La desheredada (Segunda parte)/Capítulo XI
En el famoso pleito de filiación había terminado la prueba; varios testigos habían declarado y ambas partes respondido a infinitas preguntas, repreguntas y posiciones; una bandada de golillas revoloteaba en torno a las ramas de aquel árbol de escaso fruto; se había presentado el alegato de bien probado; se aproximaba la vista, a que seguiría la sentencia, y con esto la demandante se las prometía muy felices. Verdad que en la prueba, llamada Isidora a manifestar algún recuerdo de su niñez por donde se viniera a aclarar su nacimiento, no pudo suministrar noticia alguna que ayudara eficazmente a su defensa.
Las declaraciones de los testigos eran desacordes y confusas por todo extremo. Un tal Arroyo, del Tomelloso, amigo del Canónigo y de Tomás Rufete, confirmaba la pretensión de Isidora. Un tal Arias depuso en términos diametralmente opuestos, y D. José de Relimpio, llamado también, declaró en términos categóricos a favor de la que llamaba su ahijada; mas su declaración, falta de solidez, daba lugar a dudas acerca de la sinceridad del anciano. Sobre tan misterioso asunto, él no sabía gran cosa. Sabía, sí, y esto no podía dudarlo, que en 1851 había sacado de pila a una niña, hija de Tomás Rufete. A los seis meses no cabales, Relimpio y Rufete riñeron por cuestión de una pequeña herencia y estuvieron siete años sin hablarse ni tener trato ni comunicación alguna. Hechas las paces al cabo de tan largo tiempo, ambas familias volvieron a entrar en relaciones. Entonces vieron los de Relimpio que en casa de Rufete había dos niños, Isidora y un varoncillo de dos años. Tomás dijo a Relimpio con misterio que su hija había muerto y que aquella que vivía y el niño se los había dado a criar una dama que no nombró. Don José, que no había visto a Isidora desde la edad de seis meses, no podía, por el rostro de ella, discernir si era cierto o falso lo que afirmaba su pariente; pero por costumbre siguió llamándola ahijada, y desde entonces comenzó el cariño de que tan grandes pruebas diera más tarde. En cuanto a Francisca Guillén, nunca pudo Relimpio obtener de ella una declaración terminante acerca de las dos criaturas que pasaban por suyas. Cuando Tomás estaba en el Tomelloso, la buena mujer aventurábase a decir algo, que llenaba de gran confusión a D. José; pero cuando el otro volvía, todo eran vaguedades y misterios.
Esto era lo que Relimpio sabía, y estos breves datos y sus conversaciones, no largas, con Tomás y Francisca, debieron de haber constituido su declaración; pero, llevado de un sentimiento de caballeresca protección a la desgracia, hizo las afirmaciones más conformes con su deseo y el de su ahijada. Sigamos ahora los pasos de Isidora, de cuyo paradero ni Emilia ni Juan José tenían noticia alguna. Tres veces en dos días había ido la pícara a ver a Riquín, porque la ortopedista no se lo había querido entregar; pero ni con preguntas capciosas pudo obtener de ella un indicio del sitio en que moraba. Debía de saberlo don José; mas también guardaba fielmente el secreto. Tristeza tan profunda dominaba al buen tenedor de libros, que con el peso de ella parecía habérsele aumentado la cuenta de los años, extremando su vejez. Casi todo el día lo pasaba fuera de su casa, y cuando entraba en ella anunciábase con suspiros. Había perdido el apetito, dormía muy mal y tenía los sueños más raros del mundo. Soñaba que se batía en duelo de honor con Pez, Botín y otros caballeros, y que a todos les mataba, sacándoles hasta la postrera gota de sangre. ¡Horror de los horrores!
Pero si Relimpio era la misma tristeza, otro personaje muy conocido nuestro, el gran Bou, veía de súbito compensadas sus desdichas amorosas con una gran ventura en cuestión de intereses. ¡Oh! Si la ingrata se aviniera a dar el deseados, el Obrero-Sol sería un ejemplo de hombre venturoso cual pocas veces se ha visto sobre la Tierra. Diríase que la Providencia cristiana, no menos caprichosa a veces que la pagana Fortuna, se había propuesto abrumarle de bienes positivos, negándole los que su corazón apetecía, y le colmaba de frutos riquísimos sin dejarle ver y gozar la flor hermosa del amor. Desde la visita al palacio de Aransis empezó la tal Providencia a divertirse con él. En el espacio de quince o veinte días le quitaba por un lado toda esperanza de amor, y dábale por otros tres gollerías o momios pecuniarios a cuál más valioso. Primero: aseguró un buen negocio contratando cierto trabajo de impresiones y etiquetas con un afamado industrial; segundo: percibió una herencia de ciento setenta mil reales; tercero: se sacó un segundo premio de lotería, importando cinco mil duros. ¿Qué tal? Aun con ser estos embolsos un estorbo más para llegar a la deseada liquidación social, Bou se guardó su dinero y se puso muy contento, considerando en lo más escondido de su mente, que bien podía aplazarse la tal liquidación, o exceptuar de ella, en el punto y hora en que se hiciera, el dinero de la gente honrada.
Miquis, que le apreciaba y se reía con él, fue a darle la enhorabuena, y le encontró en su taller trabajando como siempre. Bou se levantó, saludó a gritos, estrujó la mano de su amigo, y después fue acometido de una tos tan violenta, que su cara parecía un cuero de vino, y el ojo rotatorio estuvo a punto de desalojar su holgada órbita y caerse al suelo.
«Ese alquitrán, hombre, ese alquitrán...
-Déjese usted de alquitranes y de potingues. Ni curas ni boticarios me sacarían un cuarto. Que coman yerba..., ¡hala! Y a ustedes los médicos, si yo arreglara el mundo, los pondría a que me barrieran las calles, a que me desecaran los pantanos, a que me desinfectaran las alcantarillas... Ahí es donde están las enfermedades.
-Pues a los litógrafos los pondría yo a que me afeitaran todas las ranas que se pudieran coger... Pero vamos al caso... ¿Convida usted o no convida?
-Sí, señor; convido a una copita... y nada más.
-¡Qué miserable! Yo esperaba un banquete regio.
-No me gustan aparatos ni bulla.
-Hombre, siquiera un cubierto de cincuenta reales..., cuatro amigos...
-Pues palante -exclamó el catalán, disparando su risa-, y aunque sea de doscientos reales. Pero cuatro o cinco amigos nada más».
Siguieron hablando de la buena fortuna. Bou la había recibido con calma y no pensaba hacer locuras. Si al fin se casaba, seguiría trabajando, con el mismo sistema de vida modesta y obscura. Pero si no se casaba, tenía el pensamiento de proporcionarse algunas satisfacciones, porque ¡voto va Deu!, no hay dinero más soso que el que uno deja a sus herederos cuando se muere. Es necesario irse al otro mundo sin poder contar por allá algo de lo poco bueno que hay en este; y luego, si viene la liquidación, si tocan a desamortizar, es triste cosa que le limpien a uno sin haber sido sanguijuela por un poco de tiempo. El trabajo es bueno, magnífica cosa, sí señor, admirable en extremo; y los holgazanes que se aprovechan del trabajo del pobre para gozar, son unos pillos, sí señor, grandes tunantes; pero el obrero que tiene una ocasión de introducirse, siquiera sea por breve tiempo, en el palacio encantado de los goces mundanos, debe hacerlo, aunque no sea sino por conocer el género de vida de las sanguijuelas y tenerlo en consideración el día en que se ajusten cuentas. Él (Juan Bou) había pensado esto, y sacado en consecuencia que las teorías puras no resuelven la cuestión social; es preciso estudiar prácticamente los excesos de la holgazanería.
Aprobó Miquis cumplidamente estas ideas y con toda energía excitó a su amigo a probar las escasas dulzuras de esta corta vida, ya que sin quererlo tenemos siempre entre los labios sus amarguras, y pues la ocasión de ser dichoso no se presenta siempre, aprovéchese cuando viene, que tiempo hay de sobra para privaciones, disgustos y penas.
«Supongo -añadió- que andaremos en coche y a caballo, que tendremos buena mesa y palco en el Real».
Echose a reír Juan Bou y dijo que no pensaba correrse mucho, ni hacer el oso, ni ponerse en ridículo como un indianete sin seso; que tan sólo obsequiaría a cuatro amigos, y que sin abandonar su taller, trataría de ver qué sabor tiene la sangre del pueblo.
Después nombró Miquis a la ingrata, y oído su nombre, se puso tan serio el otro, que parecía haber perdido en un instante todo su contento. No habrían dejado aquí un tema tan del gusto de ambos si en aquel punto no hubiera entrado D. José, el cual se turbó al ver al médico. Bou, también algo turbado, pidió perdón a Miquis y se fue con Relimpio a un despachito cercano, donde Augusto les oyó secretearse.
«Le ha traído una carta o recadillo -pensó el doctor, proponiéndose no darse por entendido-. Ya, ya...».
Don José salió, al parecer con otra esquela o recadito verbal, aunque es más probable que llevara lo primero, y al salir habló a Miquis del tiempo, de política, de Cánovas y de que las tropelías de los ingleses en el campo de Gibraltar daban motivo a España para exigir de Albión que nos devolviera aquel pedazo de nuestro territorio. Augusto se mostró conforme con estas patrióticas ideas y le dejó marchar, compadecido de su aspecto caduco y del azoramiento que el semblante del pobre viejo declaraba. Convidado por Bou al banquete que celebraba a la siguiente noche, fue D. José vestido con su levitita anticuada y su corbata azul de alfiler. Grave y silencioso estuvo toda la noche, sin que los demás comensales pudieran comunicarle su alegría. Era tan flojo de cerebro, que en cuanto bebía dos copas se ponía perdido, y he aquí que al probar el Champagne, el buen tenedor de libros, después de haber dado varias pruebas de no ser dueño de sus ideas, se dirigió a Juan Bou y con lengua solemne aunque torpe, le dijo:
«¡Caballero, usted me dará una satisfacción, o me veré obligado a llevar la cuestión a un terreno...!».
Todos prorrumpieron en risas. Exacerbado con ellas el humor pendenciero de D. José, se puso éste como la grana, y uniendo el gesto impetuoso a la dicción enfática, añadió:
«Porque usted se empeña en mancillar el honor de una joven de altísima familia, y yo no permito, ¿lo entiende usted?, no permito... ¡yo que soy su segundo padre...!
-Tiene razón -dijo Miquis-. Esto no puede quedar así. El lance es inevitable.
-Inevitable -gritó Relimpio descargando el puño sobre la mesa y rompiendo un plato-. Elija usted hora y arma. Si quiere usted, a la hora del alba...
-Al matutino albore...».
Lo más particular fue que Bou, que también era hombre incapaz de llevar con aplomo tres copas de vino blanco, empezó a disparatar. Primero se rió mucho, después todo su empeño era abrazar a D. José y llamarle su amigo. Relimpio, por el contrario, más se enfurecía a cada instante. Los otros le incitaban, y sabe Dios cómo habría concluido el lance si el catalán, que brindaba a cada momento, no diera de improviso con la mole de su cuerpo en tierra.
Levantose en esto D. José y señalando con dramático acento el cuerpo que parecía cadáver, dijo:
«¡La suerte me ha sido favorable, caballeros, señal de mi derecho! ¡Le he matado!... He salvado el honor de una eminente doncella, de aquella hermosa entre las hermosas, de aquella oriental perla, de aquel serafín...».
Dio tres o cuatro pasos en falso, giró como un trompo, y fue a caer en un diván de hule, donde Miquis le mojó la cara.