La gitana redentora

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​La gitana redentora​ de Joaquín Díaz Garcés


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Era la cárcel de mujeres: testimonio, abundante todavía, de esas negligencias de un estado que no reparte bien sus rentas, monumento extraño en todas partes, pero no en Chile, de improvisación, de mala adaptación, de ignorancias y descuidos. Caserón de fundo, con puerta, torno y locutorio de convento; serie de patios cuyas construcciones van degenerando y empobreciendo hacia el interior. Afuera, paredes pintadas, naranjos en flor, jaulas con canarios; más adentro, corredores sin baldosas, arbustos lacios y raquíticos; en el fondo, charcos en los corrales, techos rotos, goteras por todas partes, yerbas en las murallas. No ha alcanzado el dinero, ni la previsión ni el estudio. Es una cárcel en que hay detenidas por una semana, al lado de presidiarias perpetuas. Y al frente de todo esto, las religiosas del Buen Pastor, que hacen lo que pueden, que rezan, que suspiran, que agitan llaves en las manos.

Cruzamos los patios un día y fuimos viendo el cortejo de esa pobre carne histérica. Muchachuelas de ojos vivaces, tempranamente cínicos, muestran en los rostros malhumorados la exasperación que causa el brusco salto de la libertad a la obediencia, al lado de otras ya resignadas y pasivas, que se mueven como autómatas, con los ojos embelesados y las manos puestas sobre el vientre, cerca de las compañeras más normales que bordan en silencio, haciendo proyectos más serenos para el porvenir, o se aturden moviendo los pedales de las máquinas de coser. En cada sala, una virgen de yeso policromo, entre marchitas flores y hojas de papel plateado, símbolo de ese rezo monjil, gangoso y formulista, recuerda que las detenidas están sujetas a un régimen maternal y religioso.

Mirábamos los grupos de pecadoras y recordábamos esa cadena de figuras enfermas que el escultor Biondi vaciaba un día en Roma, para abogar en eterno monumento por la reforma de las cárceles; y venían a nuestra memoria frases dolorosas de un drama de escritora italiana, Casa di Pena, y tantas observaciones de psicólogos y penalistas para interesar a la sociedad en curar a la mujer criminal antes que castigarla.


Narración[editar]

En el último patio de la cárcel, encerrado por bajo muro de campo, que lo dividía del huerto, tres mujeres vestidas de mezclilla azul, se inclinaban a lavar en un pozo de bajo brocal lleno de lavaza. Había olor a jabón y a ropa húmeda; a carbones mal encendidos en el brasero; a sudor y a basuras. Algunos pájaros llegaban a picotear y a saltar sobre las tejas del muro y escapaban luego seguidos por las miradas de las presas. En cuerdas tendidas de lado a lado, colgaban algunos trapos blancos e hilachentos. Por la calle pasaba una carreta en la cual iba un hombre cantando, y aunque su voz era desafinada y áspera, medía la triste y callada soledad del patiezuelo.

Una de las presas llamaba la atención: la Primitiva. No podía tener más de treinta y cinco años, a juzgar por sus ojos, en que había un sano y franco vigor de juventud, y en su boca grande, derecha, apenas levantada en las comisuras con levísima mueca de sonrisa. Pero lucía muchos hilos grises en la negrísima y loca cabellera, y su espalda parecía cansada y los hombros caían como agotados. Parecía una gitana y tal vez lo era, porque nadie podía deducir de qué pasta, de qué mezcla, estaba formada esa enorme mujer que tenía tan bondadoso aspecto y era, sin embargo, una cruel homicida.

Cuando fue encerrada, permaneció sin comer muchos días y sin hablar muchos meses. Era una fiera agazapada. La habían traído con grillos; pero la madre Cristina, gran domadora, obtuvo se los quitasen. Se fue entregando poco a poco y se notó que era la capilla el sitio de su reposo. Miraba asombrada los cirios y las imágenes, escuchaba rezar con cierto misterio poniendo el oído para pescar un coro lejano y extraño y se embelesaba con el órgano, un armonio en el cual cada tubo de madera y metal, maltratado y envejecido, disonaba a más y mejor.

Muy pronto notaron las religiosas más viejas que la Primitiva era una mujer original y superior. No manifestó nunca uno de esos escapes histéricos tan frecuentes en las detenidas. Algunas de tales manifestaciones provenían de necedad, otras de aburrimiento y otras de pequeñez y maldad. Las religiosas hacían verdaderos ejercicios de paciencia: ya era una muchacha que se arrancaba los cabellos en medio de los alaridos de las otras, o que se pinchaba los brazos con un alfiler, o que se colocaba al pie de uno de los chorros que en día de lluvia caían de las canaletas y tejados. Habían terminado por ensayar con éxito la indiferencia porque mientras más se afligían con estos incidentes, más se repetían.

-«¡Madrecita!, -gritaba una- ¡mire cómo la Antonieta se está empapando en el patio!».

Y la madre decía imperturbable, sin mirar siquiera:

-Déjela a la pobre; tendrá mucho calor y se estará refrescando.

Jamás la Primitiva manifestó impaciencias, porfías o caprichos. Era serena como un animal de labor; casi majestuosa como una fiera grande y libre. Nada sabía de Dios. En una sarta de monedas peruanas y bolivianas que llevaba al cuello, le había encontrado la madre Cristina una medalla de la Virgen María. Fue éste el motivo de entrar en esa primera conversación, llave del alma.

-¿Qué representa esta medalla? -le preguntó la religiosa.

-Es mi negrita -repuso sencilla y sonriente-. Así la he llamado siempre, desde chica. Trae la suerte en amores, también libra del mal de ojo.

Primitiva fue poco a poco dando algo de sus secretos. Los sacaba con lentitud, con vergüenza y con dificultad, como del fondo de un arcón viejo se sacan telas rotas y apolilladas. Le habían contado que en un circo, en Iquique, había una mujer muy grande, muy obscura, a la cual llamaban la Mora. Venía de muy lejos y jugaba con puñales que tiraba muy arriba y recibía en las manos sin herirse. También subía a un trapecio vestida con terciopelo, seda y género de oro. Esta mujer se mató un día cayendo desde lo más alto de la carpa. Pero también se dijo que le habían dejado suelto el cable que debía mantener segura la barra.

Según oyera la Primitiva, la Mora dejó una niñita de pocos meses, y esa criatura que nunca confesó suya la malabarista, era ella misma. A lo menos le dieron las caravanas de la infortunada y la sarta de monedas con la negrita. Primitiva creció en el circo, grupo ambulante compuesto de un empresario yankee mulato, de un payaso italiano, de un acróbata ruso y un equitador mexicano. Era golpeada a menudo, y cuando tenía apenas doce años se fugó en Calama. Fue protegida primero y enseguida ocultada por un chino que trato de hacerla su esclava.

Durante semanas estuvo atada a un poste con una cuerda que oprimía la cintura; casi sin comer, y víctima de vejaciones incontables, cuyo solo recuerdo hacía santiguarse a la madre Cristina. Unos muleteros que por allí pasaban hacia las minas de la cordillera, se la llevaron una noche, oculta entre la carga. Trabajó en un malacate con la cocinera india que cuidaba de los mineros y siguió después a unos pastores, atraída por la primera llama boliviana que veía.

Primitiva tenía el recuerdo más fresco de ese desierto llano, con montañas bajas, azulejas y el aire muy puro y cortante. Permaneció, según creía, meses y meses, sin hablar con alma humana; dirigía la palabra solo al rebañito flaco y tiñoso que le habían confiado. Tenía dieciséis años, más o menos, cuando un minero la encontró agraciada, le propuso hacerla su mujer, y sin más ceremonia la trajo a la Pampa, y la alojó en la oficina de la Coya. Era su china; la calzó bien y la vistió en la pulpería. Y así, pasaba un año, cuando Primitiva encontró que sabía amar, porque tuvo celos; pero celos locos, frenéticos, según parecía. Todavía, de esas cenizas, salio un resplandor de fuego, al contar que, entrando un día al cuarto de su vecina, encontró a su marido y con el propio cuchillo que llevaba a la cintura y que había caído al suelo lo degolló de un golpe.

-¡No estás arrepentida, pobre hija mía! -preguntaba la religiosa.

-Estoy arrepentida de mis pecados, sí, madre; pero no de la muerte que hice. La volvería a hacer ahora.

Primitiva no lloraba; era una estatua de greda que miraba con esa serenidad de los ojos que no tienen vista hacia afuera. ¿Era de sangre africana, española, asiática? ¿Había en la suya mezcla de todas? Y su alma, ¿cómo estaba formada? ¿qué había dentro de su cerebro?

La primera vez que vi a Primitiva, llevaba diez a doce años de cárcel. Merecía el indulto por su conducta pero se había negado a pedirlo.

En esa senda del misterio que recorren muchos seres humildes, Primitiva ha seguido la más extraña. No queda casi nada a la imaginación creativa del escritor en la vida de la pastora gitana de la altiplanicie. Como otra María Egipciana, que pagaba con su cuerpo al barquero que la hacía cruzar el río, la santa del desierto salitrero comenzó por estar atada como un perro en el inmundo tambo de un chino, fue asesina brutal y fue aventurera de sublime misión.

Años después de haber tenido las primeras noticias de la encarcelada de la calle de Lira, me interesé por saber de su existencia. Seguía silenciosa, pareja, serena, rezando sin aspavientos, trabajando sin levantar cabeza. Parecía de piedra. Las asiladas habían concluido por olvidarla y no dirigirle la palabra. Pasaba por todas partes como uno de esos perros del huerto que no ladran, que no hacen daño, que no juegan, que son compañía pero no confidentes.

La madre Cristina recibió un día dos noticias que la aterraron. Se acordaba a Primitiva el indulto. La esposa del Presidente de la República había sido impuesta de la callada virtud, de la redención de este extraño ser, y las gestiones siguieron su trámite normal en breve plazo.

Y, por otra parte, y esto era lo más extraño del mundo, el padre Ceferino, el capellán provenzal, viejo achacoso y gotoso, partía con ella a las salitreras a redimir cautivas, a buscar Magdalenas.

-¡Santo Dios! ¡Santo Inmortal! -repetía la religiosa tomándose la cabeza entre las manos- ¡Si son dos locos! Es necesario advertir sin pérdida de tiempo al Arzobispo.

Pero, sin aguardar los empeños y conferencias a que esto daría lugar, la madre abordó a don Ceferino.

El viejo estaba realmente resuelto. Quería terminar su vida, luchando, no en un confesionario de monjas, lo que, -según decía- aburría y empalagaba con esas digestiones difíciles de conciencias meticulosas, sino en un campo abierto, con fieras. Había ido descubriendo en el alma de Primitiva profundidades insondables; era una santa y quería ser una mártir de la redención de sus hermanas. «¡Figúrese, madre! La idea ha sido de ella; la ha pensado, ha vivido con ella y está de tal manera compenetrada, en años y años de incubarla y calentarla, que ahora no vive sino para esta alma nueva que le ha nacido del crimen, como una flor en el fango. Los designios de Dios son inescrutables: Primitiva viene de generaciones antiguas, que estuvieron en contacto con los focos humanos donde corrió la sangre del esclavo que levantó las Pirámides y los templos, la de los mártires que majaron el suelo africano, la de los árabes que hicieron una civilización de esplendor y de nobleza. ¿Cómo sabremos de dónde viene directamente esta mujer extraña que tiene la serenidad del tiempo, la fe de toda una religión, la fuerza de varias razas? De reina, de esclava, de santa, de lo que sea...».

La madre Cristina sonrió compasiva.

-¡Don Ceferino! No divaguemos; no perdamos la cordura. No hay duda de que los designios de Dios son inescrutables; pero también es insondable la falta de criterio... y me parece.

El capellán estaba sofocado. Le habían echado un balde de agua sobre el cerebro. Le costó serenarse.

-Yo no pretendo -dijo con lentitud y voz humilde- comunicar el entusiasmo de una idea que es, por cierto, extravagante. Estaba en el África, y la madre Ceferina me recuerda que no he salido de la calle de Lira. Me he dejado llevar por mi fantasía, pues había dicho que esta mujer podía ser una esfinge, una momia egipcia, algo raro que renace. Dejemos, pues, la poesía y vamos a la realidad.

-¿Y ella es?

-Que parto indefectiblemente con la presidiaria indultada. Me ha convencido. Convencerá a todo el mundo. Ella pasó niña por la Pampa. Apenas recordaba, al llegar aquí, lo que había visto y vivido. Pues bien, lleva quince años de pensar a toda hora, y ha comprendido tan bien su camino, que quiere volver allá. Eso sí, la compañía de saltimbanquis con que recorrió la Pampa, será menos triste; pero no menos cómica... En vez del empresario mulato irá el capellán gotoso y en el sitio de la Mora, la redentora. La Pampa salitrera es un sitio de lágrimas, de dolores, de esclavitud moral; es un desierto de almas. Y cuando uno ve que en una pobre presidiaria, surge la luz del sacrificio por la humanidad; que en un vaso de dolor y de expiación se precipita tanta piedad y tanta ternura, ¿cómo no secundarla, madre?

La religiosa era chilena, de origen vizcaíno, buena, pero fría y seca. Seguía riéndose de esa pareja inverosímil: don Ceferino y la Primitiva. «Será la Congregación de Hermanas Gitanas Aventureras», -dijo.

-Exactamente, -respondió como un eco el capellán.

Poco se sabe de la grotesca, y triste, y humilde aventura de las pampas. Si ambos soñadores y bohemios quisieron morir por Dios, por él murieron.

Porque se cuenta que, apenas desembarcados, se encontraron envueltos en los desórdenes de la huelga del puerto y fueron tomados por sospechosos. Después, para desarrollar el plan que en el viaje se habían trazado, se fueron en ferrocarril al interior.

Ansiosos de comenzar su misión, la gitana buscó como estación de partida uno de los caseríos más abundantes, pero más corrompidos de las salitreras. Bajo la toldería de calaminas tostadas por el sol, una vasta sociedad de taberneros y rufianes hervía como gusanera en los chatos burdeles donde gemían tantas esclavas como lo había sido la gitana en su adolescencia. La misma autoridad del poblacho, que era la explotadora del crimen, se encargó de expulsar a los caminantes.

En día asoleado, tuvieron que partir a pie con escaso equipaje; los seguía como único acompañante fiel, un perro que era el primer discípulo ganado a la causa. Avisados en la oficina más próxima, por los empresarios del caserío, los colegas de profesión, los recibieron a pedradas, haciéndolos seguir más adelante.

Esta era la traición; lanzados de cara al desierto. ¡Qué fueran a redimir mujeres a los arenales y caliches solitarios! En los espejismos de la soledad, vieron muchas veces el mar, naves de blancas velas que los conducían a sitios hospitalarios, bosques y castillejos, ciudades con campanarios. Ya no escucharon el lejano silbato de los trenes, ni humos de chimeneas, ni explosiones de minas. Bajó sobre ellos la gran soledad de la naturaleza y comenzó a seguirlos de lejos, en puntillas, la muerte, pálida y fría como una camanchaca invisible.

Ya no era posible volver. El perro corría olfateando y regresaba con aullidos lastimeros. La antigua pampina tenía fe, no perdía la esperanza y continuaba exponiendo con simples palabras las líneas más simples de su cruzada. Seguiría contando su vida, como la había contado en Punta de Rieles. Le gritarían asesina, pero no importaba. Ya había alcanzado a ver ojos de hermanas de los cuales corrían lágrimas que desteñían el carmín de sus mejillas.

Parece que, en las torturas del hambre y de la sed cortaron los hilos del telégrafo. La gitana había muerto sonriente, recostada como para dormir sobre el paquete de su manta. El capellán, que tal vez adelantó algo más de camino, en compañía del perro, había caído más lejos, de cara al suelo, y tenía su libro en una mano.

Unos ingenieros encontraron los cadáveres, fueron identificados en la policía del cuerpo, y la brevísima investigación hecha trajo hasta la madre Cristina el lastimoso fin de «los saltimbanquis de la caridad», como los llamaba no sin profunda piedad y respeto por sus dos amigos locos.