La familia de Alvareda Primera parte: 5
Primera parte
Capítulo V
[editar]Hacíanse los preparativos de las bodas. Las de Elvira y Ventura debían celebrarse antes que las de Rita y Perico, pues no tenían que esperar la dispensa de Roma.
Pedro quiso que su hija Marcela asistiese a la boda de su hermano antes de empezar su noviciado, y determinó ir por ella a Alcalá. María, que tenía allí una deuda que cobrar, y necesitando en esta ocasión de todos sus fondos, aprovechó la ida de su antiguo amigo, para ir acompañada.
La anciana pareja, montada en sus respectivas burras, emprendió su viaje, santiguándose y haciendo la buena cristiana una oración al santo arcángel San Rafael, patrón de los caminantes desde Tobías hasta María.
María, cómodamente sentada sobre las almohadas en sus jamugas, llevaba unas anchas enaguas de indiana, plegadas alrededor de su cintura, y un jubón de lana negro, cuyas mangas ajustadas se cerraban en la muñeca con una hilera de botones de plata. Al cuello un pañuelo de muselina blanca, recogido cerca de la nuca con un alfiler, para que no se rozara con el cabello, de suerte que parecía un figurín anticipado de la moda que había de regir treinta años después a las elegantes. Su cabeza la cubría un pañolito, cuyos picos venían a atarse por debajo de su barba.
Pedro llevaba con corta diferencia el traje que hemos descrito ya, hablando de su hijo: sólo que el paño era más basto, la faja de lana negra, como viudo que era, todo el vestido más holgado, y que el sombrero, sin adornos y más ancho de ala, lo llevaba derecho y no garbosamente inclinado a un lado como su hijo.
-¡Es un día de flores! dijo María cuando se hallaron en descampado; los campos se están riendo: no parece sino que el sol les dice «alegraos».
-Sí, contestó Pedro; el rubio se ha lavado la cara, y ha afilado sus rayos, que pican como alfileres.
Sacó una bolsa de tabaco, hecha de piel de conejo, y se puso a hacer un cigarro.
-María, dijo Pedro cuando hubo concluido de hacerlo; yo estoy para mí que se ha de volver usted de Alcalá con las manos tan vacías como las lleva para allá. Pero, cristiana, ¿quién demonios la tentó a Vd. a prestar dinero a ese perdido? ¿No sabía Vd. que no tenía sobre qué caerse muerto y no contaba sino con una ración de hambre y otra de necesidad?
-Pero, Pedro, contestó María; cuando se presta es a los. pobres: los ricos no lo necesitan; además era amigo.
-¿Y no sabe Vd., inocentona, que el que presta a un amigo, pierde el dinero y el amigo? Pero Vd., María, siempre está en Belén. Lo que yo le digo a usted es que ese hombre le pagará en tres plazos, tarde, mal y nunca.
-Siempre piensa Vd. lo peor, Pedro.
-El caso es que acierto, por aquello de: piensa mal y acertarás, dijo el viejo marrullero.
Poco después se puso a canturrear un romance, cuyo interminable texto era el siguiente:
Las dos de la noche eran |
María nada decía, ni pensaba mucho más; mecida por el paso suave de su cabalgadura, abandonándose a la galbana que inoculaba el hermoso día de primavera, se iba durmiendo.
A medio camino se hallaba una venta. Cuando llegaron, estaban algunos soldados tirados sobre los bancos de ladrillo, que a ambos lados de la puerta se hallaban bajo el cobertizo. Desde que vieron acercarse nuestra pareja, empezaron a acribillarla de dichos, provocaciones burlescas y zumbas, las que tan usuales son en el pueblo, y en particular entre los soldados.
-¡Tío! ¿dónde va Vd. con esa cuaresma? decía el uno.
-¡Tía! decía el otro, ¿está todavía en pié la iglesia en que os bautizaron?
-¡Tía! decía el otro, ¿se acuerda todavía su mercé de la noche de novios?
-¡Tío! preguntaba el cuarto, ¿va Vd. a Alcalá a tomarse los dichos con esa mocita?
-No (respondió Pedro apeándose con cachaza de su burra); que para eso aguardo mi mayor edad y que la niña acabe de crecer.
-¡Tía! prosiguieron los soldados, ¿quiere Vd. que le ayudemos a apearse de ese potro de regalo?
-Eso es lo mejor que podéis hacer, hijos míos, respondió la buena mujer.
Los soldados se acercaron y la ayudaron a bajar de un modo atento y bondadoso.
Pedro se encontró en la venta con unos cuantos conocidos, que le convidaron tan luego a beber. Él no se hizo de rogar, y dijo después de haber bebido.
-Ahora me toca a mí convidar, después de haber sido el convidado. Ustedes, amigos, y esos caballeros que no conozco sino para servirlos, me harán el favor de beberse un vasito de anisete a mi salud.
-Tío Pedro, dijo un joven arriero de Dos-Hermanas, cuéntenos Vd. algo, que yo cuidaré entre tanto de que su vaso esté siempre lleno, para que no se le seque la garganta.
- ¡Ay Jesús! exclamó la Tía María, que después de haber bebido su vasito de anisete, se había sentado sobre unos costales de trigo. ¡Jesús me valga! pues si suelta Pedro la sin hueso, no nos volvemos hoy al lugar, al menos de no hacer el milagro de Josué.
-No hay cuidado, María, contestó Pedro, que no estaréis sentada sobre los costales hasta criar callos donde no los vea el sol.
-¿Es cierto, tío Pedro, preguntó el arriero, lo que dice mi madre, que en tiempos pasados, cuando eran Vds. mozos, fue novio de la tía María?
-Mucho que sí, y a mucha honra, contestó el tío Pedro.
-¡Mentira! exclamó la tía María, es una mentira como una casa. ¡Vaya Pedro, y qué jactancioso que es! En mi vida he tenido más novio que mi marido: en descanso esté.
-¡Señá María! ¡Señá María! dijo Pedro, ¡y qué flaquita de memoria es su mercé! pues sepa Vd. que Le pueden quitar al Rey Su corona y su reinado; Mas no le pueden quitar La gloria de haber reinado.
-Verdad es, repuso María, que me requebró un día en la boda de una de mis primas, y que vino una noche a la reja; pero tuvo allí tal susto, que me dejó plantada, y corrió cual si el miedo le hubiese puesto alas en los pies, y estoy para mí que no paró hasta que se dio de narices con la fin del mundo.
-¿Cómo es eso? exclamó a una voz el auditorio riendo a carcajadas; ¿así enseñáis los talones cuando tenéis miedo, tío Pedro?
-No la doy de guapo, repuso éste con calma, ni trato de ganarle la palma a Francisco Esteban.
-Eso es tener más miedo que vergüenza, dijo la tía María, que se impacientó.
-Ya veis, señores, dijo Pedro, con guiñadas muy chuscas, que todavía no me lo ha perdonado. ¿Qué tal? ¿Me querría? Pero quisiera ver, prosiguió, cuál es entre vosotros el Cid Campeador, que se las aviniese con las cosas del otro mundo, con cosas sobrenaturales.
-No hubo más cosa sobrenatural que vuestro miedo, intervino María, y no tuvo más causa que un chino que rodó del tejado, movido por algún gato desvelado.
-Cuente Vd. el caso, tío Pedro, cuente Vd. el caso, que acá seremos los jueces de la contienda, exclamaron los bebedores.
-Pues han de saber Vds., señores, principió Pedro, que la ventana que señaló María, y que abría detrás de su casa, estaba en un lugar apartado y solo, a la salida del lugar.
Cerca de allí había un retablo de ánimas ante el que ardía un farol. Cuando miraba yo esa luz, se me venía a las mientes un suceso que allí acaeció algún tiempo antes. Todas las noches pasaba ante el retablo un cabañil, llevándose los pellejos vacíos, para traer en ellos por la mañana al salir el sol, la leche. Llegado que había a ese lugar, no escrupulizaba en bajar el farol de las ánimas, para encender en la luz un cigarro. Una noche (era la de la víspera de difuntos), bajado que hubo el farol, como tenía de costumbre, no pudo encender, porque la luz se apagó. Lo extrañó, porque la noche estaba serena y el viento dormía.
Volvió a subir el farol y siguió su camino.
Pero ¡cuál fue su asombro, cuando a poco volviendo la cabeza, vio el farol encendido y la luz ardiendo más clara que nunca!
Reconociendo en esto un santo aviso de Dios, sentido y arrepentido de su desacato, hizo voto para castigarse, de no volver en su vida a encender un cigarro. Y señores, añadió Pedro en voz grave, lo ha cumplido.
Pedro hizo una pausa, y no fue interrumpida.
-Es el caso de aplicar, observó María después de un rato, lo que dicen cuando todos callan a la vez, que un ángel ha volado sobre nosotros, y el aire de sus alas nos ha infundido el respeto del silencio.
-Vamos, tío Pedro, prosiga Vd., dijeron los arrieros: adelante, y vengamos al caso.
-Pues, señores, prosiguió Pedro, en su anterior tono jovial, sabrán Vds. que aquel farolito me infundía un gran respeto con algún poco de miedo. ¿Será bien hecho, decía yo para mí, el venir aquí a pelar la pava en las barbas de las benditas ánimas que padeciendo y espiando están? Aseguro a Vds., a fe de Pedro, que me ponía respeto aquella luz santamente ardiendo en prez de los muertos, luz que era una ofrenda al Señor, que parecía recordar y vigilar, y como que me miraba y me reconvenía. Unas veces estaba triste y llorosa, como el De profundis. Otras veces aparecía inmóvil, como el ojo de un muerto que me fijaba. Otras se alzaba la llama, y parecía un dedo amenazador de fuego amonestándome.
Una noche, pues, que la miraba cual nunca amenazarme, una piedra lanzada por mano invisible, vino a dar con tal fuerza en mi cabeza, que me dejó como aturdido; y fue esto tan cierto, que al querer huir, aunque como quien dice en campo raso, me sucedió como al negrito de mala fortuna, que habiendo tres puertas no dio con ninguna, y que así corriendo, en lugar de dar con mi casa, di con una cantera, en la que me caí.
-Tío Pedro, dijo uno de los concurrentes, siempre he oído mentar a ese negrito de la mala fortuna, y no he podido endilgar de dónde le provino el mal nombre. ¿Me lo podrá Vd. decir?
-¡Pues no he de poder! contestó el tío Pedro, ¡si eso es más sabido!...
Pues han de saber Vds. que había un negro muy rico, que vivía enfrente de una real moza, de la que se enamoró. La real moza, amostazada por las carantoñas y requiebros del guachí, le contó el caso a su marido. Su marido le dijo que le diese una cita para aquella noche. Así lo hizo ella, y el negro acudió, trayendo un mundo de regalos. Lo recibió ella con mucho agasajo en un estrado que tenía tres puertas, en el que le tenía preparada una gran cena. Pero no bien se sentaron a la mesa, cuando apagó ella la luz y entró el marido con un zurriago con el que empezó a sacudirle las espaldas al negro: éste se aturrulló en tales términos, que no encontraba puerta por la cual huir, y a cada latigazo decía saltando:
Pobre negrito, ¡qué mala fortuna! |
Por fin dio con una, y salió huyendo que bebía los vientos; pero el marido salió detrás, y lo echó a rodar por la escalera abajo. Al ruido que hizo, se levantó un criado preguntando qué era aquel estrépito.- Qué ha de ser, respondió el negro:
Que he subido de puntillas, |
-Tío Pedro, dijo riéndose el arriero: y ¿esa fue la causa de quedar Vds. regañados?
-No, respondió Pedro; ocho días después me armé de valor, y volví a la reja; pero María no abrió su ventana.
-Tía María no querría, dijo el arriero, que muriese Vd. apedreado como San Esteban.
-No fue eso, muchacho, respondió Pedro; el caso fue que Miguel Ortiz, que había cumplido, dejó la casaca y volvió al lugar, y a María le pareció bien desnudar a un santo para vestir a otro que...
-No tenía miedo, interrumpió María, de hablar a una muchacha con buenos fines cerca de un retablo de ánimas. ¿Pues qué, se figuró Vd. que todas aquellas almas del retablo eran solteras?
-Lo creo así, María, porque los casados pasan su purgatorio en este mundo; los hombres, porque se lo hacen pasar sus mujeres; las mujeres, porque se lo hacen pasar los hijos. Ello es, señores, que tuve tal pesar, que no me quise quedar en Dos Hermanas cuando fue la boda, y que fui a Alcalá.
-En donde, añadió María, se acordó tanto de mí, que volvió casado con otra.
-Verdad es, afirmó Pedro, porque yo siempre he pensado que a rey muerto, rey puesto.
- Ea, Pedro, hablador sempiterno, dijo María levantándose, vámonos.
-Sí, vámonos, añadió el tío Pedro, que el sol pica como cuando huye de las nubes, y creo que va a llover.
-¡No lo quiera Dios! exclamó María. Dios mío, ¡sol y avispas, aunque me piquen!
-¿Qué había de llover? Llover, si estamos en marzo, opinó el arriero.
-¿Y tú no sabes, José, repuso el tío Pedro, que enero le prometió un borrego a marzo; pero cuando llegó marzo, estaban los borregos tan gordos y tan hermosos, que no quiso enero cumplir lo prometido? Entonces marzo le dijo enojado:
Con tres días que me quedan, |
-Con que vámonos. -Adiós, caballeros.
-¡Qué prisa, tía María! dijo otro; ¿tiene Vd. miedo de echar raíces?
-No; pero las burras nuestras no andan como tus burros, José.
-Es cierto, dijo Pedro, ayudando a María a montarse, que acá todo es viejo, la jineta, el escudero y las caballerías; mi burra es tan machucha, que no sabe de qué pié cojear, porque cojea de los cuatro, y la de María tan vieja, que si hablase, nos diría a todos de tú. Ea, señores, mandar.
-Salud y pesetas, tío Pedro.
Nuestros viajeros se volvieron a poner en camino, y llegado que hubieron a Alcalá, se separaron para atender cada cual a sus asuntos.
Una hora después se volvieron a reunir. Pedro venía acompañado de su hija, que se echó al cuello de María con esa expansión tierna de las religiosas y de los niños, es decir, de los seres cuyo corazón no ha sido magullado, herido o enfriado por el roce con la sociedad. María la cubrió de cariños.
-¿Habéis cobrado? preguntó Pedro con sorna.
-Me ofrecieron, respondió María, la mitad ahora, o el todo al tiempo de la paja; y como necesitaba mis cuartos, preferí lo primero.
-¡Ni Salomón! María, ¡ni Salomón! pues beato es el que posee; y más vale pájaro en mano que ciento volando.
Pedro tomó a ancas a su hija, y se pusieron en camino, cuidando la tía María de su dinero, Marcela de las aspiseras, flores, tortas y alfajores que llevaba de regalo, y Pedro de ambas.