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La guerra al malón: Capítulo 19

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La guerra al malón
de Manuel Prado
Capítulo 19


Poco antes de empezar la expedición llegó a mi regimiento un contingente de cuarenta o cincuenta individuos que venían de Jujuy, como voluntarios o enganchados.

¡Pobre gente! Casi ninguno era hombre de a caballo, así fue preciso conducirlos, desde Junín a Trenque Lauquen en los carros de la proveeduría. Los infelices, acostumbrados a la vida, al clima, al alimento del terruño, indolentes y apáticos caían de improviso sin transición, a un medio absolutamente desconocido y extraño para ellos, a lidiar con aquella runfla de traviesos y crueles milicos procedentes de Entre Ríos, de Corrientes, de las sierras de Córdoba o de la campaña de Buenos Aires, domadores, peleadores golosos de la carne de potro, forrados en la misma piel del diablo.

Para ellos —para los jujeños— eran los caballos más ariscos y mañeros; a ellos les tocaba la peor ración de carne, las horas de centinela más largas, los trabajos más penosos, las fatigas más duras. Y, como no aprendían rápidamente, o porque se equivocaban a fuerza de estar asustados, les llovía cada paliza que cantaban el credo. Si algún milico viejo perdía cualquier prenda o la vendía, iba en el acto a pegar golpe a los jujeños, y después, cuando llegaba la revista, para estos eran los palos, los plantones, los cepos y las estacas.

Salimos de Trenque Lauquen, y el primer día, o mejor dicho la primera noche, los jujeños se quedaron sin raciones. A mitad de camino agotadas las reses vacunas, tuvimos que consumir yeguas y aquí fue el acabose para aquellos desgraciados. Aparte de que les tocaba siempre el peor bocado, sus estómagos rechazaban en absoluto ese alimento. Apenas se mantenían con un poco de maíz cocido o con tortas de harina amasadas en la carona y calentadas en el rescoldo; Y se iban extenuando y consumiendo, quebrantando por falta de comida y exceso de suciedad. Dormían vestidos, sin sacarse las botas siquiera, y como venidos de un clima tórrido, eran refractarios al baño en las aguas heladas del Colorado y del Negro, sus ropas eran viveros de cuanta alimaña nace y se desarrolla en la miseria.

En Choele—Choel, durante la inundación murió uno de esos reclutas, y el médico tal vez no habrá podido decir si lo mató el hambre o lo comieron los parásitos.

—¡Para qué —decía una mañana indignado el viejo sargento Rosas— nos habrá mandado esta roña el gobierno !

Y como le pidieron un soldado para ir de chasqui al fuerte Roca —que acababa de fundar el general Vintter— designó al jujeño Andrés Benítez a ver si el miedo lo mataba en el camino.

Partió el coya. Lo vimos salir del campamento vacilando sobre el caballo. La carabina le golpeaba reciamente en la espalda y la empuñadura del sable le magullaba las costillas.

—Donde se le aparece un piche ——exclamó un milico al contemplar aquella estampa— el hombre acaba de penar. Ese no vuelve.

Y no volvió, en efecto. Allá, a la altura de Chimpay, se encontró con un grupo de indios que cruzaban al sur. Y el infeliz, hambriento y miserable, que había soportado sin despegar los labios un centenar de manteos, echó pie a tierra y se batió como un tigre. La comisión que fue en su busca, creyéndolo perdido o desertor, lo encontró muerto, acribillado a lanzazos, en medio de una rastrillada enorme que denunciaba lo tenaz de su resistencia y lo heroico de su valor.

Había sucumbido vendiendo caro el mezquino pellejo. No lejos de su cadáver se hallaron los indios muertos por él. No pudiendo hacer uso de la carabina en el cuerpo a cuerpo peleó con el sable y cuando el sable fue demasiado pesado para su brazo, con el cuchillo.

Los compañeros, en vida, lo tenían por lote; después de muerto no se lo recordaba sin respeto y sin dolor.

¡Benítez era un bravo!