La fontana de oro/IV

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El hombre extraño, que conocemos con el nombre de Elías, nació allá en el año de 1762 en el pueblo de Ateca, lugar aragonés que se encuentra como vamos de Sigüenza a Calatayud. Fueron sus felices padres Esteban Orejón y Valdemorillo y Nicolasa Paredes: él, labrador honrado; ella, hija única del vinculero más rico del vecino pueblo de Cariñena. A los nueve meses justos de matrimonio nació un tierno vástago que, por las circunstancias que a la preñez y al parto acompañaron, a grandes empresas y notables prodigios estaba destinado. Es el caso que doña Nicolasa tuvo allá por el quinto mes un sueño extraordinario, en el cual vio que el fruto de su vientre, ya crecido y entrado en años, era arrebatado al cielo en un carro de fuego; más tarde la buena señora daba en soñar todas las noches que su hijo era consejero de Despacho, padre provincial, veinticuatro, racionero, deán y hasta obispo, rey, emperante o, cuando menos, papa o archipapa.

Llegó al fin el alumbramiento, y encomendándose a Dios y a cierto comadrón que había en Ateca, hombre de gran ingenio, dio a luz un niño, el cual no entró en el mundo con señales de elegido entre los elegidos, sino tan flaco, enteco y encanijado, que no parecía sino que su madre, distraída en aquel perpetuo soñar de coronas y tiaras, había apartado su organismo de la nutrición del muchachejo.

Pero aunque este nació como cualquier hijo del hombre, no por eso dejaron de verificarse al exterior algunos prodigios. Observose en el cielo de Ateca la conjunción nunca vista de las siete Cabrillas con Mercurio; la luna apareció en figura de anillo, y al fin salió por el horizonte un cometa que se paseó por la bóveda del cielo como Pedro por su casa. El boticario del pueblo, que se daba a observar los astros, entendía algo de judiciaria y tenía sus pelos de nigromante, vio todas aquellas cosas celestiales aparecidas en el cielo de Ateca, y dijo con gran solemnidad que eran señales de que aquel niño sería pasmo y gloria del universo mundo. La conjunción significaba que dos naciones se unirían contra él; el cometa que él los vencería a todos, y el anillo de la luna a cualquiera se le alcanzaba que era signo de la inmortalidad.

«Porque -decía don Pablo (que así se llamaba el boticario)-, a mí no se me escapa nada en esto de círculos celestiales; y cosa que yo barrunto, ello ha de ser verdad, como esto es chocolate».

Efectivamente: chocolate, y del mejor de Torroba, era el que durante los solemnes augurios tomaba, merced a la gratitud generosa de los Orejones.

En el bautismo hubo un holgorio que déjelo usted estar. Hubo en gran abundancia vino aragonés, grandes ensaimadas, bollos de a cuarta, hogazas de a media vara, gran pierna de carnero, pimientos riojanos y unos bizcochos como el puño, fabricados por las monjas del Carmen Descalzo de Daroca. El más obsequiado era don Pablo, a causa de sus augurios, que él consideraba dignos de grabarse en bronces y pintarse en tablas. Entusiasmado por la generosidad con que pagaban sus trabajos astronómicos, compuso una décima en que llamaba a los Orejones protectores de la ciencia.

El niño crecía. Inútil es decir que durante su infancia parecían adquirir fundamento las esperanzas de sus padres. ¡Qué precocidad! Todo lo que el niño hacía era prodigioso, nunca visto ni oído. Abría la boca para articular una sílaba: ya había dicho una sentencia. ¿Pedía la teta? Aquello era, según la opinión del astrólogo, un incomprensible aforismo. Pasaban dos, cuatro y seis años, y con la edad crecía la fama del joven Orejoncito.

«¿Sabe usted lo que he visto, señora Nicolasa?» decía el farmacéutico un día con cierto tono de misterio que asustó a la buena mujer.

-¿Qué hay, señor don Pablo Bragas?

-Que Elisico estaba ayer jugando con unas gallinas, y les pegaba a los pollos con una caña, que a ser manejada por más fuertes manos, no les dejara con vida. «Muchacho -le dije-, ¿por qué castigas a esos animalejos?». -«Porque son pollos -contestó-, y los quiero matar». -«¿Y qué te han hecho, verduguillo?». -«Les estoy mandando que digan pío, y no quieren». Vea usted, señora doña Nicolasa, vea usted. Esto está fuera de lo común por la sentencia y el gran tuétano que encierra: Quia pulli sunt. Lo mismo dijo el Dialéctico cuando zurraba a los jansenistas: Quia herætici sunt!

Doña Nicolasa Paredes, dicho sea en honor de la verdad, no comprendía muy bien el tuétano que encerraban las palabras de su hijo; pero agradecida a las cariñosas profecías de don Pablo Bragas, tendió un mantel y puso delante del amigo una taza de sopas en caldo gordo, que darían rabia a un teatino.

Elías creció más, y siguiendo la discreta opinión de un lector del convento de dominicos de Tarazona, que fue a predicar a Ateca el día de la Patrona del pueblo, le mandaron a estudiar Humanidades con los padres de dicho convento. Ya tenía doce años; allí creció su reputación, y a poco fue tan gran latino, que ni Polibio, ni Eusebio, ni Casiodoro se le igualaran.

Tenía quince años cuando se celebro un consejo de familia para resolver si se le mandaba al Seminario de Tudela o a la Universidad de Alcalá; pero al fin fueron tantas y de tanto peso las razones de don Pablo Bragas en favor de la Complutense, que se adoptó su dictamen. El prodigio de la Naturaleza fue puesto sobre un macho, en compañía de unas alforjas que encerraban algunas tortas y dos azumbres de vino; y después de algunos lloriqueos de doña Nicolasa y de algunos dísticos que ensartó el de los astros, Elías partió en dirección de la patria del inmortal Cervantes, adonde llegó en cuatro días de viaje.

Entonces doña Nicolasa tuvo una hija. Ningún trastorno sufrió la Naturaleza en su nacimiento.

Elías estudió en Alcalá cánones y teología. Durante sus estudios, en que mostró grande aplicación, los maestros no cesaron de poner en las mismas nubes al que tanto honraba la ilustre estirpe de los Orejones. Unos esperaban en él un Luis Vives, otros un Escobar; cuál un Sánchez; cuál un Vázquez o un Arias Montano. Y efectivamente, el joven era aplicado. Pasábase las noches en vela, devorando a Eusebio, a Cavalario y a Grotius. Atarugábase con enormes raciones diarias del libro De locis teologices, y cuando iba a clase descollaba entre todos. Entonces principiaron a marcarse los rasgos fundamentales de su carácter, el cual consistía en orgullo muy grande, unido a gran sequedad de trato y a rigidez de maneras, por lo cual sus compañeros no le tenían ningún cariño.

Pero su reputación de sabio era general. Fue a su pueblo, y al entrar en él lo primero que vio fue la venerable efigie de don Pablo Bragas, que le saludó con un pomposo arqueo de cintura. Junto a él estaban el alcalde, el cura y lo más notable de Ateca, incluso el herrador. Bragas sacó un papel del bolsillo y leyó un discurso, mitad en latín, mitad en castellano, que aplaudieron todos menos el obsequiado. En la casa le esperaban la señora Nicolasa, que se estaba poniendo vieja, y Orejón senior, que se conservaba muy fuerte. Su pequeña hermana era ya una muchacha; pero la pobre más fama tenía de traviesa que de sabia. Hubo una pequeña fiestecilla de confianza con abundancia de bollos, de los cuales la mitad (sea dicho en honor de la imparcialidad) fueron consumidos por don Pablo Bragas.

En el pueblo continuó Elías consagrado al estudio. Su sequedad aumentó, y se determinó más su orgullo; pero los padres no notaban tal cosa, y estaban amartelados con el joven. Si alguna vez los ofendía momentáneamente la rigidez de su trato, contentábanse luego con oír de boca de Bragas un panegírico, cuyo epílogo era siempre tazón de chocolate o magra de gran calibre.

Elías tenía treinta años cuando marchó a la Corte. No sabemos si él, al tomar esta determinación, soñó con adquirir la gloria que los astros por boca de un sabio habían anunciado. Él, sin duda, tenía dispuesto algún plan. Al llegar a Madrid trabó relaciones muy íntimas con los padres del convento de Trinitarios, que eran sabios como unos templos. Hizo asimismo estrechas relaciones con un señor de la nobleza perteneciente a la casa ilustre de los Porreños y Venegas, marqueses de la Jarandilla; y tomó tal afición a esta familia, que la sirvió fielmente en la prosperidad, y fue su mayordomo, aun después de la ruina de la casa, acontecida al fin de la guerra. Al estallar esta, en 1808, Elías dejó sus costumbres sedentarias, sus Pandectas, su Digesto y sus Decretales, para militar en las filas de Echevarri y el Empecinado; hizo con el primero toda la campaña de Navarra, y organizó una porción de somatenes en Castilla al pasar Napoleón de vuelta de Madrid.

Concluida la guerra, pasó por su pueblo: su padre había muerto; su hermana era ya mujer, y se había casado con un pariente labrador; su madre estaba tullida y enferma. Bragas había perdido su buen humor y su afición a los astros; pero no su amor a Elisico, ni el convencimiento profundo de que dos naciones se unirían contra él, y que él las vencería a las dos.

En Ateca supo el incremento que tomaba el partido constitucional y el entusiasmo con que en toda la Península era mirada la Asamblea de Cádiz. Advirtamos que Elías detestaba de muerte a los constitucionales. Aquel hombre, que desde que tuvo uso de razón no vivió sino con la inteligencia, ni en su juventud experimentó los naturales sentimientos de amistad y afecto, estaba a los cuarenta años enardecido con una fuerte y violentísima pasión. Esta pasión era el amor al despotismo, el odio a toda tolerancia, a toda libertad; era un realista furibundo, atroz, y su fanatismo llegaba hasta hacerle capaz de la mayor abnegación, del sacrificio, del martirio. Su carácter era apasionado por naturaleza, aunque los asiduos estudios le habían comprimido y desfigurado. Pero al llegar a aquella época, en que era imposible a todo español apartar la vista del gran problema que se trataba de resolver, la escondida vehemencia de sentimientos de Elías se manifestó, y no en forma de amor, ni de avaricia, ni de ambición: se manifestó en forma de pasión política, de adhesión frenética a un sistema y odio profundo al contrario.

Como consecuencia de esta evolución de su carácter, se desarrollaron en él una fuerza de voluntad y una energía tales, que le hubieran llevado a los más grandes hechos, a tener ocasión para ello. Su inteligencia, que era muy perspicaz y cultivada del modo que hemos dicho, prestaba más fuerza a aquel sentimiento exagerado; y el consorcio extraño de sus facultades intelectuales con su gran pasión, unido a su trato indomable, hacía de él uno de esos seres monstruosos que la observación superficial califica ligeramente de este modo: «un loco».

Hundido el sistema constitucional en 1814, Elías fue feliz; pero no por eso vivió tranquilo, porque comenzó a tomar parte en la vida activa de la política, que es en todas ocasiones una vida poco agradable. Trabó amistad con el duque de Alagón, individuo de la odiosa camarilla; entraba en los conciliábulos de Palacio, y se honró con la amistad de aquel príncipe que deshonró a su patria. Entonces tomaba parte en los sordos manejos de aquella corte infame.

Pero vino el año 20, y nuestro personaje entró en el periodo de rabia crónica, de desorden moral y frenética tenacidad en que le hemos conocido. Ya sabemos poco más o menos cómo vivía: su actividad había redoblado, y conspiraba con una constancia de que no se ha visto ejemplo. En relaciones secretas con la corte, procuraba organizar una reacción, y todos los medios se adoptaban si conducían al fin deseado. Iba a los clubs, atizaba alborotos, frecuentaba las reuniones de realistas y aun de los liberales. Todo lo averiguaba y lo aprovechaba todo. Pero ya sonaban públicamente algunas acusaciones contra él; ya se decía que había pertenecido a la camarilla; ya se le indicaba como conspirador, y más de una vez se vio amenazado por gentes que pretendían conocerle o le conocían en efecto.

Todos los que le conocían de vista en los círculos patrióticos le llamaban Coletilla, apodo elaborado en la barbería de Calleja, algunos días después del famoso aditamento que puso el Rey al discurso de la Corona. Aquel apéndice literario, que tan mal efecto produjo, era designado en el pueblo con la palabra Coletilla. La idea de que Elías era amigo del Rey, unió en la mente del pueblo la persona del fanático y aquella palabra: los nombres que el pueblo graba en la frente de un individuo con su sello de fuego, no se borran nunca. Así es que Elías se llamaba así para todo el mundo.

Sus pocos amigos únicamente se cuidaban bien de nombrarle así.

Concluiremos consagrando un recuerdo a uno de los principales héroes de este capítulo. Nuestro amigo don Pablo Bragas murió en Ateca a los noventa y un años de edad, de calenturas gástricas, debidas al doble efecto de un hartazgo de salpicón y de un constipado que cogió examinando la conjunción de Arcturus con Marte en una noche de Enero.

Desde entonces la astronomía está en Ateca en lastimosa decadencia.