La fontana de oro/XXX
Lázaro no encontró arriba a su tío. Estaba el infeliz mancebo sumamente impresionado por el incidente ocurrido, y no cabía en sí de cólera, de amargura, de sobresalto. Imposible le era tranquilizarse, tanto más, cuanto que tenía siempre ante la imaginación la figura de Clara, de rodillas, con los ojos llenos de lágrimas y los brazos cruzados. Dábale compasión y después ira, sucediéndose tan atropelladamente estos dos sentimientos, que creyó sentir como una ebullición en el pecho y un vértigo en la cabeza. A los arrebatos del encono sucedía el abatimiento del desengaño, ignorando al mismo tiempo si amaba aún a aquella infeliz o si la despreciaba.
Pasaron las horas; la noche avanzó, y él continuaba en la agitación. No pensaba acostarse, ni sentía sueño, ni necesidad de reposo; antes al contrario, los impulsos de su naturaleza eran hacia la zozobra, la inquietud, el movimiento. Silencio lúgubre, no interrumpido por ruido alguno, reinaba en la casa. Parecía que todos dormían: él tan sólo velaba sin duda; y saliendo al corredor, donde le causaba algún alivio el aire fresco de la noche, se paseó allí mucho tiempo. Dieron las nueve, las diez, las once. Al fin se detuvo, aturdido por su propio vaivén: apoyose en el antepecho, y ocultando entre las manos su cabeza estuvo de este modo un largo rato devorando su agonía. De pronto creyó sentir un rumor extraño, alzó la cabeza, y en el fondo del corredor creyó ver una figura humana que avanzaba. El corazón le latió con tal violencia, que creyó que el pecho se le rompía. La forma aquella, que sin duda era de mujer, avanzó, destacándose en la obscuridad. Venía cubierta de una cosa enteramente blanca, que la hacía más fantástica, y el reflejo de la luna parecía despedir de sí cierta luz misteriosa. Cuando estuvo cerca, Lázaro la reconoció: era la devota, cuyo semblante traía las señales del insomnio y la fiebre.
«¡Lázaro!» dijo con voz muy débil y muy conmovida.
-Señora -contestó con mucha sorpresa-. ¿Usted aquí a estas horas?... con esa fiebre... ¿No está usted enferma?
-¿Yo?... -murmuró ella con una especie de extravío-; ¿yo?... no... yo estoy buena. Estoy mejor.
-Creí que estaría usted durmiendo. Le conviene el reposo.
-Yo -contestó ella con una singular entonación que alarmó a Lázaro-, yo... yo no duermo, yo no puedo dormir. Hace muchas noches que no cierro los ojos.
-¿Pues qué tiene usted? -preguntó Lázaro mirándola con mucha atención-. Usted no está buena. Usted es una santa; pero la santidad con exceso es perjudicial, señora.
-Yo no soy santa -dijo la dama-: soy una pecadora.
-No diga usted eso, por Dios. Usted es una santa, ¡qué felicidad! ¡Tener tranquila la conciencia! Dirigir todo su amor al que no engaña ni es falso, ni desleal: a Dios... Esta es la mayor de las felicidades.
-Hable usted bajo -dijo la devota.
-Y luego -continuó él-, estar libre de odios, de rencores, de desengaños...
-Más bajo -indicó la dama, y su voz parecía un suspiro.
-Estar libre de rencores -prosiguió Lázaro en voz muy baja-; ¡amar sin recelo, sin temor; despreciar el mundo, las traiciones, las asechanzas; hallar regocijo en las persecuciones, y sacar consuelo hasta de las desventuras!... ¡Oh, qué feliz es usted...!
Después de una pausa, la voz de la mujer mística resonó como un eco lejano para decir:
«No, amigo mío: yo no soy feliz; soy muy desgraciada».
Sólo estando muy cerca de ella, como estaba el sobrino de Coletilla en aquel momento, era posible oír aquellas palabras.
«¡Soy muy desgraciada!» repitió con un rumor débil, sordo, apagado, como esos murmullos de rezo que turban en las horas de tranquilidad el profundo silencio de las catedrales.
-¿Qué mayor consuelo -dijo Lázaro-, que vivir con el espíritu en regiones de paz, donde no hay infamias ni perfidias? Elevarse con exaltación y amor, disfrutar con toda pureza de las dulzuras de una comunicación con Dios, y vivir orando, confiada en el pago de tanto amor, en la gratitud infalible del objeto amado. ¡Oh, qué felicidad!
El joven aragonés tenía tan ocupado el ánimo con sus propias amarguras, que no atendió, con la observación y la curiosidad que el caso exigía, a las raras señales de alteración física y moral que otro menos abstraído hubiera visto en la santa y edificante faz de doña Paulita.
«¡Vivir en la oración! -continuó-. ¡Vivir orando con los ojos del alma fijos en el eterno y leal amor! ¡Repetir incesantemente su nombre y sus alabanzas! ¡Eso sí es felicidad!».
-No -dijo del mismo modo la mujer perfecta-; yo no rezo, yo no puedo rezar.
-¡Ay! -exclamó él-. Eso lo dice usted porque en su modestia le parece que aún no es bastante perfecta. Si usted conociese la miseria de otros, comprendería a qué inmensa altura se halla sobre los demás.
La devota bajó los ojos, y con gran melancolía y tierna voz dijo:
«¿Y qué miseria hay mayor que la mía?».
-Es usted demasiado buena. Todo el mundo sabe muy bien que usted es una santa, una verdadera santa.
-¿Quiere usted que le haga una confesión? -dijo Paula, mirándole como se mira a un confesor-. Pues yo también lo creí; yo también creí que era una santa; pero ya no lo creo.
-¡Ah! -exclamó Lázaro-: yo no necesito que nadie me diga lo que usted es para saberlo. Yo mismo lo he comprendido. Cuando una criatura tan perfecta ha descendido hasta mí para defenderme y disculpar mis faltas, es indudable que no es como los demás. Yo me veía acosado por todas partes, me trataban todos aquí con acritud o menosprecio. Usted sola alzó la voz, y la ha alzado varias veces después en favor mío para decir que no era yo tan malo como creían. ¿Cree usted que yo he olvidado, que podía olvidar eso? No, señora. Yo seré todo lo que quieran; pero no soy ingrato. Yo tendré siempre grabadas en mi memoria las palabras que usted ha pronunciado en defensa mía. Usted es una santa: yo lo diré a todo el mundo.
-¡Oh! -dijo la devota con la misma plañidera voz-: nunca creí que fuera usted tan malo como decían. En la cara conozco yo esas cosas. No me equivoco nunca, y estoy casi segura de que le han calumniado, de que quieren agobiarle y confundirle con acusaciones impertinentes.
-¿Eso pensó usted de mí?
-Sí: segura estoy -contestó ella-, de que su corazón es bueno y recto; que si alguna falta ha cometido, fue por ligereza y falta de previsión. Creo también que no le aman a usted como se merece.
-Señora, ¿qué ha dicho usted? -preguntó el estudiante vivamente-. Eso me parte el corazón, porque es una verdad en que estaba yo pensando ahora.
-Sí: no le aman a usted como se merece -repitió Paulita-. Su tío es demasiado duro.
Un observador despreocupado hubiera advertido que la santa se acercó unas pulgadas más a Lázaro, el cual, impresionado por la verdad que oyó de boca de aquel oráculo, estuvo a punto de abrazarla, y lo hubiera hecho a no impedírselo el respeto de la jerarquía y decoro evangélico que la teóloga le infundían.
«Su tío de usted, el señor don Elías -continuó la mujer mística-, observo que trata a su sobrino con demasiado rigor».
-Y otros también -dijo Lázaro, volviendo el rostro.
-¿Y cómo quieren que sea buena una persona que no es amada? -dijo con admirable misticismo la dama-. Cuando un ser recibe ingratitudes y desprecios, sus sentimientos se agrian, se esteriliza la fuente del bien y del amor que hay en todo pecho humano. Cuando un ser no es amado, ha de ser malo por precisión.
-¡Qué discreción, qué discreción, señora! -exclamó el joven con entusiasmo-. Ya fue usted mi consuelo otras veces. La consideraba a usted santa; pero ahora veo que su sabiduría iguala a su virtud, y a su lado me encuentro tan pequeño, que me da vergüenza.
-Sí: una persona a quien se trata con tanta dureza no puede ser buena -dijo Paula-. El amor hace prodigios; hace de los hombres incultos y malos, hombres mansos y buenos; hace de los melancólicos y descreídos, seres felices, creyentes y cariñosos.
-¡Qué ciencia la de usted! Esa es la ciencia que sólo pertenece a la santidad. ¡Dichosa quien pueda ver las miserias de la tierra desde tan grande altura, y puede juzgar serenamente de todo! Usted sí que conoce el mundo.
-No, Lázaro: yo no sé lo que es el mundo.
-¡Oh! Entonces es usted más feliz todavía.
-Yo -dijo la mujer perfecta, después de una pausa en que miró al cielo fijamente como quien lee alguna cosa-, yo pasé mi niñez en la austera casa de mis tíos, recibiendo de personas devotas la más ejemplar educación. Desde que tuve uso de razón aprendí a orar; mis primeras palabras fueron el rezo. Los primeros años de mi vida pasaron en un convento, donde me vi rodeada de Madres santas y cariñosas que me enseñaron el camino de la perfección. Mi juventud fue pasando de este modo en ocupaciones devotas. Hace quince años que estoy rezando sin cesar, y casi sin notarlo. He vivido en Dios desde la cuna: no sé lo que soy, no sé si he vivido.
-¡Dios mío, qué ángel es usted! -dijo Lázaro-. ¡Qué perfección! Yo la admiro a usted y la venero, señora.
-No soy digna de veneración, sino de lástima -contestó con mucha amargura.
Y dio un suspiro profundísimo que parecía sacar al espacio los misterios encerrados en el Sancta sanctorum de su pecho.
«¡Digna de lástima! -exclamó el aragonés, sorprendido-. ¿Pues qué puede usted apetecer? ¿Qué le preocupa? Algún escrúpulo de conciencia, el deseo de mayor perfección. Yo sí que soy desgraciado; yo, señora, no debiera estar en el mundo».
-¿Pero qué tiene usted? -preguntó Paula con mucho interés-. Dígamelo usted todo. ¿No dice usted que le he consolado otras veces? Ahora le consolaré si me descubre una nueva desventura. Cuénteme usted.
-Mis desdichas no son para contadas. Además, usted es demasiado buena para oírlas. Se horrorizaría usted y se turbaría la paz serena de su espíritu.
-¡Oh!, no: cuénteme usted. Tal vez alguna falta muy grave. No importa: cuéntemela usted, que yo se la perdono antes de saberla.
-Falta mía no es.
-¿Falta de otro? ¿A ver? -dijo la mística con ansiosa curiosidad.
-Deje usted para mí todas esas amarguras, señora. Eso es para mí; es un triste patrimonio, de que sólo puede disfrutar mi corazón, hecho para eso.
-¿Qué es, Lázaro?... ¡Ah! Todo lo comprendo: su tío de usted es muy cruel. No le quiere a usted. Mas no hay que apurarse por eso, amigo mío. No todos le tratarán a usted con el mismo rigor. Alguien le amará.
-No, no me importa -manifestó Lázaro, cuyas penas se recrudecieron en aquel momento-; no me importa que me traten con desdén, que me aborrezcan todos, que me detesten. Yo no he nacido para otra cosa.
-Está usted muy agitado. ¿Y delante de mí se desespera usted de ese modo? -dijo la devota con suave acento de reprensión.
-Perdóneme usted, señora; no sé lo que digo. Usted es demasiado buena, y no comprende estas cosas. Usted no conoce el mundo. Usted no conoce cuánta iniquidad, cuánta perfidia, cuánto desengaño, cuánto cinismo hay en él. Usted no conoce más que lo bueno, no conoce más que a Dios.
-Esa desesperación que usted manifiesta, Lázaro, no es nada buena. Eso le llevará a usted al infortunio y a la muerte.
-Quiere usted, con su inmensa bondad, aplicarme a mí los consuelos de la religión: eso no es para mí, no lo merezco.
-Usted lo merece todo: consuelo, amistad, amor. Yo sé lo que merece, y, por lo tanto, lo tendrá. Sentimientos como los de usted no han de estar olvidados tanto tiempo.
-¡Bendita sea usted mil veces! Pero se equivoca, eso no es para mí.
-Usted merece amor y todo lo que el corazón puede dar. Usted se llama desventurado, y su agitación, Lázaro, no tiene fundamento alguno. Hay males peores, males que nacen de repente en el corazón y crecen con tanta rapidez, que no dan esperanza de remedio. Todo lo que a la persona rodea entonces, todo lo que está dentro y fuera de sí, se vuelve en su daño. La vida es un peso insoportable: le molesta lo presente, le da hastío lo pasado y terror lo porvenir.
La devota hablaba con voz muy baja, y con grave y tristísimo son. La noche había obscurecido, y los ojos de Paulita, que siempre en momentos dados habían tenido brillo extraordinario, resplandecían aquella noche como dos ascuas fosforescentes, cuya luz hacían más penetrante y siniestra la obscuridad de sus párpados, ennegrecidos por el insomnio, la fiebre y la excitación moral de que estaba poseída.
«¡Ay de aquellos que no se han conocido, que se han engañado a sí mismos y han dejado torcerse a la naturaleza y falsificarse el carácter sin reparar en ello! Esos, cuando lo callado hable, cuando lo oculto salga, cuando lo disfrazado se descubra, serán víctimas de los más espantosos sufrimientos. Se sentirán nacer de nuevo en edad avanzada; notarán que han vivido muchos años sin sentido; notarán que el nuevo ser originado por una tardía transformación se desarrolla intolerante, orgulloso, pidiendo todo lo que le pertenece, lo que es suyo, lo que una vida ficticia y engañosa no le ha sabido dar; pidiendo sentimientos que el viejo ser, el ser inerte, indiferente y frío, no ha conocido. ¡Qué luchas tan terribles resultan de este despertar tardío! ¡Oh, esto es espantoso!».
Tenemos datos para creer que la devota no dijo esto con las mismas palabras empleadas en nuestro escrito. Pero si el lector lo encuentra inverosímil, si no le parece propio de la boca en que lo hemos puesto, considérelo dicho por el autor, que es lo mismo. Ella dijo algo parecido a esto, siendo el mismo pensamiento, aunque distintas las frases.
Indudablemente estas confesiones de la devota son, como habrá el lector comprendido, bastante obscuras, y no dan todavía ninguna luz acerca de la crisis que indudablemente agitaba aquel purísimo y perfecto espíritu. Lo cierto es que una gran transformación se verificaba en su carácter. Lázaro, la verdad sea dicha, no entendió muy bien las solemnes y como sibilíticas palabras que oyó de los trémulos labios de la santa: y él atribuyó la obscuridad de tal explicación a la influencia de las lecturas místicas en la manera de expresarse aquella señora y a los hábitos de un estilo más discreto que claro, como acontece generalmente en las personas absorbidas por la contemplación. Así es que se limitó a contestar:
«Sí, señora: es espantoso».
-¡Qué terrible es el amor en sus exigencias! -dijo la santa-, sobre todo cuando se cree ofendido, cuando pide el pago de una gran deuda que con él se ha contraído, cuando no transige ni espera, sino que se presenta exigiéndolo todo de una vez.
-¡Sí: qué terrible es esto! -contestó Lázaro-. ¡Feliz es usted, que no lo conoce más que de oídas!
-¿De oídas? -dijo ella-. Sí -añadió después de una breve pausa-, he oído lo que dicen los amantes; pero la mayor parte de ellos encuentran en los accidentes del mundo mil medios para poder conservar la vida en la lucha terrible. Sólo algunos, según dicen, por circunstancias especiales de carácter y posición, tienen el triste privilegio de morir irremisiblemente sin victoria y sin defensa.
-¡Oh, cómo lee en mi corazón! -pensó el estudiante muy conmovido, y sin comprender la profundidad psicológica de aquellas palabras, ni su aplicación y significado en aquel momento.
-Usted no comprende esas cosas, Lázaro.
-¿Que no? -dijo este-. ¿Que no? Desgraciadamente las comprendo. Para usted, sí; para usted, que es una criatura perfecta, una escogida de Dios, están veladas estas dolorosas miserias. Usted no ve estos horrores. ¡Dichosa ceguera la de aquellos cuyos ojos cerró Dios al venir al mundo!
-Es verdad... no lo sé... -dijo Paula con una ironía tan marcada, que fue preciso todo el extravío de Lázaro para no notarlo-. No lo sé, no entiendo de eso. Soy una tonta devota.
Estas últimas palabras, dichas con cierto despecho, fueron bastante a fijar la atención del interlocutor. Este no contestó ni preguntó más sobre el asunto que trataban; acercose a la dama, que se había apartado de él retrocediendo, y notó que lloraba. ¡Oh confusión de confusiones!
«Pero ¿qué tiene usted, señora?» le dijo.
-Nada, nada, nada -contestó con una graduación descendente. El último nada sólo lo oyeron los labios con que fue pronunciado.
-¡Usted está enferma y ha salido usted de su cuarto a esta hora! Eso no es bueno, señora. Se va usted a poner peor.
-Es verdad, estoy enferma -dijo ella acercándose-, ¡enferma para siempre!
-¡Enferma para siempre! Usted padece, y es, sin duda, por efecto de su excesiva devoción. Usted aspira al cielo: ¿a qué otra cosa podía aspirar un alma tan bella?
-Sí -dijo Paula con voz muy triste-: no quiero más que reposar en paz.
-¡Qué bella es la muerte! -dijo Lázaro patéticamente-: sólo ella nos puede consolar. Por mi parte, señora, le digo a usted con franqueza que quisiera morirme en estos momentos.
-¡Morir! -exclamó la devota con repentino arrebato de interés, y acercándose más, mucho más al joven-. ¡Morir, no! Usted debe vivir. Quién sabe lo que Dios le tiene a usted reservado en el mundo.
-¿A mí?
-Sí: tal vez días de felicidad al lado de personas que le amen. ¡Oh, cuántos seres existirán tal vez que se crean felices sólo con que usted lo sea! Yo sé que los habrá.
-¡Qué buena es usted, señora! -repitió Lázaro-. Para mí no puede haber nada de eso. O no merezco otra cosa, o estoy maldito de Dios.
-¡Ay!, no diga usted tales cosas -exclamó ella, juntando las manos.
-Perdóneme usted, señora: no sé lo que me digo. A pesar de todo, usted me consuela, y hallo en su presencia no sé qué grata expansión. No podré nunca olvidar que sólo usted se atrevió a defenderme cuando todos me acusaban.
Al decir esto, Lázaro no pudo menos de advertir que la santa dejó caer pesadamente los brazos, y miró al cielo. Su rostro, de color suavemente moreno y sin ningún matiz rojo en las mejillas, estaba en aquellos momentos pálido y sombreado por la proyección de sus cabellos, cuya magnitud, belleza y negrura no era comparable sino a la intensidad tenebrosa de sus ojos negros, que, después de la metamorfosis, habían adquirido una expresión desconocida. No sabemos si fue efecto de la casualidad o si lo hizo de intento; pero es lo cierto que, contra su costumbre, tenía simplemente la cabeza cubierta con un pañuelo, y que durante el diálogo sus magníficos cabellos, tesoro disimulado por el misticismo, se desataron y cayeron gradualmente por la espalda. Nunca había visto Lázaro una cabellera igual: parecía en la obscuridad de la noche una toca negra que descendía hasta la cintura. Mientras hablaba, la santa solía apartarse a un lado y otro de la frente las dos ramas principales de aquel encanto, que nació en aquella noche en el calor de una confidencia apenas intentada. Lázaro, que observó largo rato a la dama, notó que lloraba, y que, apartándose de él lentamente, se apoyó en la pared con muestras de gran postración y abatimiento.
«Pero usted llora -dijo, arrepentido de haber hablado tanto y deteniéndola-; usted está muy agobiada. ¿Por qué no ha reposado usted?».
-Yo no puedo reposar, yo no puedo dormir -murmuró la devota con voz más bronca y grave que de ordinario.
-¿Por qué salió usted a estas horas estando así?
-Me ahogaba, y he tenido que salir a respirar el aire.
-Pero usted llora. Por Dios, ¿qué tiene usted?
La enferma no contestó.
«¿Está usted muy enferma, muy enferma?» continuó Lázaro.
-Sí -dijo ella de un modo imperceptible.
-¿Hace mucho?
-Hace poco.
-Señora, retírese usted, yo se lo suplico. Sus manos parecen de fuego, su frente quema.
Lázaro le tomó las manos, y notó en ellas un calor excesivo; se atrevió a ponerle la mano en la frente, y creyó tocar un cuerpo inflamado. Al mismo tiempo la santa temblaba, como si su cuerpo recibiera la impresión del hielo.
«Usted tiene frío, tiene convulsiones -dijo-; retírese usted».
Ella continuaba en la misma actitud; cerró los ojos como quien siente un pesado sueño, e inclinó la cabeza, buscando apoyo. Lázaro tuvo miedo; estuvo por llamar; la asió por un brazo, y dispuesto a hacerla retirar, le dijo:
«Vamos, señora, es muy tarde. Usted no se encuentra bien aquí. Vamos, ¿quiere usted que se llame a algún médico?».
-No -dijo ella, abriendo los ojos y mirándole con cierta ironía- No: ¿para qué un médico?
-Su salud es muy preciosa -dijo Lázaro, por cuya cabeza pasó rápidamente una sospecha-. Consérvela usted bien; será siempre mi mayor alegría saber que usted está buena y disfrutando de la salud necesaria para hacer el bien. No me voy de aquí sin la seguridad de que queda usted enteramente buena.
-¡Marcharse usted! -exclamó ella con un repentino movimiento que la animó.
-Sí, marcharme.
-¡Usted se va! -continuó con otro movimiento que tenía algo de salto y poniendo siniestro brillo en sus ojos.
-Sí, naturalmente.
Al oír esto, la devota, con instantánea fuerza, le asió con su mano convulsa el brazo, y estrechándole violentamente, dijo:
«No, ¡no se irá usted!».
En el mismo momento en que esto decía, se sintió que abrían la puerta de la calle. Era Elías que entraba; se le sentía subir. Venía alumbrado por una linterna, y como de costumbre, hablando solo.
«Retírese usted» dijo con viveza la mística.
-¿Y usted se queda aquí?
-Retírese usted a su cuarto. Que no le vea levantado. Échese usted en la cama. Finja que duerme.
-¿Pero usted?...
-Vamos. Entre usted en su cuarto. Que ya llega... Pronto.
Lázaro se retiró, empujado por ella precipitadamente. Entró corriendo en su cuarto antes de que Coletilla llegara, y arrojándose en el lecho, fingió que dormía. El fanático entró poco después y se acostó murmurando. Cuando apagó la luz, Lázaro se incorporó en su lecho con mucha cautela, y asomándose por una ventana que daba al corredor, miró hacia afuera. Aún estaba allí la dama con el rostro vuelto hacia la ventana. Lázaro se volvió a acostar, y pasado un cuarto de hora en que caviló cuanto puede cavilar cabeza humana, se asomó de nuevo y vio la misma figura blanca, inmóvil en el mismo sitio y con los dos terribles ojos negros fijos en la ventana. Aquello le acabó de confundir. Pasó mucho tiempo mirando cada cinco minutos, y siempre veía la misma figura, hasta que al fin ya no miró más porque le daba miedo.