La estafeta romántica/XVII
XVII
Abril.
Ya sé, ya sé, picarona, el mote que vas a ponerme. Vas a llamarme la Tostada. Pero no me ofendo, y casi, casi me gusta el apodo, porque me estimula más al horroroso gasto de tinta, y a marearte con mis largas escrituras. Lo que siento es distraerte de tus ocupaciones todo el tiempo que exige la tarea de leerme. Pero lo llevarás con paciencia, ¿verdad? Y que no puedo ser concisa. Tras de una idea se me ocurre otra, y cuando quiero recordar, ya tengo bien llenitos de garabatos cuatro pliegos de papel.
Tienes razón en decir que soy una pura pólvora, y que la impaciencia me pierde. Por mi gusto, cosa pensada, cosa realizada. No puedes figurarte el cariño que le he tomado a esa mayorazga de Castro-Amézaga desde que me contaste sus extraordinarios y nunca vistos méritos. ¿Y tal joya no será para mí, para mi Fernando? ¡Ay, si Dios me concediese esto, daría por bien empleados todos los martirios de mi vida!... No pienso más que en Demetria, la estoy viendo, hablo con ella. ¡Qué hermosura y qué talento, qué aplomo y dominio de sí misma! No me digas que el fantasmón de mi sobrino puede quitárnosla. ¿Pues qué? ¿No ha manifestado bien claramente la niña discreta que le repugna el candidato propuesto por la familia? ¡Y ha tenido entereza para negarse a ser su esposa, sin reparar en el semi-compromiso que suponían las vistas, resistiéndose a la presión que sobre ella ejercían sus tíos y Juana Teresa! ¡Eso es una mujer! Sólo este rasgo basta para que yo la ponga cien codos más alta que todas las de nuestro sexo. ¡Cualquier día la coge a esa un tonto! Ya puedes figurarte lo que yo gozo considerando el despecho, la rabia de Juana Teresa, que en su vida se ha llevado un sofión tan merecido. La veo echando fuego por los ojos y masticando fuerte... Pero se me caen las alas del corazón al pensar que aún tiene esperanzas de arreglo. No, no puede ser: no es delicado insistir después de una repulsa tan categórica... ¡Ay! mi falta de libertad me requema la sangre. Pues si yo pudiera meter mi cucharada en ese negocio, ¡con qué gracia habría de llevarlo a término feliz, abatiendo para siempre los hocicos de mi media hermana!... Déjame, déjame que desahogue el ardor de mi alma. Luego me dicen revolucionaria, romántica. Sí, lo soy: quiero imitar a esa sin par niña, que odia, como yo, los raciocinios por papeleta, y cuando le han presentado la de su casamiento, la ha deshecho con garra de leona. ¡Esa, esa es la mujer que quiero para compañera de Fernando!
Pero nada adelantaremos, tienes razón, mientras el alma de nuestro querido hijo no salga del insano estupor en que la tiene una pasión frustrada, una tan grave herida del amor propio. No le riño; conste que no le riño; considero la delicadísima situación de su espíritu, y confío como tú en el tiempo... Pero ¡ay! el tiempo tiene dos caras: es amigo que infunde esperanza, y enemigo que amedrenta. ¿Quién me asegura que, andando días, no lograrán los de Cintruénigo rendir por cansancio la fortaleza de Castro? Juana Teresa es muy lista, maestra en gramática parda, en marrullerías plebeyas. Rodriguito, según mis noticias, suple con su tenacidad la pobreza de su entendimiento. Temo a los tercos, a los pleiteantes temerarios, a los que ponen toda su intención y sus fines todos en una sola papeleta... No, no me entrego yo al tiempo: eso es de perezosos. Confío en ti, que aunque me dices que espere y no me precipite, seguramente pondrás tus cinco sentidos en esta obra magna para que no se nos malogre, y allanarás a Fernando el caminito de La Guardia. Demetria es su paz de toda la vida, el perfecto equilibro de sus facultades. ¿No lo ves así? ¿No ves en ese matrimonio la maravilla de la Providencia?... Impedir que se unan es un divorcio, amiga mía, es obstruir los caminos de Dios.
No te asustes de mi exaltación. Soy así: ver yo el bien y no lanzarme tras él al instante, es imposible. Déjame que te diga una cosa, y si la tienes por delirio, no me importa. Pues la hazaña de Fernando al sacar a la niña del cautiverio de Oñate, con riesgo de su vida, bien merece el desenlace, el divino coronamiento de esta unión. Dime que sí. Aquella página hermosa, aquel viaje por los montes infestados de facciosos, la muerte del desgraciado padre, la herida de Fernando, que se nos quedó cojito, prisionero de sus protegidas, ¿qué son más que trámites de la grande obra de la Providencia? ¿Y la abnegación con que el caballero, abandonando sus amores (buenos o malos, que eso no hace al caso), se convierte en paladín de dos muchachas desconocidas, no significa nada? ¿Pues y la nobleza de su proceder en todo el camino, su delicadeza y solicitud, la gratitud de las niñas, la entrañable amistad que entre ellos se establece, no nos dan a conocer el arte sublime con que Dios elabora sus obras maestras? ¡Ay! quisiera ser poeta para poner en versos magníficos aquella peligrosa y al cabo feliz aventura, composición que les entregaría, diciéndoles: «Héroe y heroína, Dios os ha juntado en este hermoso poema, porque quiere haceros fundamento de una generación que reúna la voluntad y la inteligencia. No falta más que una estrofa, que vais a escribir ahora mismo».
A todo trance, mi amada Valvanera, es preciso que el Caballero de Aránzazu (mira qué título se me ocurre) no se acuerde más de la catástrofe de Bilbao, ni de la condenada diamantista, que noramala vaya. Tráemele pronto, por tus hijos te lo pido, al terreno en que hallará el reposo y la felicidad, y yo también. Sería yo capaz, si viera terminado el poema con lógica belleza; sería capaz, digo, de romper la insoportable ficción en que vivo, y arrostrar las humillaciones y las amarguras que suponen las papeletas de Felipe, arrojadas en terrible avalancha sobre mí... ¡Vaya si lo haré! ¿No es estúpido que vivan las almas aterrorizadas por un vano fantasma, la opinión, la cual, mirada de cerca y por dentro, se compone de cuatro trapos no muy limpios sobre cuatro torcidas cañas?
Pero tengamos calma. A medida que escribo me voy exaltando más... Por obedecerte en todo, he detenido el viaje del benditísimo sacerdote, nuestro amigo, a La Guardia; pero no acabo de conformarme con este aplazamiento. Se me ha metido en la cabeza que, haciéndose D. Pedro amigo del señor de Navarridas, se nos vendría todo a la mano. Pienso también que Demetria... En fin, pienso tantas cosas, que vale más que me las guarde y las madure bien antes de comunicártelas. En la confianza de tu pericia me adormezco yo. Sé que sacarás triunfante mi bandera, la bandera del bien, que tiene por escudo un corazón de madre, y por leyenda esta sola palabra: Naturaleza.
Vamos, que estoy desatinada: no me digas que no. Y otra cosa. ¿No puedo aún escribir a Fernando? ¿No debo decirle...? ¿Te decides a descorrer el velo, o no es tiempo todavía? Ya que no me contestes a esto, dime pronto si va recobrando la serenidad; si su corazón se restaura en los sentimientos dulces, o es aún presa del vértigo de rabia, y se ahoga en las olas de amargura. Porque no puedo arrojar de mí una zozobra cruelísima. ¿No está convencido aún de que la maldita Negretti es esposa de otro? ¿O es que sobre eso hay dudas todavía? No lo veo yo claro. Las referencias del suceso son vagas, como de un caso problemático, alterado al pasar de boca en boca. Que sepamos la verdad. Entérate bien; interrógale, aunque esto sea poner el dedo sobre las heridas aún no cerradas. Estaría bueno que ahora saliéramos con que Fernando abriga todavía esperanzas... Por Dios, vigila, no te descuides... entérate de si aún sostiene alguna comunicación con Bilbao, aunque sea indirecta, por vía de espionaje o información. Hay que ver esto, Valvanera de mis pecados; hay que estar en todo... Adiós; ya no puedo más. Toda mi alma está contigo y con él... Una palabra para concluir: «¡Muera Cintruénigo!».
¡Qué disparates pienso y escribo!... Voy a decirte el que se me ocurre en este momento. ¡Jesús me valga! Admitida la idea de que el motivo del desaire sufrido por mi antipático sobrino es que el corazón de la mayorazga pertenece a otro, me asalta la idea de que ese otro no es Fernando. ¿No se te ha ocurrido averiguar si hay algún factor desconocido? Lo que ahora sospecho, ¿es acaso inverosímil? Fíjate en que no tenemos ninguna prueba de que la repulsa de la niña sea por amor a Fernando. Todo se reduce a suposiciones, conjeturas, fingimientos quizás de nuestro deseo. Hay un punto obscuro, muy obscuro, querida Valvanera, y es urgente aclararlo. Acláralo por Dios. Tengamos ¡ay! un hecho fijo y seguro en que fundarnos, para que este plan mío y tuyo no sea un alcázar aéreo. ¡Pues bonito papel haríamos si ahora resultara que...! Me vuelvo loca... Compadece a tu pobre amiga...
No escribo más; quiero serenarme; la pluma se me vuelve un pedacito de rayo. Siento en mí las sacudidas de los nervios, que me dicen que no escriba más. La Tostada se rinde.
Te mando millones de besos para que los repartas como quieras. Los que le toquen a Fernando, como no puedes dárselos tú directamente, se los aplicas a tus nenes para que estos se los pasen a él. Adiós otra vez. Os adora vuestra -Pilarica.