La familia de Alvareda Tercera parte: 2
Tercera parte
Capítulo II
[editar]En una venta solitaria, agazapada al lado de un camino real como un mendigo, estaban tranquilamente sentados a la lumbre el ventero y su mujer, hechos como estaban a aquella alternativa de bulliciosa actividad de día y de completo y silencioso aislamiento de noche, como los habitantes de los lugares pantanosos a sus fiebres intermitentes.
-¡Mal haya, decía la ventera, de aquel testarudo marinero que se le puso que había de hallar un nuevo mundo, y que no paró hasta topar con él! ¿No tenía el Rey ya bastantes cuidados con éste? ¿Y a qué ha servido? A llevarnos para allá nuestros hijos y a traernos la epidemia. Dí Andrés, y no te estés durmiendo como un lirón; ¿ha servido para otra cosa?
-Sí, mujer, sí, contestó el ventero entreabriendo los ojos; de ahí viene la plata.
-¡Mal haya la plata! exclamó la ventera.
-Y el tabaco, añadió el marido con lentas y lánguidas palabras, volviendo a dormirse.
-¡Maldito sea el tabaco! volvió a esclamar con rabia la ventera. ¿Crees tú, mal padre, que valen ni la plata ni el tabaco las vidas que cuestan, y las lágrimas que hacen derramar? ¡Hijo de mi alma! ¡Dios sabe lo que será de él en aquella tierra, en la que se matan los hombres como chinches, y todo es venenoso, hasta el aire!
En este instante se oyó un silbido extraño.
El ventero se puso en pie de un brinco, agarró apresuradamente el candil y corrió hacia la puerta diciendo:
-El capitán.
Al presentarse en el umbral con el candil en la mano, alumbró esta luz roja a un hombre montado a caballo, que traía terciado por delante a otro que parecía cadáver.
-Ayudadme a bajar a este hombre, le dijo el jinete, con la aspereza de la voz poco ejercitada de un hombre de pocas palabras.
El ventero alargó el candil a su mujer que se había acercado, y se apresuró a hacer lo que se le mandaba.
-¡Jesús me valga! ¡Un muerto! exclamó la ventera, ¡por María Santísima! Señor, no nos lo metáis en casa!
-No está muerto, contestó el jinete, está malo; cuidadlo, que para eso sirven las mujeres. Aquí hay dinero para costear la cura.
Diciendo esto, tiró una moneda de oro y desapareció en la oscuridad, perdiéndose poco a poco el sonoro y medido ruido del galope de su caballo, como un pensamiento fijo se va desvaneciendo al apoderarse el sueño de nuestras facultades.
-¡Pues está bueno el lance! gruñó Marta. ¡Cuánto va que él por sus manos lo ha puesto así, se larga, y ahí queda el tajo! ¡Cúrelo Vd.!, ¡como si no hubiese más que curar a uno que está muerto o poco le falta! ¡Cómo si esta venta fuese un hospital! ¡Pues no se ha figurado ese perdona vidas que no tiene más que mandar, como si fuese el rey!
-¡Chitón! dijo el ventero asustado; ¿quieres callar lengua-larga? ¡Hablar así de Diego! ¡El mismo demonio son las mujeres! ¿A qué gruñes si sabes que no hay más que hacer sino lo que manda esa gente? Además es una obra de caridad: con que a ello.
Prepararon lo mejor que pudieron un lecho en un desván.
-No tiene señal de golpe ni herida, dijo Andrés desnudando al enfermo: ¿lo ves, mujer? es una enfermedad como otra cualquiera.
- Mira, mira, Andrés, exclamó Marta; tiene un escapulario de la Virgen del Carmen al cuello.
Y como si esta vista o el santo influjo de la sagrada insignia hubiese despertado en ella todos los buenos sentimientos de humildad cristiana; como si la hermandad en una misma devoción hubiese hecho resonar claro aquel santo precepto: al prójimo como a ti mismo, se puso a esclamar: razón tenías, Andrés; es una obra de caridad asistirlo: ¡pobrecillo!... ¡qué joven es, y que desamparado está!... ¡su pobre madre!... Vamos, vamos, Andrés, ¿qué haces ahí parado como un poste? Anda, corre, trae vino para refregarle las sienes; mata una gallina, que le voy a poner un puchero.
-Eso es, murmuró Andrés al irse... primero no lo quiere en casa, ahora se ha de echar el bodegón por la ventana... ¡las mujeres! el demonio que las entienda.
Marta fue incansable en la asistencia del infeliz, que se agitaba en su fiebre y hablaba en su delirio de cosas terribles.
A la noche siguiente entró en la venta un hombre mal encarado y de repugnante aspecto. Había estado en presidio, y era su apodo el Presidiario.
-Dios guarde la persona, dijo el ventero al verlo entrar, con más miedo que cordialidad: ¿qué le trae a Vd. por acá?
-Un antojito del capitán; ¡mala rabia le mate!... ¿pues no vengo a saber de un enfermo como mandadero de monjas?
-No le va muy bien, contestó el ventero; tiene una calentura como un toro; está desvariando y habla de una muerte que ha hecho, de cabezas de muerto...
-¡Hola! ¿con qué es hombre de armas tomar? dijo el Presidiario; vamos a verlo.
Subieron al desván.
-En todo el día se me ha pegado la camisa al cuerpo, iba diciendo el ventero, pues ha habido gentes y hasta soldados, y si lo hubiesen oído...
Examinaba entretanto el Presidiario la joven, fina y demacrada persona de Perico, y con un movimiento despreciativo respondió al ventero:
-Pues si os da ruido, plantarlo en la del Rey.
-Eso no, exclamó Marta... infeliz... yo tengo un hijo en América, que puede que esté a estas horas como éste, abandonado de todos, y que clame, como éste lo hace, por su madre...
¡No, no señor! no le desampararemos, ni la Señora cuyo escapulario lleva, ni yo...
-Cómprele Vd. dulces, dijo el Presidiario volviendo a bajar.
-¿Qué se dice? le preguntó al ventero.
-Que van a poner a premio la cabeza de Diego.
-¿El qué? volvió a preguntar el Presidiario con extraño y ávido interés.
El ventero repitió lo que había dicho.
Quedóse un momento suspenso el Presidiario, y luego prosiguió:
-¿Dónde se cree que estamos?
-Hacia Despeñaperros.
-¿Se nos persigue?
-Sí, una partida de caballería hay en Sevilla, una de infantería en Córdoba y una de migueletes en Utrera.
-Zapatos han de romper antes de vernos las caras, dijo el Presidiario; y si nos las ven, caro les ha de costar.
-Ya, ya sabemos, repuso Andrés, que el que se le pone por delante a Diego, bien puede buscar su sepultura... pero al fin tantos pueden ser...
-¿Tiene Vd. curiosidad, le interrumpió el Presidiario, de saber a lo que sabe un soplamocos dado de mi mano?
-Ninguna, dijo Andrés retrocediendo dos pasos.
-Pues, ponga más lastre en su lengua... venga el pan... y ligero.
Andrés se apresuró a obedecer.
Iba a salir el bandido, cuando se oyó la voz de Marta que lo llamaba.
-Se me pasaba, dijo; tome Vd. ese dinero, déselo al capitán, y dígale que lo que hago con este mozo es por caridad y no por interés.
-Seguro está que le dé yo semejante razón, repuso el bandido. No sufre él no, ni cuando dice daca, ni cuando dice toma... pero para avenir a Vds. me lo guardaré yo.
Metió las espuelas al caballo y desapareció.
-Pusiste una pica en Flandes, dijo impaciente el ventero a su mujer. ¿Estará mejor ese dinero, despilfarradota, en manos de ese bribonazo que en las nuestras? Las mujeres, ¡mal haya su pelo! ¡el demonio que las entienda!
-Yo me entiendo y Dios me entiende, dijo la buena mujer, volviéndose a subir al cuarto del enfermo.
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