La hermana de la Caridad/Capítulo IV

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Capítulo IV

En efecto: el dolor de la joven crecía de punto, a medida que se prolongaba la ausencia de Eduardo. Su tez morena palidecía; sus brillantes y negros ojos se tornaban mustios y opacos. Aquella imaginación tan brillante, que parecía tener más luz y más colores que la Naturaleza, se deshojaba como flor roída por los gusanos. Con un ramo de violetas secas en la mano, los ojos puestos en el horizonte, sentada bajo un árbol, y sobre una roca que daba al mar, se la veía todas las tardes mustia, llorosa, como agonizante, aterida por el frío dolor que producía la ausencia del ser que amaba. De todas sus brillantes facultades sólo le había quedado la voz, donde aún resonaban los acentos de su alma virginal y purisíma. Su voz tenía dulces encantos aún. El dolor le daba una vibración sublime. Parecían sus acentos los últimos ecos de una lira que se rompe y exhala un gemido triste y dolorosísimo. Así, cuando en una de estas tardes de estío, en que las ondas apenas producen un pequeño rumor, levantaba su melancólico acento, el ruido de la Naturaleza era el cadencioso acompañamiento de su dolor. Pero poco a poco su salud se iba quebrantando; poco a poco su antes poderosa vida se iba extinguiendo como una lámpara moribunda.

Un día, por fin, comprendieron sus padres que Ángela podría malograrse por el exceso de su dolor, y decidieron ocurrir a este mal. Sabían que deseaba ardientemente ir a Nápoles, donde ciertamente debía tener noticias de Eduardo. No había más remedio que emprender el viaje. Para subsistir en aquella capital no poseían otros recursos que las limosnas de las buenas almas y la voz de Ángela; esa voz que parecía descendida del cielo. Decidiéronse por fin al sacrificio, aunque con grave dolor de la pobre madre, que presentía grandes males para su hija.

Era una mañana de Septiembre. El crepúsculo doraba la cima de las montañas, las orlas lejanas del horizonte y las últimas líneas del mar. Los pescadores bajaban a la playa rezando el Avemaría, que tocaba la campana de la iglesia. La puerta de la pequeña casa de Ángela se abría, y aparecía un interesante grupo. Ángela, vestida con un traje de color de tierra, recogidos sus sedosos cabellos en una especie de blanca cofia, con un pequeño bastón en una mano, y un lío de ropa en la otra, estaba de rodillas, recibiendo la bendición de su madre, que, llenos los ojos de lágrimas y rebosando el corazón dolores, la bendecía, mientras un anciano de noble apostura, gentil continente y venerable cabeza, cogía todos los enseres del viaje y abrazaba también con gran dolor a su esposa. Ángela bajó por las rocas a la orilla del mar. Allí les aguardaba una barca con un solo marinero. Era Jenaro, el pobre pescador que amaba más que a sus ojos a la joven. Arrodillóse ésta, y juntas las manos rezó la Salve, repitiéndola hasta que perdió de vista a su madre. Al llegar a este trance, dio un grito y se quedó sin sentido.