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La fontana de oro/XXV

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Visitemos a los dos huéspedes del cuarto segundo en la noche siguiente a la de su instalación. Prodigioso esfuerzo del genio doméstico de María de la Paz Jesús había podido acomodar dos camas en la habitación alta.

Lázaro acababa de acostarse en la suya, tratando de reparar las fuerzas perdidas; su tío velaba sentado en el sillón de vaqueta que junto a la cama tenía, y se ocupaba en hojear unos papeles, leyendo a ratos y escribiendo un poco algunas veces.

De repente el viejo se volvía; miraba a su sobrino, que no podía librarse de cierto temor cuando veía, dirigidos hacia él, aquellos dos ojos de lechuzo. Parecía querer hablar al joven de alguna cosa importante, y no atreverse por no tener confianza en su discreción. Después de la llegada de Lázaro a la casa, tío y sobrino no habían hablado nada de política. El fanático creyó que su protegido no era capaz de tener entereza y tesón para sostenerse en sus creencias. En tanto el exaltado liberal tuvo tanto que pensar en otras cosas, que relegó a segundo término aquella cuestión, y se acordaba poco de la apostasía que su tío le había exigido.

Lázaro cedía a la fatiga, se dormía lentamente, cuando el viejo dijo con voz fuerte:

«Lázaro, ¿duermes?».

-¿Qué? -contestó el muchacho, despertando sobresaltado.

-Voy a preguntarte una cosa. ¿Conocías en Zaragoza a un liberal que se llama Bernabé del Arco?

-Sí, señor -contestó Lázaro, que conocía y apreciaba mucho a aquella persona, orador y escritor de nota.

-Era de los exaltados, ¿eh? -indicó el fanático con mordaz ironía.

-Sí, señor: es de los que sostienen las ideas más avanzadas -contestó el sobrino, temeroso de pronunciar una palabra que ofendiera a su tío.

-Es... no: era, debes decir, porque pasó a mejor vida.

-Cómo, ¿ha muerto?

-Le han matado -dijo Elías con glacial indiferencia-. Mira la suerte que aguarda a los locos, depravados, ilusos y perversos. ¿Ves? ¡Así castiga el pueblo a los que le engañan! ¡Oh! Así deberían perecer los habladores.

El sobrino se calló; volvió el tío a su lectura, y no había pasado un cuarto de hora cuando se dirigió de nuevo al lecho del joven que, vencido por el sueño, dormía ya profundamente, y gritó:

«¡Despierta, Lázaro!».

Y despertó dando un salto, aterrado y convulso, como debemos despertar el último día, cuando suene la trompeta del Juicio. Aquel viejo le había de quitar también los únicos momentos de reposo que sus desventuras le permitían.

«¿Conoces aquí a un jovencito que se llama Alfonso Núñez, y a otro que se llama Roberto, conocido generalmente por el Doctrino?».

-Sí, señor -contestó Lázaro atemorizado, por creer que también le iba a participar la muerte de sus dos amigos.

-Buenos chicos, ¿eh? -dijo Elías, riéndose como deben de reír los brujos en el aquelarre.

El sobrino no contestó, contentándose con encomendar mentalmente a Dios a su buen amigo Alfonso Núñez.

«¡Tengo un plan!... -añadió el fanático con cierta satisfacción de sí mismo-, plan soberbio. Si supieras, Lázaro. Pero tú eres muy tonto y no puedes comprender esto. Son buenos chicos esos que te he dicho, ¿no? Así... muy exaltados, muy amigos de embaucar al pueblo y pronunciar discursos... pues, así como tú».

Lázaro se asustó más y comprendió menos.

«Esos chicos valen mucho. ¡Si supieras qué útiles son! Amantes de la libertad, habladores, impetuosos, entusiastas. ¡Ah!, no temo yo a estos... Lo harán bien. ¡Plan magnífico!».

Después, como si se arrepintiera de haber dicho demasiado, apartó la vista de su sobrino, murmuró algunas voces incoherentes, y volvió a hojear sus papelotes, escribiendo algo y gruñendo siempre, sin dejar de gesticular como si hablara con alguien.

Lázaro miró un buen rato la lívida faz del viejo realista, que, iluminada de lleno por la luz, ofrecía fantástico e infernal aspecto. Las orejas se le transparentaban, los ojos parecían dos ascuas, y el cráneo le lucía como un espejo convexo. Los singulares objetos que le rodeaban, o los que cubrían las paredes de la habitación, aumentaban el terror del estudiante. Aquel sillón de vaqueta, testigo mudo del paso de cien generaciones; aquellos cuadros viejos; los muebles de talla, exornados con figuras grotescas y de rarísima forma, daban a la decoración el aspecto de uno de esos destartalados laboratorios en que un alquimista se consumía devorado por la ciencia y las telarañas.

Después de cerrar los ojos, entregado por fin al sueño, el joven Lázaro continuó viendo a su tío con los objetos que le rodeaban. Representáronsele además las siniestras figuras de las señoras de Porreño; y en su soñar disparatado le parecía que aquellas tres figuras crecían, crecían hasta tocar las nubes y ocupaban todo el espacio: Salomé, como una columna que sustentaba el cielo; Paz, como nube gigantesca que unía el Oriente con el Ocaso. Después le parecía que menguaban, que disminuían hasta ser tamañitas: Paz como una nuez, Salomé como un piñón, Paula como una lenteja. Oía la frailuna voz de la devota; veía extraños y complicados resplandores, partidos de la lámpara del viejo; veía la rojiza diafanidad de sus orejas como dos lonjas de carne incandescente; veía la enormidad de su calva iluminada como un planeta; y por último, todos estos confusos y desfigurados objetos se desviaban, dejando todo el fondo obscuro de las visiones para la imagen de Clara que, no desfigurada, sino en exacto retrato, se le representaba, alzando la vista de una labor interrumpida para mirarle. En tanto le parecía escuchar siempre una voz subterránea que clamaba: «Lázaro, ¿duermes? Despierta, Lázaro».

A la madrugada su sueño fue más profundo. Despertó a las ocho, y en los primeros momentos tuvo que recoger sus ideas y meditar un poco para saber dónde estaba y qué cosas le habían sucedido. Su tío había salido. Levantose y se vistió. No sabía qué hora era; pero el hambre le hizo comprender que era hora de almorzar. Abrió la puerta, dirigiendo una mirada a lo largo del pasillo y a lo profundo de la escalera, y el primer objeto que encontraron sus ojos fue la figura de doña Paulita que subía lentamente.

«¿Ha descansado usted?» le preguntó con voz menos nasal e impertinente que de ordinario.

-Sí, señora: muchas gracias.

-¿No le falta a usted algo?

-Nada, señora.

-Pero querrá usted comer alguna cosa. Aquí acostumbramos desayunarnos a las siete. Es lo mejor. Pero son las ocho; mi tía es muy rigorista y ha dicho que puesto que usted no estuvo a las siete en la mesa, no puede almorzar. Esto es una disciplina necesaria. Bien sabe usted que sin disciplina no puede haber orden. Ahora no puede usted tomar cosa alguna hasta las dos de la tarde.

-Señora, no importa: yo... -dijo Lázaro, que era cortés, aunque estaba muerto de hambre en aquel momento.

-Pero no tema usted -continuó la devota, bajando la voz y mirando a todos lados-. Yo conozco que está usted desfallecido, y es preciso darle de comer. No salga usted de su cuarto.

Dicho esto, bajó muy ligera, procurando no ser vista. El joven sintió más encendida su gratitud hacia aquella señora, que ya había hablado en su defensa la noche anterior.

Al poco rato volvió la devota trayendo un desayuno que, aunque escaso, bastó para reponer el hambriento.

«Mi hermana no lo llevará a mal -dijo-; pero no se lo diga usted. Yo hago esto por usted, porque comprendo que en un cuerpo débil no tiene fuerzas el espíritu».

-Señora, no sé cómo pagarle tantos favores -contestó el mancebo sin mirarla.

A las siete de aquella mañana, mientras Lázaro dormía rendido de cansancio, se suscitó una gran cuestión en el comedor sobre si sería conveniente y disciplinario llamarle para almorzar. María de la Paz decía que no; Salomé dudaba, y la santa opinaba que sí. Las razones de la primera eran: que puesto que prefería el sueño a la comida, era preciso hacerle el gusto, con lo cual se iría acostumbrando a la disciplina. En vano quiso oponerse Paulita con gran copia de razones teológicas y morales, fundadas en el principio de mens sana in corpore sano: todo fue inútil. Sus palabras, oídas con respeto, no produjeron efecto. Elías decidió la cuestión, diciendo que su sobrino, además de liberal, era holgazán, y que había de renunciar a hacer de él nada bueno. Todos callaron y comieron. Clara no era admitida en la mesa común.

Volvamos arriba. Lázaro se comía la ración con gran apetito. La dama le hacía mil preguntas, y él le contestaba procurando ser lo más cortés que el hambre le permitiera. Las preguntas eran de esta clase:

«¿Creyó usted que no almorzaría hoy?».

-¡Ah, señora!, no...

-Porque yo no me olvidaba de que usted estaba sin comer.

-Yo le doy a usted las gracias.

-Pero usted no se lo figuraba -decía Paulita, ansiosa de apurar aquella cuestión hasta el fin.

-No, señora; de ningún modo... yo... sí... Pero... ya.

-Y su tío se opuso a que almorzara.

-¡Ah!, mi tío -dijo Lázaro, dejando de comer- es un... No: es un excelente hombre.

-¡Oh, sí! -dijo la devota mirando al cielo-, es un hombre ejemplar... un santo.

-Sí, sí: un santo.

Lázaro, nuevo en aquella casa, no había tenido ocasión de penetrar el carácter de la persona que tenía delante en el momento de su desayuno. Por este motivo nada le llamó la atención; por eso no supo que nunca sus bellos ojos habían tenido un resplandor tan vivo, ni que jamás voz de monja alguna entonó salmodias con tan melodioso timbre como el de la voz de Paula al decir: «¿Usted creyó que no almorzaría hoy?». En ella, sin embargo, había gran naturalidad; y no es aventurado afirmar que en ningún tiempo se cruzaron sus manos blancas y finas con menos afectación, a diferencia de aquellos crispamientos de dedos que usaba tanto para acompañar y adornar sus peroraciones.

«Aquí no será permitido que le hagan a usted daño alguno -dijo en el tono de quien hace una importante revelación-. No tema usted. Si ha cometido alguna falta...».

-¿Falta? -dijo el joven con tristeza.

-¿Pues no decían que era usted un gran pecador?

-¡Yo un gran pecador, señora!

-No será tanto como dicen... -continuó doña Paulita, con una sonrisa tan mundana, que no parecía puesta en boca de una santa.

-No -replicó el joven con efusión-; no es tanto como dicen, es verdad. Y si he de decirlo todo...

-Acabe usted -dijo la otra con mucho interés.

-Yo no sé qué falta he cometido -añadió Lázaro con melancolía-. Pero sí, faltas he cometido, no lo puedo negar...

-¿A ver, a ver, qué faltas? -preguntó con mucha ansiedad la favorita de Dios.

-Le diré a usted... -repuso él, preparándose a confesar.

-Comprendo: algún extravío de joven. La juventud está llena de peligros, y los jóvenes, si se les deja solos...

-Es verdad.

-Cuénteme usted. Yo quiero que usted se corrija. Tal vez la falta es mucho menos grave de lo que usted mismo piensa. Tal vez no pasa de ser una ligereza trivial -dijo con más ansiedad e interés Paula-. Dígame usted; yo le daré consejos... Cuénteme usted.

Lázaro permaneció pensativo un instante, y ya abría la boca para formular una contestación o una excusa, cuando Elías se presentó en la puerta. La devota se turbó un poco; pero un momento le bastó para reponerse. El realista se quedó muy sorprendido al ver a la dama y al observar los restos del almuerzo, mientras su sobrino se avergonzaba de haberlo probado.

«Pase usted, señor don Elías -exclamó ella con su unción acostumbrada-; pase usted: aquí estoy suplicando por amor de Dios a su sobrino que no le dé más disgustos. ¡Oh! Pero él se va arrepintiendo ya de los errores de su juventud. ¿Qué extraño es que la juventud peque, entregada a sí misma, sola por espinosos caminos? Le estoy recomendando la moderación, la cortesía, la prudencia. Pero veo que usted se admira de que le haya traído de comer. ¡Ah!, confieso mi falta. Pero no he podido resistir los impulsos de la compasión. He sido débil; no he nacido para el rigor, y confieso que no tengo carácter, como debiera, para sostener la rigidez de la disciplina. Si he cometido una falta, perdóneme usted».

Elías estuvo un rato sin saber qué contestar; pero tenía muy alta idea de la cristiandad de aquella señora para vacilar en probar cuanto hacía. Aquel acto le pareció una sublime prueba de caridad.

«¡Señora, qué buena es usted!» dijo.

-No es bondad, es debilidad. Conozco que hice mal.

-¡Señora, usted es una santa! Aunque él no merece lo que usted ha hecho, esto sirve para hacer resaltar más las virtudes de usted.

-¡Oh! -exclamó la elegida del Señor-, confieso que mi deber era seguir el dictamen de usted; pero no he podido resistir a un poderoso impulso de indulgencia. ¡Oh!, si siempre pudiera una salir victoriosa de sí misma...

-Mira, aprende -dijo Elías, volviéndose hacia Lázaro-; mira a esa santa; aprende lo que es nobleza, generosidad, virtud.

-No -dijo ella bajando los ojos-. Que no tome por modelo a esta pecadora.

-Aprende, Lázaro -exclamó con exaltación el fanático-. Aquí tienes a la misma virtud.

La santa hizo una gran reverencia y se marchó, dejando solos al tío y al sobrino.