La gran conejera
Parecían haberse olvidado los conejos de que los repollos y las zanahorias no crecen en la conejera; y se habían amontonado en ella, cavando cada día más cuevas, y también encontrando la vida, cada día más difícil. Como nadie se ocupaba de sembrar ni de plantar, los precios de los alimentos habían subido enormemente, y a pesar de cavarse cuevas y más cuevas, éstas no alcanzaban para la población siempre creciente de la conejera, y los precios de los alquileres iban por las nubes.
Todo estaba repleto, desbordaba; siempre había que fundar más escuelas, crear más hospitales, abrir nuevas vías. Tanto para todo esto como para impedir que siguiese esa aglomeración anormal, las autoridades inventaron impuestos nuevos y perjudiciales al desarrollo de la fortuna pública, y como se quejaban muchos de que no había trabajo para ellos, la miseria era grande, y pocos eran los que alcanzaban a satisfacer su apetito.
La situación era lo más tirante, y hasta disturbios graves se hubieran podido producir, cuando un conejo, iluminado, no hay duda, por una luz divina, un conejo de genio, se acordó que fuera de la conejera había campos inmensos, despoblados y fértiles, donde la vida abundante quedaría asegurada para cualquier número de conejos que fueran allá a plantar repollos y sembrar zanahorias.
Convenció a las autoridades; éstas dejaron por un momento de atormentar su imaginación exhausta, y en vez de seguir buscando nuevas fuentes de impuestos, regalaron a cada conejo que quisiese ir a plantar repollos, una pequeña área de tierra desierta.
La abundancia renació como por encanto, y hasta los que quedaron en la conejera tuvieron con qué comer a sus anchas, pues los que de ella habían salido producían para comer, vender, dar, prestar y tirar.