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La estafeta romántica/XIX

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XIX

De Valvanera a Pilar

Villarcayo, Mayo.

No creas, mi querida Tostada, que las dimensiones de tus cartas puedan serme enfadosas. Al contrario, las leo de punta a cabo con indecible placer, y siempre me saben a poco; suelo quedarme desconsolada de que aún no vengan un par de pliegos más. Y ello es así, porque en tu escritura y estilo te veo tan viva como si delante te tuviera. No hay persona que tan claramente se muestre en lo que escribe. En tus cartas estás como eres: traviesa, sutil, amante, nerviosa, voluble. A veces tu sinceridad me asusta tanto como me admira; tus juicios tan pronto son acertadísimos como desatinados. Da gracias a Dios por tenerme a mí de reguladora de tu carácter en este negocio, pues si yo no moderara tus arrebatos y te alentara en tus decaimientos, no sé lo que pasaría. Lo mismo piensa Juan Antonio, a quien leo mis cartas y las tuyas. Recordarás que esto fue lo convenido por nosotras, pues no quiero poseer secretos que no conozca mi marido, ni traer entre manos enredillos cuyo principal hilo no esté en las de él. Se interesa por el buen giro de tu asunto tanto como yo, y sus consejos y observaciones son la luz que en estos laberintos me guía. Y basta de preámbulos, que tenemos mucho que hablar.

Disparatada me parece, como chispazo de las hogueras de tu romanticismo, la idea de que la niña de Castro pueda tener otro novio, otro amor. La existencia de un desconocido, cuarto factor, es un supuesto absurdo. Según mis noticias, corroboradas por las que hace pocos días dieron a Juan Antonio personas de gran crédito, Demetria viene a ser como un santito puesto en el altar del respeto y estimación que le tributan sus convecinos, y ni con palabra ni mirada se digna responder a ninguna manifestación amorosa, venga de quien viniere. Desecha esa superstición, pues no merece otro nombre. No hay más figuras sobre el tablero, no hay más factores que los tres que conocemos.

Y allá va otro hecho notable que no debes ignorar. Demetria renuncia al mayorazgo, quedando las dos hermanas, por virtud de este arranque generoso, igualmente partícipes del gran patrimonio de Castro-Amézaga. ¿No te parece que esta novedad permite vislumbrar una solución equitativa? A otra cosa: enterada de la tirantez de tus relaciones con Juana Teresa, he resuelto escribir a mi ladinísima y cuquísima cuñada, poniendo en ello tal diplomacia y cautela, que hemos tardado Juan Antonio y yo como unas tres noches en enjaretar nuestra epístola. Ello va bien hilado, con las necesarias marrullerías para conseguir que se claree. Le hablamos de ti, sin mezclarte para nada en la intriga que traemos. Esperando estoy su respuesta, que nos dará pie para otros avances y manifestaciones.

Lo que ha de sorprenderte y alegrarte es la noticia de que he logrado tender un hilo a La Guardia, y ponerme en comunicación con las niñas de Castro. ¿Cómo? dirás. Hija, no sólo tú tienes talento para estas cosas: concédenos algo de tu diplomacia y delicada trastienda. Pues verás: en la contestación que dio Fernando a una carta del cura Navarridas, ingerí unos encarguitos o consultas hechas a las niñas requiriendo la contestación inmediata. Cayeron en la trampa, y a los pocos días vi gozosa que el valijero me traía la deseada respuesta. Te incluyo las cartas de La Guardia, para que las leas, medites sobre ellas, y me des tu opinión... Pero dejemos esto, que quiero hablarte de lo más importante, y por Dios que no es muy lisonjero lo que ahora leerás. No te asustes antes de tiempo, y fíjate bien en lo que escribo.

Hace días que notábamos en Fernando un recrudecimiento grande de sus tristezas, agravado con estados nerviosos que me ponían en cuidado. Poco atento al ensayo de la comedia, pretextaba dolores de cabeza para encerrarse en su cuarto, o pasear sólo por las inmediaciones de la casa. El lunes, interrogado por Juan Antonio, dijo que necesitaba forzosamente ausentarse por pocos días; que nos prometía volver; que nos lo juraba con palabra de caballero. Fingimos acceder a su pretensión, proponiendo yo que mi marido le acompañase, y en eso quedamos. El miércoles por la noche, viéndole sombrío y taciturno, preparando la maleta pequeña que usa para viajes cortos, le llamé al cuarto de los niños, que ya dormían, y empleando la severidad combinada con las expresiones más dulces del cariño materno, logré que me confesara el motivo del trastorno que no podía disimular. ¡Pobrecillo! Es tan bueno, tan noble, que no se llama, no, a su corazón sin que este al punto responda. Con hidalga franqueza díjome que había recibido una carta de su amigo Pedro Pascual Uhagón, en la cual le manifestaba sucesos de indudable gravedad; dócil a mis instancias, me dio la carta para que la leyese, y enterada de lo substancial, se la devolví. Saqué un extracto, que te incluyo. Entérate y juzga. Los documentos que con esta recibes son de un interés palpitante: nos manifiestan sentimientos efectivos de las personas a que se refieren, estados de las almas... y debemos meditar sobre ellos.

Naturalmente, traté de arrojar la mayor cantidad posible de agua fría sobre la hoguera que el pobre chico llevaba en sí; pero bien comprenderás que no me habrá sido fácil apagarla. A las razones que le di encareciendo el desprecio y olvido, me respondió con otras que, expresadas por él, eran de una elocuencia y fuerza incontestables, por supuesto, echando siempre por delante el honor; y cuando los hombres sacan este Cristo, nos quedamos las pobres mujeres muy desguarnecidas de razones. En efecto: si ahora resulta que esa hembra loca, después de dejarse secuestrar tan torpemente, rompe con su nueva familia, atropella toda conveniencia, y se lanza decidida en busca del hombre a quien había jurado fe, para que este la ampare, deshaciendo la odiosa trama de su forzado casamiento, pueden sobrevenir incidentes de la mayor gravedad. Yo insistí en que no hiciera caso, y que pues el matrimonio religioso era efectivo, no procedía ninguna clase de acción protectora en favor de la infeliz Aura. Pero no he podido convencerle. Sobre todas las leyes sociales y religiosas está la caballería. Un hombre, un galán, un caballero no puede desamparar en trance aflictivo a la que fue su dama, aun teniéndola por culpable. La caballería, tal como Fernando la ve, es la suprema justicia, superior a todas las justicias de nuestras leyes divinas y humanas; la idea de castigar una traición, y de restablecer las cosas en el estado anterior a la intriga villana. Y aquí nos tienes, mi amada Pilar, en pleno drama o novela. Pocas novelas he leído yo desde que me casé; pero por lo que recuerdo de libros y teatros, en tales asuntos, inventados y compuestos con arte, domina la idea de justicia caballeresca, y de tal modo subyugan a los lectores y espectadores, que estos enloquecen de entusiasmo cuando ven atropellada la ley y aun la misma religión. Los desafíos, los raptos de monjas, la burla de padres o esposos, son admitidos con aplauso, sobre todo si el galán que tales atrocidades acomete es atrevido, insolente, y guapo por añadidura.

Discutía yo con Fernando sobre estas materias, y no quiero decirte que con su ingenio y gracia me arrollaba lindamente. Yo, al fin, no sabía por dónde salir. Nuestro asunto, pues, toma ya el carácter de obra dramática o novelesca, y o mucho me engaño, o se trae un chisporroteo romántico que pone los pelos de punta. ¿Qué me dices a esto? La dama escapadita de la casa conyugal, los burladores burlados, el galán con ganas de salir al encuentro de la dama y ampararla contra los viles que la engañaron, el traidor acechando en las tinieblas y preparando alguna nueva trapisonda... No, querida, no te asustes; te digo esto para que veas cuán malo es el romanticismo. Inmenso servicio se haría a la sociedad suprimiendo tales invenciones, que no sirven más que para dar malos ejemplos a la juventud. Cierto que Fernando me arrojó a puñados los rayos y centellas de su exaltación caballeresca y dramática; pero yo no me dejé cegar, ¡buena soy yo!, y con fría calma, razonando con el juicio que Dios me ha dado, le solté todas las andanadas del buen sentido, del respeto que debemos a las leyes y prácticas sociales. Como esto no era bastante, saqué también mi Cristo: díjele que te morirías de pena si él, por meterse en lances de poesía teatral, comprometía su existencia, su opinión, aquel honor mismo que invocaba; añadí que todo escándalo que por tales violencias sobreviniera, además de herirle a él y menoscabarle, a ti principalmente habría de lastimar... y ante esto vi que flaqueaba su tenacidad quijotesca. Si no era ya mío, era tuyo, y esto me bastaba. En fin, para no cansarte, me prometió no salir de aquí sin darnos de ello conocimiento, y que no buscaría el drama, concretándose a proceder como caballero si el drama le buscaba a él. Así hemos quedado: está más tranquilo, y yo también. ¿Vendrá el drama? Pues si viene, algo se me ocurrirá para espantarlo. Por de pronto nos recreamos con la dulce comedia de Moratín. Hoy han vuelto a ensayar, y Fernando, recobrando su aplomo, nos ha hecho pasar un rato agradabilísimo.

Es tarde, mi buena Tostada. Mañana continuaré.

Martes.- Nada ocurre hoy digno de contarse, como no sea que el drama no ha parecido. Por si viene, me dispongo a esperarle detrás de la puerta, pertrechada con el palo de una escoba. Si ahora resultara que no hay tal drama, que el que nos asusta es pura invención o engaño del corresponsal bilbaíno, este merecería el escobazo por ponernos en tal zozobra. No afirmaré que sea inverosímil: los buenos dramas tampoco lo son; pero algo hay en este que me parece extraño a la realidad. La dichosa carta de Uhagón me huele a verso. Con todo, no nos fiemos mucho, engañadas por la atmósfera desabrida de la vida corriente. En esta, cuando menos se piensa, salimos todos hablando en verso sin saberlo, y a lo mejor suceden cosas que convierten en cuentos de niños las invenciones novelescas y teatrales. No estoy tranquila, no, y a cada ruido extraño que siento fuera de la casa tiemblo y me digo: «Es el drama, que llega».

Se me había olvidado decirte que la carta de ese Miguel de los Santos no engañó a nuestro caballero, pues antes de llegar a la mitad de la lectura reconoció por tuyo el salado escrito. Lo ha leído veinte veces, celebrando tu ingenio; el legítimo orgullo se le sale por los ojos en llamaradas. Me ha dicho que ese Miguel es un talento perezoso, y un corazón de amigo como pocos se encuentran, y se pasma de que te hayas asimilado tan graciosamente su original socarronería en el pensar y en el escribir. Espera que le mandes nuevos engaños como ese.

Y hablando de otra cosa, que por cierto no es nada grata, tengo a la niña mayor malita. Se nos constipó ayer en el ensayo, porque teníamos todo abierto por causa del calor, y debió de sofocarse interpretando con demasiado brío la escena de Doña Irene con D. Diego. Me faltó tiempo para meterla en cama: la tos me la ahoga. Ya nos tienes a todos con el alma en un hilo... En fin, dice el médico que no es nada; pero yo no me fío, conociendo la propensión de estos chicos a las afecciones pulmonares. Desde que perdí a mi Ángel, tiemblo cuando les oigo toser. A estos dramas de la salud de mis hijos les temo más que a los otros, pues no puedo ahuyentarlos a escobazos. Empiezan con la tos; luego la calentura, que ni sube ni baja; siempre lo mismo días y días, consumiéndose, perdiendo las carnes. Cada catarro de mis hijos es una ansiedad mortal de cuatro o cinco semanas. Toda la fortaleza quiso Dios que fuera para los padres, que somos dos robles; fortaleza que sin duda nos es necesaria para soportar las dolencias de la familia menuda. Y el pequeñín no anda bueno tampoco. Toda la noche se la pasa en un sudor; está triste; no tiene apetito; se le ve desmejorar por días. Gracias a la riquísima leche que aquí tenemos y a los sanísimos aires de este país, les voy defendiendo. Por su salud ofrezco al Señor la mía; pero a Dios no le conviene el trato, y sigue quitándoles porciones de vida que a mí me da. Él se sabe lo que hace.

Con el cuidado de la niña no vivo, amiga del alma, y como nuestro asunto no nos traiga alguna sorpresa, no te escribiré ni mañana ni pasado. Pídele a Dios que no me quite a mi hija, y yo espantaré los dramas que vengan por acá... no te dé cuidado. Tu amantísima -Valvanera.