La emancipada: Capítulo 5

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La emancipada de Miguel Riofrío
Capítulo 5

 Al norte de la ciudad de Loja, en la confluencia de los ríos Malacatos y Zamora, está el templo y el caserío principal de las cinco parcialidades de aborígenes que componen la parroquia de San Juan del Valle.

 El 24 de junio, como día del Santo Patrón, se celebraban allí unas fiestas en que siempre a los indios les tocaba la peor parte, pues sus gustos se reducían a trabajar para que los blancos de la ciudad se divirtieran. Había misa solemne, procesión, corrida de gallos, y tras ésta se satisfacía la taurina pasión de nuestra raza. Preparadas de antemano las enramadas en los solares y los palcos a la rústica en torno de la plaza, la gente aguardaba con avidez la hora del espectáculo de los gallos que era en esta forma: se levantaba en la plaza una especie de horca: de la punta superior de uno de los dos palos pendía un cordel, que iba a pasar por una polea que estaba a la cabeza del otro palo, y se prolongaba para ser manejado a modo de columpio de maromero: pendiente del cordel en medio de los palos, estaba un gallo vivo atado flojamente de las patas, a una altura que difícilmente pudiese ser alcanzado por un hombre de a caballo. Los caballeros que entraban en la liza, se colocaban a distancia de veinte metros de esa horca o columpio, donde el gallo subía y bajaba según templaban o aflojaban el cordel los que estaban al lado de la polea: dada la señal los caballeros iban partiendo de uno en uno, y al pasar al escape por debajo del gallo, procuraban arrancarle de las leves ataduras que le unían al cordel; el que lo conseguía daba de gallazos a cuantos alcanzaba hasta que le quitaran en buena guerra al mísero animal o acabara éste de despedazarse con los golpes que con su cuerpo se descargaban sobre la espalda, la cabeza o las costillas de los jinetes. Tres gallos debían ser mártires de esta barbarie, antes que saliera el primer toro a reemplazar una barbarie lugareña con otra barbarie más clásica y pomposa.

 En junio del 41, la fiesta y procesión habían terminado a la una y media de la tarde. A las dos, los palcos estaban llenos, y las miradas fijas en los caballeros de la liza: varios de éstos se mostraban cariacontecidos y otros disimulaban con chistes o chanzonetas de mal gusto, la vergüenza que padecían por haber pasado bajo la horca sin poder arrancar al gallo, porque entre las frivolidades sociales figura la de que la destreza en arrancar gallos el día de San Juan, sea aún asunto de gravísima importancia, especialmente si las miradas femeninas están dominando el espectáculo. Después de haber pasado bajo la horca todos los caballeros sin que a ninguno le hubiese cabido el alto honor de dar de gallazos a sus prójimos y merecer por ello el aplauso de las hermosas, iba a empezar de nuevo la corrida, cuando se presentó entre ellos una competidora que dejó absorta a la concurrencia.

 En un brioso corcel blanco, entró, fresca y encarnada, con largo vestido azul y sombrerito de paja, la misma amazona que seis meses antes había partido de otro valle intimidando a sus tiranos.

 Su presencia en esa plaza produjo una sorpresa animadora: pero la emoción general subió de punto, cuando se vio partir a esta beldad desconocida, pasar bajo la horca, arrancar un gallo, y no descargarlo sobre los caballeros que la galanteaban presentándola sus espaldas para recibir la dicha de un gallazo de sus manos, sino obsequiarlo a una india anciana y andrajosa diciendo:

 —Ésta ha sido la dueña del animal, y se lo han quitado por fuerza, según la pena con que le estaba contemplando.

 —Cierto, ama mía, Dios se lo pague —dijo la india.

 Colocado el segundo gallo fue Rosaura por segunda vez fácilmente vencedora, porque los indios que tenían la cuerda, seducidos por la hermosura y agradecidos del acto de piedad de esta amazona, aflojaron de modo que el gallo quedase muy accesible.

 —Reclamo la costumbre —dijo un mozo grosero y arrebató el gallo de manos de la joven causándole una leve lastimadura con el espolón y rasgándole parte del vestido.

 Los indios, que con su instinto fino conocen a quien los favorece, y le defienden con salvaje tenacidad, corrieron a pie tras el hombre de a caballo que había lastimado a su bienhechora, le alcanzaron, se prendieron de las riendas y de la acción sufrieron riendazos y gallazos del jinete y de los que acudieron en su defensa, hasta que llegó la joven y dijo a sus vengadores en lengua quichua:

 —¡Amigos míos! ¿Creéis que estas gotas de sangre merezcan ser vengadas? No, hijos, éste es un desgraciado como vosotros y como yo: él ha reclamado la costumbre, en la costumbre está lo malo, y ésta viene de muy atrás.

 —Él te ha faltado al respeto y le hemos de castigar —dijo un cacique.

 —Él no sabe lo que es digno de respeto; para él sólo es respetable la costumbre, y como buen ignorante ha cumplido con su deber.

 —Nosotros le hemos de enseñar a respetar a las señoras como nosotros las respetamos.

 —Nuestra voz es muy débil, amigos, para enseñar, y nuestra situación muy triste para aprender. Dejad en paz a ese hombre, a quien la costumbre ha hecho ignorante y la ignorancia le ha hecho grosero.

 —La letra con sangre entra.

 —¡Por Dios! No pronunciéis esa palabra.

 Los indios se retiraron; la joven fue conducida al convento; se le vendó la herida y se la hizo protagonista de una ruidosa francachela. Circuló el rumor entre las beatas de que una hereje extranjera se había presentado en el valle por arte de satanás y que había hecho cosas diabólicas.

 Después de la fiesta, se la veía pasear sola en su alazán por los alrededores de la ciudad. En determinados días de la semana llegaba a las alturas de San Cayetano y permanecía largo rato mirando la alfombra de púrpura y gualda que forman las dumarides y las caléndulas silvestres. Se asegura que allí cantaba la canción colombiana La Pola y algún sentido yaraví, acompañándose con el canto de los gorriones, los suipes, los lapos y otras aves, y que al volver a la ciudad cuidaba de apearse a la margen del Zamora, enjugaba sus ojos con un pañuelo y bañaba su rostro con esas aguas frescas y cristalinas.

 Habitaba una casita en la calle de San Agustín que era la más pintoresca de la ciudad: tenía a pocos metros la grande acequia que pasa a batir el molino de los Dominicos. La puerta siempre abierta mostraba en exposición permanente un pequeño plantío de espárrago, rosas, jazmines y claveles entre higueras, duraznos y tomates que hacían del patio un bosque y un jardín.

Al entrar la amazona salía un criado a encargarse del caballo; otro estaba en la cocina: estos dos y no más eran su servidumbre: ella subía una grada de madera, llegaba a su cuarto de tocador; cambiaba su ropa de a caballo por otra de trapillo; descansaba por una o dos horas meciéndose en su hamaca y leyendo alguna cosa: también tenía sus ratos de escribir. Después arreglaba mejor la veste y el peinado y salía a la sala de recibo: ésta era espaciosa, pero un poco desmantelada, pues había sido antes sala de billar de modo que la palabra billar llegó a tener una aceptación convencional y maliciosa que envilecía el nombre de la dama y la hacía verter lágrimas secretas de amargura que ella procuraba ahogar en los placeres.

 Es cuanto se puede narrar acerca de su vida privada, aunque ciertamente, la mujer a quien alguna fatalidad ha arrojado a la corriente de las aventuras, no tiene vida privada, pues hasta los mínimos incidentes de su casa van pasando de corro en corro con adiciones y comentarios.