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La hermana de la Caridad/Capítulo IX

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Capítulo IX

El ver la impresión producida por la palabra de la joven cantora en el alma de Eduardo, fue una de las revelaciones que Margarita sintió de lo que pasaba en su corazón. Caprichosa, sin educación de ningún linaje, con gran talento, acostumbrada a la lucha de las pasiones, corroída por una profunda inmoralidad, sagaz, vengativa, acostumbrada a triunfar de todos sus enemigos, quería vengarse, por mano del más rendido de sus esclavos, de los desdenes que a su amor hiciera el más altivo de sus adoradores.

Pero al ver que no había tenido poder bastante sobre aquel corazón para inclinarlo al crimen; al ver que en un instante, desvanecido por el eco de una voz, aquel amor tan ardiente, pertinaz y rendido se había eclipsado, Margarita sintió que la víbora de una gran pasión le mordía las entrañas; sintió que amaba a Eduardo. No le cabía duda: tenía allí el primer amor del joven. Dirigióse al kiosco, que estaba en lo más apartado del jardín, e hizo salir a la joven.

-Permitidme, anciano -dijo al padre de Ángela-, que hable algunos instantes en secreto con vuestra hija.

Y la llevó a un lado del jardín. La luna, hiriendo la pálida faz de Ángela, aumentaba su palidez y su hermosura. Margarita, al mirarla, ardió en horribles celos; celos, sí; en celos por un hombre a quien momentos antes despreciaba, y de cuyo amor se reía.

Bajo una especie de dosel que formaban algunas hermosas enredaderas, al lado de una bullidora fuente, en la cual lucían algunos faroles a medio apagar, se asentaron las dos jóvenes, y Margarita comenzó a hablar de esta suerte:

-Cantas muy bien, hija mía, muy bien. ¿Por qué no piensas en ir a un teatro?

-Porque mi madre me ha enseñado el camino de la virtud, diciéndome que está muy sembrado de escollos. Y si en esta desconocida senda por donde yo ando encuentro a cada paso espinas, ¿qué no me sucedería si hollase más anchurosos espacios?

-No me parecen mal las máximas de tu madre; pero voy a hacerte alguna reflexión. Si a los escollos naturales de tu pobreza añades con esos escrúpulos otros escollos, ¿de qué te servirán los dones recibidos del cielo? Pasarás tu vida ignorada y pobre.

-No me importa gran cosa, señora. Yo en el campo canto para mí, para Dios. En al teatro cantaría para los hombres. Preguntadle al jilguero si prefiere la jaula de oro al pobre arbusto, y que su canto regale los oídos del príncipe, o se pierda en la inmensidad del espacio.

-Tienes mucho talento, joven. Y ¿puedo saber de dónde has venido y por qué has venido a Nápoles?

-Os lo diré, señora. No lo oculto. Creo que no debo ni pensar ni hacer cosa que no pueda decirla delante de todo el mundo. Yo he amado mucho. Mas el joven a quien amaba ha desaparecido a mis ojos. Y he venido a Nápoles a saber si es vivo o muerto. Y nada he podido saber aún. Y por eso entro en los palacios, y por eso canto, y mi voz es el reclamo de mi amor.

-Y ¿quién te ha dicho que ese joven te es fiel?

-Me dice el corazón que no ha podido olvidarme.

-Y ¿cómo se llama?

-Sólo sé su nombre. Se llama Eduardo.

Margarita, al oír pronunciar el nombre de Eduardo, sintió tal emoción y tan profunda, que se levantó instantáneamente del asiento; pero reflexionando también de una manera súbita, en unos de esos instantes en que la reflexión se confunde con el instinto, se volvió a sentar pálida, demudada, y cogió con fingida efusión las manos de Ángela.

-Eres muy desgraciada.

-Sin duda, muy desgraciada. Pero lo soy porque tengo el íntimo convencimiento de que es desgraciado Eduardo.

Margarita lanzó una de esas carcajadas amargas y sardónicas.

-¡Desgraciado! Sí, tienes razón, mucho.

-¿Le conocéis, señora, le conocéis? ¡Oh! Sois muy buena. Sois mi salvación. Seréis mi guía. ¿Vive, vive?

-Vive.

Un alborozo infinito se pintó en el rostro de Ángela. Dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas, y un suspiro profundo mostró que había desahogado de inmensa pesadumbre su corazón oprimido.

-Veo que le amáis mucho.

-¡Oh! No sé decirlo.

-Pero él ama.

-¿A quién, a quién ama?

-A mí -dijo Margarita dándose un fuerte golpe en el pecho, y mirando con altivez a Ángela, que contemplaba estupefacta a su rival-. Sí. Me ama a mí, a mí sola -decía Margarita-. Pero no con ese amor que se contenta con un suspiro, con una mirada, con un recuerdo; que habla del cielo, de los ángeles, de Dios; sino con el gran amor, con el amor de los sentidos, que exhala fuego y ardiente lava; con ese placer inmenso que goza hasta en el crimen, hasta en la deshonra, y que se burla de esa falsa moneda que ha dado el mundo en llamar virtud, que no es sino insensibilidad, frío, nada.

Al oír estas palabras que ciego despecho dictaba a Margarita, lejos de perturbarse, levantó Ángela con serenidad la frente, miróla de hito en hito, y dijo:

-Señora, no os entusiasméis así. No encarezcáis el mal de esa manera. Os compadezco. Estáis enferma. La úlcera de un mal horrible os lacera el corazón. Curaos pronto, señora; curaos muy pronto, porque corréis grave peligro de perder en flor un alma que acaso Dios haya formado para el cielo.

-No te entiendo, joven. Amas al mismo hombre que yo amo; dudabas de su felicidad, de su amor; acabas de saber que te ha olvidado, y, lejos de mostrar dolor o pena, vienes predicándome, a guisa de misionero. Y ¿a eso llamas tú amor, a eso pasión? ¡Ja, ja! -añadió dándose a todo reír con la risa convulsiva que le era tan peculiar-. Eso es fría insensibilidad.

-Señora, veo que afortunadamente no alcanzáis los misterios del dolor. En este mundo tan hermoso a los sentidos, todo es violento y todo fugaz. El placer es intenso, pero breve; el dolor es grande, pero rápido. Las pasiones crecen hasta parecer una gran tormenta moral; pero, como la tormenta, son breves, y pasan como las ráfagas del huracán por el alma. He aquí por qué mi dolor, sereno, tranquilo, vivirá mientras yo viva, al paso que ese vuestro engañoso amor pasará como una exhalación, como una tromba, sin dejar nada en pos de sí más que tristes ruinas.

-¡Qué lenguaje! Me mueve a maravilla. Confieso que me atrae por lo nuevo, y por lo desusado me cautiva. Dime: ¿y tú no envidias el lujo de estos jardines y de estos salones? ¿No desearías los aplausos de las gentes? ¿No vivirías contenta en este mundo?

Como se ve, el alma de Margarita era muy impresionable también. Al ver aquel dolor tranquilo que no lloraba, que no se retorcía, que se ocultaba cuidadosamente en el fondo del alma, sentía una especie de admiración, como si estuviera en presencia de algún grandioso espectáculo de la Naturaleza.

-Siento tener que decir todo lo que de este mundo se me alcanza -dijo Ángela-. Yo he visto en las playas de mi patria, bajo la cabaña del pescador, a la madre, rodeada de sus hijos, contenta y feliz al repartirles un pedazo de pan moreno y una taza de leche, gozosa en verles levantar sus bracitos, como los pajarillos pían y aletean en su nido cuando les manda la Providencia el pequeño grano de dorado trigo. Pero he entrado en estos salones, en estos palacios, y he visto el esposo casi separado, por el respeto y la etiqueta, de su esposa; los hijos separados de la madre, y puestos a disposición o de un aya o de un frío preceptor, capaz sólo de endurecer los corazones; la naturaleza que humedece y refrigera el espíritu, alejada de aquí, o, cuando menos, violentada y contrahecha en estos jardines, cuyos árboles me parecen de trapos; y en vez del santo amor, he visto desconsoladora desconfianza.

-Y, sin embargo, al fondo de tu cabaña ha ido la desgracia, y te ha maltratado y te ha herido.

-Pero oídme, oídme. Al fin no soy tan desgraciada como vos. Yo, en el fondo de mi cabaña, he conservado la pureza del alma, que vos habéis desgraciadamente perdido en el fuego de estas bujías, en el esplendor de estos salones. Yo no he hecho mal a nadie, y vos habéis penetrado como una sombra maldita en el cielo de mi amor. Yo sabré padecer, sabré llorar, y vos no os veréis habitada ni por el dolor. Y puedo aún levantar el corazón a Dios, y pedirle para vos felicidad; y vos sólo podéis pedir al infierno venganza.

-¡Ángela! -gritó Margarita, horrorizada de la verdad de aquella pintura, y de la crueldad de aquel paralelo.

-Mi recuerdo será siempre en vos un remordimiento; vuestra memoria, en mí una fuente de compasión. Yo, en la soledad del campo, tendré a Dios presente siempre en mi espíritu; vos, en el ruido de las orgías, tendréis presentes siempre vuestras acciones y vuestras obras. Yo puedo amar no correspondida; puedo, a despecho de la ingratitud y del olvido, guardar en el corazón y en la memoria el nombre del que una vez amé; vos, en sus brazos, no seréis nunca feliz, ni podréis darle la felicidad, que sólo consiste en la virtud de vivir vida tranquila y en la esperanza de aguardar serena muerte.

-¡Ah! ¿No se habían de amar? -exclamó Margarita, levantándose del banco donde estaba sentada, y dando paseos de un lado a otro, como si quisiera desasirse de una pesadilla-. ¿No se habían de amar con delirio? Eran dos almas puras que se encontraban en el mundo, eran dos corazones que vibraban como las cuerdas de una lira. Ese amor debía ser un canto, la luz de la luna, el rocío, como todo lo que hay puro y divino en la Naturaleza. Amaban por la vez primera; amor dulce, tierno, que no se ha propasado a desflorar la virginidad de los labios ni con un beso.

-¡Y vos, como la serpiente, habéis entrado en ese paraíso, y habéis desvanecido ese dulce sueño de la inocencia! -exclamó Ángela.

Al oír estas palabras, se rehízo Margarita. Toda la sensibilidad que empezaba a posesionarse de su corazón se desvaneció, se deshizo como un ataque de nervios pasajero. Asió por el brazo fuertemente a Ángela, y dejándolo después caer con violencia, la dijo:

-¿No os bastaba mi confesión? ¿Venís a gozaros en verme humillada? ¿Creéis, por ventura, que yo he cedido el amor de Eduardo? Cederé, sí, cederé, sólo por tomar de vuestro orgullo venganza.

-¡Ah! Señora, tenéis razón. Un instante de vértigo y de dolor me ha hecho orgullosa. Perdonadme, perdonadme. A veces en la amarga espina está la salud, y en la rosa el veneno de la víbora. Todos, todos somos iguales. Todas las mariposas, aun las de más bellas y cambiantes alas, son míseros gusanos. Pero confesad que es muy triste verme así abandonada y solitaria, cuando él, sí, él llenaba con su amor el mundo; verme abandonada cuando yo más le amaba; verme abandonada cuando sólo pedía a su pasión algún recuerdo o algún suspiro, o que alguna vez, de tarde en tarde, viniese a escuchar una canción de amor, que acompañaba el rumor de aquella fuente, único testigo de nuestra felicidad y de nuestra pasión.

-¡Pobre Ángela! -exclamó Margarita-, pero no, no; yo no debo compadecerte. No, no te quedes aquí. Vete, vete. Tienes razón. Eres mi tormento. Lloras, amas. Así que conoces en ti alguna falta, la confiesas. Vete; aborrezco tu virtud por no aborrecerme a mí misma.

-No me iré. Pienso quedarme.

Al oír estas palabras, ardió en celos, en horribles celos, Margarita. Todos sus instintos perversos, dormidos antes, se despertaron en tropel de repente. Un temblor convulsivo se apoderó en todo su cuerpo. Sus ojos parecían próximos a salirse de sus órbitas. Miraba a Ángela con fascinadora mirada, como la serpiente al pajarillo.

Ángela, que nunca había conocido tales luchas, que jamás había pasado por aquellas tristes circunstancias, sentíase como bajo la fuerza de un gran influjo magnético y padecía horriblemente.

-¿Te quieres quedar? -dijo Margarita con acento entrecortado por la rabia-. ¿No quieres abandonarme tu amante? Yo lo he arrancado ya de tu corazón. Verás, si te quedas, nuestros abrazos; oirás nuestros besos de amor. Yo me gozaré en verte pálida, trémula, eclipsada esa hermosura por el dolor y por los celos. Me gozaré también en ver mi triunfo sobre ti, la fecundidad de mis placeres y la fría infecundidad de tu virtud. Me gozaré, sobre todo, en verle a él, avergonzado, humillado, triste, dolorido, delante de ti, con los restos de su amor en la memoria y la marca del vicio en la frente, padeciendo los más horribles dolores. Yo...

-¡Callad, callad, por Dios! -dijo Ángela, cayendo de rodillas a los pies de Margarita-. ¡Callad! No debo volver a verle. No le haré apurar el cáliz de la amargura hasta las heces. No quiero que al verme fiel, con las palabras de amor en los labios, se muera de vergüenza. Decidle que yo le he sido infiel también; que me he casado por vengarme, para que no padezca. Yo, muerta de amor, abandonando por él a mi madre, cantando por esas calles de Nápoles sólo por recoger un rayo de su mirada, yo debía ser un espectáculo triste a sus ojos. Yo debía derramar un dolor muy vivo en su corazón.

Y Ángela lloraba amarguísimamente; lloraba como si se le partiese el corazón, y añadía las siguientes sublimes palabras:

-Me iré, sí; me iré. No quiero causarle nuevo daño; haré este sacrificio por mi amor. ¡Ah! Señora: cuando vos le veáis; cuando se unan vuestras miradas en un éxtasis infinito; cuando dulces palabras caigan en vuestros oídos; cuando, confundidos en un suspiro vuestros corazones, os juréis con voz entrecortada por el delirio de la pasión, eterno amor, ¡ah, Dios mío! que en aquellos momentos de felicidad la sombra de esta desgraciada no se aparezca nunca a los ojos de Eduardo.

Y diciendo estas palabras, se levantó, se enjugó las lágrimas, y se fue donde estaba esperándola su padre; le dio un beso en la frente, y salieron ambos del jardín. La aurora lucía ya con todo su esplendor en el horizonte.