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La estafeta romántica/XXXIII

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XXXIII

De la misma a la misma


Carabanchel, Septiembre.

Aquí respiro, amada mía; todas mis penas conmigo me las traigo; pero las atenúa, las suaviza la libertad, el alejamiento de mi martirio. La tía Consolación es un calmante enérgico de mi estado espasmódico, por su bendita indiferencia de todos los asuntos que no sean sus devociones y la paz de su casa, por carecer en absoluto del defecto esencialmente femenino, la malditísima curiosidad. No he visto pasta de ángel como la suya. Si ello es un profundo egoísmo, celebremos la razón de la sinrazón que en determinadas circunstancias reviste los vicios de las apariencias de excelsas virtudes, ofreciéndonos los provechos de estos. A mi tía Consolación no le importa nada de nada: vive siempre en, por y alrededor de sí misma, contenta del medio social, como los pececitos que se hallan bien en su redoma de agua limpia; hablando mucho de las excelencias de la otra vida, y procurando por todos los medios permanecer en esta el mayor tiempo posible; rodeada de curas y de médicos, a quienes oye y atiende como a sibilas de la salud espiritual y física; disfrutando de sus riquezas con parsimonia y régimen intachables; practicando la caridad con medida; exacta en todo, fría en sus afectos, cuidadosa de sus pelucas y de sus huéspedes...

A propósito de huéspedes: ¿a quién creerás que me encuentro aquí? A nuestro D. Juan Nicasio Gallego, que veranea en la quinta inmediata de Montecastro. Compite en corpulencia con mi tía Consolación, y la supera indudablemente en ingenio y en ese desahogo frailuno que nos hace tanta gracia. Su conversación me ha distraído un tanto de mis amarguras: ya me notarás semejante a mí misma, aunque todavía no puedo reconocerme todo lo yo que ordinariamente soy. Paso ratos agradables sentadita en el jardín en compañía de D. Juan Nicasio, que se ha dignado recitarme, con la entonación y compás clásicos, su oda a La influencia del entusiasmo en las bellas artes, que yo no recordaba. Se muestra lastimado de que le excluyeran de la dirección de Estudios después de haber hecho el plan de enseñanza general. La jubilación le duele como un castigo injurioso, y habla pestes del régimen traído por la sargentada, y de la nueva Constitución, que, según él, dará óptimos frutos dentro de quinientos años... Si tuviera mi espíritu sereno, a Fernando escribiría yo de mil cosillas referentes a gentes de pluma, pues también andan por aquí Bretón y Gil y Zárate: Ventura Vega viene algunas tardes a la Quinta de Vistabella. Todos me visitan, y aunque procuro huir de la sociedad, no puedo eximirme. Me acosan, me asaltan, y he de oírles, por lo menos.

Diariamente recibo noticias de Felipe, que no ha ido a la Encomienda: continúa en nuestro palacio de Madrid, sin alteración en su tristeza y aislamiento. Las noticias de hoy me hacen recaer en el abismo de mis penas, y esta tarde no he querido recibir a nadie, ni al mismo Gallego, que vino acompañado de Eulalia Montecastro y de Pilar Selva Fría. La tía Consolación le les dio chocolate de Astorga, y D. Juan Nicasio contó chascarrillos de confesiones de baturros. Desde mi cuarto, en el piso principal, oía la voz gruesa del clérigo y las francas risas de su auditorio.

Hoy domingo.- Llegó D. José Moya, el socio del librero Boix, y he hallado un consuelito a mi pena tratando con él de un envío de libros que pienso hacer a Fernando. No puedes figurarte cuánto he gozado viendo el catálogo de obras francesas, enterándome de los precios, y oyendo apreciaciones no muy autorizadas sobre el mérito literario de estos o los otros autores. Eligiendo y desechando libros he pasado un buen rato, figurándome que Fernando estaba presente y que aprobaba mi escrutinio, enteramente acorde con mi gusto. La caja contendrá la nueva edición del Ossian con grabados magníficos, y la última Vida de Napoleón, también con láminas muy hermosas. Por cierto que hay entre estas una de la cual no quiero hablar ahora; pero ya te diré algo en ocasión oportuna. Es muy triste, Valvanera mía... A su tiempo hablaremos... También le mando la traducción francesa del Don Juan y del Giaour de Byron, y la Corina de la señora Stäel. De latinos recibirá bastante historia: Tito Livio y Suetonio, que son muy buenos, y no lo afirmo porque yo los haya leído; de españoles van Solís y Masdeu, acompañados de Quintana. Las Vidas me gustan, aunque son un poquito pesadas; pero no hay que hacer caso de mi juicio. Y para colmar la caja he añadido todo el romanticismo que encuentro en los catálogos: dramas de acá y de allá, algunos que, sin leerlos, estimo de baja literatura, por un cierto tufillo que se desprende de sus cubiertas; otros medianos, friotes, con rimbombancia de frase y pobreza de ideas... Pero, en fin, allá va todo. Son juguetes que pronto estarán rotos en manos del niño. Este Sr. Moya me promete enviar la caja mañana mismo por un ordinario de confianza. ¡Si pudiera meterme en ella, como un mal drama, qué feliz sería yo! Mi felicidad me consolaría de la pena de ser drama malo.

Martes.- Ayer me trajo Salamanca, que vino acompañado de un escribano y su acólito, un rimero de papeles que firmé. Esto y una carta de Cortina me aseguran que es un hecho la situación provisional de Fernando. Ya no puede decir nadie que sólo tiene de caballero la figura, la ilustración y los modales. Cuéntame qué impresión le causa esto; y si es grata, como supongo, me consolaré de no haberlo hecho antes. Pienso yo que las riquezas deben ser siempre para la juventud, bajo la tutela y dirección de los viejos. Lo que Fernando disfrute con la discreción y buena medida propias de su honrado carácter, será mi gloria, mi orgullo. Que tú y Maltrana le habléis de esto, demostrándole que le pertenece lo que hoy está en mis manos. Soy su arca, su hucha; no tiene que agradecerme nada, y yo mucho a él por poner en mí su confianza. Que me le aleccionéis bien, queridos Valvanera y Juan Antonio. Adiós por hoy.

Viernes.- En los dos días que he pasado sin escribirte me han ocurrido cosas que no puedo contarte sin emoción muy viva. Aún me dura el grandísimo dolor que he sentido ayer; encontrarás mi carta como anegada en un mar de amarguras, turbio el estilo y sin ninguna gracia. Buscaré compensación en la claridad y el fiel traslado de los hechos, huyendo de las impresiones de romanticismo, que, a pesar mío, me asaltan el magín. Con un esfuerzo supremo de mi voluntad las echo de mí, presentándote en forma descarnada lo que he visto, y lo que he padecido al verlo... Pues desde el miércoles sentía yo una viva comezón de volverme a Madrid, de entrar en mi casa y adquirir por mí misma noción clara de lo que allí ocurre. Sospechando que me ocultan algo, que no es posible la continuidad de la monotonía fúnebre que dejé allí, ayer preparé con mi doncella una escapadita, que realizamos felizmente. No tuve dificultad para entrar en casa, no diré en secreto, porque esto era dificilísimo, pero sí precavida contra las indiscreciones de los criados que me vieron. No me dirigí a mi habitación, pues para esto habría tenido que atravesar los sitios de más peligro: metime en aquel cuarto obscuro ¿sabes? entre el billar y la sala de armas, y allí permanecimos Rafaela y yo muy agazapaditas, acechando una ocasión de aproximarme al encierro de Felipe, que es el gabinete de la esquina, entre su alcoba y el salón rojo. Caía la tarde. Pasó tiempo, y sobre la casa vino la obscuridad, entristeciendo todo y poniéndome a mí más triste que las mismas tinieblas. Ya era noche cerrada cuando el Duque mandó que le llevasen luz. De puntillas acerqueme a la puerta de la habitación, que había quedado entornada al salir Mariano, después de preguntar este a su señor (así me lo figuré) si deseaba comer. Creí entender, adiviné más bien, que la respuesta había sido negativa, y lo confirmó el que pasara mucho tiempo sin que Mariano volviese con el servicio... Nadie me vio, ni yo pude tampoco ver a Felipe, sentado sin duda en el diván que hay en el mismo testero de la puerta. Esperaba yo que se pasease o que cambiara de asiento, poniéndose en el sillón de enfrente, debajo de la gran panoplia colgada entre el Ribera y el Juan de Juanes. No puedo decirte cuánto tiempo estuve en acecho sin oír ruido alguno. «¡Si yo me atreviera a entrar bruscamente! -pensé, fatigada del largo plantón-... Pero lo pensaba no más, hija, y la idea de hacerlo me estremecía. Cautelosa me retiraba ya, buscando las partes más obscuras del salón rojo, cuando le sentí ponerse en pie. ¡Ay, se paseaba!... ¡No, no: salía! Tuve tiempo de esconderme detrás del piano a punto que aparecía su figura en el cuadro de la puerta, iluminado por la lámpara del gabinete, y pasó, pasó muy cerca de mí, le vi perfectamente a la tenue claridad del salón. ¡Dios mío, qué impresión, qué inmensa pena! Aquel hombre no era Felipe, no era el esposo mío... o más bien era él mismo tal como pienso yo que será dentro de veinte años. ¿Pero han pasado veinte años sin que yo lo advierta?... ¿Estaré yo en ese grado de vejez? ¿La crisis que atravieso me hace avanzar de golpe casi un cuarto de siglo? Tanta era mi confusión como mi terror por lo que veía, y no daba crédito a mis ojos. La cabeza de Felipe, que apenas blanqueaba hace quince días, es ya enteramente blanca; su cuerpo, antes arrogante y derecho, se encorva hacia la tierra; su paso es vacilante; se agarra a las sillas que encuentra próximas. A la escasa luz, el rostro demacrado, cadavérico, me causó tan viva aflicción, que a punto estuve de perder el conocimiento. ¡Dios de mi vida, qué lastimosa ruina, qué desmoronamiento fugaz! Desapareció hacia la sala de armas; le seguí, apoyándome también en los muebles para no dar con mi cuerpo en tierra... Pasó por habitaciones obscuras, por habitaciones mal alumbradas. Iba hacia la mía, hacia donde yo vivo, donde duermo, donde sufro y medito y tramo mis combinaciones mentirosas. Allí está mi pensamiento, que permanece en aquel ambiente cuando yo salgo, y allá va Felipe a buscarme... No encuentra de mí más que una idea, y esto le basta. ¡Y yo tan cerca en cuerpo y alma, sin que él lo sospeche! ¡Pobre de mí! ¿Es tan grande mi culpa que merezco el suplicio de anoche? Sin ver a Felipe, porque la obscuridad me lo impedía, me lo figuraba postrado en mi sillón favorito, los codos en las rodillas, el rostro en las palmas de las manos, evocándome con su pensamiento, quizás para reñirme, para mortificarme, quizás para pronunciar palabras dulces de perdón. Hablaría con la idea de mí, reconstruyendo el pasado, nuestra larga vida matrimonial, y condoliéndose de que haya sido tan árida, tan triste... ¡Que no pudiéramos hacerla nueva, perdonándonos el uno al otro, desprendiéndose cada cual de sus asperezas!... Me faltó valor para esperarle y verle de nuevo a su regreso, que quizás sería muy tarde. ¡Sabe Dios el tiempo que durarán aquellos actos de contemplación o éxtasis!... Sentí vergüenza, y la conciencia de mi inferioridad ante aquel sentimiento intensísimo me precipitó en una fuga loca. Corrí en busca de Rafaela, y nos lanzamos fuera del palacio por la escalera de servicio, metiéndonos en el coche que nos aguardaba en la calle. Por primera vez en mi vida me he tenido por idiota: tal era la fuerza de mi estupor. Se me revelaba un mundo nuevo, ¡y cuándo, Dios mío! cuando apenas hay tiempo ya para poder apreciarlo y disfrutar de sus hermosuras. Felipe y yo hemos vivido sin duda en el seno sombrío de una fatal equivocación. ¡Tan cerca uno de otro, y no nos hemos conocido, no nos hemos visto, no sabíamos ni que existiéramos!

Al llegar a Carabanchel me arrojé en mi lecho sin querer ver a nadie, y lloré no sé cuánto tiempo lágrimas muy amargas. ¡Cuánto habría dado porque él las hubiera visto! Su figura claudicante, agobiada por el dolor, los blancos cabellos, el rostro extenuado, la respiración ansiosa, se representaban no sólo ante mi imaginación, sino ante mis ojos. Toda la noche me tuvo la visión en un estado de angustia contemplativa, y aun hoy, en pleno día, no ha cesado de acosarme. ¿Será esto romanticismo? Sólo sé que es verdad. Y la verdad romántica es la revolución desencadenada en nuestras almas, el pueblo que se encrespa, los tronos que caen, la pequeñez volviéndose grandeza... No sé lo que digo. Comienzo a desvariar, y suspendo mi escritura. Me tengo miedo.

Mis penas, en vez de disminuir, aumentan. Mi paz no aparece. ¿Volveré a Madrid? ¿Me arrojaré a los pies de Felipe? ¡Cuánto daría por tenerte a mi lado para que inmediatamente me respondieras a esta consulta! Yo me consulto, y no sé qué aconsejarme. Estoy loca. Sólo sé sentir; pensar no puedo. Llamo a Cortina, que es mi pensamiento.

No puedo más. Cariños sin fin de vuestra -Pilar.