La destrucción de un molino/II

De Wikisource, la biblioteca libre.
I
La destrucción de un molino (1893)
de Kostís Palamás
traducción de Antonio Rubió y Lluch
II
III

Pasó un año: un año que bastó para señalar grandes cambios en los personajes y en la escena de nuestra pequeña historia. El capitán Mitros no salía hacía ya algún tiempo á dar sus paseos matutinos, atormentado en su casa por una terrible gota: el señor Timoteo, había regresado de nuevo á Atenas con licencia, hecho todo un médico, y sin cuidarse de otra cosa que de procurarse una buena clientela. En la isleta ya no quedaba ni un vestigio del histórico molino. En su lugar se levantaba un elegante pabellón de madera, en el que se había instalado un diligente y emprendedor cafetero, el cual atraía los domingos la mejor sociedad de la ciudad, alrededor de las mesas, para gozar de los sones de una música militar, y en las noches de verano, de la brisa marítima y de la luz de la luna, que se reflejaba mágicamente en las muelles aguas, como en un mármol azulado.

El sol se ocultaba sumergiéndose en el mar y los colores del ocaso mezclados en perfecta armonía y con brillante explendor, por el docto pincel de la naturaleza, se debilitaban y borraban lentamente en los confines del horizonte. Un solo color, el de púrpura, pujante y oscuro, el más expléndido y regio de los colores, se derramaba con energía en ligeras y obscuras líneas, hasta los más lejanos y apenas perceptibles montes, y caía sobre el mar en toda la extensión del Occidente, y su reflejo magnífico sobre las olas tranquilas, hacía el efecto de un misterioso y coralíneo país de espíritus y nereidas en el momento de su emersión del abismo del mar, para admiración de nuestros mortales ojos. En aquella hora el señor Timoteo, apoyado en la ventana de su casa, fijaba más su atención en el movimiento extraordinario de la isleta, que en la magnífica pero en aquel horizonte ya acostumbrada decoración de la puesta del sol. El dueño del café había traído de Atenas una compañía cantante de bohemias, las cuales aquella noche debían cantar en un estrado levantado á propósito. A causa de esto, no sólo las mesas del café, sino que también casi todo el circuito de la isleta fueron ocupados por una multitud de curiosos y amantes de novedades. El señor Timoteo tomando su sombrero se disponía también á dirigirse allí, cuando se le presentó la vieja sirvienta del capitán Mitros.

—Señor doctor, hace algún rato que al capitán le han sobrevenido agudos dolores; tiene fiebre. Os suplico que tengáis la bondad de llegaros hasta allí. Cabalmente ahora falta nuestro médico. Os lo pide por favor el mismo capitán. Desde aquella mañana en que un año antes el médico y el viejo soldado se habían dejado llevar del atractivo de sus dulces y grandes recuerdos, delante del molino, el señor Timoteo no le había visto. Le volvió á reconocer ahora en su casa, tan vieja como él, dentro de su ancho cuarto de invierno, con una gran chimenea cuya cónica bóveda salía bruscamente de la pared, con los rincones cubiertos de telarañas, con el pavimento gastado y crujiendo ruidosamente bajo los pies, con su techo sostenido por amenazadoras vigas, con sus paredes ennegrecidas y sin revoque alguno, con su ancho sofá, con su trofeo suspendido encima de él, de antiguos sables y enmohecidos fusiles, y por último, con el acostumbrado altarcito o iconostasion delante del cual ardía una lámpara medio apagada. Encima del sofá estaba tendido el capitán Mitros. En el espacio de un año había envejecido mucho. Las concavidades de las mejillas se habían hecho más profundas, y el semblante llenado de arrugas.

—Ah, doctor! Caronte ha dado orden de prenderme y me tiene tan cogido como puede. ¡No creo que esta vez pueda escaparme! exclamó con débil voz y sonrisa melancólica.

El médico animándole, dictó algunas recetas y se dispuso á retirarse; pero el capitán Mitros, ni sano ni enfermo, soltaba fácilmente á los que con él se encontraban. Comenzó, pues, á preguntar con interés al joven respecto de sus asuntos.

—¿Y desde cuando ejerces de médico, hijo mío?

— Hace pocos días que llegué, mi capitán.

—¿Y en dónde estabas?

—Estaba en Atenas con licencia, y ya véis me vine aquí. Dos días después de aquél que nos encontramos en el molino, me marché de aquí, y no había vuelto. ¡Ha pasado un año cabal! ¿Lo recordáis, capitán?

—¡En el molino! exclamó el viejo con violencia. ¿Pues qué? ¿no lo quitaron de en medio? Estos cafeteros hacen lo que quieren. Cada día van peor las cosas.

El señor Timoteo sólo se acordó entonces que desde que había vuelto, con sus muchos cuidados, no había tenido curiosidad de preguntar por la vieja ruina, que en otro tiempo fué causa para él, de extraña conmoción, y que al volver no encontró va en su sitio; únicamente había oído decir que había sido derribado por el municipio. Y entregándose inconscientemente al sentimiento de la curiosidad, preguntó:

—Pero ¿cómo fué esto, capitán?

—¡Cómo fué! ¿y es posible que no lo sepas? y se sentó con pena encima del lecho.

—No sé nada, capitán. Ya os lo dije: llegué anteayer. Pero no es conveniente que ahora habléis, añadió observando que excitaba involuntariamente al viejo á una larga conversación. Volveré mañana y entonces hablaremos. Ahora tenéis necesidad de silencio de reposo.

—No tengo necesidad de nada de eso, contestó el viejo olvidando sus males y su debilidad ante el deseo imperioso de desahogar su pena. Conviene que lo sepas para que veas á que estado hemos llegado. Han pasado de entonces cinco ó seis meses, pero no lo olvidaré nunca.

Y sin dar tiempo al médico, prosiguió con viveza y animación:

—Un día por la mañana, salí como de costumbre para tomar el aire. Al llegar delante el molino veo mucha gente á su alrededor. Me acerco para preguntar lo que ocurre.—El molino, me dicen, se ha vendido y van á derribarlo. —El municipio, en efecto, tomó la resolución de derribarlo y de vender las piedras. El señor Salvador las compró, y se presentó con albañiles y carros para procederá su destrucción y llevarse sus restos. Me pareció que era á mí á quien se destruía. Vuelvo los ojos á derecha é izquierda; unos se detenían para pasar el rato, otros hablaban ó estaban con la boca abierta; todos indiferentes. Comencé ti dar vueltas de un lado á otro; estaba á punto de estallar. ¿Sabes lo que oí de boca de éste y de aquél y del de más allá? —¡Gracias á Dios! —¡Ya era hora de quitar de en medio este mamarracho! —Ahora sería bueno que arreglasen este sitio y que levantaran una fonda. —¡Qué bien que sonaría aquí la música! Si yo pudiera, levantaría aquí un café que metería ruido, no como el café que dicen va á construir el señor Salvador; en verano baños, por la noche café chantant, en fin que sé yo! —Y estas cosas las decían hombres ilustrados, abogados, señores, mujeres, jóvenes...

¡Qué cólera me daban! Me parecía que se burlaban de mí con lo que decían. Me encendía cada vez más y mi imaginación volaba como un pájaro. Veía la isla en el momento de la destrucción, el molino cuando le rodeaban los Arbanitas, los cinco hermanos sembrando fuego y llamas, á Tassos Tassoulas...

El viejo con un violento movimiento se sentó en la cama.

—Capitán, sentáos poco á poco: lo mejor sería que no hablárais, porque esto os perjudica, se apresuró á decir el joven médico.

—Doctor, no puedo dejar de hablar; tú eres todo un hombre; no eres un cualquiera como aquéllos. Todos los que daban vueltas por aquí, que discutían ó que reían con la boca abierta, me parecían peores que aquellos Turcos que querían destruir el molino. ¿Y sabes, doctor, qué cosa me vino á la imaginación? Lo recuerdo como si fuera ayer. Hace unos veinte años fui á Atenas para negocios propios. ¿Sabes cuando? En la época en que el temporal derribó la columna del Olímpico. Un día al pasar por delante de una tienda, oí muchos gritos é imprecaciones. En la parte exterior se había reunido mucha gente. —¿Qué ocurre? pregunté. Averiguo que la causa de la disputa era una antigua estatua en manos de un droguero que tenía la tienda. Vaya, á ver que será aquella antigualla, pensé para mis adentros; empujo á derecha é izquierda y al fin consigo hallarme delante de la puerta de la tienda. Un hombre viejo, enfermo, envuelto en un paletó negro, —repito, lo recuerdo como si fuera ayer—tenía en las manos una estatua, no sé si de hombre ó mujer, porque se me ha ido de la memoria: era amarillenta, llena de tierra, y le faltaban las manos y la cabeza; sería una magnífica estatua, porque con todas estas faltas, parecía que había de moverse. Disputaban sobre ella el viejo, que era un maestro, y el droguero; el maestro estaba nombrado para la inspección y adquisición de antigüedades, trataba de arrebatar la estatua, conforme la ley ordena, del poder del droguero que la había hallado cavando unos cimientos para edificar una casa. El droguero gritaba: ¡Es mía! ¡la encontré con mi trabajo! —¡No es tuya! ¡la ley no lo permite! —Es mía, repitió volviendo á la carga el droguero, y extendiendo la mano para tomarla de manos del maestro. Pero el viejo sin perder tiempo, soltó un puñetazo á la cabeza del droguero; estrechó la estatua en sus brazos, como un padre á su hijo, y echó á correr con todas sus fuerzas.

En aquella ocasión, repito, me vino á las mientes el caso del maestro con su estatua, y lo confieso, me avergoncé de mi mismo.

¿Había de ser yo menos que el hombre de letras de Atenas? dije para mis adentros. ¡Además no todos estos son drogueros, no! no dejaré que destruyan el molino. ¿Qué he de temer? Nosotros no temimos á los Tsamides que se arrojan á la guerra como á una mar gruesa; nosotros no temimos á los Liapides que tienen tanta malicia como falta de estatura, ni á los Gekides, ni á los Toskides, ni á los Arapides, ni á nadie...

El viejo calló un momento, inclinando la cabeza en la almohada, para gozar más profundamente del encanto de sus gloriosos recuerdos. El médico, aprovechándose de su tranquilidad, se marchó hacia la puerta para llamar á la vieja criada y darle las debidas instrucciones para el cuidado del enfermo. Deseaba marcharse sin ser advertido: el viejo entretanto, inocente y última reliquia quizás de aquella gran generación, disputada ya por la muerte, pero conservando en sus últimos días toda la fuerza y la grandeza de los tiempos y de los hombres de la Revolución, se reaccionaba recibiendo su imaginación con viveza y con rapidez todas las impresiones de aquellos tiempos. El capitán Mitros se le representaba como el molino viviente, próximo á derrumbarse ante los golpes de la guadaña del tiempo. Y se acordó del encuentro con el capitán un año antes, junto á las ruinas, y de aquella hermosa mañana; de las Nereidas, de los cinco hermanos, y no se atrevió á marcharse, pues le pareció que despreciaba, obrando así, las palabras y el dolor del pobre viejo. Mas antes, el ruido de sus pasos sacó al capitán Mitros de sus meditaciones, y volvió de nuevo á sentarse.

—¡Es verdad, capitán! dijo el médico, procurando reanudar la conversación con el viejo. Á haber tenido vergüenza, no hubieran derribado el molino.

—¡Sí, le derribaron! ¡Ellos le derribaron! Corrí como si no tuviera más de setenta años, levanté mi bastón y di con él un golpe á la espalda de un albañil que había escalado el techo con una hacha. —¡ldos al diablo! ¡Nadie tiene derecho a destruir el molino! grité con fuerza. Todo el mundo corrió hacia mí y se detuvo; los trabajadores se quedaron con la boca abierta. El señor Salvador, el comprador, acudió presuroso. Creyó que reivindicaba la propiedad del molí no y díjome que acudiera á los tribunales pero que dejara que los hombres prosiguieran su trabajo. —¿Qué es lo que dices? le repliqué, el molino no es tuvo, ni mío, ni del municipio; el molino es de la nación: no puede derribarse. El molino es de la Revolución. Aquí en la época de la destrucción y de la ruina se consumó la mayor hazaña. Aquí se mostró el heroismo. Dentro de él combatió Tassos Tassoulas con sus hermanos. Nuestros bienes, nuestras casas las destruyeron los Turcos. El molino nos quedó en ruinas; se mantuvo como se aguantan todavía en sus pies, los héroes de la independencia. Rangos, Rabinos, Canaris tantos otros. ¿Mataríamos acaso hoy á Rangos, á Rabinos á Canaris? ¡No! sino que les damos galones y les honramos. Diréis que los hombres son hombres, y las piedras son piedras. Si así discurrís, también la imagen es madera, el sepulcro de vuestros padres, tierra; la bandera, un pedazo de paño, y así por el estilo. —Estas y otras muchas cosas dije. ¡Cómo he de ir á acordarme de todas! Mis palabras no cayeron en terreno estéril. Algunos se rieron, gente de letras en su mayoría, pero dos ó tres dueños de barcos que se encontraban allí, algunos marineros soldados, gente honrada toda, comenzaron apoyar mis palabras. —Tiene razón. La verdad siempre es verdad. ¡Es una vergüenza! murmuraban entre ellos. Entonces yo...

En aquel instante se oyeron frenéticos aplausos que estallaron en el café cantante de la isla, acompañados de gritos ruidosos y desaforados. La suave brisa de la tarde llevó hasta la habitación del capitán Mitros la ruidosa y extranjera canción de Marica.

Cuando los viejos loquillos
Quieren hacer el amor.
Las niñas les dan espinas
Espinas en vez de flor.
¿Lo entiendes, lo entiendes, viejo,
Viejo, lo entiendes bien?

—¡Así reventarais, cochinos! exclamó el viejo con asco. —Después continuó. —Entonces reuní aquella buena gente y la dije: Decidme por vida vuestra: ¿Hay una necesidad, un deber mayor, que el de recoger la piedra más pequeña que nos recuerde nuestra gloria? Así encontramos las cosas, así hemos de dejarlas. Jamás se habló con más razón en ocasión alguna. —¡Cumplid vuestra obligación!—gritó irritado ya el señor Salvador. —¡No destruirán el molino!—repliqué yo con voz más alta. —No lo destruirán, exclamaron conmigo unos veinte bravos. Así lo hallamos, así lo dejaremos. — Mas hé aquí que en aquel momento se presenta el prefecto con todos los agentes de policía. Así que les vió se le ensanchó el corazón al señor Salvador.

—¿El señor Katramis? preguntó el joven con aire distraído.

—No, este es el de ahora; yo hablo del otro, del antecesor. ¿No lo recuerdas?

—¿Y qué dijo el señor prefecto? preguntó el joven, procurando detener los deseos descriptivos del viejo. Pero el grosero canto resonó de nuevo interpretado por una voz todavía más grosera.

—¿Qué dijo el prefecto? prosiguió, como si su cólera subiese de punto al oir aquel canto. ¡Qué había de decir un usurero, un impío, un hombre que hizo una fortuna apoderándose de las tierras de éste y de las viñas de aquél; un hombre que edificó su casa a costa de la vida del vecino, con juramentos falsos y escrituras fingidas, un hombre á quien hizo prefecto el temor que le tenían y la fortuna que poseía. Qué había de decir! ¿Sabes lo que me dijo? Esto son discursos en el aire, capitán Mitros. No se pierde el patriotismo con dos ó tres piedras viejas que se destruyan, cuando tiene su objeto el destruirlas. No arméis escándalos: ya sabéis que todo este lugar desde hace muchos años es propiedad del municipio. —¡Propiedad del municipio, señor prefecto, es verdad, pero para levantar á su alrededor una verja de oro! —¡Esto es lo que nos mata! dijo el prefecto con voz más fuerte y fuertes carcajadas. ¡El patriotismo se nos come! Todo eso de que el cuello del griego no sufre el yugo, y otras pasmarotadas por el estilo. Nada de esto es práctico. Si ponéis en el presupuesto cada piedra de la Independencia, entonces lo hallaréis excesivo. ¡Malos negocios son estos! ¡Las piedras se nos comen! ¡Los sabios de Atenas pasan el tiempo inclinados encima las piedras! ¡Por esto siempre tropezamos y no podemos marchar adelante! No sabemos lo que nos conviene. Por las piedras se hacen excavaciones, por las piedras se gasta el dinero. Si entienden algo de ellas, os dejo cortarme la cabeza. A lo menos en Atenas se encuentran mármoles, que valen algo: y cuando no, el mármol se vende y se saca de él dinero. —¡No sé como me aguanté y no le solté un bofetón! —¡No destruyáis el molino, por el nombre de Dios! ¡que lo digan esto gente sin seso, pase; pero en cabal juicio!... —El municipio es pobre, tiene necesidad de dinero, replicaba el prefecto. Queremos calles, faroles, caminos, sobre todo caminos ¡la comunicación es el patriotismo! —La usura es el patriotismo, estuve por decirle. —Necesitamos dinero. Las piedras son buenas, son de oro, tan sólo cuando dan dinero, y nada más que por eso. Las piedras se venderán, el lugar se alquilará; el municipio quiere dinero. El patriotismo no está en las piedras. —Estas otras muchas cosas dijo el señor prefecto.

—Y al fin ¿cómo derribaron el molino, capitán Mitros? preguntó el joven.

—¡No lo destruyeron! ¡qué habían de destruirlo ellos! respondió con desprecio el capitán Mitros. Y se animó por grados, y sus mejillas descoloridas se colorearon y brilló su mirada; en fin su situación era capaz de poner intranquilo á cualquier médico.

—¡No lo derribaron! el prefecto ordenó á los polizontes que cercaran el molino y trajo consigo gendarmes de á caballo, para que no pudiéramos hacer nada. Sin pensarlo se había reunido todo el lugar. Poco más ó menos sería esta hora; no, un poco antes; cuando iba á ponerse el sol.

—¡Adelante y acaben de una vez! dijo el prefecto. Un albañil torna una escalera y se dispone á empuñar su pico.

—¿Y vosotros, qué hicisteis?

Nosotros no tuvimos tiempo de pensar lo que convenía hacer.

—¿Porqué, qué sucedió?

—¿Qué sucedió? in aquel momento el molino crujió, hizo un gran krrr. y casi antes de que se acercara la escalera el azadón, se hundió por todos sus costados en un instante, como si le derribara un terremoto. Dirías que era un hombre á quien hiriera un rayo. ¡No! Dios no lo quiere, señor prefecto. Cuando una cosa es injusta, hasta las piedras tienen voz para acusar. ¡No, señor prefecto! ¡no derriba un albañil, lo que no derribaron cañones turcos! Tassos Tassoulas fue muerto, pero no le tocó la mano de ningún Arbanita.

De repente cesó la animada conversación del capitán Mitros. Cayó pesadamente sobre el lecho, y cerró con indolencia los ojos. Las emociones de su relación habían enardecido su fiebre.

Cuando el médico salió de la casa, era ya de noche. La obscuridad y la calma de la ciudad contrastaba con la vista del espectáculo luminoso de la isla, alborotada con los cantos, los gritos y los golpes de bastones, y el barullo de la concurrencia, sobre el cual resonó la canción de Marica, concluida en tono alto y triunfal:

Los viejos se vuelven locos
Se vuelven locos los viejos.
Corren amores y quieren
La primavera en invierno.
¿Lo entiendes, lo entiendes viejo,
Viejo, lo entiendes bien?