La hermana de la Caridad/Capítulo III
Capítulo III
Ángela pasaba sus días entregada a sus pensamientos de amor. Mirar el sereno Mediterráneo, el cielo, las estrellas, ir de día a la fuente y la gruta, cantar en hermosas endechas sus sentimientos: he aquí su vida. Cuando Eduardo iba a verla, todo para ella era contento. Entre el recuerdo de la pasada visita y el presentimiento de la próxima, compartía dulcemente el tiempo. Ningún dolor embargaba entonces su alma. Le veía en todas partes, su voz le acompañaba, y su mirar le parecía como estrella de su vida. Pero aquella única dicha se desvaneció bien pronto. Eduardo, después de una tarde en que había mostrado por Ángela más interés que nunca, dejó de volver a las citas. La pobre joven no hacía más que mirar el horizonte. Todas las mañanas, al levantarse, abría la ventana para ver si asomaba por el mar la esperada barca de su amado. Pasaba todas las noches en perpetuo insomnio. El rumor de las hojas, el ruido de las olas, el paso del campesino o del marinero, el chirrido del insecto o el grito del ave nocturna, todos los rumores de la creación parecíanle funestos nuncios de tristes nuevas de su amado. Iba al amanecer a la fuente. Sus ojos secos interrogaban a todos los objetos la causa de la ausencia de su amor. Creía que aquellos seres inanimados, que habían visto a Eduardo a su lado, tomaban entonces parte en sus penas. Para Ángela, el arroyo no cantaba como antes, no; gemía. Las gotas de rocío parecíanle lágrimas de amargura. Y en toda la Naturaleza encontraba almas compañeras de su dolor. Pero a medida que discurría el tiempo, su pena era más profunda y estaba más solitaria. En todos nuestros primeros padecimientos creemos que nos acompañan el hombre y la creación. Mas cuando pasa un día y otro día, cuando se suceden tantas penas, y vemos al hombre pasar indiferente a nuestro lado, a la Naturaleza continuar en su renovación perpetua, en su continua alegría, el dolor se ahonda, se amarga, y cae en la triste soledad de la desesperación. Ángela vagaba por las orillas del mar como loca. Las campesinas contaban mil consejas sobre el origen de su dolor. Su frente y sus mejillas se marchitaban. Sin embargo, por extraña y singular virtud, la desgracia había dado más encantos a su voz. Cuando en uno de esos instantes en que el corazón se deshace en lágrimas y el dolor toma cierto tinte melancólico, Ángela cantaba, su voz tenía una dulzura infinita, como su tristeza parecía la tristeza de un ángel desterrado del cielo. Los padres de Ángela quisieron averiguar la causa de su dolor, que les traía desasosegados, inquietos y profundamente amargados. La madre, sí, la madre, que es siempre más idónea para llegar hasta el corazón de los hijos, la sorprendió un día en la ventana llorando, y exclamó:
-Ángela, ¿crees que no te quiere tu madre?
-¡Oh! No, madre mía, no. ¡Creer que no me queréis sería horrible!
-Pues, mira, yo creo que tú no me quieres. ¿Eso no es horrible? Yo creo que no me quieres; sí, yo, que soy tu madre.
-¡Este nuevo tormento me preparaba el cielo, madre!
-¿Este nuevo tormento has dicho? Luego lo que siempre me has negado lo confiesas ahora. Padeces tormentos... ¡Y no se los confías a tu madre!
-Soy muy culpada; castigadme, pero no me preguntéis por mis culpas.
-¡Ángela! ¡Ángela! ¿Qué has dicho?
-No, madre; no penséis mal de mí. He seguido siempre vuestro consejo y vuestro ejemplo. Pero soy muy desgraciada.
-Cuéntame tus desgracias, hija mía; cuéntame tus desgracias. Las madres son amigas siempre de sus hijas.
-No puedo. Me faltan palabras.
-Te falta amor a tu madre.
-Por Dios, comprended cuánto padezco -dijo la joven, dejándose caer en brazos de su madre.
Ésta cubría de besos la pálida frente de Ángela.
-Mira, yo sé lo que es el corazón, Ángela. Sé todo lo que a cierta edad se puede padecer. Pero no puedo sufrir tu falta de confianza. ¿No soy buena para ti? ¿No soy tu madre?
-Es verdad: oídme.
Y Ángela comenzó la siguiente narración:
-Sabéis, madre mía, las causas que nos trajeron de nuestra antigua opulencia al triste abatimiento en que hoy vivimos. Porque apenas recuerdo alguno de esos días venturosos, he pasado aquí mis días en dulce paz y santa calma. Pero ¡ay! un día vi a un joven; sí, a un joven que venía de Nápoles. Me miró, le miré y no volví a verle. Pero su mirada me penetró en el corazón. Poco a poco le fui olvidando, pero su imagen flotaba siempre a mis ojos como una esperanza. Poco tiempo después volví a ver a este hombre.
Desde entonces sentí... ¡oh madre! sentí esa pasión sin la cual la vida es como un estéril desierto. Me habló; me dijo que me amaba. Yo desde entonces le he amado. Mi pasión ha sido pura, pero inmensa. Mas el último día que le vi me pareció muy triste: me habló con entrecortado acento algunas palabras. Yo quise penetrar la causa de su tristeza; pero callaba, nada me decía. Le pregunté si acaso ya no me amaba, y me miró enternecido y miró al cielo. Mi vista se perdió en la inmensidad, donde se perdía también su vista. «Mira, me dijo: el cielo está azul, y brilla el sol; sin embargo, muchas veces el cielo se obscurece, negras nubes lo empañan, y el sol brilla también tan puro, tan luciente como cuando no hay nubes en el horizonte.» Y se levantó para partirse. «¿Volverás?», le dije. «Volveré», me contestó. Pero al decirme «adiós», un agudo sollozo, profundamente triste y amargo, ahogó la voz en su garganta.
Yo, desde aquel instante, quedé como fuera de mí, entregada a dolorosos pensamientos. Pasó algún tiempo, y no venía. El corazón me saltaba en pedazos del pecho. Pasó algún tiempo más, y siempre lo mismo, siempre la ausencia. ¡Oh! Yo interrogo a todos los seres que han presenciado mi dicha, por la causa que ocasiona su ausencia. Yo no tengo ojos sino para llorar y para mirar al horizonte. Paso mis noches en horribles insomnios. Todo cuanto me rodea me entristece. La fuente, que era mi delicia, me parece que está seca. Las flores no tienen para mí aromas, ni colores el cielo, ni frescura el aire. Un dolor inmenso, infinito, desesperante, se anida en mi alma, donde antes no había espacio sino para la felicidad y el alegre contento. Hay momentos en que deseo morir. Ayer bajé al valle, y entré en el cementerio. Vi el suelo removido aún en el lugar donde habían enterrado a mi amiga María. Estaba la tierra mojada de rocío, y algunas violetas crecían sobre ella, y los jilguerillos bajaban de los cipreses y los sauces a libar la gota de agua que trémula pendía de las hojas de las flores. «¡Oh! dije para mí: esas cenizas son más fecundas que mi vida. Producen una flor, reciben una lágrima del cielo, y mi corazón está seco, y mi imaginación árida y fría.»
-Ángela, me matas -decía la pobre madre, amargamente llorando.
-Soy muy cruel -añadía Ángela-, soy muy cruel. Lo conozco; pero en mis sentimientos no mando yo.
-Te habrá olvidado. Créelo así, y resígnate.
-¡Olvidarme! ¡No me ha olvidado, no! Si me hubiera olvidado, yo no viviría.
-¡Pobre niña! No conoces la fuerza de la vida ni la impotencia del dolor. Crees que el primer sorbo del cáliz de la amargura va a concluir con tu existencia. ¡Oh! Habrás apurado hasta las heces, y aún vivirás.
-¿Es posible, madre mía? ¿Es posible? Con este dolor cruel, inmenso, infinito, ¿se puede vivir?
-El dolor fortifica la naturaleza, o, mejor dicho, mientras la alegría, el placer, son idóneos para enflaquecernos, el dolor, la pena, nos alientan en la vida. Pero mira, Ángela: yo he seguido tus pasos, he conocido tus sentimientos. Yo he velado por tu virtud y por tu pureza. La madre es como la Providencia, y vela siempre por las prendas de su corazón. Quizás ese hombre a quien amas te haya olvidado. Quizás creyendo...
-¡No me asesinéis, madre, madre mía! ¡Por piedad, por piedad! Sois muy cruel. Antes le quisiera muerto. Pero ¡oh! no, que viva, que viva. Si me ha olvidado; si ha huido de mí voluntariamente; si ha arrojado la cruz que le di, las flores que le guardaba; si le dice a otra mujer lo que antes me decía a mí, sólo le deseo el castigo de que sea feliz, muy feliz. ¡Oh! Pero no, no; pensarlo, no más pensarlo, me parte el alma, me quiebra el corazón. Soy muy desgraciada, sí, muy desgraciada. Pero más desgraciado sería él si me hubiese olvidado. Y más aún si, olvidándome, fuera feliz. No; Eduardo ha muerto. ¡Y yo le decía que le amaba! ¡Y yo le juraba eterno amor! Soy perjura, soy infiel: Eduardo ha muerto, ¡y yo vivo! ¡Qué horror!
Y la pobre Ángela se deshacía en lágrimas.
-Dime, Ángela: ¿y si fuera ese hombre indigno de tu cariño? ¿Y si no hubiese muerto? ¿Y si en vez de ser el conjunto de perfecciones que tú admirabas fuese un miserable?
-Le amaría lo mismo. ¿Qué me importa? ¿Aparta Dios su aliento del hombre que a Dios falta? Y el amor, ¿había de ser interesado? Haría por darle la dignidad, por volverle a la virtud, por levantarle de su postración; pero le amaría, sí, le amaría eternamente. Acaso en el fondo de mi corazón guardara mi amor; pero dejar de sentirlo, nunca. Vivo o muerto, digno o indigno, amante o de su amor olvidado, a mis ojos aparecería siempre como el único ser que me ha dado a conocer las penas y las alegrías de la vida.
-¡Ay, Ángela! Amar de esa suerte es desvarío, es locura. Hija mía, ningún dolor de los que asaltan el corazón merece ese tributo de lágrimas que tú le ofreces. Todos son igualmente despreciables. Cuando el cielo te haya hecho saber el origen de los males que padeces, acaso te avergonzarás a tus mismos ojos. Resígnate. Ese aviso te da la Providencia para que no pongas los ojos en seres que están a mayor altura que tú.
-¡A mayor altura que yo, decís, madre! ¿Por ventura no es hombre? ¿Y se degrada el hombre amando a una mujer? ¿Por ventura el amor puede conocer ni otra causa que la inspiración del sentimiento, ni otro fin que la felicidad de ser amado?
-Ignoras lo que es mundo, Ángela. El velo de tu inocencia te oculta sus males. Yo debo revelártelos; yo, que he gustado todas las grandezas y todas las desgracias de la tierra. En el mundo, el amor admite categorías. No se ama por inspiración; se ama por conveniencia social. Esos grandes señores a que tu amado pertenece, creen que una pobre campesina se debe tener por muy honrada en ser, no su esposa, su querida. Creen que aun después de haberles robado la virtud y el honor, deben estimarles que hayan descendido hasta confundirse en sus brazos.
-¡Callad, por Dios, madre mía!
-Tu madre conoce los peligros que te rodean. Sabe que es muy triste rasgar ciertos velos de oro que ocultan los dolores del mundo. Pero un deber me obliga a ello, un deber sagrado. Dios ha puesto la vejez al lado de la juventud como el libro de la experiencia abierto siempre a sus ojos.
-Y ¿es posible que el mundo sea así?
-¡Ah, hija mía! Por haber querido reformarlo vives en esta choza; por eso hoy somos pobres.
-Pero tenemos, madre mía, buenos sentimientos en el corazón, que valen más que la riqueza.
-Es cierto. Cuando oigo al amanecer el canto de los pajarillos que se une a mi primer oración, me regocijo de ofrecer a Dios mi alma pura como las armonías de la Naturaleza. Cuando comienzo mi pobre trabajo, me regocijo también de haberme resignado a la virtud y a las privaciones, porque, ¡cuántos peligros no nos han cercado, y cuán dulce es llegar a la edad madura habiendo vencido todas sus asechanzas! El brillo del cielo, los astros, las luciérnagas, las ondas quebrándose en la arena, la fuente que murmura, el aroma que embalsama las auras, todos estos varios espectáculos que ofrece la Naturaleza, dejan en el alma luz bastante para no recordar ningún placer.
-Pero, madre, vos comprenderéis que a mi edad es muy triste ver el mundo solo, la Naturaleza sin voz y sin alma. Yo le veía en la primer estrella de la tarde. Yo le escuchaba en el rumor de las hojas mecidas por las auras. Yo respiraba su aliento en las brisas del mar. Yo, en todos los ecos de la Naturaleza escuchaba su voz. Y hoy, solitaria, abandonada a mi dolor, no tengo ni más deseo, ni más esperanza, ni otra aspiración, que la muerte.