La hermana de la Caridad/Capítulo I

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Capítulo I

A Mamiani, ilustre poeta y filósofo italiano, dedica esta débil muestra de admiración y cariño,
El autor.


Amanecía, en hermoso campo meridional, bellísimo y poético día de Abril. Una ligera niebla, que doraban los rayos de la naciente aurora, se desvanecía en la cima de las montañas, semejándose a blanca nube de incienso perdida en el templo de la Naturaleza. El cielo, que a través de esta ligera gasa se descubría, estaba azul, sereno, transparente, ocultando entre sus arreboles las estrellas, que parecen volar, al nacer el día, a Dios, para beber nueva luz. Los campos, cubiertos de flores que ostentaban ufanas las gotas de rocío, sembrados de varios árboles, que parecían exhalar savia de sus tiernas recién nacidas hojas; las aves, abriendo a los rayos de la primera luz sus alas, y dando sus tiernos gorjeos a las auras, que suenan blandamente, al deslizarse en la enramada, acompañando en sus murmullos a los arroyos, que por mil pintados cauces reparten en desorden los caudales de las fuentes; la vida latiendo en todos los seres, como la sangre en el corazón apasionado de un joven, dan a la creación en primavera semejanzas con la mariposa que se despierta de un sueño, y al romper su larva despliega las blancas alas, matizadas de mil cambiantes colores. Y si esa tímida luz; ese aroma embriagador que despiden el azahar, la rosa, el jazmín; esas camas de flores que forman en sus ramas los árboles; esa música que conciertan todos los seres; esa vida que palpita en el naciente capullo, en la hoja al brotar; esa alma ignorada que como cautiva se esconde en todos los círculos de la escala de la vida, alma sin conciencia de sí misma, que gime en el ruido que hace la lluvia al caer en el celeste lago, en el rumor de las ondas al estrellarse en la arena; esa alma, que parece aspirar a la libertad, al amor, y pedir redención al hombre, es nuestra compañera en la soledad de los campos. Y cuando un corazón que ama, que sueña con la felicidad, que alimenta ilusiones, que desea, no lo pasajero y fugaz, sino un amor inmenso, infinito, divino, en una de esas mañanas se entrega a convertir en pensamientos las varias sensaciones que Naturaleza le ofrece, liba en ella la miel de su pasión.

En esta mañana de que venimos hablando, en el hermoso campo no se veía más ser humano que una joven. Vestía el traje de las aldeanas de Sorrento, traje que parece haber tomado su color a las gayas flores, sus bellos matices al Mediterráneo. La joven era morena, de ojos rasgados y negros, que tenían indefinible dulzura, de ovalado rostro, cuyas gracias aumentaban dos trenzas que, negras y lustrosas como el azabache, bajaban en desorden de su cabeza, parecida a esas griegas cabezas de las vírgenes de Rafael, sobre los lánguidos hombros, caídos como sus brazos, sin duda por uno de esos arrobamientos que suspenden hasta los latidos del corazón.

La joven, en una colina, bajo un tilo que se inclinaba sobre su cabeza al lado de una fuente, hollando con sus breves pies la menuda hierba, donde se escondían algunas violetas, embebecíase en mirar, ora las palomas que comenzaban a cortar los aires, ora los lirios que en torno crecían, ora la trémula luz que penetraba entre el follaje deshaciendo los blanquecinos vapores, ora el mar, que entre los árboles se columbraba mansamente agitado, reflejando en sus ligeras y argentadas olas el dulce alborear de la mañana.

¿Podríamos penetrar nosotros en el seno de sus pensamientos? ¿Qué se puede pensar cuando el corazón rebosa vida, ilusiones, fantasía? ¿Qué se puede imaginar en presencia de la Naturaleza florida, en una hermosa y tibia mañana de Abril? El canto de los pajarillos parece un cántico de amor. El arrullo de la paloma o de la tórtola derrama dulce melancolía en el corazón, esa grata melancolía que es más hermosa y placentera que la exaltada alegría. La leve niebla se asemeja al blanco velo de la virgen Naturaleza, que se engalana para recibir los primeros besos del amante sol. Las blancas flores de los limoneros, de los mirtos, son como las coronas de la desposada. Las gotas de rocío que tiemblan suspendidas de las hojas, parecen lágrimas de amor, y las embalsamadas auras, el aliento que exhalan unos labios queridos, pronunciando palabras de fe, de entusiasmo; esas palabras que nos llevan en sus alas a un mundo mejor y nos embriagan de felicidad. ¡Oh Naturaleza! El espíritu, que se derrama por todos los espacios, es un espíritu de amor que produce tus místicas y divinas armonías, y que tiñe con su luz misteriosa tus deslumbradores cuadros.

Estos pensamientos de amor, que cruzaban por la mente de Ángela (tal era el nombre de la joven), huyeron al sonar la campana de una próxima ermita, como huyen los jilgueros al oír una voz humana. La campana anunciaba que los pescadores volvían a las playas desde las próximas pequeñas islas. Inmensa muchedumbre de niños y mujeres salían de las cabañas, de las casas esparcidas en el campo. Todas rebosaban alegría. Era la hora en que veían reunidos los frutos de sus trabajos de la semana. Así es que el natural contento iluminaba aquel cuadro. ¡Qué encantos tiene el mar! Cuando la vista se sumerge en sus horizontes infinitos, parece que nuestro espíritu, desceñido del cuerpo, mora en las ondas, y se corona de algas, y riza con su mismo soplo la celeste superficie, y se rejuvenece y hermosea, como recordando que el agua, desde los primeros días de la creación, es uno de los principios de la vida, y lo era más cuando la tierra recién nacida recibía el Océano sobre su candente y solitario seno, como un gigantesco bautismo. ¡Oh mar delicioso para todos, y más aún para los que han nacido jugueteando en tus orillas, y tienen algo de tu acento en su voz, y de tus matices en su fantasía, y de tu inmensidad en su pensamiento! El cielo que se mira en tus aguas, lo infinito que reproduces en tus espacios, la luz que devuelves hermoseada en tus cristales al sol, la armonía que formas con el monótono ruido de tus vientos y el coro alterado de tus ondas, la blanquecina y plateada estela que dibujas en tu seno como una ilusión de amor, los astros que retratas, los bosques obscuros que guardas en tus profundidades, el sonoro eco de tus cavernas azotadas por tus continuas palpitaciones, el húmedo beso que tus regaladas brisas depositan en la frente, son en la vida de la Naturaleza lo que más se acerca a la vida del espíritu, a los matices del sentimiento, a los sueños de la imaginación, a la profundidad de las ideas, a nuestro infinito amor y a nuestras infinitas esperanzas. No es posible acercarse a tus orillas, contemplar tu continuo oleaje, oír la voz que se levanta como unísono acento de tus varios y diversísimos rumores, sin que se estremezca todo nuestro ser, abismado en lo infinito. Cuando la lona cruje, cuando las olas azotan los costados del barco, cuando la brisa murmura y cubre de espumas el mar, cuando la estela brilla, cuando el fósforo encerrado en las aguas finge el nacimiento de pálidos astros, en la callada noche, suspendido el hombre sobre los abismos de que tan sólo débil leño le aparta, no puede menos de creerse un sacerdote en el templo más grande y más digno de Dios que existe en todo el planeta. Pero si es hermoso siempre, lo es mucho más cuando la alborada lo tiñe, y el disco del sol se levanta sobre las ondas, suspendido entre dos abismos infinitos. Esta es la hora en que pasa la primera escena de nuestra historia.

El sol comenzaba a inflamar con su color de carmín y con su rojo fuego los infinitos horizontes. Ángela bajaba a la playa también contenta, y uno de los más gentiles jóvenes, vestido con el limpio traje de los marineros del Mediterráneo, se acercó y le dijo:

-¿Cómo tú aquí, tú que rara vez bajas a las playas?

-He venido porque gusto de oír el ruido de las olas, y la algazara de la gente, y los gritos de alegría.

-Es verdad. Sólo por eso puedes tú venir aquí; todos saben que nadie, absolutamente nadie, puede llamar tu atención ni mover tus sentimientos.

Ángela contestó a estas palabras con una dulce sonrisa.

-Yo he recogido muchas veces las flores más bellas del campo, las más pintadas conchas del mar que en mis redes se prenden, para ofrecértelas, y no te han complacido estos recuerdos... Así todos dicen que tienes pensamientos más altos, que eres ambiciosa.

-¡Ay, querido Jenaro! ¡Qué mal me juzgas! No es culpa mía no poder mandar en mi corazón. A veces envidio la cabaña de donde sale bendecida por sus hijos la madre de familia a esperar la barca del pescador, su inquietud por vislumbrarla en el horizonte, sus gritos de alegría cuando la ve, sus transportes cuando salta su esperado compañero a tierra, su gozo en mirar los pescados de mil colores, vivos aún, en la arena, el afán con que recoge las conchas que trae el padre para sus hijuelos, la santa alegría que reina en la cabaña, aderezada para recibir al dueño, y... yo no puedo gozar de esos placeres.

-Mira, Ángela; mejor dijeras no quiero.

-Es verdad, es verdad; no quiero: tienes razón; no quiero.

Y dos lágrimas muy gruesas rodaron por las mejillas de la joven.

Esas lágrimas que, a despecho de la voluntad, rodaban por las mejillas de Ángela, eran un mar de dolores tal vez, cuya profundidad no es dado sondear al pensamiento. Jenaro lo comprendió así, y calló. Después de algunos instantes levantó Ángela su cabeza, sacudióla con orgullo, y desahogó con un prolongado suspiro su pecho; derramó en torno de sí una mirada, como si quisiera recoger todo cuanto de grato y hermoso la cercaba, y llamando con ademán de benevolencia a las jóvenes que por aquellas orillas vagaban, se dio a correr con ellas, jugando descuidada, a ver cómo desafiaban con su celeridad el manso movimiento de las ondas, que parecían querer besar sus blancos pies. En estos instantes, nadie hubiera dicho que aquel corazón encerraba ni asomo de tristeza. Ver correr a la joven, buscar el instante en que las olas se retiraban, pisar con ligero pie las mojadas arenas, y huir al mirarlas volver coronadas de blanca espuma a la dorada orilla, era un gozoso espectáculo; pues en las riberas del Mediterráneo la hermosura de los campos, la plácida tranquilidad de los cielos y la sin par belleza de sus divinas moradoras, hace que no hayan muerto aún los recuerdos del antiguo paganismo, de esa fiesta continua, y que el corazón crea ver revivir las náyades y las nereidas vestidas de ligeras gasas, ornadas de perlas recién cuajadas en sus sedosos cabellos. Las jóvenes, cansadas pronto del juego, que es el alma, como la mariposa, varias sentáronse en la mullida alfombra de un verde prado; y como el silencio de la mañana, la cual comenzaba a tornarse calurosa, pidiera uno de esos cánticos meridionales de indefinible melancolía que parecen consagrados a arrullar el sueño de la Naturaleza.

-Canta, canta, Ángela -dijo una voz; y todas las jóvenes la repitieron.

Ángela se levantó como inspirada; pasóse las manos por la frente, cual si quisiera alejar negra nube de tristeza, y dio su voz al viento. La canción era melancólica, como el ruido de las ondas al quebrarse en la arena, pero llena de amor, como los arpados gorjeos del ruiseñor en el follaje. Su voz trémula, pero límpida y clara, despedía notas que caían en los corazones como lágrimas. Aquel canto tan tierno, aquella voz tan argentina, pero tan triste, el dolor infinito que la acentuaba, las lágrimas que volvían a querer asomarse a los ojos de Ángela, todo indicaba que aquel canto era el quejido de un corazón enamorado y enfermo, de un corazón que no conocía el arte, pero poseía el sentimiento, esa fuente infinita de inspiración y de vida. Mas un observador inteligente hubiera descubierto algo más en aquellos cantares; sí, hubiera descubierto en sus notas vagas la chispa del alma de una gran artista.

Ángela cantaba como las aves del cielo, sin conciencia; pero Dios había puesto en su corazón esa arpa celeste que se llama inspiración, y que comenzaba a dar sus primeros sonidos. Oírla acompañada del murmullo de las ondas, del susurro de las hojas, era como oír la voz de la soledad. Sus cantares tenían secretos encantos, inexplicables armonías; eran dulces gorjeos, acentos llenos de tristeza, emanaciones de un alma encendida de amor. Ángela era, en efecto, artista. Bajo las nacaradas alas de su alma se ocultaba el genio. Cantaba sin conocer que tenía en sí una fuente misteriosa de inspiración y de vida. El genio suele no tener conciencia de su fuerza. Por eso los griegos, que sabían revestir tan admirablemente de formas humanas a las ideas, pintaron a Homero, el genio de su patria, desvalido y ciego.