La fontana de oro/XLII

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Lázaro quedó dentro de la casa de Álava durante los breves y angustiosos momentos que duró la tentativa de lucha entre el pueblo y la tropa. Sentían desde allí el rumor popular, y por instantes creyeron que había llegado la última hora de todos ellos. El objeto que allí reunía a los ilustres personajes era tratar de los medios que podían emplearse para impedir las frecuentes conspiraciones de Palacio. Pueden burlarse las cábalas de un partido, de dos; pero contra las del Soberano, símbolo de legalidad, ¿qué fuerza puede tener un Ministerio? Si hay algo más terrible que la anarquía, son las camarillas. Contra esto no hay arma eficaz, a no ser el arma de un regicida. No podemos asegurar si en aquellas reuniones se trató de poner en práctica el artículo de la Constitución; idea que después, con gran escándalo de Europa, se realizó en las Cortes de Sevilla del año 23. Pero sí podemos asegurar que aquellos hombres se ocuparon, con la aflicción y desaliento que era natural, de los rumores de intervención francesa, de las relaciones secretas de Fernando con Luis XVIII, y, por último, del ejército de observación puesto por el Gobierno francés en la frontera con el pretexto de cordón sanitario.

Volvamos a nuestro cuento. Cuando terminó el peligro y se alejó la multitud, la mayor parte de las personas permanecieron en la huerta, subiendo a la casa tan sólo los tres que habían de figurar en el reconocimiento ordenado por la autoridad. Todo se arregló de modo que, en el parte del capitán general que había de publicarse al día siguiente, no figurara la existencia de reunión secreta ni cosa parecida.

Al amanecer se fueron todos custodiados por la tropa y con mucho sigilo. Lázaro, sin que nadie le custodiara, se fue a la calle del Humilladero. Clara, que había tenido noticia del alboroto de aquella noche, estaba en la mayor inquietud. A cada ruido que sonaba en la calle, se incorporaba con grande agitación y sobresalto. Decíale Pascuala mil cosas divertidas para distraerla, y a cada momento contaba con las estratagemas que tuvo que poner en juego para que su Pascual no se echara a la calle, teniendo que encerrarle en la casa y esconderle la escopeta en lo más profundo del sótano. El tabernero, que en realidad era un hombre pacífico, viendo que le cerraban la puerta y le impedían ir a cubrirse de gloria en las calles, se bebió lo mejor de su comercio, y sin hacer alborotos, porque también eran pacíficas las monas que cogía, se tendió en el banco y empezó a roncar de tal modo, que parecía su voz una burla durmiente del ronquido popular que sonaba en las calles.

Esperó Clara toda la noche con mortal inquietud; pasó una hora y otra hora, y rezó todas las oraciones que sabía, sin olvidar las que le había enseñado doña Paulita. Su buen amigo no volvió hasta la mañana. Cuando ella vio que no estaba herido, que no le faltaba ningún brazo, ni media cabeza, ni tenía en el pecho ningún tremendo, sangriento agujero, como ella había soñado con horror, se quedó tranquila y en extremo contenta.

«¡Si vieras lo que he hecho esta noche! -dijo Lázaro, sentándose fatigado y sin aliento junto al lecho-. He salvado la vida a más de veinte personas, los hombres más esclarecidos de España. Iban a ser villanamente asesinados esta noche».

-¡Jesús! -exclamó Pascuala, llevándose las manos a la cabeza-. ¡Que me alegro de que mi Pascual no hubiera salido! Si sale, me lo asesinan.

-Una infernal maquinación estaba preparada para matarlos en un sitio en que estaban reunidos. Todo por ese hombre malvado... ¡Si vieras qué tumulto!

-¡Ah, no salgas, por Dios! -dijo Clara.

-Es preciso salir. Sé que tratan de prender a mi tío, que tratan de hacerle justicia. Lo merece, es cierto; pero yo que hice cuanto pude para impedir la realización de sus inicuos planes, trataré también de salvarle a él. Es hermano de mi madre. Si avisándole que tratan de prenderle se salva, y no le aviso, mi conducta es criminal. Es un infame, con vergüenza lo confieso; pero si no impido su persecución y su muerte, tendré remordimientos toda mi vida.

La huérfana no pudo resistir un sentimiento de lástima y piedad hacia aquel hombre excéntrico que, sin dejar de ser su tirano, había sido su protector y el amparo de su niñez.

«Sí, sí: ve -dijo-. ¡Pobre hombre! ¿Qué ha hecho? Pero no vayas tú: ¿no podrías mandarle un recado?».

-Yo mismo debo ir. Volveré pronto; no temas nada. ¿Qué me puede suceder?

-¡Ay, Dios mío! Todavía me parece que siento aquellos gritos de anoche... ¿Y si se enfada contigo y te riñe?

-¿Quién?

-¡Él!, ese hombre, que debe estar más rabioso que nunca.

-No me importa. Hoy será la última vez que le vea.

-¿Y si vas a la casa y encuentras a las dos señoras, y doña Salomé te dice algo que te ofenda, y te habla de mí diciendo que soy incorregible?

-Si me dice algo que me ofenda, me importará poco; pero si me habla de ti, pienso que será la última vez que se atreva a pronunciar tu nombre.

-¿Y si descubren que estoy aquí y vienen las tres a atormentarme, diciéndome que soy muy mal educada? ¡Oh!, si las veo entrar, me muero.

-No vendrán -indicó Lázaro sonriendo-. Y si vienen estaré yo aquí.

-Ve entonces -dijo Clara con una melancolía que detuvo al aragonés un momento y quebrantó un poco su resolución irrevocable.

-Adiós... es preciso. Volveré pronto.

No quiso esperar más tiempo; salió y dirigiose a la inquisición de la calle de Belén. Las ocho serían cuando entró en casa de las nobilísimas damas. Paz y Salomé no estaban allí, porque habían salido a buscar casa. Cuando la devota abrió la puerta y vio a Lázaro, su sorpresa y su turbación fueron tales, que permaneció buen rato sin decirle palabra, mirándole bien, como si creyera que aquella imagen era el efecto de una visión.

«¡Ah! -exclamó, cerrando la puerta una vez que Lázaro estaba dentro-. Yo creí que no le vería a usted más».

Sintió el joven un alivio cuando supo que las dos arpías estaban fuera. Doña Paulita le inspiraba respeto y gratitud, pues no había oído jamás la menor recriminación en su boca, ni Clara le había dicho que tuviera queja ninguna de ella. El recuerdo de la escena y diálogos misteriosos ocurridos algunas noches antes, le puso muy pensativo. Sin saber por qué, cuando se vio solo en aquella casa sombría, en compañía de aquella mujer pálida, con la vista extraviada y el rostro enflaquecido por tres días de delirio y calentura; cuando notó sus ligeras convulsiones, su agitada respiración, su mirada viva, sin saber por qué, lo repetimos, tuvo miedo.

«¿Está mi tío? -preguntó-. Tengo que verle».

-No está: desde ayer no parece.

-¡Qué contrariedad! Tengo que verle hoy mismo.

-Tal vez venga a la hora de comer.

-No quisiera esperar; he de verle antes. Además, yo no como aquí; yo no vuelvo acá, señora... Ahora me despido de usted para no volver más.

Doña Paulita se quedó mirando al joven como si oyera de sus labios la cosa más inverosímil y más absurda.

«¡Para no volver! -dijo cerrando los ojos-. No, no lo puedo creer; no es cierto».

-Sí, señora: es cierto. Yo no puedo estar en esta casa ni un día más. Adiós, señora.

-Lázaro -murmuró la devota, asiéndose al brazo derecho del joven como un náufrago que encuentra una tabla en momentos desesperados-. ¡Usted se va... se va! Y yo me quedo aquí para siempre. ¡Oh!, quiero morirme mil veces primero.

El joven estaba confundido. Aterrábale la actitud dolorida de la mujer mística, sus labios trémulos y secos, la expresión de su rostro, que anunciaba la más grande desesperación.

«Yo soy una muerta, yo no vivo -dijo ella-. Yo no puedo vivir de esta manera... Ya le dije a usted que no era santa, ¡y cuán cierto es! Hace tiempo que me he transformado... Puedo nacer a la verdadera vida, puedo salvarme, puedo salvar mi alma, que va a sucumbir si permanezco de este modo. Yo espero vivir... Al ver que usted tardaba, la esperanza comenzó a faltarme; pero usted ha venido. ¿No puedo creer que Dios me lo ha enviado? Hay cosas que nosotras no podemos decir; pero yo las digo, porque me siento destrozada interiormente. Ha llegado para mí el momento de dejar una ficción que me mata: yo no sé fingir. Creí que Dios me reservaba para una vida ejemplar, de continua devoción y tranquilidad; pero Dios se ha burlado de mí, me ha engañado, me ha hecho ver que la virtud con que yo estaba tan orgullosa, no era otra cosa que una farsa, y aquella aparente perfección un desvarío. Yo no había vivido aún, ni me había conocido. No puedo estar más aquí, porque esto sería prolongar este engaño, que antes fue mi mayor placer y ahora mi mayor martirio».

-Señora -dijo Lázaro, que comprendió al fin toda la profundidad del nuevo carácter de la devota, y vio claro en lo que antes era para él un misterio-. No se agite usted sin razón. Sea usted libre y no sacrifique su felicidad a exigencias de familia. Las dos señoras que viven con usted son muy intransigentes.

Quería el joven evadirse, con esta salida, de la contestación enojosa que las palabras y la actitud de la santa parecían exigir.

«No me importa su carácter -dijo esta-. Yo las quiero, son mis parientas y compañeras de toda mi vida. Después que yo tome una resolución irrevocable, poco me importa lo que ellas puedan decir o hacer. Yo estoy decidida, Lázaro».

Y en vano buscaban sus ojos en el semblante del joven indicios de los sentimientos que con tanta ansiedad le pedía. Él hacía esfuerzos por permanecer inmutable ante aquella santa mujer, agitada por las alternativas de un arrebato místico; y no sabiendo qué decir, dio un paso hacia la puerta.

«No -dijo la devota, deteniéndole con más fuerza-. ¿Marcharse usted? ¡Qué idea! ¿Qué va a ser de mí? ¡Sola para siempre! La muerte lenta que me espera es peor que si ahora mismo me matara usted... ¡Y decía que era agradecido! Usted es la misma ingratitud. Siempre lo he creído. Hay personas que no merecen recibir la más ligera prueba de afecto. Usted es uno de esos. Y, sin embargo, por una fatalidad que nos cuesta tantas lágrimas, siempre van dirigidos los más grandes tesoros de amor a las personas que menos los merecen».

-No, por Dios: no me llame usted ingrato -respondió Lázaro, viendo que era ya imposible evadirse a las declaraciones que la teóloga exigía de un modo tan apremiante-. Yo no soy ingrato, y menos con usted, que tan bondadosa ha sido conmigo.

-Si usted olvidara eso, sería el más infame de los hombres. A pesar de todo, siempre creí que no era usted tan malo como decían. Usted será bueno: la felicidad hace buenas a las personas. Yo también espero serlo... ¡Ah! ¿No sabe usted en qué he pensado? He tenido estos días llena la cabeza con unas ideas... Antes jamás me habían ocurrido tales cosas... No lo puedo contar. ¿Sabe usted? Pienso que estoy destinada a largos días de paz y felicidad, de que disfrutará alguien conmigo.

-¿Qué es eso? -preguntó Lázaro algo tranquilizado por la esperanza de que aquella nueva idea apartaría la conversación del fastidioso tema por que había empezado.

-Es -continuó la santa con una amabilidad forzada que la hacía más lúgubre-, es que yo he pensado que no puede existir perfección mayor que la que ofrece la vida doméstica con todos los deberes, todos los goces, todos los dolores que lleva en sí la familia. ¡Ay!, meditando sobre esto, he comprendido la esterilidad de mis rosarios, de mis rezos. ¿Qué estado puede igualarse por su dignidad y nobleza al estado de la esposa, de cuya solicitud penden tantas felicidades, la vida de tantos seres?

-Efectivamente, señora -dijo Lázaro muy confuso-; eso es cierto. Pero las personas que como usted se elevan tanto por la meditación y la abstracción; que se libran de las flaquezas humanas por su fortaleza, son mucho más perfectas.

-¿Perfectas? ¡Qué loco es usted! ¿Y qué ha dicho usted de flaquezas? ¿Llama usted flaquezas a la verdad de nuestra naturaleza, que se manifiestan como Dios las ha criado?

El aturdimiento del joven no tuvo límites.

«Aspirar a hacer la felicidad -continuó ella-, de muchos seres por el amor y los lazos de la familia, ¿es eso lo que usted llama flaquezas?».

-No, señora; eso no.

-¡Oh!, usted se va a asustar de lo que le voy a decir. No lo creerá usted: es inconcebible.

Lázaro, que creía ya que doña Paulita Porreño no podía decir nada más inconcebible, tembló ante la promesa de nuevas y más extrañas confidencias.

«Para realizar la felicidad y la paz con que yo he soñado, no basta el amor; es decir, que para evitar mil irregularidades y disgustos, es necesaria además otra cosa. Cuando en la vida ocurren dificultades, el mutuo amor se ve diariamente acibarado. Tiembla el uno por el otro; tiemblan los dos por los hijos; la felicidad se ve comprometida a cada instante; asusta el día de mañana; se tienen remordimientos de haberse unido. Yo he comprendido esto a fuerza de meditación, y también me parece que lo he leído en no sé qué libro».

-Es verdad, señora; yo comprendo lo que usted quiere decir -observó Lázaro, admirado de tanta sabiduría.

-Pues yo voy a decirle a usted una cosa que le sorprenderá mucho, Lázaro -dijo Paulita, dirigiendo hacia el joven toda la melancolía y el suave interés de su mirada-. Voy a decirle a usted una cosa que le sorprenderá sobremanera: yo soy rica.

Efectivamente, Lázaro se quedó absorto.

«Sí -continuó ella-, yo soy rica. Usted se maravilla. Conociendo la vida que llevamos... Este es un secreto que sólo confío a quien debo confiarlo: a usted, única persona que... El uso que yo pienso hacer de esa riqueza, ya usted lo ha comprendido. Yo no debo hacer declaraciones innecesarias. Nosotros nos hemos comprendido, hemos confundido nuestros propósitos en uno solo, ¿no es verdad?».

-Sí, señora -dijo Lázaro, por contestar de algún modo a aquella profundísima y grave pregunta.

-Yo soy rica. Hace poco hubiera dejado perder mi fortuna sin cuidado ninguno. Siempre he despreciado todo eso. Pero hoy no; hoy pienso en ese tesoro como un medio de vida. Para mí nada quiero; pero los hombres que tienen ambición necesitan todo eso. Lo necesitamos, ¿no es cierto?

Lázaro, después de un momento de angustiosa vacilación, dijo otra vez:

«Sí, señora».

-Era yo muy niña -continuó la dama-; había muerto mi tío: reinaba en la casa la mayor desolación; nos preparábamos a mudar de habitación; ya éramos pobres. Mi tía y mi prima estaban llorando; pero al mismo tiempo muy ocupadas en la mudanza y en recoger los pocos muebles que nos quedaron después del embargo. En un viejo reclinatorio de nogal había hecho yo un altar, donde rezaba mucho. Teníalo cerrado por las noches, y al abrirlo por las mañanas, al ver mis santos y mis imágenes, me parecía tener allí un pedazo de cielo. Aquel día fue muy triste para mí, porque tuve que desclavar mi altar del sitio donde estaba, y muchos santos se me rompieron, dejando en el mueble el pedazo por donde estaban pegados. En esta operación sentí que cedía bajo mi mano la tabla del fondo, y quedaba descubierto un hueco. En este hueco había una cajita muy bella de madera labrada. Traté de abrirla y la abrí sin esfuerzo: estaba llena de dinero, casi todo en onzas muy antiguas. Cerré la caja; ajusté la tabla que cubría el hueco, dejándola cuidadosamente como estaba, y me callé. Trajeron el mueble a esta casa, y en mi cuarto ha estado hasta hoy. Al principio miré aquello como un juguete, como una reliquia. De noche, en el silencio de esta casa, lo abría, contemplando con estupor las hermosas monedas que dentro había. Varias veces traté de revelarlo; pero me detenía un recelo supersticioso. A veces soñaba con fundar algún día una obra piadosa. No he tocado nunca aquel dinero, y a pesar de la estrechez con que hemos vivido, jamás me atreví a gastar ni un solo doblón. Me parecía que debía guardar aquello para otros días, que yo esperaba sin saber por qué. Por instinto lo conservaba intacto, aunque pensaba que jamás cambiaría de estado. El tesoro existe en el mismo sitio en que lo encontré. Ha llegado el momento de usarlo para las necesidades de esta vida. Es mío, ¿puedo dudarlo? Pertenecía a alguno de mis parientes, que lo depositó allí para tenerlo seguro. A mí me pertenece ahora; a mí, que lo encontré. Daré, sin embargo, la mitad a mi prima y a mi tía, y si me acusan de no haberlo mostrado antes, les diré que a no haberlo conservado me sería hoy imposible labrar las felicidades que pienso labrar, y dar a mi vida y a la vida de otros la expresión que necesitan.

Lázaro no quiso agravar la situación, y repitió:

«Sí, señora».

La devota entró en su cuarto, y volvió al poco rato con una cajita que mostró al joven, diciendo cariñosamente:

«Aquí está. Es mía, es nuestra».

Y al decir esto, se acercó a él con la caja sostenida en las dos manos y apoyada en el seno. La caja tocaba al pecho de Lázaro, y este sentía el empuje con tanta fuerza, que, por no caer, tuvo que dar un paso atrás y extender los brazos hasta tocar los hombros de la santa.

«Hace usted bien -dijo el aragonés-. ¿De qué sirve guardar ese dinero, que puede ser útil a usted y a otros?».

-Sí -contestó Paulita con efusión-. Es nuestro.

Ya no sabía Lázaro qué partido tomar. Se decidió a concluir de una vez aquella penosa situación.

«Señora -dijo-, yo me retiro. Es preciso que me retire...».

-Sí -contestó ella-, y yo también. Vamos. Nos iremos juntos.

-¡Usted, señora, usted...! -exclamó Lázaro descompuesto.

-Sí, los dos. Vamos.

-Señora, usted delira. Eso es imposible.

-¡Imposible, imposible! No podemos quedarnos aquí.

-Es preciso que nos separemos, señora. Otra cosa sería una inconveniencia y una desgracia tal vez.

-¿Qué dices? -balbució la santa con extravío.

Su aspecto en aquellos momentos infundía temor. Asemejábase a los enfermos atacados de epilepsia cuando están a punto de caer en un angustioso paroxismo. Una contracción, producida al parecer por el hábito de la sonrisa; una tensión violenta de los párpados como quien expresa el último grado del asombro; palidez mortal, interrumpida por súbitas inflamaciones de rubor; voz semejante a un quejido fatigoso y animada de repente con vibración desentonada, eran los caracteres de su dolencia, próxima a llegar al período de mayor exacerbación.

«¿Qué dices?» repitió después de una pausa.

-Usted está enferma, muy enferma, señora -dijo Lázaro, que empezó a creer que doña Paulita deliraba o estaba loca.

La mujer mística sonrió de un modo inefable mirando al cielo y estrechando contra su pecho la caja del tesoro, como si fuera la persona del mismo Lázaro. Después tomó al joven por el brazo, y atrayéndole suavemente, dijo:

«Vamos, no entraremos más en este sepulcro».

-Usted no debe salir, no puede salir. ¿Qué dirán esas señoras? Cálmese usted, por Dios, y reflexione...

-Vamos.

-¿A dónde hemos de ir? ¡Los dos! ¿No ve usted que eso es imposible? ¿Para qué? ¿Para qué nos vamos juntos?

Al oír esto, la devota se conmovió de pies a cabeza. Como si toda la pasión acumulada y oculta en tantos años brotara en ella de una vez con violenta sacudida, exclamó con fuerza:

«¡Necio, no ves que te adoro!».

Lázaro quedó petrificado. La dama había hablado con toda la expresión de la verdad humana; se había revelado en un solo esfuerzo y del modo más categórico. Aquella violenta confesión la dejó postrada y sin aliento, como si con sus palabras exhalara la mitad de alma. Lázaro le dijo con mucha vehemencia:

«No lo merezco, señora. Yo soy muy inferior a usted; yo soy un miserable, indigno de esa pasión... Pero no puedo estar aquí más. Ahora más que nunca es mi deber declarar que soy el más malvado de todos los hombres si no me aparto de aquí al instante. Obstáculos terribles que yo no puedo ni podré nunca vencer se oponen a que yo manifieste nunca otra cosa. Separémonos para siempre; otra cosa es imposible, imposible, imposible...».

Dijo esto con mucha energía, y se disponía a marcharse. La devota hizo un gesto angustioso cual si quisiera hablar. Parecía que después de lo que dijo había quedado muda. Al fin pudo proferir estas palabras:

«Ven... oye... vamos...».

-¡Jamás, señora, jamás! -exclamó el joven dirigiéndose hacia la puerta.

La devota inclinó la cabeza, agitó los brazos, soltando la caja; se doblegó después de vacilar un momento, retrocediendo y avanzando; dio un grito y cayó al suelo. Su cuerpo hizo retemblar el piso; las monedas se esparcieron en derredor suyo; movió repetidas veces la cabeza, afectada al parecer de un profundo dolor interno; llevose ambas manos al pecho, crispando los dedos, y al fin quedó quieta, sin más movimiento que las expansiones violentas de su pecho, sacudido por una respiración fuerte y ruidosa. Acudió Lázaro a levantarla con presteza, y en el mismo momento se oyó el ruido de una llave y entraron muy tranquilas Salomé y María de la Paz.

Júzguese lo extraño de aquella aparición y de aquella escena: Paulita tendida con los síntomas de un grave accidente; Lázaro demudado y confuso; gran cantidad de monedas de oro, cosa desconocida en aquella casa, derramadas con abandono por el suelo, y las dos arpías en la puerta mirándose como dos espectros.

El primer objeto que atrajo las miradas de Salomé fue el oro esparcido; su primer movimiento fue lanzarse sobre él y empezar a recoger las piezas, arrodillada en el suelo. Paz miró a Lázaro, se puso lívida de miedo; miró a la devota, se llenó de ira, dio algunos pasos, y recobrando al fin la majestad de su carácter, preguntó:

«¿Qué es esto?».

-Señora -dijo Lázaro, procurando dominar su situación-, un triste suceso... Doña Paulita está muy enferma... Le ha dado un accidente. Estábamos hablando... ¡Qué conflicto! Ahora mismo, ahora mismo ha caído.

-¿Pero ese dinero...? -dijo Paz.

-Es suyo.

-¡Suyo! -exclamó la arpía con codicia.

Y volviéndose a Salomé, que recogía el oro, añadió:

«Dámelo, dámelo: yo he de guardar eso».

-Yo lo guardaré.

-¿Pero de dónde ha sacado ella ese dinero? -dijo la otra.

-Lo tenía hace mucho tiempo -contestó Lázaro, procurando, mientras las Porreñas se ocupaban del oro, prestar algún alivio a la pobre enferma.

Paz, de rodillas, recogía monedas; Salomé, de rodillas, recogía también; pero la gruesa, con su pesada mano, no igualaba en presteza a la nerviosa, que iba más ligera, y cogía dos piezas en lo que su tía atrapaba una. Salomé parecía una loca. La mano izquierda de Paz, cuando recibía de la derecha una nueva onza o doblón, se cerraba, apretando los robustos dedos y aferrándose sobre el oro con la firmeza y el ajuste de una máquina. Al fin iban desapareciendo del suelo las áureas piezas. Quedaban cuatro, tres, dos; quedaba una. Las manos de entrambas Porreñas se lanzaron con presteza brutal sobre la última, y cayeron una sobre otra, aplastándose allí mutuamente en repetidos golpes. Las dos ruinas se miraron: parece que se querían tragar mutuamente. ¿Cuál de los dos caracteres vencería al otro? Paz estaba hinchada de cólera, de orgullo; estaba amoratada, apoplética. Salomé estaba amarilla y jadeante de rencor, envidia y ansiedad. Sus labios entreabiertos mostraban los blancos y finísimos dientes, como si quisiera infundir miedo a su rival con aquella arma. Las dos estaban de rodillas y apoyadas en las manos, y en aquella actitud, semejante en algo a la de las esfinges, las dos arpías, revelando con intempestivo vigor sus encontradas pasiones, eran como bestias feroces. Después de un rato de silencio en que todas las fuerzas de la envidia humana se midieron de una mirada con todas las fuerzas del orgullo, la pantera dijo a la foca:

«Esto es mío».

-¡Tuyo! ¿Qué dices, imbécil? Esto es mío: era de mi padre... Yo sé que lo había guardado en alguna parte; pero no sabía yo dónde estaba.

-¡Vanidosa! -dijo Salomé, adelantando un brazo y una pierna-. Tú nos has sumergido en la pobreza; tú tenías escondido este dinero. ¡Qué infamia!

-¡Hipócrita! -exclamó Paz, retrocediendo-, quítate de mi presencia. Dame ese dinero; no nos robes otra vez. Esto es mío.

-Era de mi padre: yo lo heredo. ¿Qué tienes tú que ver con esto? Dame ese dinero.

Paz vio a Salomé cerca de sí. Alzó su brazo derecho y sacudió con poderoso empuje la mano contra la cara de su sobrina, dándole un bofetón tan fuerte, que esta cayó al suelo como herida por una maza. Pero se irguió sobre sus piernas, vació en el bolsillo las monedas que tenía en la mano, se retiró un poco como los carnívoros cuando van a dar el salto, y se abalanzó hacia su tía. Antes de que esta pudiera defenderse, los diez dedos puntiagudos y como acerados de su contraria, estaban sobre su cara, pegados cual si tuvieran un gancho en cada falange. Clavó las uñas con frenesí en las carnosas mejillas y tiró después, dejando ocho surcos sangrientos en la faz augusta de la vanidosa. Lanzó esta un grito de dolor. Lázaro tuvo que intervenir, y mientras levantaba del suelo a Paz, recogió la nerviosa todas las monedas que su rival dejó caer en el combate; se envolvió en un manto con presteza convulsa, y apretándose el bolsillo salió corriendo de la sala, tomó la escalera, descendió por ella y huyó.

Lázaro no quiso presenciar más tiempo aquella escena. Vomitaba la vieja su ira contra él, le decía las mayores injurias, le llamaba cobarde, mandándole perseguir a su sobrina. El joven no podía resistir más el horror que le inspiraba aquella casa maldita. Miró a la devota, que permanecía aún sin movimiento, y afligido por la sin igual desventura de mujer tan infeliz, salió de la casa.