La fruta de septiembre

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Escritos de juventud
La fruta de septiembre​
 de José María de Pereda

No tengo noticia alguna de que, a esta fecha, se haya desplomado el techo del augusto santuario de las leyes, bajo el cual se elabora meses hace la felicidad de los españoles.

Algunas almas sencillas creyeron que esa catástrofe se verificaría durante la sesión del día 26, como una protesta, sobrenatural contra las blasfemias de un par de ciudadanos libres, que, «en uso de su derecho», trataban de descatolizar al pueblo español; por lo menos, esperaron que al día siguiente amanecería montón de escombros lo que anocheció ostentoso palacio.

Graduaban la venganza por la magnitud de la ofensa, y éste era su error.

La planta humana no aplasta siempre al insecto que la muerde al pasar.

El Supremo Hacedor, infinitamente más distante del hombre que éste del insecto, no fulmina los rayos de su cólera sublime sobre una miserable criatura que, loca o desatentada, lleva la soberbia hasta el punto de negarle sus divinos atributos. Antes bien, la compadece, prueba su pequeñez y su miseria haciéndole sentir el más liviano achaque inherente a su flaca naturaleza, y cuando, deshaciéndose entre el polvo de que procede, tiemble, y cree, la divina misericordia le perdona y le recibe en su mano.

La revolución de septiembre nos ha ofrecido ya más de un ejemplar de esta especie, y desde este punto de vista es también admirable la revolución. Nunca fe católica, la fe que profesan dieciséis millones de españoles, se vio más escarnecida, más hollada, más combatida que hoy; pero, en cambio, tampoco se vio más arraigada en el pecho de los verdaderos creyentes; jamás éstos alzaron la frente más serenos, más tranquilos, más orgullosos que ahora para decir a la faz del mundo, con el corazón en los labios: CREO.

Ruiz Zorilla, el ministro revolucionario por excelencia, el hombre de las incautaciones, el secularizador de todos los objetos que la piedad, que la fe de los españoles había consagrado al culto divino en templos y monasterios; el que, como sus demás colegas de Gobierno, hizo decir al general Serrano ante las Cortes Constituyentes: «Toda opinión que se funde en la razón y en la controversia es para mí respetable»; el mismo Ruiz Zorrilla, digo, oye, al republicano Suñer negar a Jesucristo, denigrar hasta la honra de la Virgen María, y, protestando que «tiene familia» que puede oírlo, pide a la Presidencia que haga enmudecer a la blasfema boca.

Ríos Rosas, el mismo Ríos Rosas que pocos días ha, en su afán de liberalizar la Constitución, a cuya obra ha contribuido, manifestaba que había hecho tres o cuatro veces en ella el sacrificio de sus opiniones particulares, se apresura a alegar este mérito a fin de que, imitándoles el racionalista catalán, cese en sus ataques escandalosos a la religión del Crucificado.

Por supuesto, que ni Ruiz Zorrilla, ni Ríos Rosas, ni Rivero, ni Serrano, ni cuantos indirectamente contribuyeron a que callase el impío, tuvieron el valor de decir a la faz de la Cámara: «Te imponemos silencio porque blasfemas, porque atacas lo que más amamos en el fondo de nuestros corazones, porque nos injurias»; en una palabra: lo que hubieran dicho si los ataques hubieran sido a sus hijas o a sus esposas..., ¿qué digo?, a la diosa Libertad, a las conquistas de septiembre.

Pero sus excelencias y señorías recordaban, sin duda, que venían de la revolución por la revolución y para la revolución; que ellos y nadie más que ellos, proclamando todas las libertades y todos los derechos, habían abierto la puerta a todas las blasfemias y a todas las inmundicias filosóficas y racionalistas; que no podían, sin renegar de su origen, sin hacer traición a sus fines, mostrar sus conciencias escandalizadas ante semejantes pequeñeces; poner, en fin, sobre los derechos de la revolución, ni siquiera a la Omnipotencia Divina, y de aquí que no fueran tan explícitos como la conciencia quizá y el deber sobre todo se lo aconsejaban.

Por eso, sin duda, y emulando las hazañas de su digno camarada, en la misma sesión, filósofos, sabios de la talla de García Ruiz, se levantaron incontinente a decir, por su parte, que el misterio de la Santísima Trinidad era una monserga. Admirable sabio... palentino.

Y, bien mirado, ¿por qué había de poner cortapisa a las lenguas de estos dos ciudadanos anticatólicos? Sus osadas y sacrílegas afirmaciones eran más escandalosas, sí, pero no de distinto género que otras muchas que se habrán hecho ya en aquel recinto, en los clubs y en la Prensa poco antes, todas ellas como consecuencia natural de los primeros actos de la revolución.

A las demoliciones de los centros católicos, autorizadas por el Gobierno provisional; a la disolución de colegios, comunidades y asociaciones que a catolicismo trascendiesen, sucedió la profesión pública de descreencia del ex místico y ex dulce Castelar; la propaganda protestante y racionalista inundó a España de periódicos, libros y folletos después; un constituyente se jactó en las Cortes de no haber hallado señales de alma en ningún cuerpo humano; otro, el señor Quintero, aseguró que, por no relacionarse con ninguna religión, ni siquiera era ateo; otro, el señor Robert, acaba de manifestar que ni es católico ni consiente que lo sea su familia... Y en esta puja de descreencias, en estos alardes de herejía y de irreligiosidad, los prohombres de la revolución, los que la hicieron al grito de «honra, dignidad, justicia y respeto a la voluntad nacional»; los que, por lo mismo, han desairado millones de firmas que pedían la unidad católica para España, ni han protestado con una sola palabra, ni con un acto, en contra de tan inauditos desbordamientos..., ni había para qué...

Quédase esto sólo para oscurantistas como el señor obispo de Jaén, como el clerizonte Manterola, que, con la frente altiva y el corazón sereno, responden en la Asamblea a las blasfemas teorías de los desdichados Suñer y García Ruiz, confesando la fe católica, como la cree y confiesa la Iglesia de que son tan dignos ministros.

No hará menos, por cierto, el viejo Cayetano, que, hoy más que nunca, se siente orgulloso de abrigar puras en su pecho las creencias que adquirió en la cuna, y así, sin miedo a los farsantes de la política, ni a los ilusos del racionalismo, ni a los sabios de la revolución, declara con la frente erguida que cree en Dios omnipotente, en el misterio augusto de la Santísima Trinidad, en la divinidad de Jesucristo, en la pureza de María, siempre virgen, y en cuanto cree y confiesa la Iglesia, en cuya fe tura vivir y a cuya defensa ofrece toda su sangre.



(De El Tío Cayetano, núm. 25.)

2 de mayo de 1869.