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La desolación de Castrovirreina

De Wikisource, la biblioteca libre.
Tradiciones peruanas: Segunda serie (1893)
de Ricardo Palma
La desolación de Castrovirreina


Crónica de la época del decimoctavo Virrey del Perú

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Doña Teresa de Castro, esposa del virrey D. García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, llegó a Lima en 1590, acompañándola muchas damas, parientas y amigas suyas, la mayor parte solteras, y que, a poco hacer, encontraron maridos acaudalados en esta ciudad de los reyes, Ateniéndonos al testimonio de un cronista, pasaron de quinientas las personas que se embarcaron en Cádiz para seguir la suerte que Dios deparase a la virreina.

Fue D. García el primer virrey a quien se permitió venir al Perú con su esposa. Entró ésta en Lima un día antes que su marido, en una litera tapizada de terciopelo carmesí, acompañada de doña Magdalena de Burges, mujer del caballero a quien traía por secretario el marqués. Tras la litera venían lujosos carruajes y en ellos la camarera mayor doña Ana de Zúñiga y quince dueñas y meninas. Las criadas de éstas, que ascendían a cuarenta mujeres españolas y todas jóvenes, llegaron a la ciudad por la noche. La recepción de doña Teresa fue para Lima una verdadera y espléndida fiesta. Con la virreina vino también de España una banda de música.

Minuto más minuto menos, doña Teresa frisaba por entonces en los veinticinco años, y a rancios cuarteles de nobleza unía gran fortuna y deslumbradora beldad. Ella fue la primera que estableció en los salones de palacio la etiqueta aristocrática de una pequeña corte y la galantería de buen tono.

Hablábase mucho, a la sazón, del descubrimiento de poderosas minas de Plata en uno de los distritos de Huancavelica, y no era escaso el número de españoles que, soñando con un nuevo Potosí, abandonaban el templado clima de la capital para aventurarse en esos riscos, cuyas entrañas escondían el precioso metal.

Una mañana presentose un indio en el patio de palacio, seguido de varios llamas cargados de barras de plata, solicitando la merced de hablar con la virreina. Acogiolo ella con su genial bondad; y el indio, después de obligarla a aceptar, como si fuesen bizcochuelos, las consabidas barras y excusarse por la mezquindad del agasajo, la pidió que sacase de pila una hija que en su pueblo le había nacido. Doña Teresa, por más honrar al futuro compadre, no quiso conferir poder para que otra persona la representase como madrina y prometió que antes de quince días se pondría en camino para la sierra. Loco de orgullo y de gusto salió el indio de palacio y sin pérdida de tiempo regresó a sus hogares para preparar un recibimiento digno de comadre de tanto fuste.

Cinco o seis semanas después, doña Teresa de Castro, con varias señoras de Lima, un respetable oidor de la Audiencia, tres capellanes, gran séquito de hidalgos y cincuenta soldados de a caballo, hacía su entrada en el miserable pueblecito del indio. Este había tapizado con barras de plata el espacio que mediaba entre el sitio donde se apeó la virreina y la puerta de su choza.

Al siguiente día tuvo efecto la ceremonia bautismal y con ella la formación de una nueva villa.

Así cuenta la tradición popular el origen de Castrovirreina, y a falta de otra fuente histórica a que atenernos, aceptamos el relato del pueblo, que si non è vero è ben trovato.

Castrovirreina se encuentra situada en una altura y es riguroso el frío que en ella se experimenta. Las minas están esparcidas en los cerros inmediatos. Se halla a cuarenta leguas poco más o menos del mar, y a diez y ocho de Huancavelica. Tuvo un convento de franciscanos, iglesias, hospital y capillas.

La nueva villa progresó mucho con la abierta protección que le dispensara el virrey D. García, quien, para impulsar el laboreo de las minas, la señaló dos mil mitayos o peones indígenas. No creemos que fuese tan fabulosa como la de Potosí y otros asientos la riqueza de Castrovirreina; pues en los tiempos del marqués de Salinas se pensó el abandonar el trabajo «porque -dice un historiador- aunque de ley razonable, los metales eran pocos y muy duros de labrar, necesitando de quema, con grave daño de los indios y dando las minas a pocos estados en agua».

Sin embargo, en los tiempos del virrey príncipe de Esquilache (1615 a 1621) la producción anual de Potosí era de cinco mil quilates de plata, la de Oruro de setecientos y la de Castrovirreina de doscientos; «bien entendido -añade el mismo historiador- que todas esas cifras reposan sobre datos y apreciaciones oficiales, que la extensión del contrabando dejaba a gran distancia de la verdad».

Este dato nos hace presumir que en la época de su fundación debió ser verdaderamente alucinadora la riqueza de Castro virreina.

Hoy las minas están casi abandonadas, la población ha disminuido muchísimo y la villa no es sombra de lo que fue. Veamos lo que produjo esta desolación, sujetándonos siempre al relato popular.


II

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El Excmo. Sr. D. Diego de Benavides y de la Cueva, conde de Santisteban del Puerto, comendador de Monreal en el hábito de Santiago y que había sido virrey de Navarra, entró en Lima el 31 de julio de 1661. «Fue el conde -dice Peralta- de grandes virtudes, sobresaliendo en las de piedad, devoción y liberalidad, y adornado de alto ingenio, erudición y poesía, como lo justifica su libro titulado Las horas sucesivas, volumen de versos latinos que existe en la Biblioteca Nacional».

La ordenanza de obrajes en protección de los infelices indios y la habilidad con que administró las rentas públicas, llegando a tener el Tesoro en vez de déficit un sobrante de medio millón, bastan para hacer la apología de este virrey.

Amagos piráticos, un terremoto que en 1664 arruinó a Ica pereciendo más de cuatrocientas personas, epidemias de tifus y viruela y los primeros disturbios de los hermanos Salcedo afectaron el ánimo del anciano y bondadoso virrey, ocasionándole la muerte en 1666. Su cadáver fue depositado en la iglesia de Santo Domingo.

Las armas de los Benavides eran: escudo cortado con un bastón de gules y león linguado y coronado: bordura de plata con ocho calderas de sable.

Por entonces, los ricos mineros de Castrovirreina quisieron imitar el lujo, los caprichosos dispendios, las vanidosas fantasías y la manera de ser de los de Potosí y Laycacota. Las procesiones eran un incentivo para ello; y aquel año, que no podemos determinar con fijeza, eran grandes los preparativos que se hacían para la fiesta del Corpus.

Disputábanse el alferazgo o prerrogativa de llevar el guión y de hacer los gastos de la fiesta y del banquete dos de los mineros más poderosos, criollo el uno y español el otro. Llegado el día de hacer la elección en Cabildo triunfó el español por mayoría de un voto, y celebró su victoria con música y cohetes, exasperando así más si cabía al partido desairado.

La procesión fue suntuosa. Arcos formados de barras de plata se ostentaban en todo el tránsito, y las familias españolas se habían echado encima todo el baúl de alhajas y los mejores trapitos de cristianar.

El alférez con la insignia de su cargo iba más orgulloso que la mitad y otro tanto. Vestía jubón y calzón corto de finísimo terciopelo azul, capa de caballero de Alcántara y sujeta al cuello por una cadena de oro una espléndida cruz de brillantes.

A poco andar de la procesión, asomó por una esquina el vencido criollo con un grupo de sus parciales, y se lanzó a arrebatar el guión de manos del alférez. Los españoles estaban prevenidos para el lance, y por arte de encantamiento salieron a relucir espadas, puñales y mosquetes. Los indios, igualmente armados, acudieron por las bocacalles, y empezó entre ambos partidos un sangriento combate. Claro es que todos peleaban alentados por

los tres reyes del Oriente,
vino, chicha y aguardiente.


Aun en nuestros republicanos tiempos han tenido lugar idénticas escenas en las fiestas religiosas de algunos pueblos, y aquí viene a cuento una historia auténtica y contemporánea.

No hace mucho que en Huancavelica, y para la fiesta de San Sebastián, se dividían los indios en dos partidos, y después de un combate a palos y de las víctimas consiguientes, el bando vencedor se llevaba la imagen del santo y atendía a su culto durante el año. Los vencidos guardaban su enojo para el año próximo, reforzaban sus filas, y casi siempre en la batalla salían vencedores. Hubo al fin un prefecto bastante ilustrado y enérgico, que prohibió la procesión. Los indios llevaron pocos días después ante el prefecto a San Sebastián con un recurso en la mano. El memorial estaba escrito en papel sellado, llevando por sumilla esta cuarteta:

«San Sebastián ante usía,
con el debido respeto,
pide revoque el decreto
que promulgó el otro día».


Diz que el prefecto estuvo tentado de proveer, para escarmiento de santos demagogos: San Sebastián a la cárcel; pero, pensándolo mejor, hizo regresar la efigie al templo y poner en chirona a los cabecillas. El decreto prefectual subsistió, y parece que no se han repetido los escándalos antiguos.

Este memorial de San Sebastián nos trae a la memoria el que dirigieron a un obispo dos mujeres, a quienes el nuevo cura de la parroquia suprimió de improviso el pago de una pensión alimenticia, que su antecesor, para apartarlas de pecadero, les había asignado sobre el producto del cepillo de las ánimas. Decía así el memorial:

«Ilustrísimo señor:
Era el cura anterior un agnus Dei;
pero puesto que el nuevo es un qui tollis
y no es posible ya peceata mundi,
señor obispo, miserere nobis».


Volvamos a la procesión del Corpus en Castrovirreina.

Algunos muertos y heridos contábanse ya de ambos bandos, sin que la ventaja de la lucha se pronunciase por ninguno. De pronto, el sacerdote que llevaba el Santísimo cayó al suelo, mortalmente herido en el pecho. Una bala, destrozando un rayo de oro de la custodia, lo había atravesado.

La consternación fue general, el espanto se apoderó de los ánimos, cesó el combate y los indios se dispersaron.

Y como si un anatema del cielo hubiera caído sobre Castrovirreina, empezó la desolación del asiento. Unas minas se derrumbaron, otras dieron en agua, y para colmo de desdichas una epidemia que los naturales llamaron ferro-chucco, y que presumimos fue el tifus, arrebató dos tercios de la población.

Bajo el gobierno del virrey conde de Castellar se decretó la traslación de las cajas reales y mitayos de Castrovirreina al mineral de Otoca, en la provincia de Lucanas.

Carlos IV, en los primeros años del presente siglo, encomendó mucho al intendente Vives que procurase restablecer los trabajos en Castrovirreina y devolver al mineral su pasada importancia. Pero los esfuerzos de Vives fueron estériles.

La custodia, con el rayo de oro roto por la bala, se conservaba en la iglesia hasta la época de la Independencia, en que desapareció robada por unos soldados de la división del general Arenales.