La devoción del Rosario/Acto II

De Wikisource, la biblioteca libre.
Acto I
​La devoción del Rosario​ de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto II

Acto II

(Salen ARCHIMA AMET y SULTÁN, moros.)
ARCHIMA:

  ¿Qué hacen esos esclavos?

SULTÁN:

Apenas el sol los ve.

ARCHIMA:

¿Y los papas que compré?

SULTÁN:

Esos blasonan de bravos.

ARCHIMA:

  Hazles peor tratamiento
que a los demás.

SULTÁN:

Su paciencia
les sirve de resistencia
y de humilde sufrimiento.

ARCHIMA:

  Si te digo la verdad,
sultán, no hay noche ninguna
que en sueños no me importuna
alguna sombra o deidad.
  Que Antonio siga hasta tanto
que se vuelva moro, y de esto
anda triste y descompuesto,
y aun después que me levanto,
  suele aquesta misma sombra
la imaginación cansarme.

SULTÁN:

¡Extraña cosa!

ARCHIMA:

Y mostrarme
tantas, que el alma me asombra.

(Salen LUCIFER y SATANÁS.)
SATANÁS:

  ¿No hemos de salir con esto?

LUCIFER:

O no ser yo quien soy
o le habemos de ver hoy
el traje africano puesto.

SATANÁS:

  Cuentas que da cada día
de su devoción a Dios
han hecho que de los dos
no aproveche la porfía.
  Llega, y al dueño tirano
este pensamiento infunde
para que en su mal redunde.

LUCIFER:

¿Cómo no quieres, villano,
  castigar aquel Antonio
hasta que deje su fe?

ARCHIMA:

De que ya le castigué
su sangre da testimonio.

LUCIFER:

  Apriétale hasta que deje
la ley de Cristo.

ARCHIMA:

Sí haré.

SULTÁN:

¿Con quién hablabas?

ARCHIMA:

No sé.

LUCIFER:

Dale, aunque al cielo se queje.

ARCHIMA:

  Hoy, sombra, cualquier que seas,
palabra te doy de hacer
que muera o se ha de volver
a la ley que tú deseas.
  Vete en buen hora al lugar
que tienes en tierra o cielo.

LUCIFER:

No hay en el cielo ni suelo
donde me dejen estar
  si entre vosotros no estoy
o con los indios resido,
pues el cielo que he tenido,
el ser que en efecto soy,
  no me duró sola un hora;
era corto para mí:
que como cedro subí
y amanecí como aurora.

(Vase.)


SULTÁN:

  ¿Qué tienes?

ARCHIMA:

No sé, sultán.
Saca luego de los hierros
aquesos cristianos perros
por quien tormento me dan.

SULTÁN:

  Voy.

ARCHIMA:

Camina.

SULTÁN:

Aguarda un poco
y lo que pasa verás.

(Vase SULTÁN.)
ARCHIMA:

Sombra, ¿qué pretendes más,
si no es que me vuelva loco?
  ¡Vive Alá, papa cristiano,
cualquier que seas, que hoy
has de morir, pues estoy
más esclavo de un tirano
  por ti que lo estoy de mí!

(Salen SULTÁN, FRAY ANTONIO, COSME y MARCELA, los tres cautivos.)
SULTÁN:

Hoy, perros, pienso mataros.
Que quiere ver azotaros
Archima Amet aquí.

ANTONIO:

  Con acabar nuestra vida
acabarás nuestra pena.

ARCHIMA:

¿Es buena esta vida?
Buena,
y más si es por Dios sufrida.

ARCHIMA:

  Deja, Antonio, esa locura;
adora en Mahoma y mira
que te amenaza su ira.

ANTONIO:

¡Virgen santa, Virgen pura,
  Virgen más clara que el sol,
favoreced vuestro esclavo!

SULTÁN:

Préciase el perro de bravo
más que si fuera español.
  ¡La ropa fuera ya, perros!
Tiéndanse en tierra.

(Desnúdanse y échanse de bruces.)
COSME:

¡Ay de mí!
Padre Antonio, que por ti
vine a verme en estos hierros.

ANTONIO:

  Diga, hermano, que por Dios.

COSME:

¿Quién le metió que yo fuese
con él a Sicilia y viese
tanto mal para los dos?
  ¿No me estaba yo muy bien
en mi santa portería,
donde a mis horas comía,
donde cenaba también?
  ¡Ay mi huerta de San Marcos!
¡Ay mi santo refectorio!

ANTONIO:

Otro más raro es notorio
le espera y mil triunfos santos,
  donde cenará algún día
a la mesa del Cordero.

COSME:

Así, padre, en Dios lo espero
pero como yo comía
  tan libre de aquestos hierros
en mi refectorio a ratos,
cercado de tantos gatos,
muérome entre aquestos perros.

ANTONIO:

  Ya, hermano, yo estoy desnudo.

SULTÁN:

Tiéndase, pues.

COSME:

¿En qué cama?

ARCHIMA:

¿Cuándo te cansarás? Llama
dos calabreses membrudos.

COSME:

  Mirad para en acabando
qué colación apercibe.

ANTONIO:

Por Dios, Cosme, los recibe,
que Dios nos está mirando.

COSME:

  ¿De qué el recibo ha de ser?

ANTONIO:

¿De qué? De aquestos regalos.

COSME:

¿Yo, ¡por Dios! recibir palos?
No estoy de ese parecer.

ARCHIMA:

  Desnúdate, ¿qué porfías?

(Quítale COSME el palo al SULTÁN y dale con él.)
COSME:

Ya la paciencia he perdido.
¿No te contentas vestido?
¡Toma!

SULTÁN:

¡Ay espaldas mías!

(Andan tras él FRAY ANTONIO y ARCHIMA AMET, poniéndose en medio.)
ANTONIO:

  «Deo gratias», fray Cosme, hermano;
¿así pierdes la obediencia?

COSME:

Acabóse la paciencia;
no me hable, padre, a la mano.
  Déjeme que le sacuda
media docena no más.

ARCHIMA:

Cautivo, ¿eres Barrabás?
Prendedle, moros; ayuda
  por Mahoma soberano!
¡Cautivo, perro, traidor,
que has de probar mi rigor!

COSME:

Pasito, blanda la mano.

(Salen AJA, mora, y LUCIFER.)
AJA:

  ¿Estás loco? ¿Qué es aquesto?
¿Comprastes bestias por dicha
o hombres?

ANTONIO:

Mi desdicha,
ora, tu piedad me ha puesto.

LUCIFER:

  De mandarle castigar
pienso conseguir mi intento
y doyle merecimiento
con que me doble el pesar.

ARCHIMA:

  ¿Quién te mete en eso a ti?

AJA:

¿Qué te han hecho esos cautivos?

ARCHIMA:

Poco, pues los dejo vivos.

AJA:

¿Por qué los tratas ansí?

ARCHIMA:

  Porque este Antonio deseo,
Aja, que se vuelva moro.

AJA:

(Aparte.)
¡Pluguiera a Alá!, que le adoro
y a un ángel viéndole veo!
  Pero sea con regalos,
no a palos, que de esa suerte
le perderéis con su muerte.
Un roble da el fruto a palos;
  pero los árboles nobles
dejan tomar con la mano
el fruto, y este cristiano
no fue de casta de robles.
  Vete y déjame con él.
Llevad esotro.

ARCHIMA:

Yo quiero
hacer tu gusto.

AJA:

Y yo espero
que sin castigo cruel
  se rinda a mi cortesía.

ARCHIMA:

Lleva ese perro, sultán,
donde los demás están.

SULTÁN:

Camina, perro; algún día
  nos veremos.

COSME:

Quiera Dios
que nuestro rescate sea
en contienda de pelea
y que la hayamos los dos.

ANTONIO:

  Fray Cosme, tenga paciencia,
que es gran joya la humildad.

COSME:

Tenga su paternidad
mas brío en tan gran violencia.

(Vanse LOS MOROS y COSME.)
LUCIFER:

  Llega, enternece aquel pecho.

AJA:

(¡Temor tengo, oh santo Alá!
¿Qué piedra en tu pecho está?
Antonio, ¿de qué eres hecho
  que cierra al alma la entrada?

LUCIFER:

Mira qué hermosura tiene.

ANTONIO:

Contra mí la carne viene
de dulce deleite armada.
  ¡Virgen, socorred, pues Vos
excedistes en pureza
los ángeles y en belleza
cuanto en el cielo no es Dios!
  Domingo, pues me libré
del mundo con el sagrado
de vuestra ropa y a nado
a vuestro puerto llegué,
  donde al demonio vencí
dándole azotes crueles,
las rosas que en los vergeles
de vuestra casa cogí,
  la carne, que es el mayor
de los enemigos míos,
viene con notables bríos
de anegar mi propio honor.
  ¡Favor, padre soberano;
y vos, heroico Antonino,
pues el hábito divino
me dio vuestra santa mano,
  haced oración por mí!

LUCIFER:

Háblale, ¿qué te acobardas?

AJA:

En fin, dulce Antonio, ¿aguardas
que yo te requiebre a ti?
  Si es vergüenza y es temor
de ver que soy tu señora,
tu cautiva soy agora,
tú mi adorado señor.
  Lo que es mi talle y persona
ya la ves, no hay que alabarte.
¡Ojalá para obligarte
tuviera yo la corona
  de toda el Asia! Mi hermano
es rico. Deja tu ley.
Deudo tengo con el rey.

LUCIFER:

Pídele, necia, la mano,
  que palabras no es sentido
y el tocar sentido es,
y el sentir hace después
apetecer lo sentido.
  Aunque se incitan oyendo
los hombres más que mirando,
muchos se pierden tocando,
que es ir el fuego encendiendo.
  Llegarse al fuego calienta;
pero si se toca, abrasa.
Pásale la mano, pasa;
llega y abrazarle intenta.

ANTONIO:

  ¿Qué armas podré tomar
contra ti?

AJA:

Mira, cristiano,
que te adoro.

ANTONIO:

¡Oh fuerte mano!
Comenzad a pelear.
  Basta el rosario del cuello.
{{Pt|LUCIFER:|
Perdíme; no aguardo más.
(Vase.)

AJA:

¿Rosas, cristiano, me das?

ANTONIO:

  ¿Yo rosas?
(Vuélvese el rosario rosas.)

AJA:

Muestra, mi bien.

ANTONIO:

¿Qué dices?
(Hace cuando va a tomar el rosario que se quema.)

AJA:

¡Ay, que me abraso!
(Vase.)

ANTONIO:

Y que con ligero paso
Alá o los cielos te den.
  Rosas dijo que le daba
cuando el rosario miró
y, la mano se abrasó
cuando las rosas tocaba.
  ¡Ah Virgen! ¡Tanto favor!
¡Tantas gracias y mercedes!
(Sale COSME.)

COSME:

Salir por las calles puedes
de Túnez libre, señor;
  mas cree en darte la nueva
antes de pedirte albricias.

ANTONIO:

¿Qué albricias, Cosme, codicias,
puesto que albricias te deba?
  ¿Qué tengo yo que te dar,
si no es de aqueste jaleco
o de aquel bizcocho seco
lo que hoy tengo de cenar?
  Ve por ello si te agrada;
más de diez onzas serán.

COSME:

Piedras por onzas nos dan.
¡Qué vida tan regalada!

ANTONIO:

  Esto entre moros se medra.
Yo te juro que algún día
esa piedra me sabía,
más que pan de azúcar, piedra.
  Pero dime, ¿quién nos dio
licencia para salir
de esta mazmorra y vivir
en la luz que Dios crió?

COSME:

  A Túnez, padre, ha venido
Clemente, un embajador
de Génova por valor
de su virtud conocido
  en toda el África, y éste
al rey pidió por merced
delante de Archima Amet,
que sólo cuando se acueste
  permita que moro alguno
encierre en mazmorra esclavo.

ANTONIO:

Al embajador alabo,
Cosme, y al rey noble. Al uno,
  por la merced que pidió,
y al otro, por concedella.
Gracias a la Virgen bella.
¿Ha rezado hoy?

COSME:

Padre, no.

ANTONIO:

  Pues ¿por qué?

COSME:

De no comer
estoy muy desvanecido.

ANTONIO:

¿Y ha comido?

COSME:

Ya he comido.

ANTONIO:

Agora lo puede hacer.
  Saque el rosario.

COSME:

Quebróse
el cordón y no he podido
ensartarle.

ANTONIO:

¿No ha podido?

COSME:

Hubo embarazo; olvidóse.

ANTONIO:

  Venga, yo le ayudaré
a ensartar las cuentas.

COSME:

Vamos;
pero como aquí pasamos
crujía, sospecho a fe
  que algunas se habrán ido.

ANTONIO:

¿Cuántas?

COSME:

Vaya agora cuenta.

ANTONIO:

Diga, a ver.

COSME:

Ciento cincuenta.
(Saca sola la cruz)

ANTONIO:

¿Luego todas se han perdido?

COSME:

  La cruz me quedó no más.

ANTONIO:

Dios, Cosme, le dé su luz.
Ate un cordel a esa cruz
y no le pierda jamás.
  Que en él daremos los dos
tantos nudos como cuentas,
y pase aquestas afrentas
y palos siempre por Dios,
  que es soberbio con exceso
y le podrá suceder
gran daño, a mi parecer.

COSME:

Estése, padre, con eso.

ANTONIO:

  Aquí dicen que labrado
tienen un famoso templo
los genoveses.

COSME:

Ejemplo
de cristiano celo han dado.

ANTONIO:

  En él hay un santo altar
de un crucifijo devoto,
de manos y pies tan roto,
que aun la sangre quiso dar.
  Esta visita ha de ser,
Cosme hermano, la primera,
pues nos dejan salir fuera
y mañana puede hacer,
  de agallas o de otras cosas,
un rosario en qué rezar,
si el cordel le ha de quitar
la devoción de las rosas.

COSME:

  Bien dice, Vamos, que allá
habrá mercader cristiano
que rosario tenga.

ANTONIO:

Es llano;
alguno en la plaza habrá.
  ¿Cuándo me veré, mi Dios,
en vuestra santa presencia?

COSME:

Refectorio de Florencia,
¿cuándo me veré yo en vos?
(Vanse. Salen EL REY DE TÚNEZ, BECEBA, MARCELA, cautiva, y ROSA.)

BECEBA:

  Si no te obliga, rey, a haberte dado
esta cristiana para darme a Rosa,
ni a ti, Rosa ingratísima, he obligado
con aquesta jornada victoriosa,
¿qué esperanza en tan dudoso estado
será para mi vida provechosa?
¿Cuál será de los dos el pensamiento,
pues cuantos me habéis dado lleva el viento?
  Surqué la mar azul, corrí la posta
en mis seis galeotas que juzgaban
el golfo desigual carrera angosta;
así las blancas olas sujetaban.
De Sicilia espanté la fértil costa,
y Apebón y Paquino me temblaban,
que los azufres de sus bocas fieras
se helaron de temor de mis banderas.
  Cuando volví de tan dichosa empresa,
las ninfas de la mar, en sus navales
carros, entapizados de ova espesa,
me ofrecieron mil perlas y corales.
Tú sólo, rey, a quien mi dicha pesa;
tú sola, Rosa, a quien mis largos males
nunca engendran amor, me recibistes
con tibios brazos y con ojos tristes.

REY:

  Beceba, quien emprenda grandes cosas,
ha de tener, con el valor, paciencia.
No se cogen tan fáciles las rosas;
sus mismas ramas hacen resistencia.
Estimo que tus manos victoriosas
ya de Sicilia, Córcega y Valencia,
Nápoles y Cerdania, vengan ricas,
pues tales prendas a mi gusto aplicas.
  El parabién te doy; pero no puedo
darte lo que consiste en otro gusto.
Rosa tiene la culpa.

BECEBA:

¡Bueno quedo!
Tras tantas esperanzas, tal disgusto.
Con justa causa me partí con miedo
de su respuesta y de su agravio injusto.
Lo que temí llegó, pues ya los cielos
corrieron las cortinas a mis celos.
  Ya veo a Rosa cerca de tus brazos,
como se mira en cuadro de pintura
por cristiano pincel: entre mil lazos,
gozar de Venus Marte la hermosura.
Todos los imposibles y embarazos
con que tu amor dificultar procura
cosa tan fácil nacen de este intento,
y yo estoy tal, que digo lo que siento.
  Con un hacha de amor entré seguro
a ver tu pensamiento en tu deseo,
que estaba con mis celos tan oscuro.
Ya Rosa en él y entre tus brazos veo.
Pues siendo así, ¿qué busco?, ¿qué procuro?
¿qué pido?, ¿qué pretendo?, ¿qué rodeo?
Dejar quiero tu tierra y tu servicio
y proseguir de Marte su ejercicio.
  Argel tiene las costas africanas,
donde estarán mejor mis galeotas.
Tráiganse aquí chalupas y tartanas,
las tuyas pobres de la chusma rotas,
no como suelo yo naves cristianas
de alto bordo que suben sus derrotas,
Italia, África, Dinamarca y Flandes,
con que has labrado atarazanas grandes.
  Dame mi esclava, rey, que el alma adora.

REY:

Y si no quiero dártela, Beceba,
¿qué dirás?

BECEBA:

Que me pagas bien ahora.

REY:

¿No basta el galardón que un rey te deba?

BECEBA:

Dame mi esclava y tu sobrina adora.

REY:

¿No me la diste?

BECEBA:

Sí.

REY:

Pues ¿qué más prueba
de que es mía?

BECEBA:

Fue un trueco de la hermosa
Rosa, mas ¿no me das tampoco a Rosa?

REY:

  No quiere, y yo no tengo de forzarla.

BECEBA:

Rosa, ¿ no quieres tú?

ROSA:

Quiero, Y es justo,
lo que quisiere el rey.

BECEBA:

No hay que culparla;
está sujeta y ha de hacer tu gusto.
Dame mi esclava a mí, que quiero darla
al rey de Argel.

REY:

¿Por darme a mí disgusto?

BECEBA:

Por lo que tú mereces; pues es llano...

REY:

Prosigue la razón.

BECEBA:

...que eres tirano.

REY:

  ¡Prendedle!

BECEBA:

Por la punta de esta espada.
(Vase.)

REY:

Por Alá que te haré quitar la vida.
¡Hola, guardas, alcaide! Rosa amada,
de su muerte no quedes ofendida
(Vase EL REY.)

ROSA:

Intenta, rey, lo que a tu gusto agrada,
que, puesto que de entrambos soy querida,
a nadie tengo amor, que, aunque está ciego,
mi pecho es nieve si su flecha es fuego.
  ¿Cómo es tu nombre, cristiana?

MARCELA:

Por mi desdicha, Marcela;
por venir derecho el mal,
el mismo nombre lo muestra.

ROSA:

¿Eres española?

MARCELA:

Sí,
aunque a Nápoles la bella
pasé con un capitán.

ROSA:

¿De dónde eres?

MARCELA:

De Valencia.

ROSA:

Yo te he cobrado afición.

MARCELA:

Primero que te la deba
te había pagado, mora,
que tu donaire y belleza
obliga a tenerte amor.

ROSA:

En esta correspondencia
de voluntades pagadas,
que nace de las estrellas,
fuera yo tu grande amiga,
mi secretaria te hiciera,
mis pensamientos fiara
de tu valor satisfecha;
como te volvieras mora,
y si mora te volvieras,
yo te casara con hombre
que fuera igual a tus prendas.

MARCELA:

Con aquí veis cada día
cristianas que su ley dejan,
parécete, bella Rosa,
que seré lo mismo que ellas.
Y cree que no fiara
de mi valor y paciencia
para trabajos tan grandes
tan dificultosa prueba,
a no haber en el camino
hallado la resistencia
de vuestros ruegos, regalos,
honras, gustos y promesas.

ROSA:

Pues ¿qué resistencia hallaste
si quieren hacerte fuerza?

MARCELA:

No la entenderás.

ROSA:

Sí haré.
No hay cosa que yo no entienda
del trato de las cristianas,
que me he criado con ellas.
Las labores que yo sé,
una esclava portuguesa
me las enseñó, y aun creo
que, si hasta agora viviera,
su ley me hubiera enseñado.

MARCELA:

Pues, Rosa, cuando fui presa
deste alcaide, lo fue un fraile
dominico de Florencia.
Hombre de linda persona,
honestos ojos y lengua;
tan devoto de la Virgen
que adoran cielos y tierra
por Madre del mismo Dios,
que, hablando y tratando en ella,
las lágrimas que lloraba
enternecieran las piedras.
A todos encomendó
la devoción de esta Reina,
y a mí, aparte, como vía
que nuestra común flaqueza
es más fácil para el mal,
me dijo: «Cuando te quieran
persuadir, Marcela amiga,
moros que mora te vuelvas,
acuérdate de la Virgen
y de la santa paciencia
con que a Menfis y al gran Cairo,
huyendo de la sangrienta
furia de Herodes, llevó,
por sus arenas desiertas,
al benditísimo Niño;
y que, sentada en la hierba,
margen de una fuente clara,
con las manos, más que estrellas,
le lavaba los pañales;
mientras, una blanca cesta
José de dátiles rojos
cogía de las soberbias
palmas que entonces al suelo
humillaban las cabezas.

MARCELA:

Considera los trabajos
que esta celestial princesa
pasaría tantos años
y súfrelos tú por ella,
y por que jamás la niegues,
toma estas divinas cuentas,
que, si cada día las pasas,
ellas serán tu defensa.»
Bien escuché sus palabras,
pues del modo que en la imprenta
queda el papel, las dejó
en medio del alma impresas.
Este es el santo rosario.
¡Ojalá que tú quisieras
conocer estas verdades!

ROSA:

Basta, amiga, que las tenga
respeto y amor ahora.
(Sale LUCIFER.)

LUCIFER:

No es mala ocasión aquésta
para salir con mi intento.
Este fraile, Rosa bella,
es el hombre más gallardo
que hizo Naturaleza.
Tiene un ingenio divino.
Bueno será que le veas.

ROSA:

¿Podré yo ver este fraile?

MARCELA:

¡Pluguiese a Dios

LUCIFER:

No quisiera
revelar alguna cosa
que me diese en la cabeza.
¿Cosa que Antonio de Ríjoles
aquesta mora convierta
y por un alma dudosa
la más cierta se me pierda?
Mas yo lo sabré trazar
sin que me resulte ofensa.

MARCELA:

Archima Amet le compró,
cómprale o, por más modestia,
dile al rey que se lo pida.

ROSA:

Más segura ha de ser ésa.
Al rey le quiero pedir.

LUCIFER:

Pues ¿qué aguardas?

ROSA:

Ven, Marcela,
que ya me muero por verle.

MARCELA:

El cielo tus pasos mueva.
(Vanse las dos.)

LUCIFER:

No, sino yo, que soy ángel,
aunque perdí por soberbia
ser luz, ser sol, ser aurora,
y ya soy noche y tinieblas.
(Salen FILIPO, ALBERTO y ROSIO, cautivos.)

FILIPO:

  ¡Ay, vida trabajosa!
¿Cómo con tantas penas dura tanto?

ALBERTO:

¡Ay, muerte perezosa!
¿Cómo no escuchas mi profundo llanto?

ROSIO:

¡Ay, muerte y vida juntas, cómo vivo!
¡No hay mayor muerte que vivir cautivo!

FILIPO:

  ¿Que se aflige el villano
de que no llueva a tiempo en su cosecha?

ALBERTO:

¿Que llora el cortesano
su pretensión sobre los vientos hecha?

ROSIO:

¿Que teme el navegante al mar ni al viento?
¡Ay, Dios! ¿Por qué no duerme el avariento?

LUCIFER:

  ¿Qué se lamentan éstos
de sólo ver la libertad perdida,
si en el libro están puestos
del bautismo de Cristo y restituida?
De vicio se lamenta todo el suelo.
Callen, pues callo yo, que perdí el cielo.
  ¿No fue por mí vertida
la sangre del Cordero sobre el ara?
Trabajo en mortal vida,
descanso presto que en la muerte para;
mas yo, inmortal y que de Dios me alejo,
me pudiera quejar y no me quejo.
(Entra ANTONIO.)

ANTONIO:

  Cautivos, que lo fuisteis
del demonio y de Cristo libertados,
a ser libres vinisteis
y de nuevo por él regenerados.
Hagamos penitencia, que en paciencia
se ejercita también la penitencia.
  Nuestros pecados fueron
la causa de vivir donde vivimos;
mas ya que nos trajeron
donde la alegre libertad perdimos,
no perdamos el alma, que es tesoro
más que la libertad, que pierde el oro.

FILIPO:

  ¿Quién eres, que predicas
penitencia, cristiano, donde hay tanta?

ANTONIO:

Amigo, bien replicas.
Cautivo de la Virgen sacrosanta
soy lo primero, y luego, un fraile pobre,
aunque en ser de quien soy todo me sobre.
  Por las manos dichosas
del varón apostólico Antonino,
me dio estas bellas rosas
deste rosario celestial, divino.
(Sácale y huye EL DEMONIO.)

LUCIFER:

Cegóme, ¡oh perro! Pues caerás espera,
que yo fui sol y ya perdí mi esfera.
(Vase.)

ANTONIO:

  Este que cada día
rezo a la Virgen, y vosotros todos
que le recéis querría,
pues por divinos celestiales modos
os dará libertad con esperanza,
que de su Hijo cuanto quiere alcanza.

ALBERTO:

  Danos los pies, ¡oh padre!,
que todos prometemos ser devotos
de aquella Virgen madre.

ANTONIO:

Ella permita que cumpláis los votos
en sus templos, llevándole el rescate
a Loreto, a la Peña o Monserrate.
  De un mercader ahora
compré aquestos rosarios. Ea, cristianos,
rosas de tal Señora
no es justo que se os caigan de las manos,
que mientras más traigáis la mano en ellas,
en vez de marchitarse están más bellas.
(Salen ARCHIMA AMET y CELIMO.)

ARCHIMA:

  Este, Celimo, es mi esclavo.

CELIMO:

Pues éste te pide el rey.

ARCHIMA:

Lo que es el talle te alabo;
mas para dejar su ley,
terrible, arrogante y bravo.
  ¿Qué haces, Antonio, aquí?

ANTONIO:

Con la licencia, señor,
ando por Túnez así.

ARCHIMA:

El rey sabe tu valor;
al rey, Antonio, te di;
  parte a verle con Celimo.

ANTONIO:

Voy, señor, a obedecerte.
Amigos, hoy os animo
con mi sangre; con mi muerte
veréis si la prenda estimo.

(Vanse ANTONIO y CELIMO.

ARCHIMA:

  Id a trabajar vosotros.

ROSIO:

¿Somos tuyos? Riñe a otros.

ALBERTO:

¡Qué buenas rosas llevamos!

FILIPO:

Vamos tras él y pidamos
que ruegue a Dios por nosotros.
(Vanse todos. Salen AJA y COSME.)

AJA:

  Viendo el notable rigor
de Antonio, a quien tanto adoro,
y que no se vuelva moro,
porque no me tiene amor,
  crece mi pena inhumana
tanto, que resuelta vengo,
pues yo soy quien sólo tengo,
para volverme cristiana.
  Dile, Cosme, que, pues él
no quiere ser moro aquí,
yo seré cristiana, y di
que me casaré con él.
  Que, aunque sé que ha de pesar
a mi hermano, yo sabré
hacer de suerte que esté
de esotra parte del mar
  cuando entienda nuestro intento;
y a ti, si aquesto conciertas
y su voluntad despiertas,
tan dormida a mi tormento,
  fuera de la libertad,
luego que estemos casados.
te daré dos mil ducados
y del alma la mitad,
  porque en joyas y dinero
puedo llevar treinta y más.

COSME:

Señora, engañada estás
y desengañarte quiero.
  Aunque te vuelvas cristiana,
no puede Antonio casarse
contigo, ni aun obligarse
a cosa alguna liviana,
  porque es fraile y no es posible.
Deja esas cosas agora
y trata, ilustre señora,
de algún medio convenible
  para darnos libertad,
que él te llevará si quieres
ser cristiana, y donde fueres,
tu hermosura y calidad
  te darán galán marido,
a quien luego querrás bien,
que no es mostrarte desdén
no haberte Antonio querido,
  sino ser fraile profeso.
Esta razón le desvía,
que entre cristianos sería
gran pecado y gran exceso
  y al instante castigado
que de alguno se entendiese.

AJA:

Y si yo con él me fuese,
¿está también obligado
  a no mostrarme afición
y pagar mi voluntad?

COSME:

También es la castidad
su principal profesión.
  Y aunque Antonio, por ser hombre,
pudiera satisfacerte,
antes sufriera la muerte
que perder de casto el nombre.
  Ya es un ángel en la tierra
y un santísimo varón,
y tanta la devoción
que su casto pecho encierra
  con la divina María,
que aquellas rosas le dio,
que, si le tratase yo
de esta plática algún día,
  para siempre era acabada
nuestra amistad.

AJA:

¿Que mi mal
es sin remedio?

COSME:

Es mortal.
Si el que te di no te agrada,
  aun yo, con ser motilón,
como y como.

AJA:

¿ Pues qué? ¿Tú
puedes casarte?

COSME:

¡«Jesú»!
¡«Abernuncio»! ¡Tentación!
(Vase santiguando COSME, diendo: ¡«Abernuncio»! ¡Tentación!

Salen ANTONIO, ROSA y LUCIFER.)

ANTONIO:

  Cuanto me promete el rey
no es para mí de importancia,
que no hay humana ganancia
para que deje mi ley.
  Sola tu rara hermosura
me hubiera dado, señora,
primer movimiento agora
de tan notable locura;
  tanto, que pienso que estoy
fuera de mí, pues te miro.

LUCIFER:

¡Oh, qué bien he puesto el tiro!
De medio a medio le doy.

ANTONIO:

  Lo que no pudo el tormento
de mi prisión, hambre y sed,
dese fiero Archima Amet
por diabólico instrumento;
  lo que Aja no alcanzó
con tanto amor y blandura,
pudo, Rosa, tu hermosura.
Pero, ¿qué digo? ¿Soy yo?
  ¡Vete! ¡Apártate de mí!
¡Dios mío! ¿Vos me dejáis?

LUCIFER:

¿Otra vez a Dios tornáis?
Luego, ¿no soy nadie aquí?
  Pues aunque a ser no llegué
Dios, porque Dios es sólo uno,
nunca tan cerca ninguno
alto pensamiento fue.

ROSA:

  Antonio, desde aquel día
que Marcela habló de ti,
por los oídos te di
lo más que el alma podía.
  Ya que te veo, mi bien,
por los ojos te confirmo
por mi señor.

ANTONIO:

Y yo afirmo
que el alma te doy también.
  ¡Ay de mí! ¿Qué dije? ¡Cielos!
¡Qué ceguedad! ¡Qué locura!
¡Qué deleite! ¡Qué hermosura!
Cubre con fingidos velos
  la muerte eterna, el perder
a Dios, el fuego infernal.

LUCIFER:

Esto se vuelve a hacer mal;
más cuidado es menester.
  Habla más tierno.

ROSA:

¡Mi vida!,
en mí una esclava tendrás;
este reino heredarás,
que no hay deudo que os lo impida.
  A mi tío el rey se han muerto
dos hijos. Si he merecido
que vos seáis mi marido,
tened el reino por cierto.
  Pues ¿quién será como vos
servido entonces, amores?

ANTONIO:

Faltado me han los favores
y los auxilios de Dios.
  ¡Ay ojos que habéis podido
cegar todas las estrellas
del cielo, pues ya sin ellas
voy por vuestro mar perdido!

LUCIFER:

  Bien va aquesto; atraíle.

ROSA:

Dame esa mano.

ANTONIO:

Y también
el alma.

LUCIFER:

Ahora va bien.
Pues ¿qué? ¿Se pensaba el fraile
  ser más fuerte que Sansón
y más santo que David?

ANTONIO:

¡Cegad, ojos; pies, huid!
¡Ya es tarde; estoy en prisión!
  Los palos, la mala vida
y el regalo desta mano
me han vuelto loco; ya en vano
«recuerda el arma dormida».

LUCIFER:

  Pídele un abrazo.

ROSA:

Esposo,
dadme un abrazo.

ANTONIO:

Quisiera.

ROSA:

Pues ¿quién lo estorba?

ANTONIO:

Espera;
que hay un estorbo forzoso.

ROSA:

  En que soy tu esposa advierte;
tú, mi contento y mi gloria.

ANTONIO:

¿Adónde está la memoria?
«Avive el seso y despierte»
  Apártate un poco allí.

ROSA:

Aquí aguardo.

ANTONIO:

¡Extraño intento
me ha puesto en el pensamiento
el perder el alma así!
(Pónese a dudar.)

LUCIFER:

  Háblale, que está dudando.

ROSA:

¡Ah, mi Antonio! ¡Ah, mi señor!
¿De qué es aquese temor?
¿Qué hacéis así?

ANTONIO:

«Contemplando».

LUCIFER:

  Muy bien puede dar lugar
un hombre a propias pasiones.

ANTONIO:

¿Quién de tales ocasiones
se habrá sabido librar?

LUCIFER:

  Háblale, que se convierte.

ROSA:

Mi Antonio, mira que espero.
¿Qué haces, mi bien?

ANTONIO:

Considero
«cómo se viene la muerte»...

LUCIFER:

  Deja esa imaginación,
que daña imaginar tanto

ANTONIO:

Mas ¿ por qué causa me espanto
de unas cosas que, al fin, son
  flaquezas tan naturales?
Demás de que yo, ¿qué sé
del secreto de mi fe?
Aunque fundamentos tales
  mi fe, ¿no está recibida
por justa, por santa y buena?
Mas si se aumenta la pena,
¿«cómo se pasa la vida»?...

LUCIFER:

  Ya tropezáis con la fe.
Vos caeréis.

ANTONIO:

¿En estos años,
podré sufrir tantos daños?
¿No es posible, no podré
en brazos de esta mujer
ser rey de Túnez y ser
quien treinta galeras arme
  y discurra todo el mar?
Mandaré, tendré gobierno,
que hartos hay en el infierno
solamente por mandar.
  Que pasar vida tan fuerte
es locura y es rigor.
Mas... ¡ay!

ROSA:

¿Qué pensáis, amor?

ANTONIO:

¡«Cómo se viene la muerte»!
  Quiero quitarme el rosario,
que ya el cuello me atormenta.
Pesa un quintal cada cuenta
y ya no me es necesario.
  Aquí lo quiero poner.
¡Rosario, quedaos a Dios!
(Quítasele.)
Que voy a abrazar sin vos
aquella hermosa mujer.

LUCIFER:

  ¡Victoria! ¡Vencí! No hay más
¡Infierno, fiestas! ¡Vencí!
Más te precio, fraile, a ti,
pues ya en mi poder estás,
  por ser de aquel perro negro
que así me muerde y persigue
y con su rosario sigue,
y más me ensancho y alegro
  que con mil almas de moros.
¡Ea, infierno, fiesta luego;
haya fuegos, pues en fuego
se han de gastar mis tesoros!
(Vase.)

ROSA:

  Abrázame.

ANTONIO:

Estoy temblando.

ROSA:

¿De qué, mi bien?

ANTONIO:

De pensar
en cómo me ha de llevar
el infierno «tan callando».
(Abrázanse, y mientras se abrazan vuelve la tramoya con UN ÁNGEL, que toma el rosario que ANTONIO puso sobre la peña.)

ÁNGEL:

  Este rosario, estas rosas,
me manda llevar la Reina
que sobre los cielos reina.

(Cúbrese.)

ANTONIO:

Dadme esas manos hermosas.

ROSA:

Manos y brazos te doy.
  Ven para que el rey te vea.

ANTONIO:

Desde hoy le quiero servir.

ROSA:

Hoy te ha de hacer su visir.

ANTONIO:

Basta que su esclavo sea.
(Vase. Sale PEDRO GERMÁN, monje.)

PEDRO GERMÁN:

  Después que retirado
vivo en la soledad de aquestas peñas,
ya del mundo olvidado,
de que apenas podré decir las señas,
no he tenido tal día;
llore, pues es razón, el alma mía
  mi estimado rosario,
que tantos años fue mi compañero,
las armas y el contrario
de más temor a mi enemigo fiero,
se me cayó en el fuego,
donde me calenté, cual Pedro, ciego.
  Grande culpa he tenido.
El cielo me castiga en regalarme,
Mejor el encendido
fuego debiera, ¡ay, mísero!, abrasarme
que a mi rosario santo.
Mas yo le apagaré con este llanto.
  Pues, Virgen, revestida
del sol que os hizo nueve meses
aurora esclarecida,
que las rosas, olivas y cipreses
os dieron atributos,
y Vos con mil virtudes atributos
  sea yo perdonado;
de vuestro Hijo su piedad me toque.
Quiero, pues he llorado,
ensartar desde rústico alcornoque,
pues sus cuentas me ofrece,
otro que mil en penitencias rece.

(Aparécese EL ÁNGEL con el rosario de ANTONIO.)

ÁNGEL:

  ¿Pedro Germán?

PEDRO GERMÁN:

¡Ay, cielo!

ÁNGEL:

Toma aqueste rosario, que te envía,
para mayor consuelo,
la Reina de los ángeles, María.
(Cúbrese.)

PEDRO GERMÁN:

¿Quién eres, visión santa?
Mas ya veloz al cielo se levanta.
  Contento voy ahora.
¡Oh, siempre Virgen, Madre soberana!
¡Oh, piadosa Señora!
¡Oh, hija ilustre de Joaquín y Ana!
¿Tanto favor, bien tanto?
¡Bendito el fruto dese vientre santo!
  A vuestra imagen bella,
que en pobre altar entre estas peñas guardan
quiero, divina estrella,
pues ya las rosas que me dais aguardan,
ir, pues es tan süave,
a deciros con él mil veces ¡«Ave»!

(Vase.

Salen EL REY, ARCHIMA AMET SULTÁN y ROSA y a su lado. ANTONIO, de moro, muy galán.)

REY:

  De esta suerte, Antonio, estás
cual merece tu persona.
Así vas a la mezquita,
por que reniegues ahora
de tu ley, bautismo y fe,
que toda Túnez se goza
a que un papa como tú
siga la ley de Mahoma.
Esta noche haremos fiesta
y gozarás de tu esposa,
y yo te pondré después
en tan alto estado y honra,
que te envidie toda Italia.

ANTONIO:

Para mí, gran señor, sobra
que me des a tu sobrina.

REY:

Yo amaba en extremo a Rosa,
pero después que Marcela
por verte ya moro es mora,
gusto de emplearla en ti,

ROSA:

Y yo, señor, soy dichosa.

REY:

¿Cómo te quieres llamar?

ANTONIO:

Sultán desde hoy me nombran.

REY:

Moros, abrazalde todos.

(Vanle abrazando con música. Suena COSME dentro.)

COSME:

Si el cielo rayos me arroja,
querrá en el mayor peligro
mostrar más misericordia.
¡Dejadme pasar, infames!

REY:

¿Quién es este que alborota
nuestra común alegría?
(Sale COSME.)

COSME:

¡Fray Antonio!

ANTONIO:

Cosme, ¿ignoras
que ya me llamo Sultán?

COSME:

¡Maldiga el cielo la boca
que tal ha dicho! ¡Jesús!
(Santíguase.)

ANTONIO:

¿Conjúrasme? ¿Qué te asombras?

COSME:

¿No me tengo de asombrar
de ver, traidor, que deshonras
el hábito soberano
de Domingo?

ANTONIO:

¿De eso lloras?

COSME:

Lloro y rabio juntamente.
¿Tú moro, Antonio? ¿Tú bodas?
¿Tú Sultán? ¿Tú almaizares?
¡Honroso apellido tomas!
¿Qué has hecho la fe, enemigo,
que profesaste? ¿Las rosas
de nuestra Virgen y Madre
las marchitas y deshojas?
¿Tú casado? ¿Tú mujer?
¿Cómo no riñes ahora
como no he rezado? ¡Perro,
vil, hipócrita! ¿Tú osas
siendo fraile? Mas ¿qué mucho,
si a Dios dejas y te tornas
moro? El casarte es lo menos.

ANTONIO:

Cosme, que te apasïonas.
Vuélvete moro, que el rey
estimará tu persona
y te casará.

REY:

Sí haré.

COSME:

¡Hay infamia más notoria!
¿Adónde está la doctrina
que predicabas ha un hora
animando a los cautivos
con fingida vanagloria?
Pero, traidor, ¡vive el ciclo!,
que, si fuera de la tropa,
puedo cogerte a las manos,
que has de gozar poco a Rosa.

REY:

¡Prendedle, matadle, moros!

COSME:

Primero mi sangre toda
habéis de comprar, villanos;
y por que os salga costosa,
la vendo con esta espada.
(Saca a un moro la espada de la cinta.)

ANTONIO:

¡Muera el traidor!

COSME:

¿Ya blasonas?
Arrímate a mí, cobarde;
verás si medroso tornas,
volviendo al temor la cara.

ARCHIMA:

¿Que esto sufre tu corona?

REY:

¡Ah de mi guarda! ¡Matadle!

ANTONIO:

Dame licencia, señora.

ROSA:

No te he de soltar, Sultán.

COSME:

Pasito, Antonio, que llora
esa imagen que idolatras,
y no es bien dejarla sola.
No esperes mi compañía,
que cuando judas se ahorca
no lleva apóstol Santiago;
y si tú tomas la posta
presto para ir al infierno,
yo pienso entrar en la gloria,
al santo rosario asido
de aquella Virgen hermosa.
Esto me enseñaste tú;
pues al infierno te arrojas,
hinche de fuego el caldero,
que no has de llevar la soga.
Cosme el motilón soy, moros.
Si alguno a su cargo toma
esta injuria, sígame,
que aquí le espero.
(Vase.)

REY:

¿Hay tal cosa?
¡Prendedle, asidle!

ANTONIO:

Señor,
déjale que pase agora
aquel ímpetu primero.

REY:

Déjenle por ti.

ANTONIO:

Señora,
dadme aquesa hermosa mano.

ROSA:

Y el alma en ella.

ANTONIO:

¿Hay más gloria?

ROSA:

Yo haré matar al esclavo
si por ventura os enoja.

REY:

Vamos a donde reniegues.

ANTONIO:

¡Qué rosas dejo por Rosa!