La guerra al malón: Capítulo 15

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La guerra al malón
de Manuel Prado
Capítulo 15


Apenas de vuelta en el cuartel —téngase presente que dábamos este nombre a un recinto cercado de tierra apisonada y dentro del cual se veían alineadas algunas carpas que servían de alojamiento a los oficiales y a las clases— se designó la partida que había de marchar en busca de los blancos.

Éramos cincuenta individuos —incluso los cadetes Supiche y Villamayor— al mando de los mayores Germán Sosa y Rafael Solís, del capitán Julio Morosini y de los tenientes Spikerman y Alba. Se nos dieron unos pedazos de charque como ración de cuatro días; se nos completo la dotación de municiones hasta cien tiros por plaza; y a las ocho de la mañana emprendimos la marcha.

Al pasar por la comandancia hallamos al coronel Villegas que le dijo —a manera de instrucción y despedida— al mayor Sosa:

—No vuelvan ustedes sin los caballos.

A mediodía, después de una larga trotada bajo los rayos de un sol que empezaba a molestar demasiado, hicimos alto en Mari Lauquen, distante pocas leguas del campamento, y ya en pleno dominio del salvaje.

Desensillamos, se ataron los caballos de reserva y nos dispusimos a pasar la siesta, estableciendo previamente y a respetable distancia un delicado servicio de seguridad. No olvidaba el mayor Sosa que pocos meses antes los indios habían tenido seriamente apurada en aquel mismo paraje a la partida del teniente Maza.

Por fortuna la tarde transcurrió sin novedad; y ya entrada la noche seguimos nuestro camino con rumbo a los toldos. A la madrugada pasamos por Sanquilcó, y a las diez de la mañana divisamos los primeros montes en las cercanía de Loncomay.

Hicimos alto.

El mayor Sosa llamó aparte a su segundo, Solís, y le dijo:

—La orden que traigo del coronel es una orden tremenda que, si por mi parte, no pienso descartar, tampoco estoy resuelto a cumplir en absoluto.

"Seguir adelante con este grupo de soldados es condenar a todos a una muerte sin gloria y sin provecho.

"Hace falta el sacrificio de una vida, y esta vida no puede ser sino la mía.

"Vamos a establecer nuestro campamento en ese bajo que se divisa allá cerca. Durante la noche me ausentaré con el sargento Carranza; y ambos iremos hasta donde nos encuentre algún malón al cual le venderemos la existencia, tan cara como nos lo permita nuestro valor y nuestras fuerzas. Mañana se apercibirá usted de mi ausencia, desprenderá descubiertas en mi busca, y cuando vuelvan sin haberme encontrado, regresará usted al campamento conforme a las instrucciones terminantes que hallará escritas y firmadas dentro de mi valijín.

—Pero mayor, repuso el noble viejo Solís, conmovido hasta las lágrimas por aquel sublime rasgo de abnegación— yo no puedo consentir que realice usted ese proyecto. En todo caso iremos juntos; y si está de Dios que aquí concluyan nuestras penas, que nos encuentren juntos en la muerte, así como nos han visto ligados en la vida. . .

—De ninguna manera, interrumpió Sosa vivamente.

Lo dicho, dicho está. Yo mando; usted obedece. Ni una palabra más.

—Ahora —agregó— adelántese usted con el cabo Pardinas y reconozca ese bajo y ese monte a ver si podemos encontrar en él pasto para los caballos y seguridad para la tropa.

Mientras duró la conversación de nuestros jefes, nosotros permanecíamos en nuestra formación de marcha, esperando a que se nos mandara seguir.

Vimos alejarse al mayor Solís, acompañado de Pardinas y sospechamos que iría en busca de lugar para acampar.

Transcurrió poco más de medía hora.

De pronto vimos al cabo Pardinas que se dirigía hacia nosotros a medía rienda, revoleando en alto, y como llamándonos, un gran pañuelo.

Vio la señal el mayor Sosa y corrió al encuentro del milico.

¿ Qué pasaba?

En aquel monte había unos toldos. Y en el bajo de la laguna nuestros blancos y además una caballada grandísima que pastaba tranquilamente y sin cuidado alguno. El mayor Solís había quedado en observación.

—¿Y los indios? —preguntó el mayor.

—Deben estar durmiendo y confiados, señor —repuso el cabo—. Solo hemos divisado cerca de un toldo un caballo blanco de los nuestros atados en el palenque.

Llevábamos de tiro los caballos de reservas. Los enfrenamos y saltamos en ellos.

Veinte individuos, guiados por el teniente Alba, debíamos atropellar al bajo y arrebatar las caballadas.

El resto de la fuerza, con Solís, cargaría sobre los toldos.

A toda brida nos lanzamos al bajo. Los blancos, apenas sintieron el ruido de los sables y los gritos de los soldados, se agruparon y puntearon hacía el camino. Los demás animales fueron reunidos en un verbo.

Entretanto, nos llegaba del monte el estampido de las armas, y mezclado a él, alaridos, llantos, imprecaciones, rumor confuso de golpes, la batahola de un combate encarnizado, de una matanza salvaje y espantosa.

Oímos el toque de llamada y, echando por delante nuestro arreo, marchamos a incorporarnos al grueso de la fuerza.

Contaré lo que había pasado, en dos palabras. Una punta de indios audaces —los que habitaban la toldería que acabábamos de sorprender— resolvieron, en consejo de valientes, darle un malón al coronel Villegas, a ese toro que se tenía por inatacable y por invencible, en sus propios dominios y en medio de su famoso regimiento. Llegaron al campamento, y viendo en el corral nada menos que a la celebre caballada blanca apenas custodiada por un grupo de individuos que dormía confiadamente, practicaron un portillo en la zanja y echando mano de las madrinas se hicieron seguir por el resto de los pingos. Se alejaron del fuerte poco a poco y despacio, y cuando estuvieron a distancia, rumbearon a la toldería y ¡hasta luego! La jugada era famosa y el triunfo descomunal e inesperado.

Fuera de la línea de la zanja se juzgaron en la más completa seguridad y así que llegaron al toldo ya ni se preocuparon de que podía alcanzarles la mano, un tanto pesada, del temible coronel. Tan grande era la confianza a que se entregaron que ni siquiera divisaron la enorme polvareda que debíamos levantar en nuestra marcha. Cuando les caímos encima se encontraban unos durmiendo a pierna suelta, y otros jugando al naipe como si los protegiera de todo avance el mismísimo hualicho. Sólo tenían en aquel momento un caballo atado que, de fijo pertenecía al tropillero encargado de cuidar las caballadas. Este bribón de tropillero fue el único que consiguió escapar, y en verdad que su fuga casi nos cuesta demasiado cara.

Componían la toldería ochenta y tres indios de pelea, incluso el fugitivo, y ciento veintinueve de chusma: mujeres y muchachos.

El mayor Sosa llegó sin ser sentido hasta pocos pasos de los toldos. Lo vieron demasiado tarde para escapar y defenderse. En un abrir y cerrar de ojos estuvieron en el suelo los hombres capaces de tomar las armas y reducida la chusma.

Cuando llegamos nosotros, los milicos estaban llenando las maletas con lo que hallaron a mano: frenos, riendas, estribos de plata; ponchos, matras, cojinillos; facones, boleadoras, espuelas... todo un bric—a—brac en el cual no faltaban mates, bombillas, pañuelos de seda, sombreros de anchas alas, etc.

Terminada la acción en el toldo, el mayor Sosa dispuso que ensilláramos los caballos tomados a los indios para emprender inmediatamente la retirada, que se imponía con tanta mayor urgencia cuanto se divisaba en una loma el hilo de humo con que el indio escapado pedía auxilio a las tolderías vecinas.

Veinte hombres salimos adelante con el arreo y las chinas prisioneras, y el resto de la tropa se puso en camino escoltándonos prudentemente a distancia.

A las cuatro de la tarde, más o menos, empezamos a divisar algunos grupos de gentes que venían del lado de Toay, cuartel general de Nahuel Payun, atraídos por el aviso que les diera el indio salvado. Comprendiendo lo que esas apariciones significaban, apuramos la marcha, sosteniéndola al trote y al galope. La cuestión era ganar terreno y acercarnos todo lo posible a la zanja antes de ser batidos por fuerzas considerables en pleno desierto.

Cerca de la entrada del sol, y cuando divisábamos los médanos de Potroló, nos alcanzó una fuerte partida de bárbaros, que avanzaba con la intención visible de cerrarnos el camino.

Sosa tendió su fuerza en guerrilla y desprendió sobre el punto amenazado un piquete al mando del capitán Morosini . Este heroico oficial sostuvo y quebró la primera carga.

Nahuel Payun en persona —el capitanejo más valiente de Pincén— nos salía a la cruzada. Reunió cincuenta o sesenta indios y se precipitó sobre las caballadas resuelto a dispersarlas. Antes de llegar tropezó con un grupo que mandaba Sosa, y al pretender desviarse cayó bajo los sables del pelotón de Morosini.

El espectáculo debía ser magnífico, imponente. Nosotros huyendo en una nube de polvo, mezcladas mujeres y caballos, arreando las chinas y los animales, a punta de lanza, gritando como locos, y allí un poco a la izquierda, la fuerza de Morosini, entreverada a sable con el malón, en un infierno de alaridos, en medio del estruendo de las armas, pretendiendo los unos arrollar al puñado de bravos que se levantaba como inquebrantable barrera, entre el furor del bárbaro y la presa del cristiano; forcejeando los milicos por contener la horda ciega de ira y sedienta de venganza.

Venció el milico, y mientras el salvaje se reponía y aguardaba refuerzos, nosotros pudimos rehacernos también y mudar caballos. La retirada iba a tomar todo el aspecto de una fuga. Que nadie se apartase del camino. Las lanzas tomadas a los indios que las llevásemos nosotros, los del arreo, y orden de matar en ellas al animal que se cansara. No había que dejar un solo caballo vivo. ¿Y las indias?

Podían las mujeres y los muchachos seguir nuestra fuga; podrían mudar caballo como nosotros, sin detenerse enlazando con el maneador, saltar en pelo y no entorpecer la marcha?

—¡Lanza a todo lo que se aplaste o se quede! —gritó Sosa, volviendo al frente de su reserva, y ordenando al trompa de órdenes que tocase galope.

En ese instante nuestra columna seguía el orden siguiente : en el camino las caballadas, las prisioneras y nosotros. Al flanco derecho el teniente Alba con diez hombres, al izquierdo Morosini, y cubriendo la retaguardia el mayor Sosa.

Después de entrado el sol, entre dos luces, los indios volvieron a la carga y fueron nuevamente rechazados por Sosa. Venía la noche, y ella nos ponía a cubierto de todo ataque resuelto.

A las doce llegamos a Sanquilcó e hicimos alto. Nos faltaban cerca de sesenta prisioneros y más de un centenar de caballos. Se habían cansado en aquella espantosa correría.

Una hora más tarde, en camino. Al amanecer pasábamos por Mari Lauquen sin que los indios, que nos perseguían desde lejos se hubieran atrevido a atacarnos.

Se desprendió al cabo Pardiñas para que fuese al campamento con la noticia de nuestra vuelta; y a las dos de la tarde entrábamos en Trenque Lauquen, caballeros en los blancos que escarceaban estimulados por la espuela de sus jinetes y pasamos al tranco, alineados como en el campo de ejercicio, por delante de !a comandancia en cuya puerta estaba de pie un tanto pálido de emoción, con el sombrero sobre la nuca, el coronel Villegas. Hicimos alto, y adelantándose el mayor Sosa le dijo al coronel:

—Se ha cumplido la orden. Ahí están los blancos y algunos caballos de los indios. En seguida pasaré a V. S. el parte detallado.

—Perfectamente —repuso Villegas.

Luego, viniéndose a nuestras filas nos dijo:

—Así me gusta. Se han portado ustedes como soldados del 3º . Tendrán cuarenta y ocho horas de permiso, y se les regalará a cada uno un caballo de los tomados a los indios. En cuanto a las mujeres —agregó dirigiéndose a Sosa— a ver si quieren vivir con los milicos. Ninguna rehusó. Y al día siguiente a las familias del regimiento se incorporaba un nuevo contingente social.

Desensillamos, soltamos los caballos y a seguir nuestra vida acostumbrada, de guardias, de fajinas y de aventuras.