La gañanía : 09

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La gañanía  de Joaquín Dicenta
Capítulo IX

Capítulo IX

Las nubes de tempestad desgarrándose sobre los altos picos, bajando lentamente hacia el llano, que desaparece entre sus cárdenos pabellones. Las estrellas sólo para la sierra brillan, iluminándola con misteriosas claridades.

El silencio de la media noche reina en la explanada. Tendido el potro, duerme bajo una encina. El mastín vigila cerca de él. Va para un rato que sus recortadas orejas tienen el temblor de la escucha. De pronto sorbe el aire, gruñe y avanza con el pelo erizado hacia un bulto de hombre que aparece en el peñascal.

Pastor de la gañanía es de cierto, porque el gruñido de Cubeto vuélvese de amenazador amistoso, cuando se aproxima a él. El hombre le acaricia y el perro echa tras de sus pasos.

Juntos llegan al potro, que se pone en firme al oirlos. El hombre rasca la testa al animal, mete el bocado por sus belfos, le recoge sobre el cuello las riendas y le conduce al desfiladero que enfronta el «Tajo de la encina.»

Es este desfiladero un pasillo enmurado y asolado con rocas. No hay espacio en él para que, una vez dentro, pueda un caballo revolverse. Su desembocadura da sobre el «Tajo de la encina.» De aquélla a éste, dos metros cortos van.

Hombre, potro y mastín entran en el sombrío callejón. El hombre se detiene y saca un objeto de entre los pliegues de la faja.

Yesca es, porque se oye el golpe del hierro contra el pedernal y brotan chispas en la atmósfera. Un círculo ardiente fosforea en los dedos del hombre, que se empina hacia la oreja del caballo y hace caer por su interior el objeto brillante.

Se percibe el estremecimiento de la bestia y se escucha un relincho.

El hombre retrocede con el mastín, a quien sujeta por la carlanca. El potro rebota y golpea rabiosamente la roca con sus cascos ferrados.

-¡Jo! ¡Jo!... ¡Muerde, Cubeto! -exclama el hombre, dando suelta al mastín.

Muerde el perro los corvejones del caballo, y éste rompe por el desfiladero en tendido galope.

Vertiginosa es la carrera. Los cascos del animal herido levantan en las rocas, en aquellas rocas donde toda huella se pierde, relámpagos de luz. Desbocado va, loco de dolor y de furia...

Cuando aparece en la desembocadura del callejón, las claridades inciertas de la noche dibujan su contorno. Es visión rápida, momentánea. Se ven sus ijares temblantes, su boca recubierta de espuma, sus ojos saltando en las órbitas con llameos febriles. Aquellos ojos miran la boca negra del abismo. No hay tiempo de hacer firme. El vértigo de la carrera impulsa al animal... La cabeza se vuelve hacia atrás con angustia. Se le ve llegar a los bordes del tajo, hacer un esfuerzo supremo, perder pie, oscilar un segundo en el aire y caer pataleando por aquel boquete sin fin.

Hombre y perro llegan corriendo frente a la cortadura. El hombre pone los oídos en ella. El mastín resopla, absorbiendo con sus anchas narices el vaho que sube del abismo.

Se oye el desgarramiento de carnes vivas en los salientes de las rocas... El crujir de músculos que se distienden para encontrar agarradero... Después el golpe sordo de algo que se espachurra.

-¡La pobre bestia!... -suspira el hombre retirándose-. Ella no hacía mal.

Aun no terminó su faena silenciosa y horrible. El hombre retorna a la explanada; entra en el chozo del rabadán; sale con un bulto, que es figura humana; a hombros; vuelve a pasar el desfiladero; llega cerca del tajo y deposita su carga al pie de unos peñotes.

Los cañones de una carabina relucen en su mano. El mastín ha seguido sus viajes.

La carabina salta en las tinieblas.

Después el hombre de la sierra coge al hombre del llano entre sus atléticos brazos; lo bambolea en ellos y lo despide tajo a lo hondo.

También sus oídos atienden. También suena abajo el golpe de algo que se espachurra.

Un aullido del mastín le contesta.