La familia de Alvareda Tercera parte: 4
Tercera parte
Capítulo IV
[editar]Más entretanto que, después de las vicisitudes referidas, la miserable existencia de Perico se arrastraba a remolque de una banda de criminales, ¿qué era de los demás individuos de esta familia? ¿A qué estremo los habían llevado la desesperación, el dolor, el resentimiento y la venganza?
Desde el malhadado día en que Pedro perdió a su hijo, se había encerrado en su casa con su dolor. El cura y algunos amigos iban de cuando en cuando a acompañarlo, no para consolarlo, era esto imposible, pero para hablar con él de su pena, haciendo como los que aligeran los bajeles de las amargas aguas de la mar, sin poder carenarlos, y sólo para impedir que se hundan. Habían procurado que se volviese a tratar con la familia de Perico; mas esto había sido un imposible.
-¡No! respondía Pedro en esas ocasiones; le he perdonado ante Dios y los hombres; mi pobre hijo lo hizo antes de morir; pero tratarme con su gente como si tal cosa, eso no.
-Pedro, Pedro, eso no es perdonar, decía el cura; es la letra y no el espíritu de la ley.
-Señor cura, respondía el pobre padre, Dios no pide imposibles.
-No, pero cuanto exige es posible.
-Señor, Vd. me quiere santo y no lo soy; harto hago en ser buen cristiano y perdonar. ¿Los he perseguido? ¿He acudido a la justicia? ¿Qué más puedo hacer?
-Pedro, dando gracias por agravios, caminan los hombres sabios.
-Jesús, señor cura, por María Santísima, no tan calvo que se le vean los sesos; Dios los ayude y los favorezca; pero cada uno en su casa, y Dios en la de todos.
María había huido con su hija al retiro de su casa, cubriendo el dolor y vergüenza de ésta con el santo manto de amor de madre, único refugio que le quedaba contra la unánime reprobación, la pública indignación que justamente inspiraba.
Solas, pero sostenidas en su inmenso dolor, por su religión y su conciencia, quedaron las dos infelices víctimas Ana y Elvira.
Así pasaron muchos meses.
Llegó entonces al lugar una misión compuesta de dos capuchinos.
Estas misiones estaban instituidas para convertir al pecador, despertar al tibio, afirmar al bueno y consolar al triste.
En el siglo ilustrado, en que todos somos buenos, fervientes, firmes y felices, se han suprimido como superfluas.
Los misioneros predicaban de noche, y la iglesia se llenaba de un pueblo que venía a oír la palabra de Dios, que enseña al hombre a ser bueno. Ahora hay clubs en que se enseña al hombre a ser libre, lo que es mejor y más digno. ¡Pobre pueblo!
La buena María pudo persuadir a su hija que la acompañase a las misiones.
Y la agria, reconcentrada y amarga vergüenza, el desesperanzado dolor de Rita, halló en ellas arrepentimiento, lágrimas para lo pasado, penitencia y humillación para lo presente; y en el porvenir, la mano divina que levanta al caído cuando la implora, bañado en lágrimas y postrado en la ceniza.
Una de aquellas noches fue el testo del sermón el perdón de las ofensas.
¡Magnífico era el tema! ¡Santo y sublime cual ninguno! El ferviente orador supo esplotarlo, y el pueblo creyente comprenderlo.
Al concluir el santo misionero, se postró ante el crucifijo, y con ferviente celo y ardiente caridad prometió al Señor de misericordia, en nombre de aquel pueblo arrodillado a sus pies, que a la otra noche no habría en el templo un solo corazón cerrado y que no estuviese reconciliado. Un murmullo de exclamaciones y llantos confirmó el ofrecimiento del santo apóstol.
El día siguiente fue un día de paz y caridad, según el espíritu del Evangelio. Las más arraigadas enemistades se acabaron, los más irreconciliables enemigos se abrazaron por las calles, los ángeles en el cielo debieron alegrarse.
Pedro fue a casa de Ana (9).
Terrible fue para el infeliz la entrada en aquella casa. Se acercó a Ana y la abrazó en silencio. La desventurada madre, temblaba y procuraba en vano hacerse dueña de su dolor. Pero cuando Pedro se volvió hacia Elvira, la que semejante a una sombra deshecha en lágrimas, torcía sus descarnadas manos, cuando estrechó sobre su seno paternal, aquélla que había mirado y querido como a hija, entonces su comprimido dolor rebosó esclamando: ¡hija! ¡hija! ¡tú y yo le amábamos!
También Rita fue en casa de Ana a pedir lo que a llevar fue Pedro.
Cuando estuvo enfrente de su ultrajada suegra, se echó de rodillas: ¡yo he sido, exclamó golpeándose el pecho, la causa de todo! ¡No vengo a pedir un perdón que no merezco, vengo a que me castiguéis sin maldecirme!
Y cuando se volvió hacia Elvira, no le bastó estar de rodillas, sino que postrándose con el rostro en tierra, gimió entre sollozos: pues eres un ángel, perdona cual ellos.
La pobre María sostenía con sus brazos a su anonadada hija, e imploraba a Ana con sus miradas y sus lágrimas.
Ana y Elvira levantaron y abrazaron sin una palabra de reconvención a aquella que tanto mal les había hecho, poniendo desde ese día todos sus cuidados en reanimarla, pues era la más infeliz de las tres, porque era la culpable.
El pueblo todo miró a la franca y públicamente arrepentida con caridad, porque si el mundo llamado culto halla en las demostraciones religiosas un motivo más de vituperio, añadiendo a la reprobación de las culpas (que no olvida) el baldón de hipocresía en los que se llaman a Dios, el pueblo, más generoso y más justo, honra las señales públicas de arrepentimiento y humillación, y así no hubo quien al ver a Rita postrarse y llorar, no trocase su indignación en lástima, y la imprecación ¡infame! en la suave voz de ¡pobrecita! Esto es porque el pueblo rudo no sabe lo que es filantropía, pero sabe, porque se lo enseña la religión, lo que es caridad cristiana.
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