La estafeta romántica/II
II
Cintruénigo 1º de Marzo.
Amada Mariquita: Por desgracia nuestra, de cosas muy diferentes de las que contiene tu carta tengo que hablarte en esta mía, que escribo en la mayor desolación. Si no ha llegado a vuestra noticia la grande novedad de acá, sabe que nuestro pobre D. Beltrán, arrastrado lejos de su casa por el desatino de su imaginación, ha tenido el triste fin que Dios reserva a los cortos de juicio y anchos de ambiciones. El infeliz anciano, que a nadie quería someterse, ha perecido en el primer tropiezo de sus descarriadas aventuras. Llegó sin novedad a Caspe, donde fue alojado por el amigo Don Blas; de allí se trasladó a la villa de Alcañiz; partió después en dirección desconocida, a pie, sin más compañía que la de uno de los chicos que llevó de aquí, y antes de que supiéramos el objeto que en tal correría le guiaba, hemos sabido que, cogido por los carlistas en las inmediaciones de un pueblo que llaman la Codoñera, fue llevado a Valderrobles, donde recibió bárbara muerte. Ya puedes figurarte nuestra consternación al tener conocimiento de esta tragedia, castigo superior a los yerros del primer noble de Aragón. Purificado por su martirio, Dios le habrá acogido en su santo seno. Era D. Beltrán quisquilloso y díscolo, y además el primer manirroto que se ha conocido desde Moncayo al Pirineo; mas no se le podían echar en cara bajas acciones. Teníamos nuestras disidencias, eso sí, por ser mi carácter totalmente distinto del suyo; reñíamos con más acritud que saña por la cosa más ligera; mas nuestras reyertas no tenían hiel; eran como un bromear algo vivo, y nada más. Él me llamaba a mí Doña Urraca, zahiriendo con este nombre mis hábitos de arreglo; yo le llamaba a él Don Gastón... Pues me pesa, sí, pésame haberle dado este mote, que expresa nobleza y vicio de prodigalidad. ¡Pobre señor, pobre viejo... y cómo se acordaría de la paz y el regalo de su casa; cómo nos echaría de menos en el desamparo, en las agonías de aquella muerte inicua! ¡Que mis lágrimas le hayan suavizado el camino para subir hasta la Bienaventuranza eterna; que Dios haya tenido en cuenta sus cualidades generosas, su hidalguía y demás prendas de caballero!
Pasados los primeros instantes de nuestro duelo angustioso, determinó Rodrigo que las exequias fueran solemnísimas y de nunca vista suntuosidad, como a tan esclarecido difunto correspondía. Ayudados por nuestro buen amigo y capellán el párroco de esta villa, que deploraba no tener a su disposición todo el golpe de clerecía que para el caso era menester, expedimos propios a Tarazona y Calahorra solicitando la asistencia de los excelentes amigos de la casa en aquellas insignes diócesis, y gracias a esto hemos tenido la satisfacción de ver en nuestra parroquial de San Juan veintitantos señores canónigos, abades y racioneros, sin contar con los cantores y músicos que reunimos, agregando a los de aquí los de la colegial del Santo Sepulcro de Tarazona. Con tal concurso de señores sacerdotes, ya puedes figurarte la magnificencia de las honras, y la edificación y devoción con que a ellas asistió todo el pueblo. Ofició el señor arcediano de Tarazona, D. Froilán Calixto, a quien conoces, asistido del doctor D. Juan Crisóstomo de Montestrueque, canónigo entero de la colegial de Borja, y D. Francisco Viruete, racionero medio de Calahorra. Entre los que concurrieron, citaré los más granados: el doctor D. Pedro de Clavería, abad del Burgo de Alfaro y canónigo entero patrimonial; el arcediano de Berberiego, D. Roque Tricio; D. Miguel de Paternina, vicario y teniente foráneo; D. Alonso de Herce, prior y canónigo medio de la colegial de Albelda; D. Ventura de Armañón, canónigo cuarto de frutos en la colegial de Nájera; el chantre de Tarazona, D. Juan Clúa; el provisor y vicario general, D. Francisco Tris; el prior del Santo Sepulcro de Jerusalén de Tarazona, y alguno más que se me olvida, de fijo, pues mi cabeza, como puedes suponer, con el barullo de estos días, no anda tan firme como yo quisiera. Tenemos la satisfacción de que no se han visto por acá funerales más lucidos; no los llevara mejores ni con más decoro de personal un infante de España, y si nuestro pobre Don Gastón los viese, él, tan amigo de la pompa en los actos públicos, habría quedado muy satisfecho. Por causa de sus achaques no pudo asistir el prelado de Tarazona; pero nos escribió una dulce y consoladora carta, que nos fue de grandísimo consuelo, por su ausencia. Nada quiero decirte de la hermosura y alteza del túmulo, ni de la prodigiosa cantidad de cera que en torno de él ardía, dándole apariencias de monte de plata y oro refulgente: en ello puso sus cinco sentidos nuestro buen párroco D. Mateo Palomar, que mandó construir la carpintería del catafalco, y colgó en ella los paños más ricos, con bordados y flecos, que facilitan las monjas de la Trinidad de esta villa. En fin, Mariquita mía, que todo se ha hecho noblemente, como nos correspondía, y Rodrigo y yo estamos muy aliviados de nuestra tristeza con la satisfacción de haber cumplido este deber, sin que nos duela el excesivo dispendio ante tan sagradas obligaciones. Rodrigo, que lleva cuenta minuciosa de todo, me ha dicho que sólo la traída de los cantores de Tarazona y el emolumento de los de aquí monta mil trescientos veintisiete reales... A este respecto, figúrate lo demás.
Bien comprendes que no habré estado ociosa estos días, pues he tenido que poner mesa para todos los señores dignidades, canónigos y racioneros que han tenido la dignación de asistir a las honras. La víspera del ceremonial no pude sentarme en diez horas seguidas, y a mi servidumbre tuve que agregar tres mujeres de las más amañadas del pueblo. Ello había de ser de lo más opíparo, conforme al lustre y nombre de la casa, y más valía pecar por carta de más que por carta de menos. Ayer, al salir el sol, ya llevaban mis pobres huesos hora y media de trajín, y la función religiosa no pude gozarla entera, pues antes de que sonaran los piporrazos finales, tuve que venirme a casa con mi gente a dar los últimos toques a la mesa, puesta con la friolera de veintiséis cubiertos. Nada te digo de la mantelería, pues ya sabes que esta es mi pasión, y que gracias a Dios poseo y conservo piezas que no tienen que envidiar a las del palacio de un rey. De plata repujada, ostenté lo que Rodrigo y yo hemos logrado salvar de los derroches del pobrecito D. Gastón, a quien Dios perdone. Conservamos algunas piezas del riquísimo tesoro de la casa de Urdaneta, y todo lo mío, que no es poco. Grandes apuros pasé para presentar comida digna de tales personajes, y me vi y me deseé para reunir diez y siete pavos, adquiriendo todo lo que en estos contornos había. Pollos tuve bastantes con los de casa, pues de las echaduras del año pasado guardaba más de cincuenta; liebres y palomas encargué a Veruela, y de Borja me trajeron las riquísimas truchas. De bizcochadas y dulcería no me ha faltado lo mejor que hacen estas monjitas y los confiteros del pueblo. En fin, que creo no hemos quedado mal con estos reverendos señores, y a mi parecer, no se han ido pesarosos de haber tributado este homenaje a nuestra casa. Grandes elogios hicieron de mi mesa y cocina, así como de los ricos vinos blancos y del rancio de nuestras bodegas. A todos les probó muy bien, menos al licenciado Viruete, racionero medio de Calahorra, el cual, quizás por algún exceso en la comida, se sintió por la tarde sofocadísimo, y hubieron de llevarle a la botica, donde le aplicaron, para destupirle, los remedios del caso. El señor prior de Albelda, con quien hablamos de ti, me encargó mucho que te mandase memorias en mi primera carta: allá te van. Piensa ir a La Guardia antes de quince días: él te dirá si les tratamos como se merecían.
Y vamos a lo nuestro, aunque no me extenderé mucho, porque me llaman mis ocupaciones: el funeral y el convite me han dejado la casa muy revuelta, y primero que vuelva todo a su sitio han de pasar algunos días. Lo de las calabazas, por un lado me complace; por otro me apena. En ese descalabro de nuestro maldecido sujeto, veo la mano de la Providencia, que ha querido castigar con cruel desengaño al que a nosotros nos ocasionó turbación tristísima, que no merecíamos. La desavenencia que nosotros lloramos, págala él con creces, y con vergüenza y amarguras mayores que las nuestras. Que se fastidie, que se le lleven los demonios. Pero no participo de la candidez con que estimas favorables las calabazas. No, Mariquita, no: ese vendrá ahora contra la perla, haciéndose el inconsolable y buscando que ella le consuele; y la niña, con toda su bondad y dulzura, se os volverá romántica, o loca, que viene a ser lo mismo. Créelo: así será. Tú y D. José María sois muy angelicales, y todo lo veis por el lado risueño y feliz. Enteramente angelical es esa idea tuya de que D. Fernando nos va a dar el rasgo de ausentarse para siempre, extremando su delicadeza. No, hija, no: basta que sea romántico, para que proceda de un modo contrario a lo que piensas. Verás cómo trata de aplicar a su descalabradura el ungüento prodigioso de Castro-Amézaga, sabedor de que la niña lo administra bien y lo aumenta cada año.
Y a propósito de romanticismo, Mariquita mía, ¿estás en Babia? El que se ha suicidado en Madrid es Larra, un escritor satírico de tanto talento como mala intención, según dicen, que yo no lo he leído ni pienso leerlo. Las señoras, a sus quehaceres de casa, y si hay algún ratito libre, a buscar buenos ejemplos en el Año Cristiano. Déjame a mí de sátiras que no entiendo, y de literaturas, que siempre traen algún venenillo entre la hojarasca. Pues sí: ese desdichado firmaba sus escritos, que no sé si eran en prosa o en verso, con el apodo de Fígaro, nombre de un barbero que hubo en Sevilla, según me dice Rodrigo. Se mató por contrariados amores con una casada; ¡qué abominación!... Mira: al leer esto, que no va con buena gramática, cuida de no confundirte: el que se pegó el tiro no fue el barbero, sino el satírico. Dios le haya perdonado... Déjate de atar cabitos, que nada tiene que ver el muerto de allá con el calabaceado de Vizcaya.
Está de Dios que yo no acabe esta carta, pues al querer ponerle fin, se me ocurre decirte otra cosa, y ella es tal, que no la dejo, no, para otro día. Hoy hemos entrado Rodrigo y yo en el cerrado cuarto de D. Beltrán para hacer inventario de lo que allí guardaba el pobre viejo y poner mano en sus papeles. ¡Ay, Mariquita, qué cosas hemos encontrado en la caverna del primer noble de Aragón! Mi primer impulso fue entregar al Santo Oficio su colección de retratos de mujeres; pero hay entre ellos algunas miniaturas preciosas, y eso los ha salvado del auto que merecen. Siempre fue el arte abogado del maleficio. No pude resistir a la tentación de examinar algunos. La mayor parte representan hermosuras francesas o españolas afrancesadas del tiempo del Imperio, con aquellos trajes ceñidos, enseñando las carnazas del cuello, de los hombros y algo más... ¡Hija, qué indecentes! Dice Rodrigo que son damas; pero yo digo que son otra cosa, porque en mi tiempo y en Aragón se vestían las señoras con cierto desavío parecido a la desnudez; pero la que era verdaderamente honesta se tapaba, sin estar por eso menos a la moda. Examinados los retratos, sacamos de las papeleras paquetes de cartas. Entre diversos legajos que no contienen nada de interés, hallamos el archivo de Satanás: cartas de enamoradas, de seducidas, de amigas confianzudas, de bribonas que se titulaban amigas. ¡Qué horror! Muchos de estos documentos históricos están en francés. Propuse quemarlo todo; pero Rodrigo defendió la conservación del archivo con argumentos tan juiciosos, que logró convencerme. Dice que entre aquellos papeles los hay de gran interés para los que coleccionan autógrafos, o para los que allegan datos personales con que escribir la historia. Total: que en París o Londres, y en Madrid mismo, hay quien paga en buena moneda las cartas de celebridades, ya sean de monsiures, ya de madamas notadas por su belleza. ¡Sabe Dios lo que podrá valer el archivo del pobre D. Gastón, que además de lo que te digo, contiene esquelas y aun largas epístolas de hombres que han dado mucho que hablar! ¡Figúrate que hay un billetito de convite firmado Bonaparte! Del Vizconde de Chateaubriand vi algunos pliegos, y de una que llamaban Madama Recamier, o cosa así, de Talleyrand, del Príncipe de... ea, no sé escribirlo... En fin, hasta de cardenales tenía cartas mi suegro; dos de ese Lamartine, tres de un cómico a quien llamaban Talma y una de lord Vellinton.
Por último, la emprendimos con los libros, en grandísimo número, algunos muy buenos, superiores, de historia y letras profanas, otros endemoniados, novelas, artes de amor, aventuras galantes, escenas picarescas, broza, hija, materia infernal que yo habría condenado a la hoguera; pero Rodrigo no está por quemar nada, pues, según dice, el libro que no es valioso por su contenido, lo es quizás por el lujo y la rareza de la edición. Consérvese, pues, todito, y archívese y catalóguese.
¡Y ahora resulta que quien no deja a sus herederos ni especie metálica ni bienes raíces, les beneficia con el propio matalotaje de sus hábitos viciosos! ¡Hija, la Providencia...! Libros devotos de los mejores poseía también; pero de poco le sirvieron para mejorar de costumbres, porque nunca los leía ni por el forro. Dios le haya perdonado. Sin duda le habrá valido su buen corazón, que en verdad lo tenía excelente, excelentísimo, y debemos creer que sus frivolidades y falta de celo no serán parte a privarle de la eterna gloria que con alma y vida le deseo. Que tú y José María me le encomendéis y recéis por él. De todos los que nos honran con su amistad esperamos el mismo favor.
A mis niñas les dirás que sigo enfadada, muy enfadada; pero que no las quiero mal. Deseo vivir mucho para ver por mis propios ojos la felicidad que encontrará Demetria fuera de la que nosotras le hemos propuesto y ha menospreciado. Que me escribas pronto todo lo que ocurra. Dios te me guarde y prospere como ha menester tu amante amiga, -Juana Teresa.