La galerna del sábado de gloria

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Odas, epístolas y tragedias
La galerna del sábado de gloria​
 de Marcelino Menéndez y Pelayo


 Puso Dios en mis cántabras montañas   
 Auras de libertad, tocas de nieve,   
 Y la vena del hierro en sus entrañas.   
 Tejió del roble de la adusta sierra   
 Y no del frágil mirto su corona;   
 Que ni falerna vid ni ático olivo,   
 Ni siciliana mies ornan sus campos,   
 Ni allí rebosan las colmadas trojes,   
 Ni rueda el mosto en el lagar hirviente;   
 Pero hay bosques repuestos y sombríos,   
 Misterioso rumor de ondas y vientos,   
 Tajadas hoces, y tendidos valles   
 Más que el heleno Tempe deleitosos,   
 Y, cual baño de Náyades, la arena   
 Que besa nuestro mar; y sus mugidos,   
 Como de fiera en coso perseguida,   
 Arrullos son a la gentil serrana,   
 Amor de Roma, y espantable al vasco,   
 Pobre y altiva, y como pobre hermosa.   

 No es el risueño Egeo que circundan   
 Cual ceñidor las Cícladas marmóreas;   
 Ni el golfo que con dórica armonía   
 De Nápoles arrulla a la Sirena   
 Cabe la sacra tumba de Virgilio;   
 Ni el vago azul de la marina Jonia;   
 Sino el Ponto que azota a Caledonia,   
 Y roto entre las Hébridas resuena,   
 Titán cerúleo que a la yerta gente   
 Hace temblar en la postrera Tule,   
 Y cabalga entre nieblas y borrascas   
 Sobre el inmenso Leviatán, que nutre   
 Con pestífero aceite la candela   
 Del céltico arponero. Ni cien carros   
 De guerra hicieran tan horrible estruendo   
 En torno de Ilión, como esas olas   
 Cuando las perlas de Cantabria hieren.   
   
 Hoy se vuelven a alzar firmes y rudas,   
 En son de guerra y vencedor amago,   
 A renovar el memorable estrago   
 Que en la Pasión de su Hacedor movieron;   
 Por eso es hoy más íntima y solemne   
 La voz de las tormentas boreales,   
 Mayor su indignación, cuando arrostrarlas   
 Osa el nauchero de piedad desnudo.   
 ¡Ay! no verá la luz del patrio faro   
 Sobre el amigo cerro de la costa,   
 Cual mirada de Dios sobre sus hijos,   
 Ni su velera y triunfadora nave,   
 Al arribar, coronará de flores.   
   
 ¡Piedad, Señor! Sienta tus iras sólo   
 Rota y hundida la soberbia quilla,   
 Que oro y baldón conduce a estas arenas,   
 O el ferrado vapor, en cuyas venas   
 Corre savia de fuego. Allí la sangre   
 De nuestra raza va; sobre estos montes   
 Tendió la emigración sus negras alas;   
 Llora la esposa en el helado lecho,   
 Cabe el extinto hogar llora la madre,   
 El campo desfallece sin cultura,   
 Y en tórrida región nuestros mancebos   
 Siega la muerte: ¡que más bien perezcan   
 Ante las rocas del amado puerto,   
 Acariciados por maternas olas,   
 Do lleve el viento el son de las campanas   
 De la torre natal, a sus oídos!   
   
 Pero salva, Señor, el frágil leño   
 Del pescador que fatigado encuentra   
 Al fin de su pescar, la red vacía.   
 Es hijo de aquel pueblo que en tardía   
 Cadena domeñó la ingente Roma;   
 Del que a Cannas Aníbal conducía,   
 De las madres itálicas espanto,   
 Terror de los vacecos y autrigones;   
 Del que en la cruz de su triunfal suplicio   
 El bárbaro cantar de la victoria   
 De Agripa ante las haces entonaba.   
 ¡Oh, sálvalos, Señor! En ellos corre   
 Sangre de Bonifaz el de Sevilla,   
 Del fiero vencedor de la Rochela,   
 Del que trazó primero en breve carta   
 La soledad de los indianos mares,   
 Y en sus bosques logró gigante tumba,   
 Al impulso de arpón enherbolado.   
 ¡Contémplalos luchar!... ¡Vana esperanza!   
 Que ni el llanto de madres y de esposas   
 Las iras quebrará del Oceano,   
 Ni del hado la ley adamantina...   
 Mas salvados serán, porque las nieblas   
 Del mundo material y las del alma   
 Sólo la tempestad rompe y ahuyenta,   
 Y es su rojiza luz benigno rayo   
 De un sol que animará perennes flores.   

 ¡Salvados, sí! Desde el salobre risco   
 De San Pedro del Mar, un sacerdote   
 Les dio la bendición. Nada más grande   
 Ojos humanos contemplar pudieron,   
 Cual lo que vio la moribunda gente,   
 Al descender el celestial rocío   
 Del divino perdón sobre su frente;   
 Abrirse el cielo, serenarse el mundo,   
 Entre Dios y la mar la Cruz alzada,   
 Y descender con palmas y coronas   
 Las sombras de sus mártires patronos,   
 Las de los dos celtíberos guerreros.  
 ¡Muerte feliz, entre la paz del cielo   
 Y el beso de los mares! Cuando vengan   
 A acariciar la conocida playa,   
 De barca y pescador traerán los restos   
 En el cendal de su tejida espuma.   
   
 Otro celebre en canto que no muera   
 La guerra y la ambición, peste del mundo,   
 Y a la fuerza brutal erija altares.   
 Yo diré que mis cántabros se hundieron   
 Con los despojos de su fiel trainera,   
 Como cae el guerrero en la batalla   
 Asido al asta de su enseña rota.   
 ¡Y aún es más noble y santa que en el campo,   
 En el taller la sangre derramada   
 A impulsos del martillo y de la rueda,   
 O en el cóncavo seno de los montes,   
 Al trueno de la pólvora deshechos,   
 Por donde agita sus humeantes crines   
 El moderno Tifón, o en los escollos   
 Do cela el mar sus perlas y corales!   
 ¡Perenne lid con la materia inerte,   
 Dura labor, pero victoria cierta!   
 Otro estadio, otra arena, otra cuadriga   
 Piden en nueva edad cantares nuevos.   
 ¡Dadme el lauro de Olimpia y de Nemea,   
 Y la frente del mártir del trabajo   
 Ciña la palma de Elis triunfadora,   
 Como al atleta coronar solía!   
   
 Oye, noble ciudad, luz de Cantabria:   
 Basta a cubrir las llagas de tu pueblo   
 Un trozo de tu regia vestidura;   
 Rásgale, pues, y en tu esplendor no olvides   
 Que esos del nauta sórdidos harapos,   
 De su viejo tugurio suspendidos   
 Y por el vendaval y por los soles   
 Y por el golpe de las olas rotos,   
 Te hicieron grande, poderosa y rica.   


 Santander, 30 de abril de 1878.