La flor de los recuerdos (Cuba): 13
III.
[editar]Don Luis sin duda morirá demente
Si Dios no lo remedia:
Contra su mal la ciencia francamente
Se declaró impotente,
Por lo cual felizmente no le asedia
La docta facultad con sus ponzoñas,
Ni le atacan su mal por esos medios
Que entre las gentes sandias o bisoñas
Pueden solo pasar como remedios.
Más que loco Don Luis está alelado:
Cuando perdió el sentido
Fué, como un hombre por el rayo herido,
De facultad intelectual privado:
Dios no envió a su cerebro la locura
Sino que apagó en él la inteligencia.
Don Luis no tiene ni pesar ni goce:
Todo con la mayor indiferencia
Lo vé: nada recuerda, ni conoce
A nadie: ni repugna, ni apetece:
Llámanle y vá: le mandan, y obedece.
Las casas de dementes de Inglaterra
No ofrecen espectáculos de duelo,
De tormento y horror no son mansiones,
Nada en ellas repugna, nada aterra:
Castigo no se da sino consuelo
Al infeliz que cae en sus regiones.
Bedlam es un magnífico paseo,
Cuyas verdes y añosas alamedas
Conducen a una quinta de recreo
Cercada do jardines y arboledas.
Al que encierran allí falto de juicio,
En lugar de querérsele a porrazos
Volver y a latigazos,
Le inclinan la atención hacia un oficio:
Y en vez de dominarle por un pánico
Terror, van con destreza y artificio
Obligándole a entrar en ejercicio
De algún trabajo corporal, mecánico,
De su cuerpo y su alma en beneficio.
Después que le acostumbran y habilitan
Siempre en acción para tener las manos,
La memoria y las fuerzas le ejercitan:
Le dan buen aire y alimentos sanos,
Sus manías le tuercen o le quitan
Con paciencia y constancia, y poco a poco
De la razón la vuelta facilitan
Ideas dando a su cerebro loco.
Y aciertan los Ingleses: nada tiene
Al hombre, cuerdo o loco, más contento
Que tener ocupado el pensamiento;
La ocupación asidua es ley de higiene;
Sus locos están, pues, entretenidos
Y con cosas alegres distraídos.
Bedlam tiene de locos una orquesta
Que en fiestas y saraos públicos tañe
Pero cuestión o relación es esta
De la que a los filántropos atañe
Disertar; mi misión es mas modesta,
No raya tan allá mi poesía;
Si entretiene no más, si no es molesta,
Por satisfecha asaz se da la mía;
Y como esta lectura a su fin toca,
Fuera extenderla más torpeza loca.
Era una tarde de Diciembre helada:
Había dado ya las seis y media
De Bedlam el reló, cuando Losada
Con el Doctor John Lees hizo su entrada
En el salón extenso, que promedia
Un ala del espléndido edificio
De la locura alzado en beneficio.
Allí los que no pone su demencia
Fuera de estado de guardar decoro,
De los que les dirigen en presencia
Fuerzan a la atención su inteligencia;
En tanto que el estrépito sonoro
De la orquesta en su afán les acompaña,
Y atrae su distracción si no la engaña.
Y es curioso de ver como en tan grave
Reunión cada cual cumple su oficio,
Cuando a ninguno de ellos en el juicio
De lo que haciendo está razón le cabe.
Don Luis, cuya manía
No ha podido fijarse todavía
Y que nada exterior comprender sabe,
Es dueño de andar libre y de ir ocioso
Por donde más le place noche y día,
Para ver si de hastiado o de curioso
En algo con placer su atención fija,
Y si algo encuentra en que ocuparse elija,
O halla de los doctores la destreza
En una inclinación una rendija
Por donde entre la luz en su cabeza.
Cuando Losada entró, Don Luis estaba
Vueltas de dar por el salón cansado,
En un rincón sentado,
Mirando sin saber lo que miraba,
Contemplándolo todo indiferente,
De cuanto tiene en torno enajenado
Y mirando, sin ver, maquinalmente.
A su lado se puso
Losada a contemplarle enternecido:
Él, en su mudo arrobamiento iluso,
No dio señal de haberle conocido
Y en su honda estupidez siguió sumido.
El doctor puso de Don Luis delante
Un velador: Losada de debajo
De su gabán su caja, cuyo efecto
Para probar sobre el demente trajo,
Sacó y la puso ante él; de luz brillante
La inundó con el gas porque la viese:
Se la abrió poco a poco, circunspecto
La impresión precaviendo que pudiese
Hacerle el ver a Luz y que el afecto
Del corazón tal vista removiese.
Don Luis continuó inmóvil: ni de aspecto
Cambió viendo de Luz la miniatura,
Ni mostró conocer de su semblante
La representación en la pintura;
Miró aquellos objetos distraído
Y sin fijarse en ellos y fue todo
Con él inútil: su mirada errante
No se pudo atraer: no había modo
De fijar su atención un solo instante.
Un minuto faltaba solamente
Para las siete ya: Lees, prevenido
Habiendo al director, dio de repente
La señal en que habían convenido,
Y cesó de repente todo ruido
Y en torno de ellos se agolpó la gente.
Lees se sentó junto a Don Luis: Losada
Permaneció de pie, de ambos en frente,
Teniendo ante él la caja colocada
Del velador encima y de manera
Que todo el mundo con Don Luis la viera:
Y en esta situación, viendo excitada
La universal curiosidad, ansioso
Esperó a que las siete el reló diera.
Saltó la balancilla de reposo
Del muelle retentor: la hora entera
Dio la repetición: doblaron broncas
Las campanas a muerto: oyóse el coro
Que con las trompas de sus bajos roncas
Guía en sordina el órgano insonoro:
Corrió la muerte su crespón de luto
Sobre el rostro de Luz, y su esqueleto
En su lugar quedó: todo sin fruto:
Ante todo Don Luis se estuvo quieto.
Mas al oír el lúgubre gemido
De Luz, asió la caja de repente
Y diciéndole en cólera encendido:
“¡Miserable juglar, tú la mataste!
“Muere, pues, por la voz que la robaste!”
A Losada cogió desprevenido,
Y con la caja le asestó derecho,
Con las hercúleas fuerzas de un demente,
Golpe mortal en la mitad del pecho.
Cayó hacia atrás Losada: y con la frente
Bañada de sudor, abrió los ojos,
Miró en redor y se encontró en su lecho.
¡Del sueño cuanto vio fueron antojos!