La elocuencia

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La elocuencia
de Rafael Barrett


Hay gentes enamoradas de la elocuencia. Desean ser convencidas enseguida, ser arrastradas por un río sonoro de palabras familiares y fácilmente comprensibles. Admiran la gimnasia del orador congestionado; se beberían el sudor heroico de las cabezas retumbantes. Les encanta ser dominados en tropel, apretados unos con otros; sentir en las espaldas, al mismo tiempo que los demás, el latigazo de las parrafadas finales; perderse en la adoración común; vaciar su mente de toda serenidad, de toda crítica, a la música vulgar de los tribunos; estremecerse con el espasmo ajeno, impuesto por la carne próxima; abandonarse el pánico que aplaude.

Hay inteligencias impúdicas, que abren su intimidad a las primeras galanterías oratorias, y que se dejan poseer en público por los charlatanes. Charlatanes extraordinarios, Demóstenes, Cicerón, Castelar, tiranos de la lengua, domesticadores de almas fútiles, jefes de la orgía mental, predicadores de la guerra que se quedan en casa, y que sólo fueron grandes cuando no fueron elocuentes y se les pudo leer después de haberles oído. Espectáculo innoble de mandíbulas colgantes, de ojos en catalepsia; pensamientos violados por un sugestionador que grita: pasividad de bestias ensilladas. Y el desenlace: manos inútiles que se chocan, un ruido vano como el discurso; los cerebros hueros. «¿Qué dijo? -No sé; pero estuvo sublime».

Viento. Mentiras que pasan. No se entrega nuestro ser a un puñado de frases. Nuestras entrañas están muy hondas. No es el clamor palabrero el que llega hasta ellas, sino el silencio y la meditación del libro. Id a los parlamentos, a las cátedras y a las iglesias, los que no tenéis entrañas. Id en rebaños; vuestras conciencias, igual que los cuerpos, no se tocan entre sí más que en sus superficies; eso os basta, a vosotros que sois únicamente superficie y corteza. Id: la voz despótica atronará vuestra vacuidad interior, mentes desalquiladas. Id innumerables, alargad a la vez las orejas, y felicitaos de volver cargados de ecos, y dichosos de vuestra docilidad. Para nosotros, el libro cortés, que no nos aturde a destiempo, ni nos soba, ni nos pisa, ni nos abruma; el Ebro, nuestro por siempre, desnudo y amoroso, que nos da de él lo que queramos tomar, lo que reconozcamos nuestro; el libro mudo, sin retrato de autor; el libro impersonal, abstracto, que preferiríamos sin nombre en la portada, título, firma, ni fecha, pedazo de espíritu caído al mundo para nuestra comunión ideal. Vosotros necesitáis una caja de resonancia, teatro, circo, la promiscuidad de los que acuden a venerar un saltimbanqui. Nosotros, la soledad.

Oradores, España, Moret, Santiago de Cuba. En el colegio me obligaron a reírme con el epigrama clásico:


Para orador te faltan más de cien.
Para orador te sobran más de mil.


Ya no es del orador de quien me río, aunque por allá siguen riéndose del que ara, y encantados del que ora. No me río de ti, siervo que apenas sabes hablar, y que para explicar las cosas las dibujas con tus dedos rudos, o las construyes pacientemente. Tú lo has fabricado todo, porque no sabías hablar. No es en el aire donde están los surcos de tu labor, sino en la tierra humilde. Te llaman bruto porque no sabes hablar, se ríen de ti. Y tú aras, cubriendo de surcos toscos el campo eterno. Ellos pronuncian sermones solemnes, en que se atreven a recordar la vida de Jesús; declaman patrióticamente en el Congreso, donde se atreven a recordar tu vida; sueltan con arte exquisito los brindis al champaña, desabrochándose el chaleco que les oprime demasiado el vientre. ¿Qué importa? Surquen ellos el aire con su vocear frenético, sus manotones descompasados, y tú, amigo mío, surca la tierra, la madre segura, la hermosa tierra firme.


Publicado en "Los Sucesos", Asunción, 1º de febrero de 1907.