La educación de la mujer: 1
Nos fijaremos bien en la diferencia que hay entre educación e instrucción. Un hombre puede ser muy instruido y estar muy mal educado, y estar muy bien educado y no ser muy instruido.
Esto nos indica que si la educación no debe prescindir de la inteligencia, no se dirige exclusivamente a ella, sino a todas las facultades que constituyen el hombre moral y social; a los impulsos perturbadores para contenerlos, a los armónicos para fortificarlos, a la conciencia para el cumplimiento del deber, a la dignidad para reclamar el derecho, a la bondad para que no se apure contra los desventurados. La educación procura formar el carácter, hacer del sujeto una persona con cualidades esenciales generales, de que no podrá prescindir nunca y necesitará siempre si ha de ser como debe. Al educador del joven no le importa saber si el educando será un día militar o magistrado, ingeniero o albañil; su misión es formar un hombre recto, firme y benévolo, y que lo sea constantemente en la posición social que le depare la suerte o él se conquiste; cualquiera que sea, su firmeza, su rectitud y su benevolencia son indispensables, si ha de conducirse bien, al frente de un regimiento o presidiendo un tribunal. Los accidentes, las exterioridades, las apariencias, podrán variar; pero las condiciones esenciales que la educación perfecciona son las mismas, cualquiera que sea la posición social del que las tiene.
Cuando estas condiciones, esenciales son deficientes en alto grado, se ven grandes señores, ricos capitalistas, hombres inteligentes e instruidos, de los cuales se burlan gente ignorante y hasta los criados, que los desprecian por su falta de carácter; no es raro que este desprecio se convierta en dominio más o menos ostensible, y que hombres muy medianos manejen al que les es infinitamente superior por la posición social y por la ciencia, pero al que falta carácter, personalidad, aquello que es esencial para todo hombre, que la educación debe fortalecer y que no da el conocimiento de los astros ni de los microbios.
Si la educación es un medio de perfeccionar moral y socialmente al educando; si contribuye a que cumpla mejor su deber, tenga más dignidad y sea más benévolo; si procura fortalecer cualidades esenciales, generales siempre, aplicables cualquiera que sea la condición y circunstancias de la persona que forma y dignifica; y si la mujer tiene deberes que cumplir, derechos que reclamar, benevolencia que ejercer, nos parece que entre su educación y la del hombre no debe haber diferencias.
Si alguna diferencia hubiere, no en calidad, sino en cantidad de educación, debiera hacer más completa la de la mujer, porque la necesita más. No entraremos aquí en la cuestión de si tiene inferioridades, pero es evidente que tiene desventajas naturales; y agregando a éstas las sociales, que, aunque no son tantas como eran, son todavía muchas, resulta que, si no ha de sucumbir moralmente bajo el peso de la existencia, si no ha de ir a perderse en la frivolidad, en la esclavitud, en la prostitución, en tanto género de prostituciones como la amenazan y la halagan, necesita mucha virtud, es decir, mucha fuerza, mucho carácter, mucha personalidad. La mujer, para ser persona, ha menester hoy y probablemente siempre (porque hay condiciones naturales que no pueden cambiarse), para tener personalidad, decimos necesita ser más persona que el hombre y una educación que contribuya a que conozca y cumpla su deber, a que conozca y reclame su derecho, a dignificar su existencia y dilatar sus afectos para que traspasen los límites del hogar doméstico, y llame suyos a todos los débiles que piden justicia o imploran consuelo.
Esto no es pedir una cosa imposible, puesto que hay mujeres de éstas en todos los pueblos civilizados, y en los más cultos muchas. La educación de la mujer tiene un gran punto de apoyo en su fuerza moral, que es grande, puesto que, en peores condiciones, resiste más a todo género de concupiscencias e impulsos criminales. Verdad es que esto lo niegan algunos autores, pero sin probar la negativa, porque no es prueba la prostitución, cuya culpa echan toda sobre las mujeres, como si no fuera mayor la de los hombres, por muchas causas que no debemos aquí analizar, ni aun enumerar.
La fuerza moral de la mujer se revela en la mucha necesaria para el cumplimiento de sus deberes que exigen una serie de esfuerzos continuos, más veces desdeñados que auxiliados por los mismos que los utilizan. Cuando el hombre cumple un deber difícil, recibe aplauso por su virtud; los de las mujeres se ignoran: sin más impulso que el corazón, sin más aplauso que el de la conciencia, se quedan en el hogar, donde el mundo no penetra más que para infamar; si hay allí sacrificio, abnegación sublime, constancia heroica, pasa de largo: sólo entra cuando hay escándalo.
Se alega que la frivolidad natural de la mujer es un obstáculo insuperable para darle una personalidad sólida, grave, firme.
Confesemos humilde y razonablemente que todo lo que decimos todos respecto a la mujer debe tomarse, hasta cierto punto, a beneficio de inventario, es decir, a rectificar por el tiempo; porque, después de lo que han hecho los hombres con sus costumbres, sus leyes, sus tiranías, sus debilidades, sus contradicciones, sus infamias y sus idolatrías, ¿quién sabe lo que es la mujer, ni menos lo que será? Su frivolidad es natural, dicen, pero la afirmación parece más fácil que la prueba. De todos modos, no por eso debe dejar de combatirse; natural es el robo y se pena; las cosas se califican por buenas o por malas, y la mayor propensión a éstas sólo indica la necesidad de medios más enérgicos para corregirlas. Pero, hay que repetirlo, el natural de la mujer ha venido a ser un laberinto, cuyo hilo no tenemos.
Lo que se ha dicho de la vanidad, que se coloca donde puede, es aplicable a otros defectos: la actividad de la mujer, imposibilitada de emplearse en cosas grandes, se emplea en las pequeñas, sin que tal vez éstas tengan para ella un atractivo especial; juzgando por el resultado, se hace subjetivo lo que es objetivo y no se ve que lo pueril no está exclusiva mente en la cosa que halaga la vanidad, sino en la vanidad misma, que puede ser tan frívola buscando aplausos para un discurso en el Parlamento, como para un rico traje de última moda. No hemos asistido (ya se comprende) a ninguna recepción de Palacio; pero hemos visto a veces en la calle a los que a ellas iban, y bajo el punto de vista de la frivolidad, no nos parecía que hubiese diferencia esencial entre las bandas, las cruces y los bordados de los hombres, y los encajes, las cintas y las flores de las mujeres.
Dejando al tiempo que resuelva las cosas dudosas, lo que nos parece cierto es que los esfuerzos deben dirigirse a satisfacer las necesidades más apremiantes, y que la más apremiante necesidad de hoy, para el hombre como para la mujer, es la educación, que forma su carácter, que los convierte en persona. La persona no tiene sexo: es el cumplimiento del deber, sea el que quiera; la reclamación de un derecho, sea el que fuere; la dignidad, que puede tenerse en todas las situaciones; la benevolencia, que, si está en el ánimo, halla siempre medio de manifestarse de algún modo.
Pensamos, por lo tanto:
Que la educación debe ser la misma para el hombre que para la mujer;
Que es más urgente aún respecto a la mujer, porque, siendo para ella la personalidad más necesaria, está más combatida por las leyes y por las costumbres;
Que la falta de personalidad es un obstáculo para su instrucción y, adquirida, para que la utilice;
Que, por más que se ilustre, si no se educa, si no tiene gravedad y dignidad, si no es un carácter, una persona, aun los que sepan mucho menos que ella procurarán y hasta lograrán hacerla pasar por marisabidilla;
Que no hay más que un medio de que las mujeres sean respetadas, y es que sean respetables: lo cual no se conseguirá con sólo tener instrucción si no tiene carácter. Hay momentos y países en que la cuestión, como suelen serlo las sociales, es circular; a la mujer no se la respeta porque no es respetable, y no es respetable porque no se la respeta. Cuando esto sucede, es difícil, pero no imposible, que la mujer se blinde, por decirlo así, con una sólida personalidad; pero si lo consigue ha de dar por bien empleado el trabajo que le costó, y sabrá cuánto vale tener en sí algo que no esté a merced de nadie.
Como, en nuestra opinión, no debe haber diferencias esenciales entre la educación del hombre y de la mujer, las relaciones en la esfera educadora han de ser necesariamente armónicas.