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La estafeta romántica/XXXI

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XXXI

De Valvanera a Pilar


Villarcayo, Agosto.

Amada mía: La ansiedad que revelas en tu carta se me comunica, y no vivo hasta saber el término y solución de la gran crisis de tu destino. Bendigo a esos buenos señores, amigos fieles, Cortina y Salamanca, que te ayudan en tu magna empresa. Inspíreles Dios, y a ti te dé fortaleza y serenidad. No ceso de pedirte que encierres con cien llaves tu romanticismo, todo ese imaginar insano que debes a las lecturas continuas, al hábito de vivir dentro del misterio, a esa fatalidad de tener drama oculto, vida de novela por dentro. ¿Me explico? Aguardo impaciente la carta en que me digas el resultado de lo que llamas operación quirúrgica. Encomiéndate a Dios, que no dejará de mostrársete benigno, viendo atenuada tu enorme falta por el sentimiento purísimo que es consecuencia de ella. El pecado y la virtud ¡qué cosa más rara! se ven enlazados en la vida humana, y donde menos lo piensas encuentras un eslabón de oro entre los de hierro de tu cadena. Te reirás de las figuras que se me ocurren. Algo se me pega de tu florido ingenio.

Delicadísima es tu situación frente a Felipe, y todo el tacto que empleares para sortearla me parecerá poco. Considera, Pilar, que las espinas de su carácter están en la superficie; su corazón es bueno. Desgracia grande ha sido que no supiera conquistar el tuyo, aun después del tropiezo. Ya es tarde para la concordia. Si el cariño no puede existir, sálvense la estimación y el mutuo respeto. Te digo todo lo que se me ocurre, sin reparar en que mis exhortaciones lleguen tarde. Pongámonos en manos de Dios, que ha de resolver este magno problema. Él decidirá de tu vida futura, poniendo fin a tus sufrimientos, o dándote otros en vez de los actuales. Si así fuere, acéptalo con resignación recordando estas dulces palabras del Kempis: Tanto se acerca el hombre a Dios, cuanto se desvía de todo consuelo terreno. Y tanto más alto sube hacia Dios, cuanto más bajo desciende en sí y se tiene por más vil.

Quiero endulzar tus penas contándote cosas de acá, placenteras: teníamos a Fernando alicaído y triste; hoy está muy gozoso con la visita de su amigo D. Pedro, que se nos entró por las puertas ayer tarde, sin previo aviso. Figúrate la alegría del pobre Telémaco. En el tiempo que aquí lleva, nunca le he visto tan animado, tan expansivo y bien dispuesto. Juan Antonio y yo hemos recibido en palmitas al Sr. de Hillo y le agasajamos todo lo que se merece. En cuanto habla, se manifiesta el cariño que tiene a Fernando, y el afán de verle dichoso. Lástima que sólo esté en nuestra compañía hasta mañana, pues tiene que partir para Vitoria, con no sé qué graves comisiones de su ministerio castrense. Creo que Fernando le acompañaría de buena gana; pero no nos resolvemos a concederle autorización para este viaje. Tanto él como nosotros nos hacemos cargo de que en estas difíciles circunstancias, y en la expectativa de la gran crisis tuya, no debe alejarse. Podría ser necesaria en un momento dado su presencia aquí, tal vez en Madrid. Dice D. Pedro que volverá, y esto me alegra, porque su compañía, su afecto y su festivo temple son el mejor antídoto de las melancolías de nuestro amado caballero.

Y allá van otras noticias, que aunque parezcan extrañas a nuestro asunto, quizás tengan con éste indirecta relación. He recibido carta de mi padre, desde Albarracín, donde se hallaba muy obsequiado por los figurones de la facción. ¡Qué hombre, qué carácter flexible y ameno! No hay quien le iguale en el don de ganar amigos y de hacerse simpático a todo el mundo. Me dice que su salud es excelente; que tras las penalidades sufridas con cristiana conformidad, ha recobrado su vigor, el apetito de sus mejores tiempos, la fácil labia y el prurito social. No hay otro D. Beltrán de Urdaneta. Es el prodigio de la Naturaleza y la unión del siglo pasado con el presente. Me dice que quieren agregarle a la expedición de D. Carlos, el cual parece no ha de parar hasta Madrid. En la presunción de que mi padre recale por la Villa y Corte, y de que vaya a parar a tu casa, como otras veces, he pensado que no debes vacilar en informarle del asunto, ganando su voluntad antes que los Idiáquez. Creo que teniéndole preparado y conquistándole hábilmente, como tú sabrás hacerlo, le tendremos a nuestra absoluta devoción en el delicado negocio de La Guardia. ¿Estás enterada?

Ayer hemos expedido un propio para llevarle nuestra carta y el dinero que nos pide, necesario para que pueda incorporarse decorosamente a esa ambulante corte del llamado Rey, que quizás lo sea pronto de verdad, por convenio entre las dos ramas borbónicas. Le hablo de Fernando, a quien profesa paternal cariño, diciéndole que le albergo en mi casa desde principios de año, y añado algunas explicaciones de los motivos de este hospedaje, que entiendo han de ser para él una revelación. Le encargo que si a Madrid va, hable contigo de mi huésped, y con esto me parece que ayudo bastante a su penetración y agudeza. Estoy bien segura de que a un hombre como mi D. Beltrán, de tanto conocimiento en cosas y aventuras pasadas, le bastarán las medias palabritas que le escribo para posesionarle de tu secreto. Cualquiera que sea el resultado de esta crisis, cree que el saberlo mi padre no puede ocasionarte ningún perjuicio, y sí ventajas grandes. Agasájale, sé sincera y cariñosa con él, y tendrás un excelente apoyo, un leal consejero y auxiliar.

Y punto final por hoy. Te anuncio el milagro de que mis cinco hijos están buenos, sin ninguna molestia ni alifafe. Dios me les guarde así mucho tiempo. Fernando se ocupa en reanudar los ensayos del . En buen hora sea. Adiós, querida: que tu carta próxima me traiga felices nuevas, el término de tus afanes, el alivio de tu conciencia, y vea yo sobre tu cabeza la bendición divina y la piedad humana. Concluyo recomendándote que mires a Felipe con respeto y cariño. El amarle será para ti un inmenso consuelo. No te canso más. Tuya siempre -Valvanera.