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La fuerza del viento

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La fuerza del viento
de Félix María Samaniego


En una humilde aldea el Jueves Santo

la pasión predicaban y, entre tanto,

los payos del lugar que la escuchaban

a lo vivo la acción representaban,

imitando los varios personajes

en la figura, el gesto y los ropajes.

Para el papel sagrado

de nuestro Redentor crucificado

eligieron un mozo bien fornido

que, en la cruz extendido

con una tuniquita en la cintura,

mostraba en lo restante su figura,

a los tiernos oyentes, en pelota,

para excitar su compasión devota.

La parte de María Magdalena

se le encargó a una moza ojimorena,

de cumplida estatura

y rolliza blancura,

a quien naturaleza en la pechera

puso una bien provista cartuchera.

Llegó el predicador a los momentos

en que hacía mención de los tormentos

que Cristo padeció cuando expiraba

y su muerte los orbes trastornaba.

Refirió, entusiasmado,

que con morir aniquiló el pecado

original, haciendo a la serpiente

tragarse, a su despecho, aunque reviente,

la maldita manzana

que hizo a todos purgar sin tener gana.

Esto dijo de aquello que se cuenta,

y después su fervor aún más aumenta

contando los dolores

de la Madre feliz de pecadores,

del discípulo amado,

y, en fin, del sentimiento desgarrado

de la fiel Magdalena,

la que, entre tanto, por la iglesia, llena

de inmenso pueblo, con mortal congoja

los brazos tiende y a la cruz se arroja.

Allí empezó su galas a quitarse

y en cogollo no más vino a quedarse,

con túnica morada

por el pecho escotada

tanto, que claramente descubría

la preciosa y nevada tetería.

Mientras esto pasaba,

el buen predicador siempre miraba

al Cristo, y observó que por delante

se le iba levantando a cada instante

la tuniquilla en pabellón viviente,

haciendo un borujón muy indecente.

Queriendo remediarlo

por si el pueblo llegaba a repararlo,

alzó la voz con brío

y dijo: -Hermanos, el vigor impío

de los fieros hebreos se aumentaba

al paso que la tierra vacilaba

haciendo sentimiento,

y la fuerza del viento

era tal, que al Señor descomponía

lo que sus partes púdicas cubría.

Apenas oyó Cristo este expediente

cuando, resucitando de repente,

dijo al predicador muy enfadado:

-Padre, el juicio sin duda le ha faltado.

¿Qué viento corre aquí? ¡ Qué berenjena!

¿ Las tetas no está viendo a Magdalena?

Hágala que se tape,

si no quiere que el Cristo se destape

y eche al aire el gobierno

con que le enriqueció su Padre Eterno.