La flecha negra: Libro Primero

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La Flecha Negra
de Robert Louis Stevenson
Libro Primero

En la posada del Sol, de Kettley[editar]

Sirf Daniel Brackley y sus hombres pernoctaron aquella noche en Kettley, cómodamente alojados y protegidos por una buena guardia. Pero el caballero de Tunstall era uno de esos hombres cuya codicia es insaciable, y aun en aquel momento, a punto de meterse en una aventura que no sabía si había de favorecerle o arruinarle, ya estaba en pie a la una de la madrugada dispuesto a esquilmar a sus pobres vecinos. Solía dedicarse al tráfico de herencias en litigio; su método consistía en comprar los derechos del demandante que tuviese menos probabilidades de ganar y una vez hecho esto, valiéndose de la influencia que los lores tenían con el rey, se procuraba injustas sentencias a su favor; o, si eso era andarse con demasiados rodeos, se apoderaba del dominio en litigio por la fuerza de las armas, confiando en su influencia y en las marrullerías de sir Oliver para burlar la ley y conservar lo que había arrebatado. Kettley era uno de los lugares adquiridos por él de tal modo; recientemente había caído en sus garras y todavía luchaba con la oposición de sus arrendatarios y de la opinión pública. Precisamente para imponer respeto y contener ese descontento acababa de llevar allí sus tropas.

A las dos de la mañana, Sir Daniel se hallaba en la sala de la posada, sentado delante de la chimenea, pues hacía frío a esa hora en los marjales de Kettley. Junto a su codo tenía una jarra de cerveza bien sazonada de especias. Se había quitado el yelmo y, envuelto cálidamente en una capa color sangre, apoyaba su cabeza calva y su rostro enjuto y moreno descansando sobre una mano,. En el extremo más alejado de la estancia, alrededor de una docena de sus hombres montaban guardia en la puerta o yacían descansando sobre los bancos; y cerca de sir Daniel, un muchacho, que aparentaba unos doce o trece años, estaba tendido en el suelo, arropado en una capa. El posadero de “El Sol” se hallaba de pie ante el gran personaje.

-Pues escuchadme bien, mi posadero, -Dijo Sir Daniel, -No cumpláis fielmente más órdenes que las mías, y me hallaréis siempre un buen señor. Necesito tener hombres adictos en los pueblos importantes, y quiero a Adam-a-More de alguacil mayor*; si otro hombre resulta elegido no os servirá de nada; más bien os saldrá caro. Porque tomaré buena cuenta de los que han pagado sus rentas a Walsingham...Vos entre ellos, mi posadero.

-Buen caballero, - Dijo el posadero, -Juro por la cruz de Holywood que si pagué a Walsingham fue por la fuerza. No, poderoso caballero, No aprecio a esos bribones de los Walsingham, que eran tan pobres como las ratas no hace mucho, poderoso caballero. Prefiero un gran señor como vos. Podéis preguntar a cualquiera de mis vecinos: todos os dirán que soy partidario decidido de Brackley.”

-Quizás, - dijo Sir Daniel, secamente. –Entonces pagarás doble renta. Al posadero se le ensombreció el semblante, pero no dijo nada. Aquella era una desgracia que los arrendatarios soportaban con tanta frecuencia, sobre todo en aquellos tiempos turbulentos, que hasta podía darse por satisfecho de comprar la paz por aquel precio. - ¡Selden , tráeme a ese de ahí! -gritó el caballero. Y uno de sus soldados condujo hasta él a un pobre viejo, encogido, pálido como la cera y temblando a causa de la fiebre de los pantanos.

  • Constable, cargo de policía que se nombraba por decisión popular.

-¿Cómo te llamas, rufián? - dijo Sir Daniel.

-Con permiso de vuestra señoría, -replicó el hombre, -me llamo Condall, Condall de Shoreby, para servir a vuestra señoría.”

-Me han llegado malas referencias sobre ti, -repuso el caballero-;que andas trabajando en la traición, bellaco; que haces correr falsedades por la comarca; que seres sospechoso de varias muertes. ¿Cómo tienes tanta osadía? Pero voy a acabar contigo.”

-Dignísimo y reverendísimo señor –exclamó el hombre-, aquí hay algún malentendido, con perdón de vuestra señoría. Yo sólo soy un hombre humilde particular que nunca ha hecho daño a nadie.

-El subsheriff me ha informado pésimamente de ti, -dijo el caballero-. “Prender a ese tal Tyndal de Shoreby”, ha dicho. -Condall, mi buen señor; Condall es mi humilde nombre -dijo el infeliz.

-Condall o Tyndal, da igual -replicó Sir Daniel con frialdad-. Porque a fe que, viéndote ahora, mucho recelo de tu honradez. Si quieres salvar el cuello, escríbeme ahora mismo una obligación por veinte libras. -¿Por veinte libras, mi buen señor? -exclamó Condall-. ¡Eso es una completa locura! Toda la tierra que tengo no llega a setenta chelines.

-Condall, o Tyndal -replicó Sir Daniel, sonriendo-: Me arriesgaré a sufrir esa perdida. Pon veinte, Una vez me haya yo cobrado todo lo que pueda, y cuando no pueda resarcirme del resto, me mostraré buen señor, seré generoso contigo y te perdonaré el resto.

-¡Ay de mí, señor! Eso no puede ser... porque no sé escribir -contestó Condall.

-¡Qué pena! -dijo el caballero-. Porque entonces la cosa no tiene remedio. Yo que hubiera querido perdonarte, aun teniendo que violentar mi conciencia... Selden -añadió llamando a éste-: coge a este viejo bandido con cuidado, llévale junto al olmo más próximo y cuélgale con cariño del pescuezo en sitio que yo pueda verle al pasar a caballo. Ve con Dios, pues, mi buen master Condall, apreciado master Tyndall; a todo galope vas hacia el Paraíso... Que Dios te acompañe.

-No, mi muy querido señor -replicó Condall dibufando una forzada y obsequiosa sonrisa-. Si tanto es vuestro empeño, haré cuanto pueda por complaceros y, aunque torpemente, ejecutaré vuestro mandato.

-Amigo -ordenó sir Daniel-, ahora tendrás que firmar por cuarenta. ¡Vamos, pronto! Eres demasiado - marrullero para no tener más que setenta chelines. Selden, cuida de que firme en debida forma y ante los testigos necesarios.

Y sir Daniel, que era el más jocoso caballero de cuantos en Inglaterra pudieran hallarse, sorbió un trago de tibia cerveza y, recostándose cómodamente en su asiento, sonrió satisfecho.

Entretanto, el muchacho que estaba tendido en el suelo comenzó a agitarse, y pronto se halló sentado contemplando a los que le rodeaban con asustada expresión.

-¡Ven acá! -exclamó sir Daniel, y en tanto que el muchacho se levantaba y se le acercaba pausadamente, se recostó de nuevo en su asiento, riendo a carcajadas-. ¡Por la santa cruz!

¡Vaya un muchacho valiente!

Al mozalbete se le encendió el rostro de ira, y sus ojos negros relampaguearon con destellos de odio. Al verle de pie, resultaba más difícil precisar su edad. La expresión de su semblante le hacía parecer mayor; pero su rostro era fino y delicado como el de un niño, y, en cuanto al cuerpo, era desusadamente esbelto y delgado y su porte algo desmañado.

-Me habéis llamado, sir Daniel -murmuró-. ¿Fue únicamente para reíros de mi lastimoso estado?

-No, muchacho, no; pero deja que me ría -contestó el caballero-. Deja que me ría, te lo ruego. Si pudieras verte a ti mismo, te aseguro que serías el primero en reírte.

-¡Bien! -exclamó el mozalbete, sonrojándose de nuevo-. De esto ya responderéis cuando respondáis de lo otro. ¡Reíros mientras podáis!

-Mira, primo -repuso sir Daniel con cierta ansiedad-, No creas que me burlo de ti; es una simple broma entre parientes y buenos amigos. Voy a proporcionarte un casamiento que te valdrá mil libras, ¿eh?, y a mimarte con exceso. Cierto es que te apresé con dureza y brusquedad, como las circunstancias lo exigían; pero de aquí en adelante te mantendré de muy buena gana y te serviré con el mayor gusto. Vas a ser la señora Shelton... Lady Shelton, ¡a fe mía!, pues el muchacho promete. Vamos, vamos, no te espantes de una risa franca; cura la melancolía. El que ríe no es un mal hombre, primo mío; los pícaros no ríen. ¡A ver, posadero!

Traedme comida para master John, mi primo. Y ahora, cariño mío, siéntate y come.

-No -replicó master John-. No probaré ni un bocado de pan. Puesto que me obligáis a cometer este pecado, ayunaré por la salvación de mi alma. Y vos, buen posadero, dadme un vaso de agua clara y os quedaré muy agradecido.

-¡Bueno, ya te sacaremos bula! -exclamó el caballero-. ¡Y no faltarán buenos confesores que te absuelvan! Tranquilízate, pues, y come.

Pero el muchacho era terco: se bebió el vaso de agua y, envolviéndose de nuevo en su capa, se sentó en un rincón a meditar.

Una o dos horas después hubo gran conmoción en el pueblo, y se oyó el alboroto de las voces de los centinelas dando el alto, acompañado del ruido de armas y caballos. A poco, un escuadrón de soldados llegó hasta la puerta de la posada, y Richard Shelton, salpicado de barro, apareció en el umbral.

-Dios os guarde, sir Daniel -dijo.

-¡Cómo! ¡Dick Shelton! -exclamó el caballero, y, al oír el nombre de Dick, el otro muchacho le miró con curiosidad-. ¿Qué hace Bennet Hatch?

-Dignaos, caballero, enteraros del contenido de este pliego de sir Oliver, en el que se da cuenta detallada de todo lo sucedido -contestó Richard, presentándole la carta del clérigo-. Además, convendría que partieseis a toda prisa para Risingham, pues en el camino encontramos a un mensajero, portador de unos pliegos, que galopaba desesperadamente, y, según nos dijo, mi señor de Risingham se encuentra en situación apurada y necesita con urgencia vuestra presencia.

-¿Qué decís? ¿Que está en situación apurada? -preguntó el caballero-. Entonces apresurémonos a sentarnos, mi buen Richard. Del modo que van hoy las cosas en este pobre reino de Inglaterra, el que más despacio cabalga es el que más seguro llega. Dicen que el retraso engendra el peligro; pero yo más bien creo que ese prurito de hacer algo es lo que pierde a los hombres; tomad nota de ello, Dick. Pero veamos primero qué clase de ganado habéis traído. ¡Selden, trae una antorcha a la puerta!

Y sir Daniel salió a la calle, donde, a la rojiza luz de la antorcha, pasó revista a las nuevas tropas que le llegaban. Como vecino y como amo era muy impopular; pero como jefe en la guerra, queríanle todos cuantos seguían su bandera. Su audacia, su reconocido valor, la solicitud con que cuidaba de que estuvieran bien atendidos sus soldados y hasta sus rudos sarcasmos eran muy del gusto de aquellos audaces aventureros que vestían cota de malla.

-¡Por la santa cruz! -exclamó-. Pero ¿qué míseros perros son éstos? Unos más encorvados que arcos, otros más flacos que lanzas. ¡Amigos míos: iréis a la vanguardia en el campo de batalla! No perderé gran cosa con vosotros. Mirad aquel viejo villano montado en el caballo moteado. ¡Un borrego montado en un cerdo tendría un aire mucho más marcial! ¡Hola, Clipsby! ¿Estás ahí, buena pieza? Eres uno de los que yo perdería de buena gana. Irás delante de todos, con una diana pintada en tu cota, para que los arqueros puedan apuntarte mejor. Tú me enseñarás el camino, pícaro.

-Os enseñaré cuantos caminos queráis, sir Daniel, excepto el que os lleve a cambiar de partido -replicó audazmente Clipsby.

Soltó sir Daniel una estrepitosa carcajada.

-¡Bien contestado, muchacho! -exclamó alborozado-. Lengua viperina tienes. Y te perdono la frase por lo graciosa. ¡Selden, cuida de que den de comer a los hombres y a los caballos!

El caballero volvió a entrar en la posada.

-Ahora, amigo Dick -dijo-, empieza a despachar eso: ahí tienes buena cerveza y buen tocino. Come, mientras yo leo la carta.

Abrió el pliego y a medida que leía fruncía más el entrecejo. Terminada la lectura, se sentó unos momentos, pensativo. Luego clavó una mirada penetrante sobre su pupilo.

-Dime, Dick -dijo al fin-: ¿viste tú esos versitos?

Contestó Dick afirmativamente.

-En ellos se cita el nombre de tu padre -continuó el caballero- y algún loco acusa a nuestro pobre párroco de haberle asesinado.

-Él lo niega enérgicamente -repuso Dick.

-¿Que lo ha negado? -exclamó el caballero vivamente-. No le hagas caso. Tiene la lengua muy suelta, charla más que una cotorra. Día llegará, Dick, en que, con más tiempo y calma, te ponga yo al tanto de este asunto. Se sospechó, por entonces, que el autor de todo fue un tal Duckworth; pero andaban los tiempos muy revueltos y no podía esperarse que se hiciese justicia.

-¿Ocurrió la muerte en el Castillo del Foso? -aventuró a preguntar Dick, sintiendo que el corazón le latía deprisa.

-Ocurrió entre el Castillo del Foso y Holywood -contestó sir Daniel con toda calma, pero lanzándole una mirada de reojo, preñada de recelo, añadió-: Y ahora date prisa en terminar de comer, pues habrás de regresar a Tunstall para llevar algunas líneas de mi parte.

Una expresión de tristeza apareció en el rostro de Dick.

-¡Por favor, sir Daniel! -exclamó-. ¡Mandad a uno de los villanos! Os suplico que me dejéis tomar parte en la batalla. Yo os prometo que he de asestar buenos golpes.

-No lo dudo -replicó sir Daniel, disponiéndose a escribir-. Pero aquí, Dick, no esperes ganar ninguna gloria. Yo no me moveré de Kettley hasta tener noticias del curso de la guerra, y entonces me uniré al vencedor. Y no te alarmes, ni me taches de cobarde; no es sino prudente discreción; pues tan agitado está este pobre reino por las constantes rebeliones, y tanto cambia de manos el nombre y la custodia del rey, que nadie puede asegurar lo que ocurrirá mañana. Todo son trifulcas y concursos de ingenio, y, entretanto, la Razón espera sentada a un lado, hasta que acabe la lucha.

Dicho esto, volvió la espalda a Dick sir Daniel, y al otro extremo de la larga mesa comenzó a escribir su carta, algo torcido el gesto, pues este asunto de la flecha negra se le había atragantado.

Entretanto, el joven Shelton daba buena cuenta de su desayuno cuando sintió que alguien le tocaba el brazo al tiempo que, en voz muy baja, le susurraba al oído:

-No os mováis ni deis señal alguna, os lo suplico -dijo la voz-; pero indicadme, por el amor de Dios, el camino más corto para llegar a Holywood. Buen muchacho, ayudadme a salir del grave peligro en que me hallo y del que depende la salvación de mi alma.

-Tomad por el atajo del molino -contestó en el mismo tono Dick-. Os conducirá hasta el embarcadero de Till, y allí preguntad de nuevo.

Y sin volver la cabeza, prosiguió devorando su comida. Mas con el rabillo del ojo lanzó una rápida mirada al mozalbete, llamado master John, que, arrastrándose furtivamente, salía de la estancia.

Vaya -pensó Dick-. ¡Si es tan joven como yo! Y me ha llamado «buen muchacho». De haberlo sabido, habría dejado que ahorcaran a ese pícaro antes que decirle lo que me preguntaba. Bueno, si logra atravesar los pantanos, puedo alcanzarle para darle un buen tirón de orejas.

Media hora después entregaba sir Daniel la carta a Dick, ordenándole que, a toda carrera, partiera para el Castillo del Foso. Y pasada otra media hora más de su partida, llegaba precipitadamente otro mensajero enviado por el señor de Risingham.

-Sir Daniel -dijo el mensajero-. ¡Grande es la gloria que os estáis perdiendo! Esta mañana, al apuntar el alba, volvimos a la lucha y derrotamos a la vanguardia y deshicimos toda su ala derecha. Sólo el centro de la batalla se mantuvo firme. Si hubiéramos contado con vuestros hombres, habríamos dado con todos en el fondo del río. ¿Queréis ser el último en la lucha? No estaría ello al nivel de vuestra fama.

-No -exclamó el caballero-. Precisamente ahora iba a salir. ¡Toca llamada, Selden! Señor, estoy con vos al instante. Aún no hace dos horas que llegó la mayor parte de mis fuerzas. La espuela es un buen pienso, pero puede matar al caballo. ¡Aprisa, muchachos!

El toque de llamada resonaba alegremente en aquella hora matinal, y de todas partes acudían los hombres de sir Daniel hacia la calle principal, formando delante de la posada. Habían dormido sin dejar sus armas, ensillados los caballos, y a los diez minutos cien hombres y arqueros, perfectamente equipados y bien disciplinados, se hallaban formados y dispuestos. La mayor parte vestía el uniforme morado y azul de sir Daniel, lo que daba mayor vistosidad a la formación. Cabalgaban en primera línea los mejor armados; en el lugar menos visible, a la cola de la columna, iba el misérrimo refuerzo de la noche anterior.

Contemplando con orgullo las largas filas, dijo sir Daniel:

-Ésos son los muchachos que habrán de sacaros del aprieto.

-Buenos han de ser, a juzgar por su aspecto -respondió el mensajero-. Por eso es mayor mi pesadumbre de que no hayáis partido más pronto.

-¡Qué le vamos a hacer! -murmuró el caballero-. Así, señor mensajero, el fin de una lucha coincidirá con el comienzo de una fiesta -y así diciendo montó en su silla-. Pero... ¡cómo! ¿Qué es esto? -gritó ¡John! ¡Joanna! ¡Por la sagrada cruz!... ¿Dónde se ha metido? ¡Posadero!... ¿Dónde está la muchacha?

-¿La muchacha, sir Daniel? No, no he visto por aquí a ninguna muchacha.

-¡Bueno, pues el muchacho, viejo chocho! -rugió el caballero-. ¿Dónde tenéis los ojos que no vistes que era una moza? Aquella de la capa morada..., la que tomó un vaso de agua por todo desayuno, ¡so bribón!:.. ¿dónde está?

-Pero... ¡por todos los santos! -balbució el posadero-. ¡Master John le llamabais vos, señor! Y claro... nada malo pensé. Le..., es decir, la vi en la cuadra hace más de una hora... ensillando vuestro caballo tordo...

-¡Por la santa cruz! -rugió sir Daniel-. ¡Quinientas libras y más me hubiera valido la moza!

-Noble señor -advirtió el mensajero con amargura-, mientras vos clamáis al cielo por quinientas libras, en otra parte se está perdiendo o ganando el reino de Inglaterra.

-Decís bien, mensajero -repuso sir Daniel-. ¡Selden, escoge seis ballesteros que salgan en su persecución. Y, cueste lo que cueste, que a mi regreso la encuentre en el Castillo del Foso.

Y ahora, señor mensajero, ¡en marcha!

La tropa partió a buen trote y Selden y sus seis ballesteros se quedaron atrás en la calle de Kettley, ante los asombrados ojos de los lugareños.

En el Pantano[editar]

Serían cerca de las seis de aquella mañana de mayo cuando Dick entraba a caballo por los pantanos, de regreso a su casa. Azul y despejado estaba el cielo; soplaba, alegre y ruidoso, el viento; giraban las aspas de los molinos y los sauces, esparcidos por todo el pantano, ondulaban blanqueando como un campo de trigo. La noche entera había pasado Dick sobre la silla de su caballo y, sin embargo, se sentía sano de cuerpo y con el corazón animoso, por lo que cabalgaba alegremente.

Descendía el camino hasta ir a hundirse en el pantano, y perdió de vista las sierras vecinas, exceptuando el molino de viento de Kettley, en la cima de la colina que a su espalda quedaba, y allí lejos, frente a él, la parte alta del bosque de Tunstall. A derecha e izquierda se extendían grandes y rumorosos cañaverales mezclados con sauces; lagunas cuyas aguas agitaba el viento, y traidoras ciénagas, verdes como esmeraldas, ofreciéndose tentadoras al viajero para perderle. Conducía el sendero, casi en línea recta, a través del pantano. Databa de larga fecha el camino, pues sus cimientos los echaron los ejércitos romanos; mas con el transcurso del tiempo se hundió gran parte del sendero, y, de trecho en trecho, cientos de metros se hallaban sumergidos bajo las estancadas aguas del pantano.

A cosa de una milla de Kettley, Dick tropezó con una de esas lagunas que interceptaban el camino real, en un sitio en que los cañaverales y sauces crecían desparramados cual diminutos islotes, produciendo confusión al viajero. La brecha era sumamente extensa, y en aquel lugar un forastero, desconocedor de aquellos parajes, podía extraviarse, por lo cual Dick recordó, aterrado, al muchacho a quien tan a la ligera había encaminado hacia aquel sitio. En cuanto a él, le bastó dirigir una mirada hacia atrás, sobre las aspas del molino que se movían cual manchas negras sobre el azul del cielo; y otra hacia delante, sobre las elevadas cimas del bosque de Tunstall, para orientarse y continuar en línea recta a través de las aguas que lamían las rodillas de su caballo, que él dirigía con la misma seguridad que si marchara por el camino real.

A mitad de camino de aquel paso difícil, cuando ya vislumbraba el camino seco que se elevaba en la orilla opuesta, sintió a la derecha ruido de chapoteos sobre el agua y pudo ver a un caballo tordo hundido en el barro hasta la cincha y luchando aún, con espasmódicos movimientos, por salir de él. Instantáneamente, como si el noble bruto hubiese adivinado la proximidad del auxilio, comenzó a relinchar de forma conmovedora. Giraban sus ojos inyectados en sangre, locos de terror, y mientras se revolcaba en el cenagal, verdaderas nubes de insectos se elevaban del mismo zumbando sordamente en el aire.

¡Ah! ¿Y el muchacho? -pensó Dick-. ¿Habrá perecido? Éste es su caballo, sin duda. ¡Valeroso animal! No, compañero, si tan lastimosamente clamas, haré cuanto puede hacer un hombre por ti. ¡No has de quedarte ahí, hundiéndote pulgada a pulgada!

Y montando la ballesta, le hundió en la cabeza una certera flecha. Tras este acto de brutal piedad Dick siguió su camino, algo más sereno su ánimo, mirando atentamente en torno, en busca de alguna señal de su menos afortunado predecesor en el camino.

¡Ojalá me hubiera arriesgado a darle más detalles de los que le di -pensó-, pues mucho me temo que se haya quedado hundido en el lodazal!

Pensaba esto cuando una voz le llamó por su nombre desde un lado del camino y, mirando por encima del hombro, vio aparecer el rostro del muchacho entre los cañaverales.

-¡Ah! ¿Estáis ahí? elijo, deteniendo el caballo-. Tan oculto estabais entre las cañas, que pasaba de largo sin veros. A vuestro caballo vi hundido en el fango y puse fin a su agonía, haciendo lo que a vos os correspondía, siquiera fuese por lástima. Pero salid ya de vuestro escondite. Nadie hay aquí que pueda causaros inquietud.

-¡Ah, buen muchacho! ¿Cómo iba a hacerlo, si no tenía armas? Y aunque las tuviese... no sé manejarlas -contestó el otro, saliendo al camino.

-¿Y por qué me llamáis «buen muchacho»? No sois, me parece, el mayor de nosotros dos.

-Perdonadme, master Shelton -repuso el otro-. No tuve la menor intención de ofenderos. Más bien quería implorar vuestra nobleza y favor, pues me encuentro más angustiado que nunca, perdido el camino, la capa y mi pobre corcel. ¡Látigo y espuelas tengo, pero no caballo que montar! ¡Y sobre todo -agregó, mirando con tristeza su propio traje-; ¡sobre todo... estoy tan sucio y lleno de lodo!

-¡Queréis callar! -exclamó Dick-. ¿Os importa tanto un chapuzón más o menos? Sangre de una herida o polvo o barro del camino... ¿qué son sino adornos del hombre?

-Pues yo prefiero no verme tan adornado -objetó el muchacho-. Pero, por Dios os ruego, ¿qué he de hacer? Buen master Shelton, aconsejadme, os lo suplico. Si no llego sano y salvo a Holywood, estoy perdido.

-¡Vamos! -exclamó Dick, echando pie a tierra-. Algo más que consejos voy a daros. Tomad mi caballo, que yo iré corriendo un rato. Cuando esté cansado, cambiaremos; así, cabalgando y corriendo, los dos podemos ir más deprisa.

Hicieron el cambio y siguieron adelante con toda la rapidez que les permitía la desigualdad del camino, conservando Dick su mano sobre la rodilla de su compañero.

-¿Cómo os llamáis? -preguntó Dick. -Llamadme John Matcham -contestó el muchacho.

-¿Y qué vais a hacer en Holywood?

-Buscar un lugar seguro para librarme de la tiranía de un hombre. El buen abad de Holywood es un fuerte apoyo para los débiles.

-¿Y cómo es que estabais con sir Daniel? -continuó Dick.

-¡Ah! -exclamó el otro ¡Por un abuso de fuerza! ¡Me sacó violentamente de mi propia casa, me vistió con estas ropas, cabalgó a mi lado hasta que desfallecí de fatiga, hizo continua burla de mí hasta hacerme llorar, y cuando algunos de mis amigos salieron en su persecución creyendo que podrían rescatarme, me colocó en la retaguardia para que yo recibiera los propios disparos de los míos! Uno de los dardos me hirió en el pie derecho, y, aunque puedo andar, cojeo un poco. ¡Ah, día vendrá en que ajustemos las cuentas pendientes; entonces pagará caro todo lo que me ha hecho!

-¿No veis que lo que decís es como ladrarle a la luna? -replicó Dick-. Sabed que el caballero es valiente y tiene mano de hierro, y si sospechase que yo intervine en vuestra fuga, malos vientos soplarían para mí.

-¡Pobre muchacho! -exclamó el otro-. Ya sé que sois su pupilo. Por lo visto, yo también lo soy, según dice, o si no, que ha comprado el derecho de casarme a su gusto, con quien él quiera... No sé de qué se trata, pero sí que le sirve de pretexto para tenerme esclavizado.

-¡Otra vez me llamáis «muchacho»! -exclamó Dick.

-¿He de llamaros «muchacha», amigo Richard? -replicó Matcham.

-¡No, eso sí que no! -repuso Dick-. Reniego de ellas.

-Habláis como un niño -replicó el otro-. Y pensáis más en ellas de lo que os figuráis.

-Claro que no -repuso Dick con aire resuelto-. Ni siquiera pasan por mi imaginación. ¡Para mí son la mayor calamidad que puede darse! A mí dadme cacerías, batallas y fiestas y la alegre vida de los habitantes de los bosques. Jamás oí hablar de muchacha alguna que sirviese para nada; sólo de una supe, y aun esa, pobre miserable, fue quemada por bruja por llevar ropas de hombre, contra las leyes naturales.

Se santiguó con el mayor fervor master Matcham al oír tales palabras, y pareció murmurar una oración.

-¿Por qué hacéis eso? -preguntó Dick.

-Rezo por su alma -respondió el otro con voz algo trémula.

-¡Por el alma de una hechicera! -exclamó Dick-. Rezad, si ello os place. Después de todo, esa Juana de Arco era la mejor moza de toda Europa. El viejo Appleyard, el arquero, tuvo que huir de ella como del demonio. Sí, era una muchacha valiente.

-Bien, master Richard -interrumpió Matcham-. Pero si tan poco apreciáis a las mujeres, no sois un hombre como los demás, pues Dios los creó a unos y a otras para que formaran parejas, e hizo brotar el amor en el mundo para esperanza del hombre y consuelo de la mujer.

-¡Vaya, vaya! -exclamó Dick-. ¡Sois un niño de teta cuando así abogáis por las mujeres! Y si os imagináis que no soy un hombre de veras, bajad al camino y con los puños, con el sable o con el arco y la flecha, probaré mi hombría sobre vuestro cuerpo.

-No, yo nada tengo de luchador -replicó Matcham con vehemencia-. No quise ofenderos. Todo fue una broma. Y si hablé de las mujeres es porque oí decir que ibais a casaros.

-¡Casarme yo! -exclamó Dick-. Es la primera vez que oigo hablar de ello. ¿Y sabéis con quién he de casarme?

-Con una muchacha llamada Joan Sedley -contestó Matcham, enrojeciendo-. Obra de sir Daniel, quien de ambas partes iba a sacar dinero. Por cierto que oí a la pobre muchacha lamentarse amargamente de semejante boda. Parece que ella opina como vos, o que no le gusta el novio.

-¡Bien! Al fin y al cabo el matrimonio es como la muerte: para todos llega -murmuró Dick con resignación-. ¿Y decís que se lamentaba? Pues ahí tenéis una prueba del poco seso de esas muchachas! ¡Lamentarse antes de haberme visto! ¿Acaso me lamento yo? ¡En absoluto! Y si tuviera que casarme, lo haría sin derramar una lágrima. Pero si la conocéis, decidme: ¿cómo es ella? ¿Guapa o fea? ¿Simpática o antipática?

-¿Y eso qué os importa? -replicó Matcham-. Si al fin habéis de casaros, ¿qué remedio os queda sino aceptar la boda? ¿Qué más da que sea guapa o fea? Eso son niñerías, y vos no sois ningún niño de pecho, master Richard. Sea como fuere, os casaréis sin derramar una lágrima.

-Decís bien: nada me importa -repuso Shelton. -Veo que vuestra esposa tendrá un agradable marido. -Tendrá el que el cielo le haya deparado -replicó Dick-. Los habrá peores... y mejores también.

-¡Pobre muchacha! -exclamó el otro.

-¿Y por qué pobre? -inquirió Dick.

-¡Qué desgracia tener que casarse con un hombre tan insensible! -respondió su compañero.

-Realmente debo de ser muy insensible -murmuró Dick- desde el momento que ando yo a pie mientras vos cabalgáis en mi caballo.

-Perdonadme, amigo Dick -suplicó Matcham-. Fue una broma lo que dije; sois el hombre más bondadoso de toda Inglaterra.

-Dejaos de alabanzas -repuso Dick, turbado al ver el excesivo calor que ponía en sus expresiones su compañero-. En nada me habéis ofendido. Afortunadamente, no me enojo tan fácilmente.

El viento que soplaba tras ellos trajo en aquel instante el bronco sonido de las trompetas de sir Daniel.

-¡El toque de llamada! -exclamó Dick.

-¡Ay de mí! ¡Han descubierto mi fuga, y no tengo caballo! -gimió Matcham, pálido como un muerto.

-¡Ánimo! -recomendó Dick-. Les lleváis una buena delantera y estamos cerca del embarcadero. ¡Por otra parte, me parece que quien se ha quedado aquí sin caballo soy yo!

-¡Pobre de mí, me cogerán! -exclamó el fugitivo-. ¡Por amor de Dios, buen Dick, ayudadme, aunque sólo sea un poco!

-Pero... ¿qué os pasa? -dijo Dick-. ¡Más de lo que os estoy ayudando! ¡Qué pena me da ver a un muchacho tan acobardado! ¡Escuchad, John Matcham, si es que os llamáis John Matcham; yo, Richard Shelton, pase lo que pase, suceda lo que suceda, os pondré a salvo en Holywood! ¡Que el cielo me confunda si falto a mi palabra! ¡Vamos, ánimo, señor Carapálida! El camino es ya aquí algo mejor. ¡Meted espuelas al caballo! ¡Al trote largo! ¡A escape! No os preocupéis por mí, que yo corro como un gamo.

Marchando al trote largo, en tanto Dick corría sin esfuerzo a su lado, cruzaron el resto del pantano y llegaron a la orilla del río, junto a la choza del barquero.

La Barca del Pantano[editar]

Era el río Till de ancho cauce y perezosa corriente de aguas fangosas, procedentes del pantano, que en esta parte de su curso se adentraba entre una veintena de islotes de cenagoso terreno cubierto de sauces.

Sus aguas eras sucias, pero en aquella serena y brillante mañana todo parecía hermoso. El viento y los martinetes quebrábanlas en innumerables ondulaciones y, al reflejarse el cielo en la superficie, las matizaban con dispersos trozos de sonriente azul.

Avanzaba el río en un recodo hasta encontrar el camino, y junto a la orilla parecía dormitar perezosamente la cabaña del barquero. Era de zarzo y arcilla, y sobre su tejado crecía verde hierba.

Dick se dirigió hacia la puerta y la abrió. Dentro, sobre un sucio capote rojo, se hallaba tendido y tiritando el barquero, un hombretón consumido por las fiebres del país.

-¡Hola, master Shelton! -saludó-. ¿Venís por la barca? ¡Malos tiempos corren! Tened cuidado, que anda por ahí una partida. Más os valiera dar media vuelta y volveros, intentando el paso por el puente.

-Nada de eso; el tiempo vuela, Hugh, y tengo mucha prisa -repuso Dick.

-Obstinado sois... -replicó el barquero, levantándose-. Si llegáis sano y salvo al Castillo del Foso, bien podréis decir que sois afortunado; pero, en fin, no hablemos más.

Advirtiendo la presencia de Matcham, preguntó:

-¿Quién es éste? -y se detuvo un momento en el umbral de la cabaña, mirándole con sorpresa.

-Es master Matcham, un pariente mío -contestó Dick.

-Buenos días, buen barquero -dijo Matcham, que acababa de desmontar y se acercaba conduciendo de la rienda al caballo-. Llevadme en la barca, os lo suplico. Tenemos muchísima prisa.

El demacrado barquero siguió mirándole muy fijamente.

-¡Por la misa! -exclamó al fin, y soltó una franca carcajada.

Matcham se ruborizó hasta la raíz de los pelos y retrocedió un paso; en tanto, Dick, con expresión de violento enojo, puso su mano en el hombro del rústico y le gritó:

-¡Vamos, grosero! ¡Cumple tu obligación y déjate de chanzas con tus superiores! Refunfuñando desató la barca el hombre y la empujó hacia las hondas aguas. Hizo meter el caballo en ella Dick y tras la cabalgadura entró Matcham.

-Pequeño os hizo Dios -murmuró Hugh sonriendo-; acaso equivocaron el molde. No, master Shelton, no; yo soy de los vuestros -añadió, empuñando los remos-. Aunque no sea nada, un gato bien puede atreverse a mirar a un rey; y eso hice: mirar un momento a master Matcham.

-¡Cállate, patán, y dobla el espinazo! -ordenó Dick.

Se hallaban en la boca de la ensenada y la perspectiva se abría a ambos lados del río. Por todas partes es taba rodeado de islotes. Bancos de arcilla descendían desde ellos, cabeceaban los sauces, ondulaban los cañaverales y piaban y se zambullían los martinetes. En aquel laberinto de aguas no se percibía signo alguno del hombre.

-Señor -dijo el barquero, aguantando el bote con un remo-: tengo el presentimiento de que John-a- Fenne está en la isla. Guarda mucho rencor a los de sir Daniel. ¿Qué os parece si cambiáramos de rumbo, remontando-la corriente, y os dejara en tierra a cosa de un tiro de flecha del sendero? Sería preferible que no os tropezarais con John Fenne.

-¿Cómo? ¿Es él uno de los de la partida? -preguntó Dick.

-Más valdrá que no hablemos de eso -dijo Hugh-. Pero yo, por mi gusto, remontaría la corriente. ¿Qué pasaría si a master Matcham le alcanzase una flecha? -añadió, volviendo a reír.

-Está bien, Hugh -respondió Dick.

-Escuchad entonces -prosiguió el barquero-. Puesto que estáis de acuerdo conmigo, descolgaos esa ballesta... Así; ahora, preparadla... bien, poned una flecha... Y quedaos así, mirándome ceñudo.

-¿Qué significa esto? -preguntó Dick.

-Significa que si os paso en la barca, será por fuerza o por miedo -replicó el barquero-. De lo contrario, si John Fenne lo descubriese, es muy probable que se convirtiera en mi más temible y molesto vecino...

-¿Tanto es el poder de esos patanes? ¿Hasta en la propia barca de sir Daniel mandan?

-No -murmuró el barquero, guiñando un ojo-. Pero, ¡escuchadme! Sir Daniel caerá; su estrella se eclipsa. Mas... ¡silencio! -y encorvó el cuerpo, poniéndose a remar de nuevo.

Remontaron un buen trecho del río, dieron la vuelta al extremo de uno de los islotes y suavemente llegaron a un estrecho canal próximo a la orilla opuesta. Entonces se detuvo Hugh en medio de la corriente.

-Tendríais que desembarcar entre los sauces.

-Pero aquí no hay senda ni desembarcadero, no se ven más que pantanos cubiertos de sauces y charcas cenagosas -objetó Dick.

-Master Shelton -repuso Hugh-: no me atrevo a llevaros más cerca, en interés vuestro. Ese sujeto espía mi barca con la mano en el arco. A cuantos pasan por aquí y gozan del favor de sir Daniel los caza como si fueran conejos. Se lo he oído jurar por la santa cruz. Si no os conociera desde tanto tiempo, ¡ay, desde hace tantos años!, os hubiera dejado seguir adelante; pero en recuerdo de los días pasados y ya que con vos lleváis este muñeco, tan poco hecho a heridas y a andanzas guerreras, me he jugado mis dos pobres orejas por dejaros a salvo. ¡Contentaos con eso, que más no puedo hacer: os lo juro por la salvación de mi alma!

Hablando estaba aún Hugh, apoyado sobre los remos, cuando de entre los sauces del islote salió una voz potente, seguida del rumor que un hombre vigoroso causaba al abrirse paso a través del bosque.

-¡Mala peste se lo lleve! -exclamó Hugh-. ¡Todo el rato ha estado en el islote de arriba! - Y así diciendo, remó con fuerza hacia la orilla-. ¡Apuntadme con la ballesta, buen Dick! ¡Apuntadme y que se vea bien claro que me estáis amenazando! -añadió-. ¡Si yo traté de salvar vuestro pellejo, justo es ahora que salvéis el mío!

Chocó el bote contra un grupo de sauces del cenagoso suelo con un crujido. Matcham, pálido, pero sin perder el ánimo y manteniéndose ojo avizor, corrió por los bancos de la barca y saltó a la orilla a una señal de Dick. Éste, cogiendo de las riendas al caballo, intentó seguirle. Pero fuese por el volumen del caballo, fuese por la frondosidad de la espesura, el caso es que quedaron ambos atascados. Relinchó y coceó el caballo, y el bote, balanceándose en un remolino de la corriente, iba y venía de un lado a otro, cabeceando con violencia.

-No va a poder ser, Hugh; aquí no hay modo de desembarcar -exclamó Dick; pero continuaba luchando con la espesura y con el espantado animal.

En la orilla del islote apareció un hombre de elevada estatura, llevando en la mano un enorme arco. Por el rabillo del ojo vio Dick cómo el recién llegado montaba el arco con gran esfuerzo, roja la cara por la precipitación.

-¿Quién va? -gritó-. Hugh, ¿quién va?

-Es master Shelton, John -respondió el barquero.

-¡Alto, Dick Shelton! -ordenó el del islote-. ¡Quieto, y os juro que no os haré ningún daño! ¡Quieto! ¡Y tú, Hugh, vuelve a tu puesto!

Dick le dio una respuesta burlona.

-Bueno; entonces tendréis que ir a pie -replicó el hombre, disparando la flecha.

El caballo, herido por el dardo, se encabritó, lleno de terror; volcó la embarcación y en un instante estaban todos luchando con los remolinos de la corriente.

Al salir a flote, Dick se halló a cosa de un metro de la orilla, y antes de que sus ojos pudieran ver con toda claridad, su mano se había cerrado sobre algo firme y resistente que al instante comenzó a arrastrarle hacia delante. Era la fusta que Matcham, arrastrándose por las colgantes ramas de un sauce, le tendía oportunamente.

-¡Por la misa! -exclamó Dick, en tanto recibía el auxilio para poner pie en tierra-. Os debo la vida. Nado como una bala de cañón.

Y se volvió enseguida hacia el islote.

En mitad de la corriente nadaba Hugh, cogido a su barca volcada, mientras que John-a-Fenne, furioso por la mala fortuna de su tiro, le gritaba que se diera prisa.

-¡Vamos, Jack! -dijo Shelton-, corramos. Antes de que Hugh pueda arrastrar su lancha hasta la orilla o de que entre ambos la enderecen estaremos nosotros a salvo.

Predicando con el ejemplo, comenzó su carrera, ocultándose, cambiando continuamente de dirección entre los sauces, saltando de promontorio en promontorio sobre los lugares pantanosos. No tenía tiempo para fijarse en qué dirección marchaba: lo importante era volver la espalda al río y alejarse de aquel sitio.

Pronto observó que el terreno comenzaba a ascender, lo que le indicó que marchaba por buen camino. Poco después penetraban en un repecho cubierto de mullido césped, donde los olmos se mezclaban ya con los sauces.

Pero allí Matcham, que avanzaba penosamente, quedando muy rezagado, se dejó caer al suelo y gritó, jadeante, a su compañero:

-¡Déjame, Dick, no puedo más!

Dick se volvió y retrocedió hasta donde se hallaba tendido su compañero.

-¿Dejarte, Jack? -exclamó-. Eso sería una villanía, después de que, por salvarme la vida, te has expuesto a que te hirieran de un flechazo y a un chapuzón y quizá a ahogarte también. Ahogarte, sí, pues sólo Dios sabe cómo no te arrastré conmigo.

-Nada de eso -repuso Matcham-; sé nadar y nos hubiéramos salvado los dos.

-¿Sabes nadar? -exclamó Dick asombrado.

Era ésta una de las varoniles habilidades de que él se reconocía incapaz. Entre las cosas que admiraba, la primera era la de haber matado a un hombre en buena lid, pero la segunda consistía en saber nadar.

-¡Bueno! -dijo— Esto ha de servirme de lección. Yo prometí cuidar de ti hasta llegar a Holywood y, ¡por la cruz!, más capaz te has mostrado tú de cuidarme y salvarme a mí.

-Entonces, Dick, ¿somos amigos?... -preguntó master Matcham.

-¿Es que hemos dejado de serlo alguna vez? -repuso Dick-. Eres un bravo mozo, a tu manera, aunque algo afeminado todavía. Hasta hoy no me tropecé con nadie que se te pareciera. Mas, por amor de Dios, recupera el aliento y sigamos adelante. No es éste el momento apropiado para charlas.

-Me duele este pie horriblemente -dijo Matcham.

-¡Ah! Ya se me había olvidado. ¡Bueno! Tendremos que ir más despacio. Lo que yo quisiera es saber dónde estamos. He perdido el camino, aunque tal vez sea mejor así. Si vigilan el embarcadero, quizá vigilen el sendero también. ¡Ojalá hubiera vuelto sir Daniel con sólo cuarenta hombres! Barreríamos a estos bribones como el viento barre las hojas. Acércate, Jack, y apóyate en mi hombro... Pero... si no llegas... ¿Qué edad tienes? ¿Doce años?

-No; tengo dieciséis -respondió Matcham.

-Poco has crecido para esa edad -observó Dick-. Cógete de mi mano. Iremos despacio... No temas. Te debo la vida... y soy buen pagador, Jack, lo mismo del bien que del mal.

Comenzaron a remontar la cuesta.

-Tarde o temprano daremos con el camino -añadió Dick-, y entonces sabremos adónde vamos. Pero... ¡qué mano tan pequeña tienes, Jack! Si yo tuviese unas manos como las tuyas, me daría vergüenza enseñarlas... Y... ¿sabes lo que te digo? -prosiguió soltando una risita-: ¡Juraría que Hugh el barquero te tomó por una muchacha!

-¡No es posible! -exclamó Matcham, ruborizándose.

-¡Te digo que sí y apuesto lo que quieras! -gritó Dick-. Pero no hay por qué censurarle; más aspecto tienes de muchacha que de hombre. Para ser muchacho tienes un extraño aspecto; pero para muchacha, Jack, serías guapa. Una moza muy bien parecida.

-Bueno -repuso Matcham-; pero tú sabes muy bien que no lo soy.

-Claro que lo sé; es una broma -explicó Dick-. Hombre eres, y si no, que se lo pregunten a tu madre. ¡Ánimo, valiente! Buenos golpes has de repartir todavía. Y ahora dime, Jack: ¿a quién de los dos armarán caballero primero? Porque yo he de serlo, o moriré por ello. Eso de «sir Richard Shelton, caballero» suena muy bien, y tampoco sonará mal «sir John Matcham».

-Dick, por favor, espera que beba -suplicó el otro, deteniéndose al pasar junto a una cristalina fuente que brotando del declive caía en diminuto charco empedrado de guijarros y no mayor que un bolsillo-. ¡Ay, Dick, si pudiera encontrar algo que comer! ¡Me muero de hambre!

-Pero, ¡tonto!, ¿por qué no comiste en Kettley? -preguntó Dick.

-Había hecho voto de ayunar... por un pecado que me indujeron a cometer -balbució Matcham-. Pero, lo que es ahora, aunque fuese pan duro como una piedra, lo devoraría.

-Siéntate, pues, y come -dijo Dick-, mientras yo exploro el terreno para buscar el camino.

Echó mano Dick al zurrón que llevaba y de él sacó pan y unos trozos de tocino seco, que Matcham comenzó a devorar, mientras él se perdía entre los árboles.

A corta distancia corría un arroyuelo, filtrándose entre hojas secas. Poco más allá se erguían, ya más corpulentos y espaciados, los árboles; y las hayas y los robles comenzaban a sustituir al olmo y al sauce. Como el viento agitaba de continuo las hojas, el rumor de los pasos de Dick sobre el suelo cubierto de hayucos quedaba bastante amortiguado; eran para el oído lo que una noche sin luna es para la vista. Sin embargo, Dick avanzaba con precaución, deslizándose de un grueso tronco a otro, sin dejar de escudriñar en torno suyo mientras marchaba. De pronto, rápido como una sombra, un gamo atravesó la maleza. Contrariado por el encuentro, se detuvo. Sin duda esta parte del bosque estaba solitaria; pero la huida del pobre animal azorado podía resultar un aviso de que alguien transitaba por allí, por lo cual, en vez de seguir adelante, se volvió hacia el árbol corpulento más próximo y comenzó a trepar.

La suerte le fue propicia. El roble al que había subido era uno de los más altos de aquel rincón del bosque: sobresalía unos dos metros de los que le circundaban. Dick se encaramó sobre la horquilla más alta y, sentado en ella, vertiginosamente balanceado por el vendaval, divisó a su espalda todo el llano de pantanos hasta Kettley, y el río Till serpenteando entre frondosos islotes, y enfrente, la blanca cinta del camino introduciéndose a través del bosque.

Enderezado el bote, se hallaba ya a mitad del camino de vuelta al embarcadero. Fuera de esto, ni rastro de hombres por ninguna parte, y nada se movía excepto el viento. A punto de descender estaba cuando, tendiendo en torno la mirada por última vez, tropezó su vista con una línea de puntos movedizos allá hacia el centro del pantano.

Era evidente que un pelotón de gente armada marchaba a buen paso por el camino real, lo que le produjo cierta inquietud, pues rápidamente descendió del árbol y regresó a través del bosque en busca de su compañero.


La cuadrilla de la Verde Floresta[editar]

Reanimado Matcham después de su reposo, los dos muchachos, a quienes parecía haberles prestado alas lo que Dick había visto, atravesaron las afueras del bosque, cruzaron sin el menor tropiezo el camino y comenzaron a ascender por las empinadas tierras del bosque de Tunstall. Había más árboles cada vez, formando bosquecillos, y entre ellos se extendían por la arenosa tierra brezos y retamas espinosas, con algunas salpicaduras de añosos tejos. El terreno se hacía cada vez más escabroso, lleno de hoyos y montecillos. Y a cada paso de la ascensión, el viento silbaba con más fuerza y los árboles se curvaban como cañas de pescar.

Acababan de llegar a uno de los claros cuando, de repente, Dick se echó de cara al suelo entre unas zarzas y comenzó a arrastrarse lentamente hacia atrás buscando el abrigo de un bosquecillo. Matcham, presa de gran turbación -no comprendía el motivo de aquella huida-, le imitó, y hasta haber llegado al refugio de la espesura no se atrevió a volverse para pedirle a Dick una explicación. Por toda respuesta, Dick señaló con el dedo.

En el extremo opuesto del claro se elevaba sobre los otros árboles un abeto, cuyo oscuro follaje se recortaba contra el cielo. Su tronco, recto y sólido como una columna, se elevaba unos quince metros sobre el terreno, y a esta altura se bifurcaba en dos macizas ramas, y en la horquilla que formaban, como marinero subido en el mástil, se hallaba un hombre cubierto con verde tabardo, vigilando por todas partes. El sol relucía en sus cabellos; con una mano se hacía sombra sobre los ojos para avizorar la lejanía, y lentamente volvía la cabeza de uno a otro lado con la regularidad de un mecanismo.

Los dos jóvenes cambiaron una expresiva mirada.

-Probemos por la izquierda -dijo Dick-. Por poco caemos tontamente en la trampa, Jack.

Diez minutos después llegaban a un camino trillado.

-No conozco esta parte del bosque -observó Dick-. ¿Adónde nos conducirá este sendero?

-Sigámoslo -dijo Matcham.

Algunos metros más allá seguía el caminillo hasta la cresta de un monte, y desde allí descendía bruscamente hacia una hondonada en forma de taza. Al pie, como saliendo de un espeso bosquecillo de espinos en flor, dos o tres caballetes sin tejado, ennegrecidos como por la acción del fuego, y una larga y solitaria chimenea mostraban las ruinas de una casa.

-¿Qué será eso? -murmuró Matcham.

-No lo sé -respondió Dick-. Estoy desorientado. Avancemos con cautela.

Saltándoles el corazón en el pecho, fueron descendiendo por entre los espinos. Aquí y allá descubrían señales de reciente cultivo; entre los matorrales crecían los árboles frutales y las hortalizas; sobre la hierba se veían pedazos de lo que fue un reloj de sol. Les parecía que caminaban sobre lo que había sido una huerta. Avanzaron unos pasos más y llegaron ante las ruinas de la casa. Ésta debió ser, en su tiempo, una agradable y sólida mansión. La rodeaba un foso profundo, cegado ahora por los escombros, y una viga caída hacía las veces de puente. Hallábanse en pie las dos paredes extremas, a través de cuyas ventanas desnudas brillaba el sol; pero el resto del edificio se había derrumbado y yacía en informe montón de ruinas, tiznadas por el fuego. En el interior brotaban algunas verdes plantas por entre grietas.

-Ahora que recuerdo -cuchicheó Dick-, esto debe de ser Grimstone. Era el fuerte de un tal Simon Malmesbury, y sir Daniel fue su ruina. Hace cinco años que Bennet Hatch lo incendió. Fue una lástima, pues la casa era magnífica.

En la hondonada, donde el viento no soplaba, la temperatura era agradable y el aire quieto y silencioso. Matcham, cogiéndose del brazo de Dick, levantó un dedo, advirtiéndole:

-¡Silencio!

Oyeron un extraño ruido que vino a turbar aquella quietud. Se repitió por segunda vez, y ello les permitió apreciar la naturaleza del mismo. Era el sonido producido por un hombretón al carraspear. Al rato, una voz ronca y desafinada comenzó a cantar:

Y habló así el capitán, de los bandidos rey: «¿Qué hacéis en la espesura, mi muy alegre grey?» Gamelyn respondía, los ojos sin bajar. « Quien por ciudad no puede, por el bosque ha de andar. »

Hizo una pausa el cantor, se oyó un leve tintineo de hierros y reinó de nuevo el silencio. Los dos muchachos se miraron sorprendidos. Fuera quien fuera su invisible vecino, el hecho era que se hallaba al otro lado de las ruinas. De súbito se coloreó el rostro de Matcham, y un instante después atravesaba la caída viga y trepaba con cautela sobre el enorme montón de maderos y escombros que llenaban el interior de la casa sin techo. Dick le hubiera detenido de haberle dado tiempo su amigo para ello; pero no tuvo ya más remedio que seguirle.

En uno de los rincones del ruinoso edificio, dos vigas habían quedado en cruz al caer, dando protección a un espacio libre, no mayor que el que ocuparía un banco de iglesia, en el que se agazaparon en silencio los dos muchachos. Quedaban perfectamente ocultos, y a través de una aspillera escudriñaron el otro lado de las ruinas.

Al atisbar a través de este orificio, se quedaron como petrificados de terror. Retroceder era imposible; apenas si se atrevían a respirar. En el borde mismo de la hondonada, a menos de diez metros del lugar donde estaban agazapados, borbollaba un caldero de hierro lanzando nubes de vapor, y junto a él, en actitud de acecho, como si hubiera oído algún rumor sospechoso al encaramarse ellos por los escombros, se hallaba un hombre alto, de cara rojiza y tez curtida, con una cuchara de hierro en la mano derecha y un cuerno de caza y una formidable daga colgados al cinto. Sin duda éste era el cantor, y era evidente que removía el caldero cuando percibió el rumor de algún paso entre los escombros. Algo más allá dormitaba un hombre tendido en el suelo, envuelto en un pardo capote; sobre su rostro revoloteaba una mariposa. Todo esto se veía en un espacio abierto que cubrían margaritas silvestres; en el lado opuesto, suspendidos de un florido espino blanco, se veían un arco, un haz de flechas y restos de la carne de un ciervo.

Enseguida, el individuo dejó su actitud recelosa, se llevó el cucharón a la boca, saboreó su contenido, sacudió la cabeza satisfecho, y volvió a remover el líquido del caldero mientras cantaba:

«Quien por ciudad no puede, por el bosque ha de andar.» Graznó, reanudando su canción donde la había dejado antes: No venimos, señor, a causar ningún mal sino a clavarle una flecha a un ciervo real.

Mientras así cantaba, de vez en cuando sacaba una cucharada de aquel caldo y, después de soplarla, la saboreaba con el aire de un experto cocinero. Al fin juzgó, sin duda, que el rancho estaba ya en su punto, pues, empuñando el cuerno de caza que llevaba pendiente del cinto, lo hizo sonar tres veces como toque de llamada.

Su compañero se despertó, dio en el suelo una vuelta, espantó la mariposa y miró en torno.

-¿Qué pasa, hermano? -preguntó-. ¿Está lista la comida?

-Sí, borrachín -respondió el cocinero-. La comida está lista, y bien seca por cierto, sin pan ni cerveza. Poco regalada se nos ha vuelto la vida en el bosque; tiempo hubo en que se podía vivir como un abad mitrado, porque a pesar de las lluvias y las blancas heladas, tenías vino y cerveza hasta hartarte. Pero ahora, desalentados andan los hombres, y ese John Amend-all, ¡Dios nos salve y nos proteja!, no es más que un espantapájaros.

-No -repuso el otro-, es que tú le tienes demasiada afición a la carne y a la bebida, Lawless. Aguarda un poco, aguarda; ya vendrán tiempos mejores.

-Mira -replicó el cocinero-; esperando estoy esos buenos tiempos desde que era así de alto. He sido franciscano, arquero del rey, marinero; he navegado por los mares salados y también he estado ya otras veces en los bosques tirando a los ciervos del rey. ¿Y qué he ganado con todo ello? ¡Nada! Más me hubiera valido haberme quedado rezando en el claustro.

John Abbot es más útil que John Amend-all. ¡Por la Virgen! Ahí vienen ésos. Uno tras otro, iban llegando al prado una serie de individuos, todos de elevada estatura. Cada uno de ellos sacaba, al llegar, un cuchillo y una escudilla de cuerno, se servía el rancho del caldero y se sentaba a comer sobre la hierba. Iban muy diversamente equipados y armados: unos con sucios sayos y sin más arma que un cuchillo y un arco viejo; otros con toda la pompa de aquellas selváticas partidas, de paño verde de Lincoln, lo mismo el capuchón que el jubón, con elegantes flechas en el cinto adornadas de plumas de pavo real, un cuerno en bandolera y espada y daga al costado. Llegaban silenciosos y hambrientos, y, gruñendo apenas un saludo, se disponían inmediatamente a comer.

Una veintena de ellos se habían reunido cuando, de entre los espinos, salió el rumor de unos vítores ahogados, y al momento aparecieron en el prado cinco o seis monteros, llevando unas parihuelas. Un hombre alto, corpulento, de pelo entrecano, y de cutis tan oscuro como un jamón ahumado, marchaba al frente con cierto aire de autoridad, terciado el arco a su espalda y con una brillante jabalina en la mano.

-¡Muchachos! -gritó-. ¡Buenos compañeros y alegres amigos míos! Hace tiempo que vivís sufriendo privaciones e incomodidades, sin un buen trago con que refrescar el gaznate. Pero ¿qué os dije siempre? Soportad vuestra suerte, pues cambia y cambia pronto. Y aquí está la prueba de que no me engañé; aquí tenéis uno de sus primeros frutos... cerveza, esa bendición de Dios.

Hubo un murmullo de aprobación y aplauso cuando los portadores dejaron sobre el suelo las parihuelas y mostraron un abultado barril.

-Y ahora, despachad pronto, muchachos -prosiguió aquel hombre-. Hay trabajo que nos espera... Un puñado de arqueros acaba de llegar al embarcadero; morados y azules son sus trajes, buen blanco para nuestras flechas, que no ha de quedar uno que no pruebe... Porque, muchachos, aquí estamos cincuenta hombres, y todos hemos sido vilmente agraviados. Unos perdieron sus tierras, otros sus amigos, otros fueron proscritos y todos sufrieron injusta opresión. ¿Y quién es el causante de tanto mal? ¡Sir Daniel! ¿Y ha de gozarse en ello? ¿Ha de sentarse cómodamente en nuestras propias casas? ¿Ha de chupar el meollo al hueso que nos ha robado? Creo que no. Él buscó su fuerza en la ley, ganó pleitos. Pero ¡ah! hay un pleito que no ganará... En mi cinto llevo una citación que, con la ayuda de todos los santos, acabará con él.

Al llegar aquí la arenga, ya andaba Lawless por el segundo cuerno de cerveza; lo alzó como si fuera a brindar por el orador.

-Master Ellis -dijo-: clamáis venganza y ¡bien os sienta ese papel! Pero vuestro pobrecillo hermano del bosque, que jamás tuvo tierras que perder ni amigos en quien pensar, mira, por su parte, al provecho de la cosa. ¡Más quisiera un noble de oro y un azumbre de vino canario que todas las venganzas del Purgatorio!

-Lawless -replicó el otro-: para llegar al Castillo del Foso, sir Daniel tiene que atravesar el bosque. Haremos que su paso le cueste más caro que una batalla. Y cuando hayamos dado con él en tierra y con el puñado de miserables que se nos hayan escapado, vencidos y fugitivos sus mejores amigos, sin que nadie acuda en su auxilio, sitiaremos a ese viejo zorro y grande será su caída. Ése sí que es un gamo rollizo; con él tendremos comida para todos.

-Sí -repuso Lawless-; a muchas de esas comilonas he asistido ya; pero cocinarlas es trabajo difícil, master Ellis. Y entretanto, ¿qué hacemos? Preparamos flechas negras, escribimos canciones y bebemos buena agua fresca, la más desagradable de las bebidas.

-Faltas a la verdad, Will Lawless. Aún hueles tú a la despensa de los franciscanos; la gula te pierde -contestó Ellis-. Veinte libras le cogimos a Appleyard, siete marcos anoche al mensajero y el otro día le sacamos cincuenta al mercader.

-Y hoy -añadió uno de los hombres- he detenido yo a un gordinflón perdonador de pecados que galopaba hacia Holywood. Aquí está su bolsa.

Ellis contó el contenido.

-¡Cien chelines! -refunfuñó-. ¡Idiota! Llevaría más en las sandalias o cosido en esclavina. Eres un chiquillo, Tom Cuckow; se te ha escapado el pez.

A pesar de todo, Ellis se metió la bolsa en la escarcela con aire indiferente. Apoyado en la jabalina, paseó la mirada en torno suyo. En diversas actitudes, los demás se dedicaban a engullir vorazmente el potaje de ciervo, remojándolo abundantemente con buenos tragos de cerveza. Era aquél un día afortunado, pero los asuntos apremiaban y comían rápidamente. Los que primero llegaron ya habían despachado su colación. Unos se tendieron sobre la hierba y se quedaron dormidos; otros charlaban o repasaban sus armas, y uno que estaba de muy buen humor, alzando su cuenco de cerveza, comenzó a cantar:

No hay ley en este bosque, no nos falta el yantar, alegre y regalado con carne de venado el verano al llegar.

El duro invierno vuelve, con lluvia y con nieve, vuelve de nuevo a helar, cada uno en su emboscada, la capucha calada junto al fuego a cantar.

Durante todo este tiempo, los muchachos permanecieron ocultos, escuchando, echados uno junto a otro. Pero Richard tenía preparada la ballesta y empuñaba el gancho de hierro que usaba para tensarla. No se habían atrevido a moverse, y toda esta escena de la vida selvática se desarrolló ante sus ojos como sobre un escenario. Pero, de pronto, algo extraño vino a interrumpirla.

La alta chimenea que sobresalía del resto de las ruinas se elevaba precisamente por encima del escondite de los dos muchachos. Un silbido rasgó el aire, después se oyó un sonoro chasquido y junto a ellos cayeron los fragmentos de una flecha rota. Alguien, oculto en la parte alta del bosque, tal vez el mismo centinela que vieron encaramado en el abeto, acababa de disparar una flecha al cañón de la chimenea.

Matcham no pudo contener un pequeño grito, que sofocó inmediatamente, y hasta el mismo Dick se sobresaltó, dejando escapar de sus dedos el gancho de hierro. Mas para los compañeros del prado era aquélla una señal convenida. Al instante se pusieron todos en pie, ciñéndose los cinturones, templando las cuerdas de los arcos y desenvainando espadas y dagas.

Levantó una mano Ellis; su rostro adquirió una expresión de salvaje energía, y sobre su morena y curtida cara brilló intensamente el blanco de sus ojos.

-¡Muchachos -exclamó-, ya sabéis vuestros puestos! Que ni uno solo de ellos se os escape. Appleyard no fue más que un aperitivo; ahora es cuando nos sentamos a la mesa. ¡Tres son los hombres a quienes he de vengar cumplidamente: Harry Shelton, Simon Malmesbury y -se golpeó el amplio pecho- Ellis Duckworth!

Por entre los espinos llegó otro hombre, rojo de tanto correr.

-¡No es sir Daniel! -exclamó jadeante-. No son más que siete. ¿Ha disparado ya ése la flecha?

-Ahí se ha roto ahora mismo -respondió Ellis.

-¡Maldición! -exclamó el mensajero-. Ya me pareció oírla silbar. ¡Y me he quedado sin comer!

En un minuto, corriendo unos, andando otros rápidamente, según se hallaran más o menos lejos, los hombres de la Flecha Negra desaparecieron de los alrededores de la casa en ruinas; y el caldero, el fuego, ya casi apagado, y los restos del ciervo colgados del espino, quedaron solitarios para dar fe de su paso por aquel lugar.


Sanguinario como el cazador[editar]

Los muchachos permanecieron inmóviles hasta que el ruido de los últimos pasos se hubo desvanecido. Se levantaron maltrechos y doloridos por lo forzado de la postura, treparon por las ruinas y, valiéndose de la viga caída, cruzaron el antiguo foso. Matcham había recogido del suelo el gancho de hierro y marchaba el primero, seguido de Dick, rígido y con la ballesta bajo el brazo.

-Ahora -dijo Matcham-, adelante, hacia Holywood.

-¡A Holywood! -exclamó Dick-. ¿Cuando buenos compañeros están en peligro de ser alcanzados por los tiros de esa gente? ¡No! ¡Antes te dejaría ahorcar, Jack!

-¿De modo que me abandonarías? -preguntó Matcham.

-¡Sí! -repuso Dick-. Y si no llego a tiempo de poner en guardia a esos muchachos, moriré con ellos. ¡Cómo! ¿Pretenderías tú que abandonara a mis propios compañeros, entre los cuales he vivido? Supongo que no. Dame el gancho.

Nada más lejos de la imaginación de Matcham.

-Dick -le dijo-, tú juraste por los santos del cielo que me dejarías a salvo en Holywood. ¿Renegarías de tu juramento? ¿Serías capaz de abandonarme... para ser un perjuro?

-No -replicó Dick-. Cuando lo juré pensaba cumplirlo; ése era mi propósito... Pero ahora... Hazte cargo, Jack, y ponte en mi lugar. Déjame avisar a esos hombres, y, si es necesario, que corra con ellos el peligro. Después, partiré de nuevo para Holywood a cumplir mi juramento.

-Te estás burlando de mí -repuso Matcham-. Esos hombres a quienes quieres socorrer son los que me persiguen para perderme.

Dick se rascó la cabeza.

-No tengo más remedio, Jack -contestó-. ¿Qué le voy a hacer? Tú no corres ningún peligro, muchacho; pero ellos van camino de la muerte. ¡La muerte! -añadió-. ¡Piénsalo! ¿Por qué demonios te empeñas en retenerme aquí? Dame el gancho. ¡Por san Jorge! ¿Han de morir todos ellos?

-Richard Shelton -dijo Matcham mirándole de hito en hito-: ¿Serías capaz de unirte al partido de sir Daniel? ¿No tienes orejas? ¿No has oído lo que dijo Ellis? ¿O es que nada te dice el corazón cuando se trata de los de tu sangre y del padre que esos hombres asesinaron? «Harry Shelton», dijo, y sir Harry Shelton era tu padre, tan cierto como ese sol que nos alumbra.

-¿Y qué pretendes? ¿Que yo dé crédito a esa pandilla de ladrones?

-No. No es ésta la primera vez que lo oigo -replicó Matcham-. Todo el mundo sabe que fue sir Daniel quien lo mató. Y lo mató faltando a su juramento de respetarle la vida; en su propia casa fue derramada su sangre inocente. ¡El cielo clama venganza, y tú, el hijo de aquel hombre, pretendes auxiliar y defender al asesino!

Jack -exclamó el muchacho-, no lo sé. Acaso sea cierto, pero ¿cómo puedo yo saberlo? Escucha: ese hombre me ha criado y educado; con los suyos compartí caza y juegos, y abandonarlos en la hora del peligro... ¡Oh!, si tal cosa hiciera, muchacho, sería prueba de que no tengo ni pizca de honor. No, Jack, tú no me pedirías hacer tal cosa; no puedes querer que yo sea tan villano.

-Pero ¿y tu padre, Dick? -dijo Matcham, indeciso-. Tu padre... ¿y el juramento que me hiciste? Al cielo pusiste por testigo.

-¿Mi padre? -exclamó Shelton-. ¡Mi padre me dejaría ir! Si es cierto que sir Daniel le mató, cuando llegue la hora esta mano dará muerte a sir Daniel; pero ni a él ni a los suyos los abandonaré en el momento del peligro. Y en cuanto a mi juramento, mi buen Jack, tú vas a relevarme de él ahora mismo. Por las muchas vidas que ahora peligran, de pobres hombres que ningún mal te hicieron, y, además, por mi propio honor, tú vas a dejarme ahora libre de ese peso.

-¿Yo, Dick? ¡Jamás! -repuso Matcham-. Y si me abandonas serás un perjuro, y así lo pregonaré por todas partes.

-¡Me hierve la sangre! ¡Dame ese gancho! ¡Dámelo!

-¡No quiero dártelo! -le contestó Matcham-. ¡He de salvarte a pesar tuyo!

-¿No? -gritó Dick-. ¡Pues te obligaré a ello!

-¡Inténtalo! -replicó el otro.

Quedaron mirándose frente a frente, dispuestos ambos a saltar. Brincó entonces Dick, y aunque Matcham giró rápidamente y emprendió la huida, le ganó la delantera. Dick, con otro par de saltos, le quitó el gancho, retorciéndole la mano en que lo empuñaba, le arrojó violentamente al suelo y quedó frente a él, amenazándole con los puños. Matcham quedó tendido en el lugar donde había caído, con la cara sobre la hierba, sin ofrecer resistencia. Dick aprestó entonces su arco.

-¡Ya te enseñaré!... -gritó furioso-. ¡Con juramento o sin él, lo que es por mí, pueden ahorcarte! Girando sobre sus talones, echó a correr. Instantáneamente Matcham se levantó y corrió tras él.

-¿Qué quieres? -gritó Dick parándose-. ¿Por qué me sigues? ¡No te acerques!

-Te seguiré si se me antoja -repuso Matcham-. El bosque es de todo el mundo.

-¡Atrás! -rugió Dick, apuntándole con el arco.

-¡Ah! ¡Qué valiente! -replicó Matcham-. ¡Dispara!

Algo confundido Dick bajó su arma.

-Escucha -dijo-: ya me has hecho bastante daño. Sigue tu camino en paz, porque, de lo contrario, lo quieras o no, te obligaré a hacerlo.

-Bien -dijo Matcham tercamente-. Tú eres el más fuerte de los dos. Haz lo que quieras. Yo no dejaré de seguirte, Dick, a menos que me obligues.

Dick estaba casi fuera de sí ante tal insistencia. No tenía valor para golpear a una pobre criatura tan incapaz de defenderse; pero en verdad que no conocía otro medio para librarse de aquel molesto y acaso -como ya comenzaba a pensarlo- infiel compañero.

-Estás loco -gritó-. Pero, ¡imbécil! ¿No ves que corro en busca de tus enemigos, tan deprisa como los pies puedan llevarme?

-No me importa, Dick -repuso el otro-. Si tú vas a que te maten, yo moriré contigo. Mejor quisiera que me encarcelasen contigo que estar libre y sin ti.

-Bien -respondió el otro-. No puedo detenerme más discutiendo. Sígueme, si es preciso; pero si me traicionas, poco ganarás con ello, fíjate bien. Te meteré una flecha en el cuerpo, muchacho.

Así diciendo, Dick emprendió de nuevo veloz carrera, manteniéndose siempre en el borde del bosque y mirando atentamente en torno suyo mientras corría. Sin aflojar el paso, salió de la hondonada y volvió a los sitios más abiertos y despejados. A la izquierda surgía una eminencia, salpicada de doradas retamas y coronada por un negro penacho de abetos. Desde allí podré ver mejor, pensó, y se lanzó hacia aquel sitio, atravesando un claro cubierto de brezos.

No había avanzado más que algunos metros cuando Matcham, tocándole en un brazo, le señaló algo con el dedo. Al este de la cima se iniciaba un declive, como si un valle cruzase al otro lado. No habían desaparecido aún allí los brezos, y la tierra era rojiza como adarga enmohecida, sobriamente punteada de tejos. En aquel lugar percibió Dick, uno tras otro, a diez casacas verdes que escalaban la altura; marchando a la cabeza de ellos, claramente discernible por llevar su jabalina, Ellis Duckworth en persona. De uno en uno fueron ganando la cumbre, se dibujaron un momento contra el cielo y se hundieron en el otro lado, hasta que el último desapareció.

Dick contempló a Matcham con ojos bondadosos.

-¿De modo que me eres fiel, Jack?-preguntó-. Pensé que acaso fueras del otro partido.

Matcham se puso a sollozar.

-Pero ¡vamos! ¡Que los santos nos asistan! ¿Por una palabra vas a lloriquear?

-Es que me hiciste daño -sollozó Matcham-. Me hiciste daño cuando me arrojaste al suelo. Eres un cobarde que abusas de tu fuerza.

-¡No digas tonterías! -exclamó Dick bruscamente-. No tenías derecho a quedarte con mi gancho. Lo que yo debía haber hecho era darte una buena paliza. Si vienes tendrás que obedecerme; anda, vamos.

Casi le entraban ganas a Matcham de quedarse rezagado. Pero al ver que Dick continuaba corriendo cuanto podía hacia la cumbre y ni siquiera volvía la vista atrás, lo pensó mejor y corrió tras él a su vez. El terreno era difícil y escarpado: Dick le había ganado una buena delantera, y lo cierto era que tenía las piernas más ligeras. Por eso hacía ya rato que Dick había llegado a la cima, rastreando entre los abetos y escondiéndose tras unas espesas matas de retamas, antes de que Matcham, jadeante como un ciervo, se reuniera con él y pudiera echarse a su lado.

Abajo, en el fondo del amplio valle, el atajo que partía de la aldea de Tunstall descendía serpenteando hasta el vado. Camino bien trillado, fácilmente podía la vista seguir su curso de punta a punta. Aquí lo bordeaban los claros del bosque, abiertos por completo; quedaba más allá como encerrado entre los árboles; y cada cien metros se extendía junto a un lugar propicio para una emboscada. Muy abajo ya del camino se veían relucir al sol siete celadas de acero, y, de cuando en cuando, donde los árboles clareaban, aparecían en descubierto Selden y sus hombres, cabalgando animosos, dispuestos a cumplir las órdenes de sir Daniel. El viento se había calmado un poco, mas todavía luchaba algo alborotado con los árboles, y si allí hubiese estado Appleyard quizá se hubiera puesto en guardia al observar la agitación de que daban muestras los pájaros.

-Fíjate -murmuró Dick-. Muy adentro del bosque se hallan ya; y en seguir adelante estriba más bien su salvación. Pero ¿ves ese extenso claro que se alarga debajo de nosotros y en medio del cual hay unos cuarenta árboles que parecen formar una isla? Allí es donde pueden salvarse. Si llegan sin tropiezo hasta ese grupo, ya hallaré yo medio de advertirles del peligro. Pero temo que el corazón me engaña: no son más que siete contra tantos... y sin más armas que sus ballestas. El arco de grandes dimensiones será siempre superior a éstas, Jack.

Selden y sus hombres continuaban ascendiendo por la tortuosa senda, ignorantes del peligro que corrían, y por momentos se acercaban. Sin embargo, una vez hicieron alto, se reunieron en un grupo y parecieron señalar hacia determinado sitio y ponerse a escuchar. Pero lo que les había llamado la atención era algo que hasta ellos llegaba a través de los llanos; el sordo rugido del cañón que, de cuando en cuando, traía el viento, y que hablaba de la gran batalla. Valía la pena fijarse en ello, puesto que si desde allí se oía en el bosque de Tunstall, el combate debía de haberse ido corriendo hacia el este y, en consecuencia, era señal de que la jornada no había sido favorable para sir Daniel ni para los señores de la rosa roja.

Mas al instante reanudó su marcha el destacamento, aproximándose a uno de los claros del camino, cubierto de brezos, adonde sólo una especie de lengua del bosque venía a juntarse con la carretera. Se hallaban precisamente frente a ésta cuando en el aire brilló una flecha. Uno de los hombres alzó los brazos, se encabritó el caballo y ambos rodaron, agitándose en confuso montón. Hasta el lugar donde se hallaban los muchachos llegaba el griterío que armaron los hombres; vieron a los espantados caballos encabritarse y, poco después, mientras el destacamento recobraba la serenidad, observaron que uno de los del grupo se disponía a echar pie a tierra. Una segunda flecha centelleó describiendo un amplio arco, y un segundo jinete mordió el polvo. Al hombre que estaba descabalgando se le escaparon las riendas, y su caballo salió disparado al galope, arrastrándole por la carretera cogido al estribo por un pie, rebotando de piedra en piedra y herido por los cascos del animal en su huida. Los cuatro que aún quedaban sobre sus sillas se dispersaron; uno giró, chillando, en dirección al vado; los otros tres, sueltas las riendas y flotando al viento las ropas, remontaron a galope tendido la carretera de Tunstall. De cada grupo de árboles que pasaban salía disparada una flecha. Pronto cayó un caballo; mas el jinete, poniéndose en pie, corrió tras sus compañeros hasta que un nuevo disparo dio con él en tierra. Otro de los hombres cayó herido, y luego su caballo, quedando sólo uno de los soldados, y desmontado. Solamente se oía en diferentes direcciones el galopar de tres caballos sin jinete, que se extinguía rápidamente en la lejanía.

Durante todo esto, ninguno de los atacantes se había mostrado por parte alguna. Aquí y allá, a lo largo del sendero, hombres y corceles aún vivos se revolcaban en la agonía. Mas ningún piadoso enemigo salía de la espesura para poner fin a sus sufrimientos.

El solitario superviviente permanecía desconcertado en el camino, junto a su caída cabalgadura. Había llegado a aquel ancho claro con el islote de árboles señalado por Dick. Acaso se hallara a unos quinientos metros del lugar en que estaban escondidos los muchachos, y ambos podían verle claramente, mientras miraba por todos lados con mortal ansiedad. Mas, como nada sucedía, comenzó a recobrar el perdido ánimo y rápidamente se descolgó y montó su arco. En aquel mismo instante, por algo característico que vio en sus movimientos, reconoció Dick en aquel hombre a Selden. Ante tal intento de resistencia, salieron de cuantos sitios se hallaban a cubierto, en torno suyo, rumores de risas. Veinte hombres, por lo menos -se encontraba allí lo más nutrido de la emboscada-, se unieron a este cruel e importuno regocijo. Centelleó entonces una flecha por encima del hombro de Selden, que saltó, retrocediendo. Otro dardo fue a clavarse a sus pies, temblando un momento. Se dirigió entonces a la espesura, y una tercera flecha pasó ante su rostro, yendo a caer frente a él. Repitiéronse las sonoras carcajadas, elevándose de diversos matorrales.

Era evidente que sus atacantes no hacían sino acosarle, como en aquellos tiempos acosaban los hombres al pobre toro, o como el gato se divierte con el ratón. La escaramuza había terminado; en la parte baja de la carretera, un individuo vestido de verde recogía pausadamente las flechas, mientras los demás, con malsano placer, gozaban ante el espectáculo que les ofrecía la tortura de aquel infeliz, tan pecador como ellos. Selden comenzó a comprender; lanzó un grito de rabia, se echó a la cara la ballesta y disparó una saeta como al azar, hacia el bosque. Tuvo suerte, pues le respondió un grito ahogado. Arrojando al suelo su arma, Selden echó a correr por el claro del bosque, casi en línea recta hacia Dick y Matcham.

Los de la partida de la Flecha Negra, al verle, comenzaron a disparar de veras. Mas ya no era tiempo, habían dejado pasar el momento oportuno y la mayor parte de ellos tenían que disparar ahora de cara al sol. Y Selden, al correr, daba saltos de un lado a otro para dificultar la puntería y engañarlos. Y lo mejor de todo: al dirigirse hacia la parte superior del claro, había frustrado el plan que tenían preparado; no había tiradores apostados más allá del que acababa de herir o matar, y la confusión de los cabecillas se hizo pronto manifiesta. Sonaron tres silbidos, y después dos más... Desde otro sitio volvieron a silbar. Por todos lados se oía el rumor de gente que corría a través de los matorrales; un espantado ciervo apareció en el claro, se detuvo un instante sobre tres patas, olfateando el aire, y de nuevo se internó en la espesura.

Aún continuaba Selden corriendo y dando saltos, seguido sin cesar por las flechas, mas todas erraban el blanco. Parecía que iba a conseguir escapar. Dick había preparado la ballesta, pronto a proteger su huida, y hasta Matcham, olvidándose de su propio interés, se sentía ya, en el fondo de su corazón, a favor del pobre fugitivo, siguiendo ambos muchachos la escena anhelantes y temblorosos.

Se hallaba ya a unos cincuenta metros de ellos cuando le alcanzó una flecha y cayó. Se alzó, sin embargo, al instante; mas vacilaba en su carrera y, como si estuviese ciego, se desvió de su dirección. Dick se puso en pie de un salto y le hizo señas agitando la mano.

-¡Por aquí! -gritó-. ¡Por este lado! ¡Aquí hallarás ayuda! ¡Corre, muchacho, corre!

Pero en aquel preciso instante una flecha hirió a Selden en el hombro, y, atravesando su jubón por entre las placas de su cota de malla, dio con él en tierra pesadamente.

-¡Oh, pobrecillo! -exclamó Matcham, juntando las manos.

Dick se quedó petrificado, sirviendo de blanco a los arqueros.

Diez probabilidades contra una tenía de que le alcanzase una flecha, porque los habitantes de los bosques estaban furiosos consigo mismos y la aparición de Dick a retaguardia de su posición les había cogido por sorpresa. Pero en aquel momento, saliendo de una parte del bosque muy cercana al lugar donde se hallaban los dos muchachos, se alzó una voz estentórea: la voz de Ellis Duckworth.

-¡Alto! -gritó-. ¡No tiréis! ¡Cogedle vivo! Es el joven Shelton... el hijo de Harry.

Inmediatamente se oyó un penetrante silbido que se repitió varias veces, y sonó de nuevo más lejos. Al parecer, aquel silbido era la corneta de guerra de John Amend-all, con la cual transmitía sus órdenes.

-¡Ah, qué mala suerte! -exclamó Dick-. Estamos perdidos. ¡Deprisa, Jack, vamos deprisa!

Y ambos muchachos dieron media vuelta y echaron a correr por entre el grupo de pinos que cubría la cima de la colina.


Hasta el fin de la Jornada[editar]

Había llegado el momento de correr. Por todos lados subía ya la colina la partida de la Flecha Negra. Algunos, porque eran mejores corredores o podían ascender por sitios más rasos, habían avanzado más que otros y se hallaban muy cerca de su meta; los demás, siguiendo por los valles, se habían esparcido a derecha e izquierda y tenían flanqueados a los muchachos por ambos lados.

Dick se precipitó en la espesura más próxima. Era un alto robledal, de terreno firme y limpio de maleza, por el cual, al extenderse cuesta abajo, corrieron a gran velocidad. Venía luego un claro, que evitó Dick, manteniéndose a la izquierda del mismo. Diez minutos después surgió el mismo obstáculo, ante el cual siguieron igual procedimiento. Mientras los muchachos torcían siempre hacia la izquierda, acercándose cada vez más al camino real y al río que una o dos horas antes habían cruzado, la mayor parte de sus perseguidores se inclinaban hacia el lado opuesto y corrían en dirección a Tunstall.

Los muchachos se detuvieron a respirar. Ningún ruido se oía que indicase que los perseguían. Dick aplicó el oído a tierra, mas siguió sin oír nada; sin embargo, como el viento agitaba los árboles, era imposible averiguar nada con certeza.

-¡Sigamos! -erijo Dick, y cansados como estaban, cojeando Matcham debido a la herida de su pie, se pusieron en marcha de nuevo bajando la colina.

Tres minutos después penetraban en una espesura de árboles de hoja perenne. Por encima de sus cabezas se elevaban a gran altura los árboles, formando techo continuo de follaje. El bosquecillo era como una bóveda poblada de columnas, alta como la de una catedral, y, a excepción de los acebos, que les estorbaban el paso, estaba despejado y cubierto de suave césped.

Por el lado opuesto, abriéndose paso entre la última franja de arbustos, salieron a la débil claridad del bosquecillo.

-¡Alto! -gritó una voz.

Entre los enormes troncos, a unos veinte metros, apareció ante ellos un individuo grueso, vestido de verde, jadeante por la carrera, que inmediatamente les apuntó con el arco a punto de disparar. Matcham se detuvo lanzando un grito; pero Dick, sin vacilar, se lanzó recto hacia el forajido, desenvainando su daga. Sea que el otro se quedara sorprendido por la audacia del ataque, o bien que las órdenes recibidas detuvieran su mano, lo cierto es que no disparó: se quedó vacilando, y, antes de que tuviera tiempo de rehacerse, Dick saltó a su cuello y le arrojó de espaldas sobre el césped.

Cayó la flecha por un lado y por otro el arco, con un chasquido que resonó en la quietud del lugar. El desarmado forajido se aferró a su atacante; pero la daga brilló en el aire y descendió dos veces. Se oyeron dos gemidos y Dick se puso en pie. En el suelo quedaba el hombre, inmóvil, atravesado el costado.

-¡Sigamos adelante! -gritó Dick, y una vez más se lanzó a la carrera, siguiéndole algo rezagado Matcham.

Poco era lo que avanzaban, pues marchaban penosamente y resollando con fuerza. Matcham sentía un agudo dolor en el costado, y la cabeza le daba vueltas; a Dick le pesaban las rodillas como si fueran de plomo. Mas prosiguieron la carrera sin perder el ánimo.

Al poco rato llegaron al final del bosquecillo. Terminaba bruscamente; frente a ellos estaba el camino real que iba de Risingham a Shoreby, encerrado en ese punto entre dos muros iguales de espeso bosque.

Al verlo, Dick se detuvo, y en cuanto cesó de correr advirtió un confuso rumor, que rápidamente fue aumentando. Al principio parecía ser debido a una ráfaga de fortísimo viento; pero pronto se hizo más definido, transformándose claramente en el galopar de unos caballos. Con la velocidad del rayo, un escuadrón de hombres dio la vuelta al recodo, pasó ante los muchachos y desaparecieron en un instante. Galopaban como si en ello les fuera la vida, en completo desorden; algunos iban heridos, y junto a ellos se veían caballos sin jinete y con las sillas ensangrentadas. Eran fugitivos de la gran batalla.

Había empezado a desvanecerse el ruido de su paso en la dirección de Shoreby, cuando un nuevo rumor de cascos de caballos resonó como siguiendo su rastro y otro fugitivo apareció en la carretera, cabalgando solo y demostrando por su espléndida armadura ser hombre de elevada condición. Le seguían de cerca varios carros de bagaje que los caballos arrastraban sosteniendo un medio galope desordenado, azuzados por los latigazos de los conductores. Debían de haber emprendido su huida a primera hora del día, pero no había de salvarles su cobardía: poco antes de llegar al sitio donde los muchachos miraban asombrados, un hombre, con la armadura agujereada y al parecer fuera de sí, ganó la delantera a los carros y con el puño de su espada comenzó a derribar a los conductores. Algunos saltaron de sus puestos y a carrera tendida se adentraron en el bosque; mas a los otros los acuchilló sentados donde estaban, sin cesar de maldecirles por cobardes, con voz que apenas parecía humana.

Había ido aumentando el ruido de la lejanía; el rodar de los carros, los cascos de los caballos, los gritos de los hombres; todo llegaba en alas del viento, en creciente y confuso rumor. Evidentemente, un ejército derrotado llegaba por la carretera con el ímpetu de una inundación.

Sombrío el rostro, Dick permanecía allí. Había pensado seguir el camino real hasta donde torcía en dirección de Holywood, y ahora se veía forzado a cambiar de plan. Había reconocido los colores del conde de Risingham, prueba de que la batalla había resultado adversa para los de la rosa de Lancaster. ¿Se había unido a él sir Daniel y resultaba también ahora un fugitivo? ¿O se habría pasado al partido de los de York, con menosprecio de su honor? Horrible dilema.

-Vamos -dijo muy serio; y girando sobre sus talones, comenzó a marchar a través del bosquecillo, precediendo a Matcham que le seguía cojeando.

Durante un buen rato continuaron cruzando el bosque en silencio. Atardecía; el sol se ponía más allá de la llanura de Kettley; las altas copas de los árboles brillaban con reflejos de oro, pero las sombras se espesaban y comenzaba a sentirse el frío de la noche.

-¡Si hubiera algo que comer! -exclamó de pronto Dick, deteniéndose.

Matcham se sentó en el suelo y empezó a llorar.

-Lloras por tu cena; pero cuando se trataba de salvar la vida a unos hombres, bien duro de corazón te mostrabas -le dijo Dick desdeñosamente-. Siete muertos pesan sobre tu conciencia, master Jack; jamás te lo perdonaré.

-¡Conciencia! -gritó Matcham, mirándole fieramente-. ¡De mi conciencia hablas! ¡Y en tu daga todavía está la sangre roja de un hombre! ¿Y por qué mataste al desgraciado? Te apuntó con el arco, pero no disparó. ¡Te tuvo en sus manos y te perdonó la vida! Tan valiente es el que mata a un gato como el que mata a un hombre que no se defiende.

Dick se quedó mudo de sorpresa.

-Le maté cara a cara, lealmente. Me arrojé contra él mientras me estaba apuntando - replicó.

-Fue un golpe cobarde -repuso Matcham-. Master Dick, no eres más que un patán y un bravucón; no haces más que abusar de tu superioridad o de la ventaja que momentáneamente tienes. El día que topes con uno más fuerte que tú, te veremos humillarte a sus pies. Ni siquiera sientes el deseo de venganza..., pues aún está pidiéndola la muerte de tu padre, y permites tú que su espectro clame en vano por la debida justicia. ¡Mas si en tus manos cae una pobre criatura falta de fuerza y de destreza y que, a pesar de todo, quiere favorecerte, tendrás que acabar con ella!

Demasiado furioso estaba Dick para advertir ese ella.

-¡Caramba! -gritó-. ¡Ésa sí que es una noticia! Entre dos siempre habrá uno más fuerte. Si el más recio derriba al débil, éste recibirá su merecido. Lo que tú te mereces, master Jack, son unos buenos azotes por tu mala conducta y por tu ingratitud para conmigo; y puesto que lo mereces, lo tendrás.

Y Dick, que hasta en los momentos en que más encolerizado estaba sabía conservar una apariencia de serenidad, comenzó a desabrocharse el cinturón.

-Ésta será tu cena -dijo, ceñudo.

Matcham no lloraba ya; estaba blanco como la cera. Pero miraba a Dick con firmeza a la cara y permanecía inmóvil. Blandiendo el cinturón de cuero, Dick avanzó un paso. Entonces se detuvo, desconcertado al ver aquellos grandes ojos que le miraban de hito en hito y ante el demacrado y fatigadísimo rostro de su compañero.

-Dime entonces que estabas equivocado -murmuró débilmente.

-¡No! -exclamó Matcham-. Yo tengo razón. ¡Anda, cruel! Estoy cojo... estoy rendido... no me resisto... jamás te hice ningún daño, pero tú ... ¡Pégame, cobarde!

Levantó Dick el cinto ante esta última provocación, pero al ver que Matcham retrocedía encogido con expresión de temor, de nuevo le faltó valor. Cayó de su mano la correa y quedó indeciso, como atontado.

-¡Mala peste te lleve! -dijo-. ¡Si tan débil de manos eres, más cuidado debieras tener con la lengua! Pero así me ahorquen que no he de ser yo quien te pegue. -Y se ciñó de nuevo el cinturón-. No te pegaré, no -añadió-; pero lo que es perdonarte..., eso nunca. Yo no te conocía; tú eras el enemigo de mi amo; yo te presté mi caballo y devoraste mi comida; y me has llamado insensible, cobarde y bravucón. ¡Has colmado la medida hasta rebosarla! Gran cosa es ser débil, según veo. Puedes hacer todo el mal que quieras, que nadie te castigará; puedes robar a un hombre sus armas en un momento de necesidad, que, sin embargo, ese hombre no intentará recuperarlas... ¡Claro! ¡Eres tan endeble! Entonces... si alguien te acometiera con una lanza, al mismo tiempo que gritaba que es débil, deberías dejar que este hombre débil te atravesase de parte a parte. ¡Vaya! ¡No hablemos más de tales necedades!

-Y a pesar de todo, no me pegas... -repuso Matcham.

-Dejemos eso -replicó Dick-. Voy a tener que enseñarte muchas cosas. Eres muy mal educado, por lo que veo. Sin embargo, hay en ti algo bueno, y desde luego no hay duda de que me salvaste allí en el río. ¿Ves? Ya se me había olvidado. Soy tan desagradecido como tú. Pero, ven acá: sigamos andando. Si hemos de llegar a Holywood esta noche, o mañana temprano, mejor es que nos pongamos en marcha a toda prisa.

Pero aunque Dick había recobrado su habitual buen humor, Matcham no le perdonaba nada de lo ocurrido. Su violencia, el recuerdo del hombre a quien había dado muerte y, sobre todo, la visión de la correa en alto amenazándole, eran cosas que no podía olvidar fácilmente.

-Por pura fórmula te daré las gracias -dijo Matcham-. Pero en verdad, master Shelton, que preferiría buscar yo solo mi camino. Aquí está el ancho bosque; elijamos cada uno nuestra senda. Ya sé que te debo una comida y una lección. ¡Adiós!

-¡Si ése es tu deseo -gritó Dick-, que el diablo te lleve!

Tomó cada uno dirección distinta, comenzando a andar separados, sin cuidar del rumbo que seguían, atentos sólo a su reyerta. Pero aún no se había alejado Dick diez pasos, cuando oyó pronunciar su nombre y vio que Matcham volvía tras él.

-Dick -le dijo-: no está bien que nos separemos tan fríamente. Ésta es mi mano y en ella pongo mi corazón. Por lo que me has ayudado, y no por pura fórmula, sino de todo corazón, te doy las gracias. ¡Que la suerte te acompañe, adiós!

-Bien, muchacho -respondió Dick, estrechando la mano que Matcham le tendía-. Que salgas con bien te deseo, si eres capaz de ello. Pero lo dudo: te gusta demasiado discutir.

Se separaron por segunda vez; pero finalmente fue Dick el que corrió en busca de Matcham.

-Escucha -le dijo-: toma mi ballesta; no vayas desarmado.

-¡Tu ballesta! -exclamó Matcham-. No, muchacho; no tengo fuerza para tensar el arco, ni sabría apuntar con ella. De nada me serviría, mi buen muchacho. De todos modos, gracias.

Había cerrado la noche, y bajo los árboles, ninguno podía leer en el rostro del otro.

-Te acompañaré un rato -dijo Dick-. La noche está oscura. Quisiera dejarte en el camino, por lo menos. Tengo miedo por ti; temo que puedas perderte.

Comenzó a avanzar y Matcham le siguió una vez más. La oscuridad iba en aumento; tan sólo en los sitios despejados se veía el cielo, salpicado de estrellitas. Se percibía débilmente, a lo lejos, el rumor producido por la derrota del fugitivo ejército de Lancaster. Pero a cada paso lo dejaban más a su espalda.

Al cabo de media hora de silenciosa marcha, llegaron a una ancha franja de brezos que formaba un claro. Al tenue resplandor de las estrellas brillaba vagamente, como afelpado por los abundantes helechos y con islotes de tejos agrupados. Allí se detuvieron y entonces se miraron uno a otro.

-¿Estás cansado? -preguntó Dick.

-Sí; tanto -respondió Matcham-, que de buena gana me echaría aquí y me dejaría morir.

-Oigo el murmullo de un río -dijo Dick-. Vamos hasta allí, porque me muero de sed. Descendía suavemente el terreno, y, en efecto, en el fondo hallaron un riachuelo que corría por entre sauces. Se tendieron de bruces junto a la orilla, y, aplicando la boca al agua de un remanso tachonado de estrellas, bebieron hasta hartarse.

-Dick -dijo Matcham-, me es imposible continuar... No puedo más.

-Al bajar vi una hondonada -dijo Dick-. Vamos allí y nos echaremos a dormir.

-¡Sí, con toda el alma! -exclamó Matcham.

La hondonada era arenosa y seca; de uno de los bordes colgaban unas zarzas formando una especie de refugio; allí se tendieron los dos muchachos, apretados uno contra otro para lograr un poco de calor, olvidada ya la pasada disputa. Pronto el sueño cayó sobre ellos cual pesada nube y, bajo el rocío y al resplandor de las estrellas, descansaron plácidamente.


El Encapuchado[editar]

Se despertaron antes de rayar el día; no sonaba aún el cantar de los pajarillos, pero se oían ya sus gorjeos entre la fronda. No había salido aún el sol; mas hacia el este el cielo se teñía de majestuosos colores. Medio muertos de hambre y rendidos de cansancio, yacían inmóviles, sumidos en deliciosa lasitud. Así estaban cuando, de pronto, llegó a sus oídos el tañido de una campana.

-¿Una campana? -exclamó Dick, incorporándose-. ¿Tan cerca estamos de Holywood? Repicó de nuevo la campana, pero esta vez más cerca; y luego, acercándose cada vez más, volvió a sonar, con interrupciones, a lo lejos, en el silencio de la mañana.

-¿Qué significará esto? -murmuró Dick, despierto ya.

-Es alguien que camina -observó Matcham-, y la campana toca cada vez que se mueve.

-Ya lo veo -dijo Dick-. Pero ¿por qué motivo? ¿Qué hace esa persona en el bosque de Tunstall? Jack -añadió-, ríete de mí si quieres, pero maldita la gracia que me hace ese sonido tan profundo.

-Sí -corroboró Matcham, estremeciéndose-. Lo cierto es que tiene un tono lúgubre... Si no fuese ya de día...

En ese preciso momento, la campana comenzó a repicar más fuerte y más deprisa, luego sonó una sola vez, secamente, y quedó en silencio durante un rato.

-Parece como si el que la lleva hubiese corrido durante el tiempo que se necesita para rezar un padrenuestro, y hubiera saltado al otro lado del río -dijo Dick.

-Y ahora vuelve a caminar pausadamente -agregó Matcham.

-No, no tan pausadamente -repuso Dick-. Ese hombre anda bastante rápidamente. Teme por su vida o lleva algún recado muy urgente. ¿No adviertes con qué rapidez se acerca cada vez más el repique?

-Está ya muy cerca -contestó Matcham. Se hallaban al borde de la hondonada, y por estar ésta situada en una eminencia, dominaban la mayor parte del claro, hasta la parte alta del bosque espeso que lo cercaba. A la clara luz del día vieron un sendero que, como una cinta blanca, se deslizaba serpenteando entre retamas. Pasaba a unos cien metros de la hondonada y cruzaba todo el claro de este a oeste. Por la dirección que seguía, Dick pensó que había de conducir, más o menos directamente, al Castillo del Foso. En aquel sendero, surgiendo de los linderos del bosque, apareció una figura blanca. Se detuvo unos momentos, como para mirar en torno suyo; luego, con paso lento y casi doblado el cuerpo, se fue aproximando a través del brezal. A cada paso que avanzaba, sonaba la campana. No se le veía la cara: una blanca capucha, ni siquiera agujereada al nivel de los ojos, le cubría la cabeza; y cuando aquella criatura se movía, parecía ir tanteando el camino, golpeando ligeramente el suelo con su bastón. Un miedo mortal heló la sangre en el cuerpo de los dos muchachos.

-¡Un leproso! -exclamó Dick con ronco acento.

-¡Su contacto es la muerte! -dijo Matcham-. Corramos.

-No -repuso Dick-. ¿No lo ves?... Está ciego. Se guía con su bastón. Quedémonos quietos; el viento sopla hacia el sendero y pasará de largo sin hacernos daño. ¡Pobre desgraciado! ¡Debiéramos tenerle lástima!

-Yo se la tendré cuando haya pasado -replicó Matcham. El ciego leproso se hallaba ya en la mitad del camino que le faltaba para llegar frente a ellos. Salió entonces el sol, que iluminó de lleno el velado rostro. De elevada estatura había sido el hombre antes de que la repugnante enfermedad encorvase su cuerpo; y aun ahora andaba con paso firme. El lúgubre tañido de la campana, el acompasado ruido de su bastón, la opaca pantalla que cubría su semblante y la certidumbre de que no sólo estaba condenado a muerte y a constante sufrimiento, sino que para siempre le estaba vedado todo contacto con sus prójimos, llenaban de espanto el corazón de los muchachos, y a cada paso que iba acercando al caminante, parecían abandonarles más el valor y las fuerzas.

Al llegar al nivel de la hondonada, el hombre se detuvo y volvió la cara hacia los muchachos.

-¡Que la Virgen María nos proteja! ¡Nos está viendo! -murmuró Matcham.

-¡Calla! -susurró Dick-. No hace más que escuchar. ¡Está ciego, tonto!

El leproso se quedó mirando o escuchando, sea lo que fuere lo que realmente hiciese, durante unos segundos. Luego echó a andar de nuevo, pero enseguida volvió a pararse y a volverse, de tal modo que parecía estar mirando a los dos muchachos. El mismo Dick palideció entonces y cerró los ojos, como si por el mero hecho de verle pudiera contagiarse. Pero pronto volvió a sonar la campana, y esta vez, ya sin ninguna vacilación, el leproso cruzó el resto del brezal y desapareció en la espesura.

-¡Nos ha visto! -dijo Matcham-. ¡Podría jurarlo!

-¡Silencio! -ordenó Dick, recobrando un asomo de la perdida serenidad-. No hizo más que oírnos. Tenía miedo, ¡el pobre desgraciado! Si tú fueras ciego y anduvieses rodeado de las tinieblas de una noche eterna, también te alarmarías al solo crujido de una rama o por el piar de un pájaro.

-Dick, mi buen Dick, nos ha visto -repitió Matcham-. Cuando alguien escucha, no hace lo que ha hecho ese hombre; obra de otro modo, Dick. Éste veía; no escuchaba. Tenía malas intenciones. ¡Fíjate, si no lo crees, en si vuelves a oír sonar la campana ahora! No se equivocaba: la campana no volvió a sonar más.

-No me gusta eso -dijo Dick-. No, no me gusta ni pizca. ¿Qué puede significar? ¡Sigamos adelante!

-Él siguió hacia el este -advirtió Matcham-. Dick, vámonos en línea recta hacia el oeste. ¡No estaré tranquilo hasta haber vuelto la espalda a ese leproso!

-No seas tan cobarde, Jack -replicó su compañero-. Iremos sin rodeos a Holywood, o cuando menos lo más directamente que pueda guiarte, y para ello tomaremos hacia el norte. Se pusieron en pie enseguida, atravesaron la corriente, saltando de piedra en piedra, y comenzaron a ascender por el lado opuesto, que era más escarpado, hacia los linderos del bosque. El terreno era cada vez más desigual, lleno de montículos y hondonadas; crecían los árboles esparcidos o por grupos; era difícil elegir la senda, y los muchachos marchaban un poco a la ventura. Además, estaban fatigados y caminaban penosamente, arrastrando los pies por la arenosa tierra.

Finalmente, al llegar a la cima de un otero, se percataron de que, a unos cien pies frente a ellos, cruzaba el leproso una hondonada, precisamente por el camino que habían de seguir ellos mismos. Ya no hacía sonar la campana, no tanteaba con su bastón la tierra para guiarse, y avanzaba con el paso rápido y firme de un hombre que ve perfectamente. Un momento después, desapareció en la espesura.

Al primer atisbo de aquella figura, los dos muchachos se habían agachado tras unas matas de retama, y allí permanecieron sobrecogidos de espanto.

-Nos persigue -exclamó Dick-. ¿Viste cómo sujetaba el badajo de la campana para que no sonara? ¡Que el cielo nos ayude, pues no me siento con fuerzas para luchar contra esa pestilencia!

-Pero ¿qué hace? -exclamó Matcham-. ¿Qué quiere? ¿Quién oyó jamás que un leproso, por pura maldad, persiguiera a dos muchachos desgraciados? ¿No lleva la campana para que la gente pueda alejarse de él? Dick, esto encierra un misterio.

-¡No me importa! -gimió Dick-. Las fuerzas me han abandonado, mis piernas flaquean... ¡Que el cielo me proteja!

-Pero ¿te vas a quedar ahí sin hacer nada? -le gritó Matcham-. Regresemos al claro. Nuestra posición será mejor y no podrá pillarnos desprevenidos.

-No, no haré tal cosa -replicó Dick-. Ha llegado mi hora. Y acaso nos pase de largo. ¡Entonces móntame el arco! -exclamó Matcham-. ¡Vamos! ¿Eres un hombre o no lo eres? Dick se santiguó.

-¿Querrías que disparase sobre un leproso? La mano no me obedecería. ¡No, no -añadió-; déjalo! Con un hombre sano sí lucharía; pero no con fantasmas ni leprosos. Lo que es éste no lo sé; pero sea uno u otro, ¡que el cielo nos proteja!

-Bien -dijo Matcham-; si ése es el valor de un hombre, ¡bien poca cosa es un hombre! Pero ya que nada quieres hacer, ocultémonos. Se oyó entonces una sola y sorda campanada.

-¡Se le ha escapado el badajo! -cuchicheó Matcham-. Pero, ¡cielos, qué cerca está! Dick no pronunció una sola palabra. De puro terror sus dientes casi castañeteaban. Pronto vieron asomar por entre unos matorrales un pedazo de la blanca vestidura; luego, la cabeza del leproso apareció tras un tronco, y pareció escudriñar en torno con la mirada, antes de retirarse de nuevo. Para sus nervios en tensión, toda la maleza se hallaba poblada de ruidos y crujir de ramas, y el corazón les saltaba con tal fuerza en el pecho que oían sus latidos.

De pronto, lanzando un grito, apareció el leproso en el claro inmediato y corrió en línea recta hacia los muchachos. Entonces los dos se separaron dando alaridos, y comenzaron a correr en distintas direcciones. Pero su horrible enemigo se apoderó muy pronto de Matcham, lo arrojó violentamente al suelo y al instante lo hizo prisionero. El muchacho lanzó un alarido que resonó por todo el bosque, se resistió luchando frenéticamente y de pronto desmayaron todos sus miembros y cayó inerte en brazos de su aprehensor.

Dick oyó el grito y se volvió. Vio caer a Matcham y en un instante se avivaron en él el ánimo y las fuerzas perdidas. Con un alarido mezcla de ira y de piedad, descolgó y montó su ballesta. Pero antes de que le diese tiempo a disparar, el leproso alzó una mano.

-¡No dispares, Dick! -le gritó una voz que le era conocida-. ¡No dispares, loco! ¿No conoces a tus amigos?

Y colocando a Matcham sobre el césped, se quitó del rostro su capucha y aparecieron las facciones de sir Daniel Brackley.

-;Sir Daniel! -exclamó Dick.

-¡Sí! El mismo; sir Daniel -replicó el caballero-. ¿Ibas a disparar sobre tu tutor, so granuja? Mas ahí está ése... ése. -Y aquí se interrumpió para preguntar, señalando a Matcham-

¿Cómo le llamas, Dick?

-Le llamo master Matcham -respondió Dick-. ¿No le conocéis? Él me dijo que sí.

-Sí -contestó sir Daniel riendo entre dientes-. Conozco al muchacho. Pero se ha desmayado, y realmente con menos podría desmayarse. ¿Qué hay, Dick? ¿Te hice sentir el miedo a la muerte?

-En verdad que sí, sir Daniel -respondió Dick, suspirando-. Con vuestro perdón os diré que hubiera preferido toparme con el diablo en persona. Todavía tiemblo. Pero decidme, señor: ¿qué os indujo a adoptar semejante disfraz? Sir Daniel frunció el entrecejo y se le ensombreció el rostro de ira al oír la pregunta.

-¿Qué me indujo a ello? -exclamó-. ¡Haces bien en recordármelo! ¿Qué? Pues el esconderme, para salvar la vida, en mi propio bosque de Tunstall. Mal parados salimos en la batalla; tan sólo llegamos a tiempo de ser barridos en la derrota. ¿Dónde están mis mejores hombres de armas? ¡No lo sé, Dick! Nos han barrido, nos han acribillado; no he visto a un solo hombre que llevase mis colores desde que vi caer a tres. En cuanto a mí, llegué a salvo a Shoreby, y, acordándome de la Flecha Negra, me procuré este sayo y esta campana y paso a paso, callandito, me vine por el sendero que va al Castillo del Foso. No hay disfraz que pueda compararse a éste; el eco de esta campana hubiera ahuyentado al bandido más valiente del bosque; todos palidecerían al oírla. Al fin me encontré contigo y con Matcham. Veía muy mal a través de esta capucha; no estaba seguro de que fueras tú, y grande mi asombro al encontraros juntos. Además, al atravesar el claro, por donde había de pasar lentamente y golpear con mi bastón, temía descubrirme. Pero, mira, ya empieza a volver en sí este desgraciado. Un sorbo de vino canario le reanimará.

Levantándose el largo sayo, el caballero sacó una gruesa botella que bajo él llevaba y comenzó a frotar las sienes y a humedecer los labios del paciente, que, gradualmente, recobraba el conocimiento y posaba sus turbios ojos sobre uno y otro.

- ¡Anímate, Jack! -le dijo Dick-. No era un leproso, sino sir Daniel! ¡Míralo!

-Tómate un buen trago de esto -añadió el caballero-. Esto te dará virilidad. Después os daré a los dos de comer, y juntos nos iremos a Tunstall. Pues en conciencia he de confesar, Dick -prosiguió, colocando pan y carne sobre la hierba-, que estoy deseando con toda mi alma verme sano y salvo entre cuatro paredes. Desde que monto a caballo jamás me he visto en un apuro semejante; mi vida en peligro, expuesto a perder mis tierras y mi hacienda, y, para colmo, todos esos vagabundos de los bosques tratando de darme caza. Pero todavía no estoy perdido. Algunos de mis muchachos se reunirán conmigo camino de casa. Hatch llevaba diez hombres y Selden seis. ¡Ah, pronto volveremos a ser fuertes! ¡Y si logro negociar la paz con mi muy afortunado e indigno señor de York, entonces, Dick, volveremos a ser hombres y a montar a caballo!

El caballero llenó de vino canario su vaso de cuerno y brindó con mudo ademán a la salud de su pupilo.

-Selden -dijo Dick, titubeando-, Selden... -Y se quedó callado. Sir Daniel bajó su vaso de vino sin probarlo.

-¡Cómo! -gritó con voz alterada-. ¿Selden? ¡Habla, habla! ¿Qué le pasa a Selden? Tartamudeando Dick le relató la emboscada y la matanza.

Le oyó en silencio el caballero; pero mientras escuchaba, iba encendiéndose en ira y entristeciéndose hasta quedarse como convulso.

-¡Bien -gritó al fin-. ¡Por mi mano derecha juro que he de vengarlos! Y si, dejo de hacerlo, si por cada uno de mis hombres no doy muerte a diez, que me arranquen esta mano del cuerpo. A Duckworth lo destruí yo como el que quiebra un junco, le sumí en la ruina, incendié hasta el techo de su casa, le arrojé de este país, ¿y ha de venir ahora a subírseme a las barbas? ¡No, Duckworth; esta vez seré más inflexible!

Se quedó en silencio un rato, en que sólo por gestos manifestaba su cólera.

-¡Comed! -gritó de pronto-. Y tú -añadió dirigiéndose a Matcham-: júrame que me seguirás hasta el Castillo del Foso.

-Os lo prometo por mi honor.

-¿Y qué me importa a mí tu honor? -exclamó el caballero-. ¡Júramelo por la salud de tu madre!

Matcham pronunció su juramento y sir Daniel volvió a cubrirse el rostro con la capucha y preparó la campana y el báculo. Al contemplarle, una vez más, con aquel espantoso disfraz, sus dos compañeros sintieron renacer la impresión de horror; pero el caballero se puso en pie sin pérdida de tiempo.

-Comed deprisa -ordenó-, y seguidme inmediatamente hasta mi casa.

Diciendo así, se puso de nuevo en marcha hacia el bosque, y comenzó a hacer sonar la campana, como contando sus pasos, mientras los dos amigos, sentados junto a la comida, no gustada todavía, oyeron desvanecerse lentamente el sonido en la lejanía.

-¿De modo que vas a Tunstall? -preguntó Dick.

-Sí, voy. ¿Qué remedio me queda? Soy más valiente a espaldas de sir Daniel que en su presencia.

Comieron apresuradamente y tomaron después por el sendero, siguiendo la parte alta del bosque, donde las grandes hayas se elevaban entre los verdes prados y los pájaros y las ardillas retozaban sobre las ramas. Dos horas después comenzaban a descender por la ladera opuesta, y ya entonces divisaron, entre las cimas de los árboles, las rojas paredes y los techos del castillo de Tunstall.

-Aquí -dijo Matcham deteniéndose- vas a despedirte de tu amigo Jack, a quien no volverás a ver más. Ven, Dick, y perdónale todo el mal que te hizo, que él por su parte te lo perdona de todo corazón.

-¿Y eso por qué? -preguntó Dick-. Si los dos vamos hacia Tunstall, me parece que he de volver a verte, y con bastante frecuencia.

-No; no volverás a ver al pobre Jack Matcham -replicó el otro-, tan miedoso y tan molesto para ti, a pesar de lo cual te sacó sano y salvo del río. No volverás a verle, Dick... ¡te lo juro por mi honor!

Abriendo los brazos, recibió en ellos a Dick, y los muchachos se abrazaron y se besaron.

-Óyeme una cosa, Dick -continuó Matcham-: me da el corazón que algo malo va a ocurrir. Vas a conocer ahora a un nuevo sir Daniel; hasta este momento todo, había prosperado en sus manos con exceso y la fortuna no le había abandonado; pero ahora, cuando el destino se vuelve contra él y su vida está en peligro, mal amo resultará para nosotros dos. Podrá ser bravo en la batalla; pero en sus ojos lleva escrita la mentira; el temor está en ellos pintado, y el miedo fue siempre más cruel que un lobo. En esa casa vamos a entrar, ¡que la Virgen María nos guíe para salir de ella!

Continuaron descendiendo en silencio hasta llegar a la plaza fuerte de sir Daniel en el bosque, donde se erguía, baja y sombría, rodeada de redondas torres y manchada de musgos y líquenes entre las aguas ornadas de lirios, que llenaban el foso. Al presentarse ellos bajó el puente levadizo, el propio sir Daniel, con Hatch y el clérigo a su lado, les recibieron.