La fontana de oro/XI
Luego que sintieron alejarse a sus perseguidores, los amigos subieron. Allí vivía el poeta clásico.
«¿Tienes qué cenar?» le preguntó el Doctrino.
-Un magnífico festín -contestó el poeta-. Un cuarterón de queso manchego y una botella de Cariñena. Mandaremos por unos buñuelos a la taberna de la esquina.
Lázaro tenía un hambre espantosa. Desde de las nueve de la mañana no había probado cosa ninguna, y el cansancio del camino, los esfuerzos mentales y la gran fatiga moral de aquella noche le habían rendido hasta el punto de que no podía tenerse. Subió con los demás, sin fuerzas para emprender a aquella hora el viaje a casa de su tío. La comitiva, guiada por el poeta clásico, se internó en la escalera.
No hay viaje al polo Norte que ofrezca más peligros que una escalera angosta de casa madrileña cuando la obscuridad más completa reina en ella. Comenzáis dando tumbos aquí y allí; de repente tropezáis con la pared; chocáis con una puerta, y el ruido alarma a la vecindad. Dais con el sombrero en un candil que, aunque extinguido por falta de aceite, tiene lo bastante para poneros como nuevo. Y todo esto es llevadero cuando no se encuentra al truhán que baja o al galán que sube, cuando no sentís el retintín de la ganzúa que intenta abrir una puerta, cuando no resbaláis en las substancias depositadas por los gatos sobre los escalones, cuando no tropezáis con la amorosa conjunción de dos estrellas que pelan la pava en el último tramo.
Por fin la expedición llegó a las regiones boreales de la casa, a la elevada zona en que el poeta había hecho su nido. Tocaron, y, abierta la puerta, nuestros amigos se encontraron frente a frente de una mujer que, con soñolientos ojos y rostro avinagrado, alzaba la mano sosteniendo un candil, próximo a imitar la sabia conducta de los de la escalera. Este candil comunicó su luz a otro mejor acondicionado que había en el cuarto donde entraron los cuatro jóvenes. La dama echó el cerrojo a la puerta de la escalera, y dando las buenas noches con entonación de un responso, se fue. No había andado cuatro pasos cuando volvió, y arrebujándose bien en su manto, con honestos y recatados ademanes, dijo:
«Por Dios, don Ramón, no hagan ustedes ruido, que está alborotada la vecindad con la algarabía que se arma aquí todas las noches. Porque, ya ve usted... Una es comidilla de las gentes de abajo. La encajera ha ido diciendo que esto es una taberna, y que no se podía vivir en esta casa. Ya ven ustedes... como una es mujer de opinión...».
La señora que tan celosa se mostraba de la opinión de su casa era doña Leoncia Iturrisbeytia, vizcaína, como es fácil conocer por su apellido; patrona de aquel establecimiento, mujer de bien, como de cuarenta años mal contados, de buen aspecto, robustas formas, alta estatura, cara redonda y carácter bonachón y más que sencillo.
«Señora, déjenos usted en paz -le contestó Javier-. Si viniera don Gil con nosotros, no se incomodaría usted».
-Vaya, ya empieza usted con sus bromas, don Javier.
-¿Y cuándo se casa usted, doña Leoncia?
-¿Yo casarme? ¿Yo? -dijo doña Leoncia con mal disimulada satisfacción.
-Pues sepa usted que se lleva un buen mozo. Don Gil es hombre que hará carrera... está en buena edad...
Una carcajada de los otros dos y una sonrisa forzada de la patrona acogieron aquellas palabras. La vizcaína tenía un pretendiente, y este era don Gil Carrascosa, aquel individuo que fue lego, abate y covachuelista y cuanto hay que ser. Corrían por la vecindad rumores alarmantes respecto a la existencia de cierta buena concordia, parecida a la familiaridad, entre el poeta clásico y doña Leoncia la vizcaína. No penetremos en lo sagrado de estos clásicos y patroniles secretos.
Doña Leoncia notó la presencia de un desconocido y quiso darse tono. Se puso seria, y reprendió a los estudiantes por su poca formalidad. Después hizo un pomposo ademán, algunas cortesías, y se marchó.
«Adiós, Ariadna, Antígone, Sofonisba, Penélope» dijo cuando la vio fuera el poeta, que gustaba mucho de aplicarle aquellos nombres heroicos.
Poco después de esta despedida se sintieron ronquidos muy broncos y prolongados. Era Ariadna, Antígone, Sofonisba, Penélope, que dormía en el interior. ¡Cuán felices son las semidiosas!
Javier y el Doctrino tomaron en competencia posesión de la cama. Lázaro se acomodó lo mejor que pudo en una silla de tres pies y medio, y el poeta continuó en pie haciendo los honores del sotabanco. Del cajón de la cómoda sacó un pedazo de queso envuelto en un papel, que se había hecho transparente. Un cuchillo, una botella y un plato, en que había panecillo y medio, salieron de otro rincón, y el festín fue preparado en la mesa, para lo cual se hizo preciso apartar a un lado dos tragedias en verso heroico, un retrato de mujer roído de ratones, un ejemplar de la Constitución, un tintero de cuerno y una babucha, dentro de la cual había unas tijeras, una caja de obleas y medio tomo del teatro de Crebillon.
El cuarto aquel era curioso. La cama se ostentaba lo más horizontal que le era posible sobre dos banquillos, cuyas tablas sostenían un jergón de tan tortuosa superficie, que el durmiente rodaba en él de cima en cima antes de poder conciliar el sueño. Una estera de esparto, finísima en los tiempos de Carlos III, cubría las dos terceras partes del piso, siendo inútiles todos los esfuerzos de doña Leoncia para estirarla hasta cubrir lo que faltaba. Inmenso baúl alternaba con la cama, y a juzgar por lo corroído del cuero y la suciedad acumulada entre él y la pared, los ratones habían tomado por su cuenta la empresa de colonizar aquel recinto. Adornaban las paredes algunos cuadros: el más notable era un trabajo de pluma hecho por el tío del cuñado del abuelo de la vizcaína, que había sido insigne calígrafo, y toda la lámina estaba llena de rasgos, líneas, letras raras, rúbricas y floreos de pluma, trabajo ilegible por ser tan excelente. Por otro lado pendía de la pared un cuadrito de marco ex-dorado, que encerraba las habilidades juveniles de la abuela de doña Leoncia, bordadora de lo más fino. Al lado de estos monumentos de familia estaban un par de figurines del Directorio y una Virgen del Pilar, simplemente pegada en la pared con cuatro obleas.
Ramón echaba vino en un vaso que iba corriendo de mano en mano; el queso fue distribuido, y el pan desapareció en poco tiempo. Lázaro no se mostraba parco en comer, porque la verdad era que tenía buen apetito y se sentía desfallecer por momentos.
«Vamos, Ramoncillo -dijo el Doctrino-, léenos un poco de esa tragedia para llorar, que llamas Petra».
-¿Qué Petra ni Petra? -replicó el poeta-. No seas bárbaro: Fedra querrás decir.
-Lo mismo me da Fedra que Pancrasia.
-Ya he dejado ese asunto... eso no es nuevo. Ahora lo que conviene es un asunto patriótico.
-Eso me gusta.
-Al fin me decidí por los Gracos... Amigos, ¡qué hombres eran aquellos!
-A ver -dijo el Doctrino-. Léenos algo de esos grajos. Debe ser cosa graciosa.
-Pero ven acá, loco -dijo Javier-: ¿por qué no haces una tragedia de cosas del día en que salgan hombres como estos de ahora?
-No seas tonto -dijo el poeta riendo con la mayor buena fe-: ahora no hay héroes.
-Majadero, ¿pues cómo llamas a Churruca, a Álvarez y a Daoiz?
-Sí; pero esos son héroes de casaca.
Ramón tenía talento y facultades de poeta; pero había nacido en una época funesta para las letras. El frío clasicismo agostaba en flor los ingenios que, educados en la retórica francesa, y siguiendo los principios del prosaico Montiano, del rígido Luzán, del insoportable Hermosilla, no atinaban a utilizar los elementos poéticos que en aquel tiempo nuestra sociedad les ofrecía.
El pueblo, alimentador de los teatros, no comprendía el alto ditirambo de griegos y romanos; y al mismo tiempo, ningún poeta acertaba a poner héroes españoles en la escena. Nasarre en tanto llamaba bárbaro a Calderón, y La vida es sueño no era más que delirio. Aquella restauración clásica fue fecunda para la comedia, porque produjo a Moratín hijo. Pero el drama, la fábula patética que retrata las grandes conmociones del alma y pinta los más visibles caracteres de la sociedad, no existía entonces.
Se hacían algunas tragedias, obras pálidas y sin vida, porque no eran animadas por la inspiración nacional, ni nuestro pueblo vivía en ellas, ni nuestros héroes tampoco. Ya sabemos lo que son héroes tiesos, acartonados, de las tragedias clásicas: siempre los mismos. No se concibe el amor a la libertad sin Bruto, ni el odio al imperio sin Cinna. ¿Cómo puede haber pasión sin Fedra4, y fatalidad sin Edipo, y parricidio sin Orestes, y rebelión sin Prometeo, y amor a la independencia sin Persas? En tiempo de nuestro amigo Ramón, los jóvenes creían esto; y había algunas personas graves que encontraban a Crebillon más inspirado que Lope, y a Rotrou más grande que Moreto.
El poeta de que hablamos escribió su correspondiente Alceste, con algún acto de un Bellerofonte y varias escenas de tragedia bíblica, también de cajón entonces. Tuvo una inspiración después, y quiso dejar tan trillado camino. Ideó un Subieski, un Solimán, un Arnoldo de Brescia, y, por último, un Padilla; pero no bien había escrito algunos versos, retrocedió por miedo a la antigüedad, y se fijó en los Gracos. Dio principio a la obra, y la remató poco antes de las escenas que estamos refiriendo.
Ya le tenemos sentado sobre la mesa, con el manuscrito en la mano y alumbrado por el candilejo. El Doctrino y Javier se disputaban la cama con nuevo furor, y Lázaro, que estaba sentado en la silla, había cedido al cansancio, y apoyado en la misma cama, esperaba la primera escena de los Gracos.
Javier tosió, y leyó las listas de los personajes de la tragedia, seguida de la retahíla de tribunos, lictores, centuriones, patricios, pueblos, esclavos. Después relató la decoración, que era la plaza pública, sitio de confidencias, de citas, de discursos, de secretos, de escándalos, de juicios, de todo. Luego empezó el acto. Salía el tribuno primero, y le decía al tribuno segundo si había visto a Cayo: el tribuno segundo5 le contestaba al tribuno primero que no; pero después venía el tribuno tercero, y decía a los dos anteriores que Cayo estaba en casa del sacerdote Ennio Sofronio, y que después vendría a confiarles sus planes en la plaza pública. Estos se van, y saliendo el hombre del pueblo primero, le dice al hombre del pueblo segundo que el pan está caro, y que los pobres se están comiendo los codos de hambre, lo cual exaspera al hombre del pueblo tercero, que jura por Neptuno y el hijo de Maya que aquello no ha de quedar así. Cada uno se va por donde ha venido, y sale después Cornelia, que se pregunta por qué estará tan agitado y triste Cayo; dice que rehúse las viandas ricas de opulenta mesa, para irse a vagar silencioso y abstraído por la margen que baña del lento Tíber la corriente undosa. Pero pronto viene a sacarla de dudas el mismo Cayo en persona, que, alarmado por unas palabras que le dijo el tribuno tercero allá entre bastidores, viene a dar con su madre y le manda que escuche y tiemble, con cuyo mandato Cornelia se hace toda oídos, y se pone a temblar como un azogado. Cayo le dice que los dioses le ayudarán en su empresa, con lo cual la otra se tranquiliza y se le quita el tembloreo. También dice que antes de faltar a su propósito se tragará el Averno a la tierra; beberá el ciervo (de capital ramaje) la mar salobre, y se criará la carpa en las crestas del más alto cerro de Trinacria. Después de estos desahogos, cae el telón, y cada uno se va por donde ha venido.
Pero ya cuando Cayo hacía estos juramentos, cerró los ojos el Doctrino, poco preocupado de que el Averno se tragara a Italia, y comenzó a roncar suavemente como un dios holgazán. El poeta no notó este incidente, y entró en el acto segundo; pero al llegar al delicado punto en que Cornelia le refiere a su confidente el sueño que ha tenido, empezó Javier a hacer lo mismo, y se durmió también. Y allá, cuando el poeta se internaba en los laberintos del acto tercero; cuando el senador Rufo Pompilio se le sube a las barbas al senador Sexto Lucio Flaco (el cual, sea dicho de paso, no miraba con malos ojos a la matrona Cornelia, aunque era dueña un poco madura); cuando todo esto pasaba, Lázaro, que había resistido por cortesía, no pudo más, y acomodándose en la silla y en el borde de la cama, dio algunas cabezadas, y se durmió también olímpicamente, comenzando a soñar dormido, que era cuando menos soñaba.
El poeta concluyó el tercer acto, en que había un motín; y antes de empezar la lectura del cuarto, miró en torno suyo y vio aquella escena de desolación. «Dormidos, ¡oh dioses!» exclamó, penetrado aún del espíritu clásico.
Pero era natural. ¿Quién soporta una tragedia con plaza pública, verdadero almacén de endecasílabos? ¿Quién soporta una tan grande ración de clasicismo a aquellas horas, después de oír veinte discursos, después de haber cenado?
Aún faltaba algo. El candilejo, que, sin duda era también poco amante de lo clásico y estaba empalagado de tanto endecasílabo, no quiso alumbrar más tiempo la plaza pública, y se apagó. Ramón cerró a obscuras su manuscrito; comprendió que lo mejor que podía hacer era imitar a sus amigos; bajó de la mesa, tomó la capa, se envolvió en ella, y tendiose de largo sobre el bendito suelo. Poco después estaba tan profundamente dormido como los demás. Así terminó la tragedia de los Gracos. Nos ha sido imposible averiguar si al fin el senador Rufo Pompilio dio al senador Sexto Lucio Flaco el bofetón que deseaba.