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La flor de los recuerdos (México): 27

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La flor de los recuerdos (México)
de José Zorrilla
Correspondencia al Sr. D.J. M. Torres-Caicedo

Concluí de recitar mis versos, y mostrarónseme muy pagados de ellos el general y mis dos amigos: calificómelos aquel diplomático de superiores, y pusierónmeles aquellos sobre las nubes, y lo que fué mas sobre el Chambertin: lo cual me escandalizó; porque en verdad, mi querido Torres, el del general era delicioso, puesto que al atravesar el Atlántioo se habia grandemente avalorado. Además, creía yo entonces y ¡Dios y los poetas me lo perdonen! pero sigo todavía creyendo que todos los versos hechos y por hacer no valen una botella de Chambertin como la que á su mesa nos sirvió el general; y cuando allá en el siglo XII dijo de los suyos Gonzalo de Berceo:

Bien valdrán según creo un vaso de bon vino,

tengo para mí que

O erró de medio á medio diciendo un desatino,
O no bebió en su vida un vaso de buen vino,
O estaba ya chocheando y hablaba ya sin tino
O miente por la barba el buen Benedictino.

Tal es mi opinión sobre el vino y los versos, en la exelencia y utilidad de cuyos dos productos del discurso y trabajo del hombre no hay comparación ni duda posible; porque las del buen vino son universalmente reconocidas y respetadas, y las de los mejores versos del mundo andan siempre como la fama de las mugeres bonitas en lengua de todos los desocupados y murmuradores, sin poder jamás establecerse definitivamente en parte alguna. En el fondo de una botella de buen vino, halla inspiración el hombre de génio, valor el cobarde, y alearía el triste; y hablo aquí del hombre moderado que con talento le bebe: porque á los tontos que de nada saben usar sino que de todo abusan, el vino siempre les rinde, y en vez de la escitacion del genio no les dá mas que la modorra de la estupidez.

Pero hasta en eso prueba su exelencia el buen vino; pues mientras hace dormir á los tontos, libra al mundo de su tontería: cosa que no lograrán hacer jamás todas las universidades, academias é institutos científicos conocidos. Con el buen vino no se atreve á mayores ni el mas valiente, porque el sabio está seguro de que por él ha de ser vencido, y el tonto se encuentra subyugado por su poder desde el principio de entrar con él en abierta lucha; pero á los versos no hay presumido que no se atreva: su exelencia está siempre en controversia, y no hay cirujano romancista, ni barberillo latini-bárbaro, ni licenciadillo sin pleitos, ni doctorzuelo sanguijuelista sin clientela, que no se crea con derecho á decidir ex-cátedra del mérito de Homero ó del Tasso, á enderezar como palos de trucos á Cervantes y á Calderón, á Lope y á Cienfuegos; y encuentra falto de gusto á Bretón, el primer poeta cómico de nuestra tierra, gusto á Bretón, ei primer poeta cómico de nuestra tierra, y el mas rico y poderoso y correcto versificador de todos los poetas nacidos; y falto de armonía á Espronceda, cuyos versos se cantan solos; y falto de inspiración á Heredia, cuyas fogosas estancias estremecen las fibras de la sensibilidad y del entusiasmo, como la máquina de vapor las jarcias de nuestro buque; y para oir á estos tales no hay sino alquilar balcones; de donde resulta que ni cuando vivos ni después de muertos logran descanso los pobres poetas, ni tienen asilo sus pobres versos, y andan siempre su reputación y su gloria colgadas al sol como trapos en azotea, y espantajos entre hortaliza: que así me dé Dios buena muerte, como nacen entre ella alcachofas y calabazas con mas sustancia y meollo que las cabezas de muchos doctores, académicos y licenciados que dejo en Europa, y de otros muchos que no dejaré de hallar por donde quiera que vaya.

Del buen vino nadie dijo mal hasta la hora presente, y en que el vino bueno sea bueno han convenido siempre todos, estando todos de acuerdo sobre su bondad, utilidad y excelencia; desde la Biblia que dice:

Vinum lætificat cor hominis,

hasta Miguel de los Santos Alvarez, que es en mi juicio quien mejor comprendió la bondad del vino, cuando de él dijo con sentenciosa y espartana concisión:

Bueno es el vino, cuando el vino es bueno;

pero ¿de los versos? de los mejores del mejor poeta se ha hablado peor que de la Caba. Y á propósito de la Caba, mi querido Torres, (y que sea esto dicho con perdón de los académicos de la historia): si los cronistas cristianos hubieran sabido como debian saber el árabe para escribir la historia de los moros, no hubieran quitado á la bella hija de D. Julián su bello nombre de Florinda, para darla un apodo tan injurioso, villano y soez. Que se le dieran los moros, pase: que al fin eran bárbaros y enemigos; pero que se le confirmaran los cristianos que se daban y pasaban por civilizados y caballeros, no me pasa á mí de los dientes: tanto mas cuanto que todavía parece que está por averiguar si la Caba lo fué ó no lo fué.

Pero volviendo al vino y á los versos, digo: que si algún dia llegara á ser célebre por algo, quisiera mejor que mi fama se cimentara en un viñedo de Jerez, Burdeos, la Borgoña, ó la Champaña, y que mi nombre anduviese en rótulos de botellas, diciendo en letras de oro orladas de pámpanos, Zorrilla añejo, Zorrilla espumoso, Zorrilla rosado y Zorrilla seco, que no en portadas de libros de versos y en artículos de periódicos: porque en los rótulos de mis botellas todos leerían mi nombre sin alterármele, y lo que vale mas sin añadírmele epítetos poco caritativos, tal vez hijos de animosidad y enquina; todos procurarían tomarle y conservarle bien en la memoria como nombre simbólico de alegría y solaz; mientras que en los libros y los periódicos, mis amigos y los que de mis versos gustaren me llamarían con entusiasmo cisne inspirado y ruiseñor canoro, y aquellos á quienes no agradaran, que al fin los versos y los poetas por buenos que sean no son onzas portuguesas para agradar á todos, me apellidarían con mofa grajo graznador y desapacible mochuelo en el rótulo de las botellas deletrearían todos mi nombre con cariñosa sonrisa y me le recibirían con los brazos abiertos; y en los libros y los periódicos, si bien no me faltarían parciales y aficionados que con sonrisa y cariño me le leyeran, aplaudieran y encomiaran, siempre serian mas los que me le recibieran con ceño, y tal vez sin conocerme ni á mí ni á mis libros me le escarnecieran y difamaran. Tal es mi opinión sobre el vino y los versos, mi querido Torres; y note V. que este juicio mio debe ser imparcial y esacto, puesto que al cabo de mucha esperiencia y observación, he parado en formarle yo, que tuve viñas y bodegas en Castilla, y las vendí para imprimir libros de versos; yo que hago de estos todos los dias, y que no bebo vino sino tres en el año: el del aniversario de uno feliz para conservarle en mi memoria, el de otro nefasto, para ver si puedo dejarle olvidado en el fondo de una botella, y el dia de mi cumpleaños para perder la cuenta de los que tengo.

Y este juicio y opinión mia sobre los versos y el vino lanzado por mí sobre la mesa del general, escitó la general indignación, y produjo un magnífico discurso de Baralt en favor de los versos, cuyos rotundos y verbosos periodos regó con sendas copas de Champaña, por cuyo riego coligiendo yo que lo que en el discurso de Baralt daba fuerza y apoyo á la poesía era el vino, y que al fin iba probablemente á probar la excelencia de este, le interrumpí bruscamente proponiendo con él un brindis á la emperatriz Eugenia, la mas hermosa de las emperatrices. Amoscóse un poco Baralt de que yo le interrumpiera, pero siendo mayor y mas sólida su galantería de caballero español, que su amor propio de orador, aceptó gustoso y resonó la sala con aquel brindis de corazón propuesto y de corazón aceptado: y con él concluyó nuestro almuerzo y se olvidó la historia de mi serenata, de la cual no sé yo como hubiera salido, puesto que la tal serenata no tiene historia. La gente vulgar y desocupada se empeña en ver misterios y maravillas en las cosas mas simples, y algún desocupado debió de contar al general alguna, que á mí no importa saber, porque así se pareceria á la verdad, como el templo de Salomón á los gigantones de Burgos. La condesa de Teba vino á parar en emperatriz de los franceses; hecho histórico que nada perdían en celebrar los poetas españoles: yo que soy español y tengo mis puntas de poeta, porque según el refrán

De poeta, de músico y de loco
No hay nadie que no tenga mucho ó poco,

quise también hacer mi baza y meter mi cuarto, á espadas con mi serenata; creyeron algunos que yo iba á oros en semejante juego, pero al descubrir el mio vieron que mis cartas eran blancas, y que los versos que hago á las hermosas, siquiera sean emperatrices, están mas que imperialmente recompensados con el honor que ellas les hacen al aceptarlos. Esto es todo: y como todo esto no forma historia y queda reducido á que yo hice una serenata á la condesa de Teba, emperatriz de los franceses, porque tal era mi deber, y S. M. recibió mi manuscrito porque yo se lo presenté, único objeto con que fué puesto en sus hoy imperiales y siempre nacarinas manos, y único favor á que mi composición aspiraba, esquivé yo la cuestión de su historia, para no quitar al general Baez la ilusión que algún, amigo de lo maravilloso y poético pudo hacerle formar sobre un hecho tan sencillo. Así es que ahogada felizmente por el brindis la memoria de la serenata, sirviéronnos el vivificador café de las Antillas: y como yo que soy muy nervioso me veo obligado á privarme de él, mientras mis amigos con no poca delicia le saboreaban, salíme al aire libre del mirador y me puse á contemplar á través de las espirales del humo de un habano veguero, el bello panorama del puerto de Santo Tomás, cuyo variado horizonte cierran en torno sus siempre verdes y pintorescas montañas; y á poco sumiéndose mi alma en la distracción melancólica que produce generalmente en las creyentes ó enamoradas la contemplación de la naturaleza, se dió la mia á vagar por el espacio, perdiéndose con mis pensamientos en el abismo de mis recuerdos.


. . . . . . . . . . . . . . . . . . .

A las seis de la tarde nos despedimos con pesar del general Baez, pues no podíamos arriesgarnos á dormir en tierra, porque la actividad del agente de la compañía inglesa habiendo puesto en juego todos sus recursos para abastecer de víveres y carbón nuestro buque, nos hizo prevenir que estaría pronto á hacerse á la mar á la media noche. Abrazamos pues al general y volvimos á la fonda. Pensábamos hallar á nuestros compañeros algo mohínos y descontentos por sus comidas y sobre todo por sus precios: pero con no poco asombro nuestro les hallamos alegres y repletos, cantando al rededor de una mesa cubierta de botellas vacías, y de abundantes frutas y postres á los cuales no habían podido dar fin. Pedímosles nuevas de su ventura y supimos que su almuerzo y su comida habian sido servidos con la misma esplendidez, esmero y economía que en cualquiera de los buenos hoteles de la civilizada Francia. Así es siempre la fama en boca del vulgo, embustera y calumniadora, y dice bien el refrán:

Nunca es tan fiero el leon
Como la gente lo pinta.

La Isla de Santo Tomás tiene ni mas ni menos los mismos inconvenientes y riesgos que todas las islas del mundo: y en cuanto á insalubridad, no son menos peligrosas para los americanos nuestras pulmonías que su vómito para los europeos.

Los locos repúblicos y de gobierno, como llama Quevedo á los arbitristas y como podemos hoy llamar á nuestros fanáticos por la política, hallan insoportable la residencia en la Isla de Santo Tomás, porque no ofrece suficiente campo para conspiraciones y pronunciamientos: los agiotistas porque no hay en ella ágio que revolver, valores imaginarios que cotizar, ni tontos cuyos dineros cambiar por títulos y acciones que les dejan sin acción y sin blanca; las coquetas y los leones de Londres y de París, porque no tiene boulevares, teatros, parques, ni bosque de Boloña: los mercaderes porque siendo estación de paso no tienen tiempo de abrir sus cajas, ni ocasión de vender sus géneros: pero los pintores y los poetas la hallan bellísima por sus pintorescos puntos de vista, brillantemente iluminados por una luz pura y trasparente que se refleja en un mar tranquilo y azul, rodeados de un aire de cristalina limpidez, y cubiertos por un firmamento vivido y aterciopelado; y yo guardaré toda mi vida el agradable recuerdo de esta Isla, por haber en ella visto y gozado por la vez primera la exhuberante vejetacion y la rica y edénica naturaleza de las américas, donde se revela la grandeza, la magestad y la poesía de Dios, á quien pedí siempre que me dejara visitar los bosques seculares, las volcánicas montañas y los opulentos valles de sus continentes, y los floridos pensiles de sus islas. Tal me pareció á mí la Isla de Santo Tomás, aunque tal no le haya parecido hasta ahora á ningún otro Europeo.

Cerró la noche: una de esas noches sin luna de las Antillas, en las cuales la luz de las estrellas rodea los objetos de una aureola nacarada, que no deja á las tinieblas posesionarse completamente de la tierra con su densa oscuridad. Mis dos amigos y yo, deseando prolongar el placer de la existencia de pereza y voluptuosidad que en estos paises se goza, nos propusimos dar un paseo por la bahía antes de encerrarnos otra vez en nuestros camarotes del Paraná. Tomamos un bote con dos remeros negros, y nos lanzamos muellemente sobre las ondas.

El mar estaba tranquilo como un estanque; los balcones y miradores de la población, profusamente alumbrados y abiertos sobre la mar, derramaban sobre el puerto su claridad fantástica, sobre la cual se destacaban las inquietas figuras de los que en sus aposentos paseaban, en sus descubiertos corredores comían, y bailaban en sus salones. La música de sus danzas, el rumor de sus festines, y los cantares de los doscientos negros que lastraban de carbón el Paraná, llegaban á nuestro oido resbalando sobre las ondas, despertando su eco mil veces roto en todas las colinas y repetido mil veces en todas las Cañadas. Sobre el fondo del firmamento se destacaban mecidas dulcemente por las brisas ó por las olas los esbeltos masteleros de los buques anclados y los pomposos abanicos de las palmas y de los plátanos que coronaban las colinas. Nos acordamos de Nápoles y de Venecia: Baralt, cuya erudición es vasta y cuya memoria es envidiable, recitó las octavas del Tasso que cantan los gondoleros del Lido en su dialecto dulcísimo: y recordó las barcarolas de los pescadores de Amalfi; yo que perdí mi corazón á los diez y siete años en un valle desconocido de una provincia de Castilla la vieja, y que volví á encontrarle á los treinta y seis en un elegante camarín, cuyos balcones se abren sobre un boulevart de París, no tenia palabras con que espresar la emoción que me causaba el placer de aquella noche de libertad é indolencia bajo los trópicos, y dejaba en silencio correr las lágrimas por mis megillas, y volar mi pensamiento hácia aquella casa donde hallé mi corazón. Baralt y Delmonte, viendo que yo no hacia coro á sus barcarolas, callaron también; ellos cantaban alegres porque tal vez pensaban hallar en los jardines de Cuba lo que yo sentía dejar entre las nieblas de París.

Como nos halláramos ya cási á la boca del puerto, del cual no podíamos salir á semejante hora, los negros cesaron de remar aguardando nuestras órdenes. Entonces llegó á nuestros oídos la voz de un hombre que cantaba sobre la mar, sin duda en otro bote que á poca distancia nuestra vogaba, y del cual solo percibíamos la luz de una linterna que en su popa lucia. Escuchamos atentamente y oímos que la voz cantaba en español, acompañándose con una guitarra, esta melancólica balada:

Los pensamientos que me entristecen
¿De dónde vienen? ¿á dónde van?
En mí germinan y en mí fenecen
Y de mí mismo nunca saldrán.

Mi fé alimento
Sin esperanza:
En mí la siento
Siempre brillar,
Y un pensamiento
No mas alcanza
Con rayos trémulos
A iluminar.
Esta memoria
Sin esperanza
Es una historia
Sin acabar.
A esta memoria
Sin esperanza
Dentro de mi ánima
Labré un altar.

Mas los pensamientos
Que creó mi afán,
Yo sé de dó vienen,
Yo sé donde van.

Id, pensamientos
Que el alma lanza,
Cruzad los vientos.
Salvad el mar;
Mi pensamiento
Sin esperanza
A mi amor místico
Id á llevar.
Mi pensamiento
Como las olas
En incremento
Va sin cesar;
Y ni un momento
Ceso á mis solas
Sus ondas móviles
De ver rodar.

Mas mis pensamientos,
Que á matarme van,
A la par conmigo
Pronto morirán.

Calló el que cantaba, y yo que conocía aquella voz, aquella música y aquella canción, mandé á los negros que abordaran el bote donde el desconocido cantor la entonaba. Remaron ellos con precaución para no ser sentidos por los del iluminado esquife; mas volviendo á comenzar la música volví yo á detener á nuestros remeros, y volvimos ya mas de cerca á oir la voz que cantaba:

Tomó un esposo la golondrina
Y un nido en Túnez le construyó:
Llegó el verano, y á la vecina
Costa su esposo se la voló.
Y ella dijo entonces:
“Pues su esposa soy,
A mi esposo busco, tras mi esposo voy.”

Pasóse á España la golondrina;
Solo en Marbella su esposo halló,
Y en una torre del mar vecina
Un nuevo nido le fabricó.
Y dijo: “yo le amo,
Y pues suya soy,
Con mi amor me vengo, con mi amor me voy.”

Un nido en Túnez la golondrina
Y otro en Marbella se construyó,
Y en nuestra costa y en la vecina
Casa y esposo siempre encontró.
Yo que enamorado
Como aquella estoy
Tras mi amor me vengo, tras mi amor me voy.

De África viene la golondrina
Buscando el nido que abandonó,
Y á África vuelve la peregrina
Dejando el nido que fabricó.
Y dice, su esposo
No hallando en él hoy:
“Tras mi esposo vengo, tras mi esposo voy”

De África á España la golondrina
Tras su amor vuela que se perdió:
Ni en nuestra costa ni en la Argelina
Volverá á hallarle porque murió.
Y ella vuela y dice:
”Mientras viva estoy,
Tras mi esposo vengo, tras mi esposo voy.”

A África fuése la golondrina
Mas ¿qué fué de ella que no volvió?
Cansóse, y presa fué de Argelina
Nave corsaria dó se posó.
Y dice en la jáula
Do la tienen hoy:
“Ni sé donde vengo, ni sé donde voy.”


Cesó la voz y volvimos á remar hacia el bote de donde salia, y hacia el cual nos guiaba su luz; mas los que le montaban nos apercibieron sin duda, y la apagaron: hicimos fuerza de remos, pero mejor ayudado de los suyos que el nuestro, se alejó de nosotros el bote ganando mar: seguímosle cuanto espacio pudimos, mas le perdimos muy pronto en las tinieblas, perdiéndose él entre los buques surtos en el puerto; tomamos nosotros el mismo rumbo, y abordamos el Paraná. Eran las once de la noché: todos dormían en nuestro buque: los negros solos continuaban lastrándole al són de sus coreados cantares. Díjonos el vijia que no podriamos partir hasta el dia siguiente, porque los negros no acabarian su faena hasta el amanecer. Cansados de los placeres del dia ganamos nuestros camarotes. El mio se abria sobre babor; quise contemplar aún el mar desde su lucerna; pero me cerraba la vista la goleta que debia partir para la Guáira, la cual anclaba á pocas varas de distancia del Paraná. Acostéme preocupado con el recuerdo del misterioso cantor y de mis versos por él cantados, y arrullado por el coro de los negros no tardé en quedarme dormido: mas el rumor de sus tristes y monótonas canciones, que conservan aún algo de su orígen africano, y el de sus pasos que crugian sin cesar sobre el techo de mi camarote, me tuvieron por largo tiempo en una especie de insomnio entre el sueño y la vigilia. Abria de cuando en cuando los ojos y percibia por mi lucerna la ligera arboladura de la goleta que junto al Paraná se mecia, y resonaba confusamente en mis oidos el cantar de los negros que aún trabajaban: otra veces soñaba con los recuerdos que en mí escitaban las esteriores sensaciones: ya que atravesando los arenales de Fez sentia tras mí el galope de los caballos de los beduinos que me perseguian: ya que sentado sobre los piés en un café de Mequinez, me adormia el murmullo de las suras del Koran y las Kásidas de Hariri, recitadas por una almée, al són de la guzla y el tarabúk.

Poco á poco, la rebelde imaginacion vencida al fin por la exigente naturaleza, fuéronse mis sentidos rindiendo al sueño y la inquietud de mi alma cedió al fin á su tenebrosa tranquilidad sumiéndose en la sima de su olvido. Cuando á la mañana siguiente subí á la cubierta del Paraná, la goleta que iba á la Guáira se daba á la vela para su destino, y vogaba ya casi á la boca del puerto; desde su popa me saludó, en el momento en que llegó á apercibirme, aquel joven misterioso y simpático cuyo bote adelantó al mio al desembarcar en Santo Tomás y que para la Guaira partia. Apresuróme á contestar á sus repetidos besamanos de despedida, y aún me hilaba yo los sesos discurriendo y sin dar en quien fuese, cuando vino á darme la esplicacion de todo una carta y un legajo de papeles que me entregó el timonel del Paraná diciéndome: “aquel amigo de vd. que va á la Guaira me encargó que diese á vd. esto, cuando ya se hubiera dado á la vela”.

Abrí la carta y desaté el legajo que con un cordón de seda venia sujeto… y aquí, mi querido Torres, me permitirá vd. que corte por ahora nuestra correspondencia en prosa, sustituyéndola con la doble HISTORIA DE DOS ROSAS Y DOS ROSALES: cuya relación y la carta que la sirve de prólogo, esplicarán á vd. y á todo curioso que me leyere, la relación que existe entre el joven que navega en la goleta de la Guaira y las rosas de mi libro, y las razones que me asisten para plantarlas á continuación de esta correspondencia.

Adiós pues, mi querido amigo, y plegué á Dios que los centenares de versos que siguen, indemnizen á vd del mal rato que temo haberle dado con la difusa y amarga prosa que antecede.[1]


  1. A continuación, viene la primera parte de Dos rosas y dos rosales, y continúa luego con México y los mexicanos