La gaviota (Caballero)/Parte segunda/Capítulo I

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Parte segunda

Capítulo I

En España, cuyo carácter nacional es enemigo de la afectación, ni se exige ni se reconoce lo que en otras partes se llama buen tono. El buen tono es aquí la naturalidad, porque todo lo que en España es natural, es por sí mismo elegante.

EL AUTOR.


El mes de julio había sido sumamente caluroso en Sevilla. Las tertulias se reunían en aquellos patios deliciosos, en que las hermosas fuentes de mármol, con sus juguetones saltaderos, desaparecían detrás de una gran masa de tiestos de flores. Pendían del techo de los corredores, que guarnecían el patio, grandes faroles, o bombas de cristal, que esparcían en torno torrentes de luz. Las flores perfumaban el ambiente y contribuían a realzar la gracia y el esplendor de esta escena de ricos muebles que la adornaban, y sobre todo las lindas sevillanas, cuyos animados y alegres diálogos competían con el blando susurro de las fuentes.

En una noche, hacia fines del mes, había gran concurrencia en casa de la joven, linda y elegante condesa de Algar. Teníase a gran dicha ser introducido en aquella casa; y por cierto, no había cosa más fácil, porque la dueña era tan amable y tan accesible que recibía a todo el mundo con la misma sonrisa y la misma cordialidad. La facilidad con que admitía a todos los presentados no era muy del gusto de su tío el general Santa María, militar de la época de Napoleón, belicoso por excelencia y (como solían ser los militares de aquellos tiempos) algo brusco, un poco exclusivo, un tanto cuanto absoluto y desdeñoso; en fin, un hijo clásico de Marte, plenamente convencido de que todas las relaciones entre los hombres consisten en mandar u obedecer y de que el objeto y principal utilidad de la sociedad es clasificar a todos y a cada uno de sus miembros. En lo demás, español como Pelayo y bizarro como el Cid.

El general, su hermana la marquesa de Guadalcanal, madre de la condesa, y otras personas estaban jugando al tresillo. Algunos hablaban de política, paseándose por los corredores; la juventud de ambos sexos, sentada junto a las flores, charlaba y reía, como si la tierra sólo produjese flores, y el aire sólo resonase con alegres risas.

La condesa, medio recostada en un sofá, se quejaba de una fuerte jaqueca, que, sin embargo, no le impedía estar alegre y risueña. Era pequeña, delgada y blanca como el alabastro. Su espesa y rubia cabellera ondeaba en tirabuzones a la inglesa. Sus ojos pardos y grandes, su nariz, sus dientes, su boca, el óvalo de su rostro, eran modelos de perfección; su gracia, incomparable. Querida en extremo por su madre, adorada por su marido, que, no gustando de la sociedad, le daba, sin embargo, una libertad sin límites, porque ella era virtuosa y él confiado, era la condesa en realidad una niña mimada. Pero, gracias a su excelente carácter, no abusaba de los privilegios de tal. Sin grandes facultades intelectuales, tenía el talento del corazón; sentía bien y con delicadeza. Toda su ambición se reducía a divertirse y agradar sin exceso, como el ave que vuela sin saberlo y canta sin esfuerzo. Aquella noche, había vuelto de paseo, cansada y algo indispuesta: se había quitado el vestido y puéstose una sencilla blusa de muselina blanca. Sus brazos blancos y redondos asomaban por los encajes de sus mangas perdidas: se había olvidado de quitarse un brazalete y las sortijas. Cerca de ella estaba sentado un coronel joven, recién venido de Madrid, después de haberse distinguido en la guerra de Navarra. La condesa, que no era hipócrita, tenía fijada en él toda su atención.

El general Santa María los miraba de cuando en cuando, mordiéndose los labios de impaciencia.

-¡Fruta nueva! -decía-; dejaría ella de ser hija de Eva si no le petase la novedad. ¡Un mequetrefe! ¡Veinticuatro años y ya con tres galones! ¿Cuándo se ha visto tal prodigalidad de grados? ¡Hace cinco o seis años que iba a la escuela y ya manda un Regimiento! Sin duda vendrán a decirnos que ganó sus grados con acciones brillantes. Pues yo digo que el valor no da experiencia, y que sin experiencia nadie sabe mandar. ¡Coronel del Ejército con veinticuatro años de edad! Yo lo fui a los cuarenta, después de haber estado en el Rosellón, en América, en Portugal; y no gané la faja de general sino de vuelta del Norte con la Romana y de haber peleado en la guerra de la Independencia. Señores, la verdad es que todos nos hemos vuelto locos en España; los unos por lo que hacen y los otros por lo que dejan de hacer.

En este momento se oyeron algunas exclamaciones ruidosas. La condesa misma salió de su languidez y se levantó de un salto.

-Por fin, ¡ya apareció el perdido! -exclamó-. Mil veces bien venido, desventurado cazador y malparado jinete. ¡Buen susto nos hemos llevado! Pero ¿qué es esto? Estáis como si nada os hubiese acaecido. ¿Es cierto lo que se dice de un maravilloso médico alemán, salido de entre las ruinas de un fuerte y las de un convento, como una de esas creaciones fantásticas? Contadnos, duque, todas esas cosas extraordinarias.

El duque, después de haber recibido las enhorabuenas de todos los concurrentes por su regreso y curación, tomó asiento enfrente de la condesa y entró en la narración de todo lo que el lector sabe. En fin, después de hablar mucho de Stein y de María, concluyó diciendo que había conseguido de él que viniese con su mujer a establecerse en Sevilla, para utilizar y dar a conocer, él su ciencia y ella los dotes extraordinarios con que la naturaleza la había favorecido.

-Mal hecho -falló en tono resuelto el general.

La condesa se volvió hacia su tío con prontitud.

-¿Y por qué es mal hecho, señor? -preguntó.

-Porque esas gentes -respondió el general- vivían contentos y sin ambición, y desde ahora en adelante, no podrán decir otro tanto; y según el título de una comedia española, que es una sentencia, Ninguno debe dejar lo cierto por lo dudoso.

-¿Creéis, tío -repuso la condesa-, que esa mujer, con una voz privilegiada, echará de menos la roca a que estaba pegada como una ostra, sin ventajas y sin gloria para ella, para la sociedad ni para las artes?

-Vamos, sobrina, ¿querrás hacernos creer con toda formalidad que la sociedad humana adelantará mucho con que una mujer suba a las tablas y se ponga a cantar di tanti palpiti?

-Vaya -dijo la condesa-; bien se conoce que no sois filarmónico.

-Y doy muchas gracias a Dios de no serlo -contestó el general-. ¿Quieres que pierda el juicio, como tantos lo pierden, con ese furor melomaníaco, con esa inundación de notas que por toda Europa se ha derramado como un alud, o una avalancha, como malamente dicen ahora? ¿Quieres que vaya a engrandecer con mi imbécil entusiasmo el portentoso orgullo de los reyes y reinas del gorgorito? ¿Quieres que vayan mis pesetas a sumirse en sus colosales ingresos, mientras se están muriendo de hambre tantos buenos oficiales cubiertos de cicatrices, mientras que tantas mujeres de sólido mérito y de virtudes cristianas, pasan la vida llorando, sin un pedazo de pan que llevar a la boca? ¡Esto sí que clama al cielo, y es un verdadero sarcasmo, como también dicen ahora, en una época en que no se les cae de la boca a esos hipocritones vocingleros la palabra humanidad! ¡Pues ya iría yo a echar ramos de flores a una prima donna, cuyas recomendables prendas se reducen al do, re, mi, fa, sol!

-Mi tío -dijo la condesa- es la mismísima personificación del statu quo. Todo lo nuevo le disgusta. Voy a envejecer lo más pronto posible, para agradarle.

-No harás tal, sobrina -repuso el general-; y así no exijas tampoco que yo me rejuvenezca para adular a la generación presente.

-¿Sobre qué está disputando mi hermano? -preguntó la marquesa, que, distraída hasta entonces por el juego, no había tomado parte en la conversación.

-Mi tío -dijo un oficial joven que había entrado calmadito y sentándose cerca del duque-, mi tío está predicando una cruzada contra la música. Ha declarado la guerra a los andantes, proscribe los moderatos y no da cuartel ni a los allegros.

-¡Querido Rafael! -exclamó el duque abrazando al oficial, que era pariente suyo, y a quien tenía mucho afecto. Era este pequeño, pero de persona fina, bien formada y airosa; su cara, de las que se dice que son demasiado bonitas para hombres.

-¡Y yo! -respondió el oficial, apretando en sus manos las del duque-; ¡yo que me habría dejado cortar las dos piernas por evitaros los malos ratos que habéis pasado! Pero estamos hablando de la ópera, y no quiero cantar en tono de melodrama.

-Bien pensado -dijo el duque-; y más valdrá que me cuentes lo que ha pasado aquí durante mi ausencia. ¿Qué se dice?

-Que mi prima la condesa de Algar -dijo Rafael- es la perla de las sevillanas.

-Pregunto lo que hay de nuevo -repuso el duque- y no lo sabido.

-Señor duque -continuó Rafael-, Salomón ha dicho, y muchos sabios (y yo entre ellos) han repetido, que nada hay nuevo debajo de la capa azul del cielo.

-¡Ojalá fuera cierto! -dijo el general suspirando-; pero mi sobrino Rafael Arias es una contradicción viva de su axioma. Siempre nos trae caras nuevas a la tertulia, y eso es insoportable.

-Ya está mi tío -dijo Rafael- esgrimiendo la espada contra los extranjeros. El extranjero es el bu del general Santa María. Señor duque, si no me hubierais nombrado ayudante vuestro, cuando erais ministro de Guerra, no habría contraído tantas relaciones con los diplomáticos extranjeros de Madrid y no me estarían quemando la sangre con cartas de recomendación. ¿Creéis, tío, que me divierte mucho el servir de cicerone, como lo estoy haciendo desde que vine a Sevilla, con todo viandante?

-¿Y quién nos obliga -repuso el general- a abrir las puertas de par en par a todo el que llega y a ponernos a sus órdenes? No lo hacen así en París, y mucho menos en Londres.

-Cada nación tiene su carácter -dijo la condesa- y cada sociedad sus usos. Los extranjeros son más reservados que nosotros: lo son igualmente entre sí. Es preciso ser justos.

-¿Han venido algunos recientemente? -preguntó el duque-. Lo digo porque estoy guardando a lord G., que es uno de los hombres más distinguidos que conozco. ¿Si estará ya en Sevilla?

-No ha llegado aún -contestó Rafael-. Por ahora tenemos aquí, en primer lugar, al mayor Fly, a quien llamamos la Mosca, que es lo que su nombre significa. Sirve en los guardias de la reina y es sobrino del duque de W., uno de los más altos personajes de Inglaterra.

-¡Sí! ¡Sobrino del duque de W. -dijo el general como yo lo soy del Gran Turco!

-Es joven -prosiguió Rafael-, elegante y buen mozo, pero un coloso de estatura; de modo que es preciso colocarse a cierta distancia, para poder hacerse cargo del conjunto. De cerca parece tan grande, tan robusto, tan anguloso, tan tosco, que pierde un ciento por ciento. Cuando no está sentado a la mesa, siempre le tengo al lado, dentro o fuera de casa; cuando mi criado le dice que he salido, responde que me aguardará; y al entrar él por la puerta, salgo yo por la ventana. Tiene la costumbre de tirar al florete con su bastón, y aunque sus botonazos sean inocentes y no hiera más que el aire, como tiene el brazo fuerte y tan largo, y mi cuarto es pequeño, me agujerea las paredes y ha roto varios cristales de la ventana. En las sillas se sienta, se mece, se contonea y repanchiga de tal modo, que ya van cuatro rotas. Mi patrona, al verlo, se pone hecha una furia. Algunas veces toma un libro, y es lo mejor que puede hacer, porque entonces se queda dormido. Pero su fuerte son las conquistas; este es su caballo de batalla, su idea fija y toda su esperanza, aunque todavía en verde. Tiene con respecto al bello sexo, la misma ilusión que con respecto a los pesos duros el gallego que fue a México, creyendo que no tendría más que bajarse para recogerlos. He tratado de desengañarle; pero ha sido predicar en desierto. Cuando le hablo en razón, se sonríe con cierto aire de incredulidad, acariciando sus enormes bigotes. Está apalabrado con una heredera millonaria, y lo curioso es que este Ayax de treinta años, que devora cuatro libras de carne en beef-steake y se bebe tres botellas de jerez de una sentada, hace creer a la novia que viaja por necesitarlo su salud. El otro maulo como dice mi tío, es un francés: el barón de Maude.

-¡Barón! -dijo el general con socarronería-. ¡Sí!, ¡barón como yo papa!

-Pero por Dios, tío -dijo la condesa-, ¿qué razón hay para que no sea barón?

-La razón es, sobrina -dijo el general-, que los verdaderos barones (no los de Napoleón ni los constitucionales, sino los de antaño) no viajaban ni escribían por dinero, ni eran tan mal criados, tan curiosos y tan cansadamente preguntones.

-Pero tío, por Dios; bien se puede ser barón y ser preguntón. Por preguntar no se pierde la nobleza. A su regreso a su país va a casarse con la hija de un par de Francia.

-Así se casará él con ella -replicó el general-, como yo con el Gran Turco.

-Mi tío -dijo Arias- es como Santo Tomás: ver y creer. Pero volviendo a nuestro barón, es preciso confesar que es hombre de muy buena presencia, aunque como yo, acabó de crecer antes de tiempo. Tiene un carácter amable; pero la da de sabio y de literato; y lo mismo habla de política que de artes; lo mismo de Historia que de música, de estadística, de filosofía, de hacienda y de modas. Ahora está escribiendo un libro serio, como él dice, el cual debe servirle de escalón para subir a la Cámara de Diputados. Se intitula: Viaje científico, filosófico, fisiológico, artístico y geológico por España (a) Iberia, con observaciones críticas sobre su gobierno, sus cocineros, su literatura, sus caminos y canales, su agricultura, sus boleros y su sistema tributario. Afectadamente descuidado en su traje, grave, circunspecto, económico en demasía, viene a ser una fruta imperfecta de ese invernáculo de hombres públicos, que cría productos prematuros, sin primavera, sin brisas animadoras y sin aire libre; frutos sin sabor ni perfume. Esos hombres se precipitan en el porvenir, en vapor a toda máquina, a caza de lo que ellos llaman una posición, y a esto sacrifican todo lo demás: ¡tristes existencias atormentadas, para las que el día de la vida no tiene aurora!

-Rafael, eso es filosofar -dijo el duque sonriéndose-. ¿Sabes que si Sócrates hubiera vivido en nuestros tiempos, serías su discípulo más bien que mi ayudante?

-No cambio la ayudantía por el apostolado, mi general -respondió Arias-. Pero la verdad es que si no hubiera tanto discípulo necio, no habría tanto perverso maestro.

-¡Bien dicho, sobrino! -exclamó el anciano general-; ¡tanto nuevo maestro! y cada cual enseña una cosa y predica una doctrina a cual más nueva y más peregrina. ¡El progreso!, ¡el magnífico y nunca bien ponderado progreso!

-General -contestó el duque-, para sostener el equilibrio en este nuestro globo, es preciso que haya gas y haya lastre; ambas fuerzas deberían mirarse recíprocamente como necesarias, en lugar de querer aniquilarse con tanto encarnizamiento.

-Lo que decís -repuso el general- son doctrinas del odioso justo-medio, que es el que más nos ha perdido con sus opiniones vergonzantes y sus terminachos curruscantes, como dice el pueblo, que habla con mejor sentido que los ilustrados secuaces del modernismo; hipocritones con buena corteza y mala pulpa; adoradores del Ser Supremo, que no creen en Jesucristo.

-Mi tío -dijo Rafael- odia tanto a los moderados, que pierde toda moderación para combatirlos.

-Calla, Rafael -respondió la condesa-; tú combates y te burlas de todas las opiniones, y no tienes ninguna, por tal de no tomarte el trabajo de defenderla.

-Prima -exclamó Rafael-, soy liberal; dígalo mi bolsa vacía.

-¡Qué habías tú de ser liberal! -dijo con voz estridente el general.

-¿Y por qué no había de serlo, señor? El duque también lo es.

-¡Qué habías de ser liberal! -tornó a decir el veterano en tono fuerte y recalcado, como un redoble de tambor.

-Vamos -murmuró Rafael-; mi tío, por lo visto, no consiente en que sean liberales sino las artes que llevan esa denominación. Señor -añadió dirigiéndose a su tío, al que hallaba su sobrino un sabroso placer en hacer rabiar-. ¿Por qué no puede ser el duque liberal? ¿Quién se lo puede estorbar si se le antoja ser liberal? ¿Se pondrá más feo por ser liberal? ¿Por qué no podemos ser liberales, señor, por qué?

-Porque el militar -contestó el general- no es ni debe ser otra cosa que el sostén del trono, el mantenedor del orden y el defensor de su Patria. ¿Estás, sobrino?

-Pero tío...

-Rafael -le interrumpió la condesa-, no te metas en honduras y prosigue tu relación.

-Obedezco; ¡ah prima!, en el ejército que estuviese a tus órdenes, no se vería jamás una falta de subordinación. Otro extranjero tenemos en Sevilla, un tal sir John Burnwood. Es un joven de cincuenta años; hermosote, sonrosado, con grandes melenas, como león genuino del Atlas; lente inamovible, sonrisa ídem, apretones de manos a diestro y siniestro; gran parlanchín, bulle-bulle, turbulento para echarla de vivo; como aquel alemán, que con el mismo objeto se tiró por la ventana; gran amigo de apuestas; célebre sportman; poseedor de vastas minas de carbón de piedra, que le producen veinte mil libras de renta.

-¿Supongo -dijo el general- que serán veinte mil libras de carbón de piedra?

-Mi tío -dijo Rafael- es como los bolsistas, que suben y bajan las rentas a su albedrío. Sir John apostó que subiría a la Giralda a caballo, y ese es el gran objeto que le trae a Sevilla. Es verdad que uno de nuestros antiguos reyes lo hizo; pero el pobre caballo en que subió, no pudo bajar y se quedó, como el sepulcro de Mahoma, suspenso entre el cielo y la tierra; fue preciso matarlo en su elevado puesto. Sir John está desesperado porque no le permiten gozar de este monárquico pasatiempo. Ahora quiere, a ejemplo de lord Elguin y del barón Taylor, comprar el Alcázar y llevárselo a su hacienda señorial, piedra por piedra, sin omitir las que, según dicen, están manchadas para siempre con la sangre de don Fadrique, a quien mandó dar muerte su hermano el rey don Pedro, hace quinientos años.

-No hay cosa -dijo el general- de que no sean capaces esos sires, ni idea, por descabellada que sea, que no se les ocurra.

-Hay más -continuó Rafael-. El otro día me preguntó si podría yo obtener del Cabildo de la Catedral que vendiese las llaves doradas que el rey moro presentó en una fuente de plata a San Fernando cuando conquistó a Sevilla, y la copa de ágata en que solía beber el gran rey.

El general dio tal porrazo sobre la mesa, que uno de los candeleros vino al suelo.

-Mi general -dijo el duque-, ¿no echáis de ver que Rafael está recargando los colores de sus cuadros y que son puras extravagancias todo lo que está diciendo?

-No hay extravagancia -repuso el general- que sea improbable en los ingleses.

-Pues aún falta lo mejor -continuó Rafael fijando sus miradas en una linda joven, que estaba al lado de la marquesa, viéndola jugar-. Sir John está enamorado perdido de mi prima Rita y la ha pedido. Rita, que no sabe absolutamente cómo se pronuncia el monosílabo sí, le ha dado un no, pelado y recio como un cañonazo.

-¿Es posible, Ritita -dijo el duque-, que hayáis rehusado veinte mil libras de renta?

-No he rehusado la renta -contestó la joven con soltura, sin dejar de mirar el juego-; lo que he rehusado ha sido al que la posee.

-Ha hecho bien -dijo el general-: cada cual debe casarse en su país. Este es el modo de no exponerse a tomar gato por liebre.

-Bien hecho -añadió la marquesa-. ¡Un protestante! Dios nos libre.

-¿Y qué decís vos, condesa? -preguntó el duque.

-Digo lo que mi madre -respondió esta-. No es cosa de chanza que el jefe de una familia sea de distinta religión que la de esta; creo como mi tío, que cada cual debe casarse en su país; y digo lo que Rita: que no me casaría jamás con un hombre sólo porque tuviese veinte mil libras de renta.

-Además -dijo Rita-, está muy enamorado de la bolera Lucía del Salto; y así, aunque el señor fuera de mi gusto, le habría dado la misma respuesta. No estoy por las competencias; y mucho menos con gente de entre bastidores.

Rita era sobrina de la marquesa y del general. Huérfana desde su niñez, había sido criada por un hermano suyo, que la amaba con ternura, y por su nodriza, que adoraba en ella y la mimaba; sin que por esto dejase de haberse hecho una joven buena y piadosa. El aislamiento y la independencia en que había pasado los primeros años de su vida, habían impreso en su carácter el doble sello de la timidez y de la decisión. Era de esas personas que algunos llaman oscuras, por enemigas del ruido y del brillo; altiva al mismo tiempo que bondadosa; caprichosa y sencilla; burlona y reservada. A este carácter picante se agregaba el exterior más seductor y más lindo. Su estatura era medianamente alta, su talle, que jamás se había sometido a la presión del corsé, poseía toda la soltura, toda la flexibilidad que los novelistas franceses atribuyen falsamente a sus heroínas, embutidas en apretados estuches de ballena. A esa graciosa soltura de cuerpo y de movimientos, unida a la franqueza y naturalidad en el trato, tan encantadora cuando la acompañan la gracia y la benevolencia, deben las españolas su tan celebrado atractivo. Rita tenía el blanco mate limpio y uniforme de las estatuas de mármol; su hermoso cabello era negro; sus ojos, notablemente grandes, de un color pardo oscuro, guarnecidos de grandes pestañas negras y coronados de cejas que parecían trazadas por la mano de Murillo. Su fresca boca, generalmente seria, se entreabría de cuando en cuando para lanzar por entre su blanquísima dentadura una pronta y alegre carcajada, que su encogimiento habitual comprimía inmediatamente; porque nada le era más repugnante que llamar la atención, y cuando esto le sucedía, se ponía de mal humor.

Había hecho voto a la Virgen de los Dolores de llevar hábito; y así vestía siempre de negro, con cinturón de cuero barnizado y un pequeño corazón de oro atravesado por una espada, en la parte superior de la manga.

Rita era la única mujer que su primo Rafael Arias había amado seriamente: no con una pasión lacrimosa y elegiaca, cosa que no estaba en su carácter, el más antisentimental que entre otros muchos resecó el Levante indígena, sino con un afecto vivo, sincero y constante. Rafael, que era un excelente joven, leal, juicioso y noble en su porte y por su cuna, y que gozaba de un buen patrimonio, era el marido que la familia de Rita le deseaba. Pero ella, a pesar de la vigilancia de su hermano, había entregado su corazón sin saberlo aquel. El objeto de su preferencia era un joven de ilustre cuna; arrogante mozo, pero jugador; y esto bastaba para que el hermano de Rita se opusiese de tal modo a sus amores, que le había prohibido rigurosamente verle y hablarle. Rita, con su firmeza de temple y su perseverancia de española (que debiera emplear mejor que lo hacía en esto), aguardaba tranquilamente, sin quejas, suspiros ni lágrimas, que llegase el día de cumplir veintiún años, para casarse sin escándalo, a pesar de la oposición de su hermano. Entre tanto, su amante le paseaba la calle, vestido y montado a lo majo, en soberbios caballos y se carteaban diariamente.

Aquella noche Rita había entrado, como siempre, en la tertulia, sin hacer ruido, y se había sentado en el sitio acostumbrado, cerca de su tía, para verla jugar. Esta no había observado la proximidad de su sobrina, sino cuando preguntada por el duque acerca del enlace que había rehusado, se había visto obligada a responder.

-¡Jesús! Rita -dijo la marquesa-. ¡Qué susto me has dado! ¿Cómo has llegado hasta aquí sin que nadie te haya sentido?

-¿Queríais -respondió- que entrase con tambor y trompeta como un regimiento?

-Pero al menos -repuso la marquesa-, bien hubieras podido saludar a las gentes.

-Se distraen los jugadores -dijo Rita-; y si no, ved vuestros naipes. Oros van jugados y ya ibais a hacer un renuncio por echarme una peluca.

Durante este diálogo, Rafael se había sentado detrás de su prima y le decía al oído:

-Rita, ¿cuándo pido la dispensa?

-Cuando yo te avise -contestó sin volverle la cara.

-¿Y qué he de hacer para merecer que llegue ese venturoso instante?

-Encomendarte a mi santa, que es abogada de imposibles.

-Cruel, algún día te arrepentirás de haber rechazado mi blanca mano. Pierdes el mejor y el más agradecido de los maridos.

-Y tú la peor y la más ingrata de las mujeres.

-Escucha, Rita -continuó Arias-; ¿tiene nuestro tío, que está enfrente de nosotros, alguna custodia en la cabeza, que te impide volver la cara a quien te habla?

-Tengo una torcedura en el pescuezo.

-Esa torcedura se llama Luis de Haro. ¿Todavía estás encaprichada con ese consumidor de barajas?

-Más que nunca.

-¿Y qué dice a eso tu hermano?

-Si te interesa, pregúntaselo.

-¿Y me dejarás morir?

-Sin pestañear.

-Hago voto al diablo que está a los pies del San Miguel de la parroquia, de que le he de dorar los cuernos, si carga de una vez con tu Luis de Haro.

-Deséale mal, que los malos deseos de los envidiosos engordan.

-Paréceme que te fastidio -dijo Rafael, después de algunos minutos de silencio, viendo bostezar a su prima.

-¿Hasta ahora no lo habías echado de ver? -respondió Rita.

-Esto es que deseas que me vaya. Ya se ve, ¡como Luis Barajas es tan celoso!

-¡Celoso de ti! -respondió su prima, lanzando una de sus carcajadas repentinas-: tan celoso está de ti como del inglés gordo.

-Gracias por la comparación, amable primita; y ¡adiós para siempre!

-¡La del humo! -respondió Rita sin volver la cara.

Rafael se levantó furioso.

-¿Qué tenéis, Rafael? -le preguntó en tono lánguido una joven, al pasar delante de ella.

Esta nueva interlocutora acababa de llegar de Madrid, adonde un pleito de consideración había exigido la presencia de su padre. Volvía de esta expedición completamente modernizada; tan rabiosamente inoculada en lo que se ha dado en llamar buen tono extranjero, que se había hecho insoportablemente ridícula. Su ocupación incesante era leer; pero novelas casi todas francesas. Profesaba hacia la moda una especie de culto; adoraba la música y despreciaba todo lo que era español.

Al oír Rafael la pregunta que se le dirigía, procuró serenarse y respondió:

-Eloisita, tengo un día más que ayer y uno menos de vida.

-Ya sé lo que tenéis, Arias; y conozco cuanto sufrís.

-Eloisita, me vais a meter aprensión como a don Basilio -y se puso a cantar-. ¡Qué mala cara!

-En vano disimuláis; hay lágrimas en vuestra risa, Arias.

-Pero decidme por Dios, Eloisita, lo que tengo, pues es una obra de misericordia enseñar al que no sabe.

-Lo que tenéis, Arias, harto lo sabéis.

-¿El qué?

-Una decepción -murmuró Eloísa.

-¿Una qué? -preguntó Rafael, que no la entendió.

-Una decepción -repitió Eloísa.

-¡Ah!, ¡ya!, había entendido deserción, y mi honor militar se había horripilado. En cuanto a decepción, tengo un ciento, como cada hijo de vecino, amiga mía; y no es poca el inspiraros lástima en lugar de agrado, que es lo que más deseo.

-Pero una hay entre todas que descolora vuestra vida y hace que sea para vos la felicidad un sarcasmo que os llevará a mirar la tumba como un descanso y la muerte como una sonriente amiga.

-¡Ah, Eloisita! -contestó Rafael-; un dedo de la mano habría dado por haber tenido en la acción de Mendigorría tales pensamientos; no que cuando me llevaron al hospital con un balazo en el costado, maldito si me sonreían ni la muerte ni la tumba.

-¡Qué prosaico sois! -exclamó indignada Eloísa.

-¿Es esto un anatema, Eloisita?

-No, señor -repuso con ironía la interrogada-; es un magnífico cumplido.

-Lo que es una verdad de a folio -dijo Rafael- es el que estáis lindísima con ese peinado, y que ese vestido es del mejor gusto.

-¿Os agrada? -exclamó la elegante joven, dejando de repente el tono sentimental-. Son estas telas las últimas nouveautés, es gro Ledru-Rollin.

-No es extraño -dijo Rafael- que se muera por España y por las españolas aquel inglés que veis allí enfrente y cuya cabeza descuella sobre todas las plantas del macetero.

-¡Qué mal gusto! -contestó Eloísa con un gesto de desdén.

-Dice -continuó Rafael- que no hay cosa más bonita en el mundo que una española con su mantilla, que es el traje que más favor les hace.

-¡Qué injusticia! -exclamó la joven-. ¿Creen acaso que el sombrero es demasiado elegante para nosotras?

-Dice -prosiguió Rafael- que manejáis el abanico con una gracia incomparable.

-¡Qué calumnia! -dijo Eloísa-. Ya no lo usamos las elegantas.

-Dice que esos piececitos tan monos, tan breves, tan lindos, están pidiendo a gritos medias y zapatos de seda, en lugar de esas horrendas botas, borceguíes, brodequines o llámense comoquiera.

-Eso es insultamos -exclamó Eloísa-; es querer que retrogrademos medio siglo, como dice muy bien la ilustrada prensa madrileña.

-Que los ojos negros de las españolas son los más hermosos del mundo.

-¡Qué vulgaridad! Esos son ojos de las gentes del pueblo, de cocineras y cigarreras.

-Que el modo de andar de las españolas tan ligero, tan gracioso, tan sandunguero, es lo más encantador que pueda imaginarse.

-Pero ¿no conoce ese señor que nos mira como parias -dijo Eloísa-, y que estamos haciendo todo lo posible para enmendarnos y andar como se debe?

-Lo mejor será que le convirtáis -dijo Rafael-. Voy a presentárosle.

Arias echó a correr pensando: «Eloísa tiene blando el corazón y la echa de romántica: es pintiparada para el mayor, que anda a caza de estos avechucos.»

Entre tanto, la condesa preguntaba al duque si era bonita la Filomena de Villamar.

-No es ni bonita ni fea -respondió-. Es morena, y sus facciones no pasan de correctas. Tiene buenos ojos; es en fin, uno de esos conjuntos que se ven por dondequiera en nuestro país.

-Una vez que su voz es tan extraordinaria -dijo la condesa, por honor de Sevilla-, es preciso que hagamos de ella una eminente prima donna. ¿No podremos oírla?

-Cuando queráis -respondió el duque-. La traeré aquí una noche de estas, con su marido, que es un excelente músico y ha sido su maestro.

En esto llegó la hora de retirarse.

Cuando el duque se acercó a la condesa para despedirse, esta levantó el dedo con aire de amenaza.

-¿Qué significa eso? -preguntó el duque.

-Nada, nada -contestó ella-; esto significa ¡cuidado!

-¿Cuidado? ¿De qué?

-¿Fingís que no me entendéis? No hay peor sordo que el que no quiere oír.

-Me ponéis en ascuas, condesa.

-Tanto mejor.

-¿Queréis, por Dios, explicaros?

-Lo haré, ya que me obligáis. Cuando he dicho cuidado, he querido decir ¡cuidado con echarse una cadena encima!

-¡Ah!, condesa -repuso el duque con calor-, por Dios, que no venga una injusta y falsa sospecha a oscurecer la fama de esa mujer, aun antes de que nadie la conozca. Esa mujer, condesa, es un ángel.

-Eso por supuesto -dijo la condesa-. Nadie se enamora de diablos.

-Y sin embargo, tenéis mil adoradores -repuso sonriendo el duque.

-Pues no soy diablo -dijo la condesa-; pero soy zahorí.

-El tirador no acierta cuando el tiro salva el blanco.

-Os aplazo para dentro de aquí a seis meses, invulnerable Aquiles -repuso la condesa.

-Callad por Dios, condesa -exclamó el duque-; lo que en vuestra bella boca es una chanza ligera, en las bocas de víboras que pululan en la sociedad, sería una mortal ponzoña.

-No tengáis cuidado: no seré yo quien tire la primera piedra. Soy indulgente como una santa, o como una gran pecadora; sin ser ni lo uno ni lo otro.

Nada satisfecho salía el duque de esta conversación, cuando a la puerta le detuvo el general Santa María.

-Duque -le dijo-, ¿habéis visto cosa semejante?

-¿Qué cosa? -preguntó escamado el duque.

-¡Qué cosa, preguntáis!

-Sí, lo pregunto y deseo respuesta.

-¡Un coronel de veintitrés años!

-En efecto, es algo prematuro -contestó el duque sonriéndose.

-Es un bofetón al Ejército.

-No hay duda.

-Es dar un solemne mentís al sentido común.

-¡Por supuesto!

-¡Pobre España! -exclamó el general, dando la mano al duque y levantando los ojos al cielo.