-Pues bien: ¿Estás dispuesta a ponerte a mis órdenes, y a hacer ciegamente lo que yo te mande?

-Sí, sí -replicó ella con ansiedad doliente.

-Pues empecemos. Lo primero es cambiar de aires.

-¿Me mandas al campo?

-No... Mejor dicho, sí, te mando a un valle urbano».

Y llevándola al balcón, le mostró la casa de enfrente. En el piso bajo veíanse unas rejas, por entre cuyos hierro salían matas de tiestos, colocados dentro en una tabla. La casa hacía esquina, y el cuarto bajo a que correspondían las rejas tenía por la otra calle una tienda con dos vitrinas. Pero esto no se veía desde el balcón de Miquis, aunque se adivinaba, mirando un rótulo que en áureas letras decía: Castaño, ortopedista. Otra grande y aparatosa muestra, colgada más arriba, en el piso principal de la misma casa, decía: Eponina, modista. Como Isidora la mirase, díjole Miquis:

«Huye de esas peligrosas alturas, y vuelve tus ojos al valle ameno que está abajo.

-Sí; Ahí viven Emilia y Juan. ¡Qué felices son!

-Pues en esa casa, en ese establecimiento salutífero vas a vivir desde mañana.

-¡Oh! ¡Si vieras qué envidia les tengo! Pero no, no me admitirán.

-¿Te negarán ese favor si se lo pido yo?... He salvado del garrotillo al mayor de sus chicos. Los asisto de balde. Me llaman casi todos los días.

-Entonces tú les pedirás que me admitan...

-Hoy mismo; pero ya comprenderás que les he de responder de tu buena conducta. Cuidado...

-¡Oh!, yo te juro... Lo que deseo es tranquilidad, paz...

-Bien -dijo Miquis, retirándose del balcón-. Ahora viene lo mejor. Una vez que cambies de aires, has de considerar que empiezas a vivir de nuevo. Tienes que educarte, aprender mil cosas que ignoras, someter tu espíritu a la gimnasia de hacer cuentas, de apreciar la cantidad, el valor, el peso y la realidad de las cosas. Es preciso que se te administre una infusión de principios morales, para lo cual, como tu estado es primitivo, basta por ahora el catecismo. ¡Oh! ¡Si tuvieras buena voluntad...!

-La tendré.

-Ahora viene lo gordo, hija. Después de entonarte, paso a recetarte el gran emético, medicina un poco fuerte y desagradable; pero que si la tomas con buena voluntad, ha de probarte maravillosamente con el tiempo y regenerarte por completo.

-¿Cuál es la medicina?

-Pues que te cases con Juan Bou».

Isidora hizo un movimiento de repeler cosa muy nauseabunda..., y puso una cara..., ¡Jesús, qué cara!

«Comprendo que no te agrade por el pronto. Pero reflexiona. ¿No has oído decir que toda persona tiene la fortuna en la mano una sola vez en la vida?

-Sí lo he oído; pero te diré...

-Pues considera si en tu situación puede haber para ti fortuna mayor que el que un hombre honrado te ofrezca su mano. No creo que pretendas un Coburgo Gotha. Reflexiona, observa el punto en que te hallas, echa una mirada atrás, otra delante, y di si mi medicamento no está perfectamente indicado.

-Yo no sé si será eficaz o no -dijo Isidora con tristeza y confusión-. Podrá serlo, mirando las cosas por lo bajo... Pero en cuestión de matrimonio, el gusto y el amor son lo primero...

-Es verdad que Juan Bou no es un Adonis; pero no es tampoco un monstruo... Es un hombre de bien, trabajador, sencillote, y, a pesar de sus bravatas, tiene el corazón más bondadoso y tierno del mundo.

-Lo sé, lo sé...; pero... quita allá, por la Virgen Santísima; yo no seré su mujer. No lo pienses... Este caso mío no es como otros casos -dijo Isidora, haciendo los mayores esfuerzos para que su acento expresase la convicción firmísima de su alma-. Para juzgar las cosas conviene verlas completas. Es verdad que si fuera yo nada más que lo que parezco, la cosa no tenía duda; pero tú bien sabes que sostengo un pleito de filiación con una familia poderosa; tú debes considerar que el mejor día gano el pleito, como es de ley; que paso a ocupar mi puesto y a heredar la fortuna y el nombre de esa familia, que son míos y me pertenecen. Pues bien, ¿te parece bonito que al tomar posesión de mi casa lleve colgado del brazo ese lindo dije de Juan Bou? A fe que me lucía... Miquis, tú estás lelo: yo no sé dónde tienes el talento, cuando dices ciertas cosas.

-¡El pleito! Precisamente has nombrado un desorden fisiológico que me trae a la memoria otra de las más importantes medicinas que te voy a recetar.

-¿Cuál?

-Resumamos. Primero mudar de aires; luego entonarte con una enseñanza primaria; después sigue la gran toma, el casorio con Juan Bou, y por último viene la extirpación del cáncer, que es la idea del marquesado».

Isidora creía escuchar el mayor de los insultos.

«Si de ese modo quieres curarme -dijo con altivez-, renuncio a tus medicinas.

-Entendámonos -añadió Miquis rectificando-. Si tus derechos no son una farsa, si hay algo de serio y legítimo en eso, enhorabuena que siga adelante tu pleito. Lo que yo quiero es que no consagres tu vida a la idea de ocupar una posición superior, que no vivas anticipadamente en ella con la imaginación, sino que tengas paciencia y reposo de espíritu... ¿Que ganas el pleito? Pues bien; te embolsas tu herencia y sigues, con tu marido, en la esfera de modestia, quietud y desahogo en que todos vivimos. ¿No quieres? ¿No aceptas mi plan?

-No lo acepto, no -dijo Isidora de muy mal humor-. Es un plan tonto.

-¡Ah mimosa! ¿Sabes lo que debo yo hacer, en vista de tu rebeldía? Pues no tenerte lástima, no interesarme por ti, y mirarte como tierra común en la cual todos tienen derecho a sembrar sus deseos para recoger tu deshonra. Desgraciada, si no acabas en la casa de Aransis, acabarás en un hospital.

-Bien, me agrada eso. O en lo más alto o en lo más bajo. No me gustan términos medios.

-Y sin embargo en ellos debemos mantenernos siempre... ¿Conque quedamos en eso?

-¿En qué?

-En que, rechazado por ti mi tratamiento, te debo considerar como incurable y hacerte el amor.

-¡Qué disparates dices!

-¿Vámonos al Retiro?... ¿Te acuerdas de aquellos paseítos, del Museo, de las fieras, de las naranjas que nos comimos entre los dos?

-Bien me acuerdo... Déjate de tonterías.

-No, no creas que voy a repetir ahora lo que entonces te decía. No habrá aquello de «me caso contigo». Entonces te lo decía; pero no pensaba hacerlo, no creas...

-Ya lo suponía.

-¡Y la verdad es que me gustabas muchísimo!... Y si he de serte franco, creía hacer contigo la gran conquista. Yo quería acreditarme entre mis compañeros, y decía para mí: «Esta no se me escapa.» ¡Y qué traidoramente se me escapó! Hoy nos encontramos otra vez. Tú, después de dar mil vueltas, vienes a mí... Pues mira, simplona, te juro que en este momento, vista tu terquedad en no dejarte curar, debiera yo ponerte los puntos..., y si no fuera por esta...».

Se levantó, y, tomando un retrato que sobre la mesa estaba, lo mostró a Isidora.

«¡Ah!, tu novia... Ya sé que te casas pronto, maulón. ¿Sabes que no vale nada?

-Te pego si lo vuelves a decir. Vale más que tú. No es muy guapa; pero es un ángel.

-Si no vale dos cominos -dijo Isidora riéndose descaradamente ante el retrato.

-¿Qué entiendes tú de eso? Esta, esta que ves aquí es mi salvaguardia contra ti; es mi patrona, mi abogada, mi Virgen del Amparo. Por esta, ¿la ves bien?, por esta con quien me casaré el lunes, Dios mediante, me libro del peligro de tenerte ante mí, y me hago un señor héroe, y atropellando por todo, te doy la batalla y te venzo y por fin me salvo, aunque no quieras... Esta tarde misma hablaré con Emilia, y mañana te irás a vivir con esa gente, para que aprendas, víbora, para que veas, pantera, para que sepas, demonio con faldas, lo que es el bien».

A cada frase daba un paso hacia ella, amenazándola con el retrato. Ya Isidora se había serenado bastante, y no veía las cosas tan tétricamente como antes. Él, por su parte, iba dejando de mano la gravedad de médico, el énfasis de moralista, y tomaba a ser, por gradación rápida, el Miquis de antaño, ingenioso, alegre y vivo, con su follaje de palabrería metafórica y su corazón repleto de bondad.

«No me acordaba de que tengo que escribir unas cartas -dijo Isidora repentinamente-. ¿Me las dejas escribir aquí, en tu mesa?

-Sí, sí, ángel ponzoñoso» -contestó Augusto, en cuya alma retoñaban devaneos estudiantiles.

Precipitadamente sacó papel, sobres. Isidora se sentó en el sillón de la mesa de despacho, él la dio pluma y ella se puso a escribir. Mientras la joven despachaba su correspondencia, que era algo larga, Miquis se paseaba, las manos metidas en los bolsillos, y miraba a Isidora con expresión entremezclada de asombro y miedo, diciendo para sí:

«Fuera ciencia, fuera gravedad... Juventud, no te me vayas sin dárteme a conocer... Tiempo hay de encerrarse en esa armadura de cartón que se llama severidad de principios».

Y volvió al paseo, y a echarle ojeadas y a meditar.

«Pero si me caso el lunes, y hoy es miércoles... ¡En qué ocasión se le ocurre a uno casarse!... Estoy entre el altar y el abismo... Hombre, homo sapiens de Linneo, no te deslices, coge una piedra y date con ella en el pecho como San Jerónimo. Honradez, tienes cara de perro...».

Isidora dejó de escribir, poniendo la pluma a un lado.

«Voy a descansar un ratito.

-Aunque sean dos ratitos, chica... Ya sabes que tengo el mayor gusto... Estás en tu casa...

-Vaya que tienes un bonito cuarto. Pero, hombre, ya podías haber puesto ese esqueleto en otra parte. ¡Qué horror!

-Quiero estar contemplando a todas horas la miseria humana.

-¿De quién serían esos pobres huesos?...

-Son de mujer. Quizás una tan hermosa como tú... Mírate en ese espejo.

-Gracias, chico. Tus espejos son muy particulares. ¡Y cuánto librote! A ver. ¡Jesús, que títulos! Todo Medicina. ¡Qué lástima de dinero empleado en esto! Tanto libro para no saber nada. Porque tú no sabes nada, Miquis; eres un ignorante, un tonto.

-Quizás estás diciendo la más profunda verdad que ha salido de esos labios, de esas envenenadas rosas. Sí, soy un mentecato. Desprecia a Miquis, que habiendo descubierto un tesoro, permitió que ese tesoro fuera para todos menos para él. El simple y desventurado Miquis ha sido un libertino del estudio; sus calaveradas han sido las calaveras. A su lado pasó, coronada de rosas y con la copa en la mano, la imagen de la vida, y Miquis volvió los ojos para contemplar embebecido, ¡ay!, la rugosa faz de los catedráticos. La ocasión de vivir, de gozar, de ver cara a cara el ideal, de tocar el cielo, se le ha presentado varias veces; pero Miquis, este memo de los memos, en vez de poner la mano en toda ocasión hermosa, se iba a descuartizar cadáveres... ¡Y este Miquis se casa el lunes, es decir, que el lunes cierra la puerta a la juventud y entra en la madurez de la vida, en el régimen, en la rutina y método! Para él se acabó lo imprevisto; se acabarán los deliciosos disparates. ¡Desgraciada la boca tapiada a la risa! Ahora, ciencia, trabajo, suegro, amas de cría. Terrible cosa es recibir el adiós a la libertad, y ver la espalda a la juventud fugitiva. ¡Bienaventurados los chiquillos, porque de ellos es la vida!

-Tienes una bonita casa -dijo Isidora sin hacerle caso-. ¿Cuánto te cuesta?

-A ti nada te importa, pues no me la has de pagar. ¿Han concluido tus cartas?

-Voy a concluirlas».

Y él volvió a pasearse y a mirarla... ¡Qué hermosa estaba! ¿Quién lo metía a él a moralista ni a redentor de samaritanas? Soltó una carcajada en lo recóndito de su ser, allí donde su alma contemplaba atónita la imagen de la ocasión. «Pero me caso el lunes, el lunes...». Miró el retrato de su novia...

De pronto suena la campanilla, entra un señor y pasa a la sala... Es el papá de la novia de Miquis, que viene a consultarle un punto de Higiene. Augusto deja a Isidora en su despacho, y tiene que resistir durante una hora la embestida de su suegro, el cual le habla de Sanidad y de la fundación de la Penitenciaría para jóvenes delincuentes.

Cuando su suegro se marcha, Miquis vuelve al despacho. Está aturdido; la visita le ha dejado insensible. Hay en su cuerpo algo del efecto de una paliza; pero está fortificado interiormente. Isidora aguarda ansiosa. Está pálida y ha llorado un poco, porque no puede apartar del pensamiento que su hijo y su padrino no tienen qué comer aquella tarde.

«¡Cuánto has tardado! Es pesadito ese señor. En fin, amigo, yo siento molestarte. Acuérdate de lo que te dije al entrar».

Miquis hace una rápida exploración en su alma, encuentra en ella algún desorden y dispone que todo vuelva a su sitio. «Soy un hombre sublime -dice para sí-, un hombre de honor y de caridad, soy también un hombre que se casa el lunes».

Isidora le había dirigido al entrar una súplica angustiosa, elocuente expresión salida de los más sagrados senos del alma humana. Juntando el quejido de la necesidad a la súplica del pudor, Isidora le había dicho: «Dame de comer y no me toques».

Miquis abre su bolsa a la desvalida hermosa, y con magnánimo corazón le dice:

«Mañana estarás en casa de Emilia».


II[editar]

La admitieron. ¡Tanto pesaba en aquella casa la recomendación de Miquis, que había salvado del croup al niño mayor, y de los peligros de la dentición al más pequeño!

Ya sabe el lector cómo Emilia de Relimpio se casó con su primo, el hijo del ortopédico, que llamaba cláusulas a las cápsulas; matrimonio degradante si se le mira desde la altura de las pretensiones de D.ª Laura; pero muy natural, proporcionado y acertadísimo, siempre que la interesada lo mirase al nivel de sus sentimientos y de su porvenir moral y práctico. Juan José Castaño era tan hábil como su padre, y le superaba en inventiva y en asimilarse los descubrimientos y novedades del arte ortopédico. Sostenía el crédito del establecimiento y ganaba mucho dinero, porque, desgraciadamente para la Humanidad, parece que esta es una vieja máquina que se desvencija y deshace, hallándose cada día más necesitada de remiendos y puntales, o llámense muletas, cabestrillos, fajas, cinchas, suspensorios, etc. Nada, nada, nos desbaratamos. Unos dicen que es por estudiar mucho, otros que por gozar demasiado, y alguien echa la culpa a las armas de precisión; pero, cualquiera que sea la causa, ello es que la Ortopedia tiene un porvenir tan brillante como el de la Artillería. Son dos ciencias complementarias como la Filosofía y el Alienismo.

En su pacífica y laboriosa vida, Emilia, mujer de buen fondo y excelente corazón, se había curado de aquellas tonterías de aparentar y suponerse persona encumbrada. No volvió a ponerse sombrero más que cuando iba de viaje los veranos, ni a tratar de parecerse a las niñas de Pez, las cuales (dicho sea de paso) continuaban tratando de imitar a las niñas de los duques de Tal. Poseía un sólido bienestar; ella, su marido y sus hijos satisfacían plenamente sus necesidades, y de añadidura tenían buenos ahorros, un establecimiento de primer orden, y además, como perspectiva risueña, la hermosa finca de Pinto, con otras riquezas que el viejo guardaba. En suma, Emilia había tomado un magnífico sitio en el anfiteatro de la vida, donde tantos están en pie o pésimamente sentados. Su marido era sencillo, bueno, cariñoso, sin más defecto que el querer hacer las cosas demasiado bien y pronto, por lo que siempre estaba en riña con sus oficiales.

Por más que Isidora reconociera la importancia moral de aquella casa, no podía remediar que le fueran antipáticos el establecimiento, la tienda, llena de feísimos objetos, la trastienda donde trabajaban Rafael y sus oficiales, y la vivienda toda, honrada, virtuosísima, modelo de dignidad, de laboriosidad y de cristianismo, pero impregnada de un cierto olor de badana cruda, con malas luces y ruidos de taller.

Este juicio no excluía el agradecimiento que tenía a Juan José y a Emilia. ¡Insigne mérito y bondad había en ellos al admitirla, cuando, si la despreciaran, estaban en su derecho! Y véase aquí la eficaz influencia del medio ambiente. A los tres o cuatro días de estar allí, el espíritu de Isidora se adaptaba mansamente a la regularidad placentera de la casa, a la poca luz, al olor de badana, a la vista de los feos objetos, y notaba en sí una tranquilidad, un gozo que hasta entonces le fueron desconocidos. Riquín hizo tan buenas migas con los dos chicos de Emilia, como si se hubieran criado en la misma cuna. Todo el santo día lo pasaban enredando desde la trastienda a la cocina e inventando diabluras. Don José era el que parecía menos feliz. Estaba triste, según decía, por la falta de ocupación. Castaño, que no necesitaba tenedurías, le empleó en llevar recados y cobrar cuentas; pero aunque el buen señor desempeñaba estos encargos con docilidad, bien se le conocía que su principal gusto era no hacer nada, contemplar a Isidora, pasear con ella, y prestarle cuantos servicios hubiese menester.

Miquis solía pasar por allí, pero estaba muy poco tiempo. Como vivía enfrente, por las tardes enviaba con su criada unos papelitos que hacían reír a Isidora, a Emilia y al mismo D. José taciturno. He aquí una muestra:

«RÉCIPE.- Del extracto de paciencia, 100 gramos. Del ajetreo de máquinas de coser, c. s. Mézclese y agítese s. a. Para tomar a todas horas.

DOCTOR MIQUIS».

«¿Ves? -decía Emilia, riendo-. Te manda que trabajes y me ayudes a coser en la máquina. Este Miquis es lo más salado... ¡Y qué razón tiene! Ocuparte en algo es lo que más te conviene. Cuando se pone la atención en cualquiera labor, no hay medio de pensar tonterías».

Bien lo comprendía la enferma; así, desde el primer día empezó a adiestrarse en la soberbia máquina de Singer que Emilia poseía. ¡Bien, bien! Con un poco de aplicación llegaría a dominarla. Al siguiente, otro papelito:

«RÉCIPE. -De la infusión de raíz del olvido, 25 gramos. De esencia de modestia, 7 toneladas. Disuélvase en agua de goma, añádase la ipecacuana, o sea Juan Bou, y háganse 40.000 píldoras para tomar una cada segundo, con observación.

DOCTOR MIQUIS.

Nota. El cual entra mañana en capilla. Cantad la salve de los presos».

Aunque las recetas eran de burlas, no desestimaba Isidora la prudente lección contenida en ellas. Hizo propósito firme de trabajar, de poner en olvido ciertas cosas, originarias de su perdición, y de acortar los orgullosos vuelos de su alma. Otro papel apareció diciendo:

«Se recomienda a la enferma que ayude a su patrona en cosas de la casa para que se vaya instruyendo, y que en las horas de descanso se dé un atracón de lectura. Le recomiendo el Bertoldo, el Año cristiano o las Páginas de la Infancia. Adiéstrese en contar para que se familiarice con las cantidades. En esto le podrá servir el águila de Patmos de la Contabilidad, su padrinito. Se recomienda especialmente a la enferma que si va Juan Bou (alias Ipecacuana), le reciba con amabilidad. El pobre está triste, aunque espera una herencia.

»Nota. El patíbulo de miel está armado en la capilla de los Desamparados. Orad por Miquis».

Por la noche fue Miquis un momento cuando estaban comiendo. ¡Qué algazara! Los tres chicos corrieron hacia él, y mientras uno se le colgaba de un brazo, el otro se le enredaba en una pierna, y todos le aclamaban como si el joven doctor fuera el más divertido de los juguetes. Isidora y Emilia le sacaron el tema de su boda, y ya le felicitaban, ya le hacían burla, mientras él, tan pronto hacía el panegírico de su futura como se lamentaba de perder su libertad. Subió luego al piso principal a ver a una anciana, madre de la célebre modista Eponina. Esta era una habilidosa francesa de mucha labia y trastienda, que en pocos años había hecho gran clientela. La vecindad fue causa de que Eponina y Emilia entablaran amistad. Algunas noches bajaba la francesa a casa del ortopedista, y otras los de Castaño subían al taller de modas. Isidora ya tenía conocimiento con Eponina, porque esta le hizo algunos vestidos en los prósperos tiempos botinescos. Conocedora Eponina del buen gusto de la de Rufete, siempre que esta subía mostrábale sus galanas obras, pidiéndole parecer, de lo que Isidora recibía mucho gusto, si bien este se desvanecía con el desconsuelo de ver tantas cosas ricas que no eran para ella. Luego, al volver a la ortopedia con el cerebro lleno de peregrinas visiones de trapos y faralaes, caía en profunda tristeza...

De esta manera pasaron algunos días. Miquis les envió los dulces de la boda, acompañados de estos renglones:

«Desde la mazmorra de flores, desde el delicioso ataúd de la luna de miel, el inmolado Miquis saluda a los señores de Castaño y a la señora de Bou. Recomiendo a esta la calma. He sabido con disgusto que ha contravenido mis prescripciones higiénicas, remontándose al taller de madama Eponina, y probándose varios vestidos de baile para ver su buen efecto. Eso es muy peligroso y reproduce la fiebre. Prescribo el alejamiento absoluto de los centros miasmáticos. En los ratos que tenga libres, dedíquese la enferma a bordar unas zapatillas al Sr. Juan Bou, para lo cual dicho se está que ha de emplear dos varas de cañamazo. Eso no importa. Yo regalo el cañamazo y las lanas. La enferma irá a convalecer a la sombra del árbol de la Ipecacuana, ese árbol milagroso, señoras, que está plantado en la litografía de la calle de Juanelo, y que ansía estrechar entre sus ramas a la descendiente de cien reyes.- Saluda a todos el más novel de los maridos y el más feliz de los médicos.- MIQUIS».

Ya no se reía Isidora de las cartas y recetas. Desde el día anterior estaba muy ensimismada, y hablaba muy poco. Atribuyendo Emilia y Castaño la repentina tristeza de su amiga a que se veía apremiada por el procurador para abonar los crecidos gastos del pleito, la exploraron con habilidad; mas ninguna explicación categórica pudieron obtener de su taciturna melancolía. Un accidente habían notado que les hizo caer en desagradables sospechas: D. José, al volver de la calle, habló en secreto con Isidora, y de aquel secreto databan el abatimiento y tristeza de la joven enferma. Observando con malicia, los esposos notaron que Relimpio salía y entraba con frecuencia, como si trajera y llevara recados, y que padrino y ahijada cambiaban recatadamente palabras breves y cautelosas. Cuatro días pasaron así, cuando Isidora salió para ir, según dijo, a casa de su procurador, y como al otro día y al siguiente repitiese el mismo viaje, los esposos se alarmaron y dieron en creer que Isidora no merecía la caritativa hospitalidad que le habían dado.

Fiel como un perro y callado como un cenotafio, D. José fortalecía de tal modo su discreción, que en esta no hallaba el más breve resquicio la curiosidad de su hija. ¡José, eres una alhaja!


III[editar]

Y en tanto, excesivamente distraída de sus trabajos, Isidora visitaba con frecuencia el taller de Eponina, y allí se encantaba contemplando los magníficos vestidos, entre los cuales a la sazón había tres de baile. Eran para una joven condesa que tenía la misma estatura y talle de nuestra enferma. Eponina quiso que esta se los pusiera para ver el efecto. ¡Ave María Purísima!... Púsose el primero; estaba encantadora. Púsose el segundo. ¡Oh, arrebataba! El tercero..., ¡Cristo!, el tercero caía tan bien a su cuerpo y figura, que sólo la idea de tener que quitárselo le daba escalofríos. Contemplose en el gran espejo, embelesada de su hermosura... Allí, en el campo misterioso del cristal azogado, el raso, los encajes, los ojos, formaban un conjunto en que había algo de las inmensidades movibles del mar alumbradas por el astro de la noche. Isidora encontraba mundos de poesía en aquella reproducción de sí misma. ¡Qué diría la sociedad si pudiera gozar de tal imagen! ¡Cómo la admirarían, y con qué entusiasmo habían de celebrarla las lenguas de la fama! ¡Qué hombros, qué cuello, qué... todo! ¿Y tantos hechizos habían de permanecer en la obscuridad, como las perlas no sacadas del mar? No, ¡absurdo de los absurdos! Ella era noble por su nacimiento, y si no lo fuera, bastaría a darle la ejecutoria su gran belleza, su figura, sus gustos delicados, sus simpatías por toda cosa elegante y superior.

Queda, pues, sentado que era noble. ¿Por qué no era suyo, sino prestado, aquel traje, y había que quitárselo en seguida, sin poder siquiera, como los cómicos, lucirlo un momento? No era reina de comedia, sino reina verdadera. Se miraba y se volvía a mirar sin hartarse nunca, y giraba el cuerpo para ver como se le enroscaba la cola. Pero qué, ¿iba a entrar realmente en el salón de baile? Su mentirosa fantasía, excitándose con enfermiza violencia, remedaba lo auténtico hasta el punto de engañarse a sí misma.

De repente oyéronse pasos. Isidora y Epinona miraron hacia la sala inmediata, y vieron entrar a un hombre. Era Miquis.

«Pase usted, doctor -dijo la modista-, y verá usted cosa buena. Usted no estorba nunca».

Era Eponina mujer desordenada; mucho tiempo hacía que no pagaba al médico, el cual visitaba con gran celo a la anciana madre de la modista. Para hacerse perdonar su falta de conducta, la francesa era complaciente con Augusto, y le permitía entrar en su taller a todas horas y bromear con las oficialas. Al ver a Miquis, Isidora se turbó un momento. Después se echó a reír.

«¿Te asombra de verme vestida de baile? -le dijo-. Sé que me has de reñir; pero, vamos, sé franco. ¿Estoy bien así, sí o no?».

Absorto la miraba el joven, y con voz balbuciente, que declaraba su sorpresa y embeleso, dijo:

«Estás..., no ya hermosa, ni guapa, sino... ¡divina!

-Vamos, que te he hecho tilín.

-A un ahorcado no se le hace tilín tan fácilmente; pero... Abismo de flores, de veras te digo que si no estuviera con la soga al cuello... Pero no, ¡fuera simplezas! El médico, el médico es el que habla ahora».

Y esgrimió el bastón ante la imagen hechicera de la dama vestida de baile.

«Has contravenido mi plan; te has burlado de mis recetas. No te salvarás, Isidora. Yo te abandono a tu desgraciada suerte.

-Siéntese usted, Augusto; deje usted el sombrero» -dijo Eponina con melosa urbanidad.

Desasosegado, Miquis se sentaba primero en una silla, después en otra, luego paseaba, y de pie y andando, no quitaba los ojos de su enferma.

«Pues mira -le dijo Isidora con cierto descaro-, no me riñas, porque con tus medicinas tontas y con tu asquerosa ipecacuana no me he de curar, ni quiero curarme.

-Ya lo sé que no quieres. ¿Piensas que no estoy enterado de tus malos pasos de estos días? A los médicos no se nos escapa nada. ¿Quieres que te lo cuente?».

Isidora se turbó otra vez.

«Pues oye: la semana pasada llegó de Francia Joaquín Pez en el estado más deplorable. Sus acreedores, cansados ya de contemplarle, le han caído encima como buitres hambrientos. Su padre ha decidido no ampararle más y le ha echado de su casa...

-Es verdad, es verdad -dijo la de Rufete con emoción, preparándose a derramar lágrimas.

-El pobre hombre, con el agua al cuello, desesperado y sin fuerzas para luchar con su destino, ha recurrido a ti. Sé que te ha buscado; que te mandó un recadito con tu padrino; que fuiste a verle... Es cierto, ¿sí o no?

-Es cierto.

-Se ha refugiado en una miserable casa de huéspedes donde no hay más que toreros de invierno, jugadores y gente perdida... Le visitaste hace cuatro días; has ido después varias veces... Lo sé por el ama de la casa, que es una Aspasia jubilada, y tiene relaciones con uno de mis más desgraciados enfermos. Reflexiona lo que haces, mira bien qué pasos das y entre qué gente vas a meterte.

-Es verdad lo que has dicho. ¿Cómo es que todo lo sabes y todo lo averiguas? -dijo Isidora, rompiendo a llorar-. Augusto, ten compasión de mí. No, no me digas cosas... Él está perseguido, huye de la justicia, y ha tenido que refugiarse en un sitio, que por ser tan malo, le ofrece seguridad. No se comunica con ninguno de la casa. No le denuncies, ni me riñas a mí porque no he querido abandonarle en la desgracia.

-Perdóneme usted, amiguita -indicó Eponina con bondad-, me va usted a estropear el vestido; me lo está usted mojando con sus lágrimas,

-Me lo quitaré -replicó Isidora haciendo un gesto de niña mimosa-. Miquis, haz el favor de pasarte a la sala, que me voy a mudar de traje».

Alejose un rato el médico. Cuando volvió, ya Isidora había tomado su forma primera. Se abrochaba su vestidillo humilde diciendo: «Ya tengo otra vez la librea de la miseria».

Eponina salió, dejándolos solos. De repente Isidora se fue derecha hacia Miquis, y cruzando las manos delante de él, le dijo con acento de intenso dolor:

«¡Amigo, estoy desesperada!

-¿Qué tienes? -le preguntó él, sintiendo ante aquella pena y aquellas lágrimas una cobardía dulce.

-¡Estoy desesperada! A ti me dirijo, a ti que eres bueno y me conoces hace tiempo.

-¿Bueno yo?... -dijo Augusto con ironía-. A ver, ¿qué quieres?

-Necesito..., ¿tendré que decírtelo?..., necesito dinero.

-Ya...

-Yo no puedo estar así. Váyanse al diablo tus recetas. Te diré..., yo quiero vivir y esto no es vivir.

-Dinero para el Pez.

-No, no; lo necesito para mi procurador y para mí. Estoy vestida de harapos... No me riñas, cada cual tiene su manera de ver las cosas de la vida. Sé que me vas a sermonear, y hablarme de moral y qué sé yo... No entiendo tus medicinas. Te diré... Dios no quiere favorecerme, Dios me persigue, me ha declarado la guerra...

-¡Qué pillín!

-Yo quiero ir por los buenos caminos, y Él no me deja -prosiguió Isidora con tanta agitación que parecía demente-. Veremos si al fin me favorece. Te diré...; lo que importa es que yo gane ese pleito. Cuando lo gane, tomaré posesión de mi casa... Mucho siento no poder llegar a ella con todo el honor que mi casa merece..., pero ¿qué hacer ya? Entretanto, amigo, la miseria me es antipática, es contraria a mi naturaleza y a mis gustos. La miseria es plebeya, y yo soy noble.

-Isidora -declaró Augusto con seriedad-, al nacer te equivocaste de patria. Debiste nacer en Francia. Eres demasiado grande, eres un genio y no cabes aquí. ¿Quieres el último consejo? Pues vete a París. Allí encontrarás tu puesto. Aquí te degradarás demasiado. Aquí no las gastamos de tanto lujo como tú».

Levantose para marcharse.

«No, no te vas -dijo ella deteniéndole con fuerza por un brazo-; no te vas sin decirme si puedo contar contigo.

-¿Para qué?» -murmuró el médico temblando.

¡Sentía un frío...!

«Yo necesito una cantidad -dijo Isidora febril, los labios secos.

-No puedo... complacerte -repuso el joven, dejándose caer en una silla.

-Sí puedes, sí puedes. ¡Augusto, por amor de Dios!..., socórreme, socórreme. Te diré...

-Si es nada más que un socorro...».

Miquis, turbado hasta lo sumo, aprecio con rápida ojeada interior su situación. ¡Se había casado seis días antes, estaba en la luna de miel!... ¡Ser traidor a su joven y amable esposa! «No, no, no», gritó para sí, y luego, en voz alta:

«Pobre mujer, criminal o desgraciada, noble, plebeya o lo que seas, yo no te puedo amparar... Busca en otra parte...

-¡Ah! ¡Qué amigos estos! -exclamó ella en lo último de la angustia- ¡Y luego nos injurian si al vernos desamparadas corremos a la degradación! Bueno, bueno; me perderé, me arrastraré».

Miquis cerró los ojos para no verla. Si la veía un momento más estaba perdido... Por lo que, sin añadir una palabra, echó a correr fuera del gabinete y de la casa.

Iba por la calle adelante, satisfecho de su triunfo, cuando sintió rápidos y leves pasos detrás de sí. Al mismo tiempo oyó que le llamaban. Una mujer corría tras él. Al reconocer a Isidora, el pobre médico tembló de nuevo.

«Tengo un recelo -le dijo Isidora agitadísima, la voz balbuciente, la expresión turbada y agoniosa-. No me has comprendido... Habrás creído tal vez que deseo ser tu querida, que te he propuesto que me compres... No me juzgues mal; yo quiero ser honrada. Si no lo consigo es porque..., te diré...

-¡Honrada!

-Sí, sí. No me comprendes. Sí me socorres, yo te pagaré..., dinero por dinero.

-Déjame en paz -dijo Miquis retirándose.

-No, no te vas -replicó ella deteniéndole con fuerza-. Estoy desesperada. Necesito... En último caso, paso por todo.

-Soy pobre.

-La desesperación es ley, Augusto. Te hablaré con el corazón; te diré... Yo no quiero más que a un hombre. Por él doy la vida, y en último caso el honor... Di, ¿me favoreces?

-Lo que necesitas, ¿es para comer?

-No; necesito mucho.

-No puedo, no puedo».

«Augusto, Augusto -exclamó ella colgándosele del brazo-. Mi necesidad es tan grande, que no puedo tener tesón ni dignidad, ni nobleza. Yo no te quiero, no puedo quererte; pero como Dios me abandona, yo me vendo».

Pausa. Miquis la miraba pestañeando. Sobre ambos, un farol de gas alumbraba con rojiza luz aquella escena indefinible en que la necesidad desesperada, de un lado y la integridad vacilante de otro, se batían con furor. ¡Dinero y hermosura, sois los dos filos de la espada de Satanás!

«Soy pobre -repitió Miquis, haciendo un esfuerzo-; vete a París.

-¡Augusto!».

Augusto sintió cólera. Aprovechándose de aquel movimiento del alma, desprendió su brazo de la mano de Isidora, y con toda energía le dijo:

«Dios te ampare».

Ya estaba distante cuando oyó esta voz sarcástica: «¡Farsante!».

Aquella misma noche desapareció Isidora de la casa de sus buenos amigos, dejándoles un papelito que decía:

«Emilia, Juan José, amigos queridos: no soy digna de vivir en vuestra casa. Cuidad de mi hijo esta noche. Tened lástima de mí».