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La hermana de la Caridad/Capítulo LI

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Capítulo LI

Mas ¿qué había sido de Eduardo? Huyendo de la sombra de Margarita, se había refugiado en un buque francés. Una vez disfrazado, y seguro de no ser conocido, había pretextado que causas políticas le movían á separarse de su patria. El buque francés le acogió bajo su pabellón, llevándoselo á Francia. Ya en París, Eduardo conoció que allí su vida había de ser muy precaria, muy triste. Además, la vida para él era una pesada carga; necesitaba olvidarse de sí mismo. En esta sazón ardía la guerra en Africa. Los franceses enviaban una de sus numerosas expediciones contra los bárbaros de aquella ardiente región, hermana nuestra en otro tiempo, hoy abandonada de nosotros.

Además, la guerra, el ruido de los combates, la vida en aquellos ardientes climas, los espectáculos á que no estaba acostumbrado, el hambre, la sed, la muerte misma, eran para Eduardo como una esperanza, porque necesitaba desasirse del recuerdo de borrar las dos imágenes que en su pensamiento le seguían, le acompañaban á todas, partes, sin dejarle nunca, Angela y Margarita, como dos palabras que resumían toda su vida, como los dos límites de su horizonte, como las dos pasiones de su corazón, como la luz y la sombra de su conciencia, como la lucha del bien y del mal, que extiende su dominio sobre todo el espíritu y sobre toda la naturaleza.

Eduardo logró su objeto: entró en el ejército de Africa á combatir, á, pelear, á olvidar.

Era una hermosa mañana de Mayo. El sol se levantaba por los límites del horizonte, resplandeciente de hermosura. El cielo estaba riente, azul, sereno, sin nubes. Las costas del Mediterráneo desplegaban un mar de verdura sembrado de flores; las aguas tranquilas reflejaban la luz límpida y grata del cielo. Varias naves francesas se dirigían á las costas de Africa, y levantaban sus anclas, y recogían en sus velas, blancas como la espuma, las amorosas brisas. Las naves llevaban nuevos refuerzos de gente para la guerra de Africa. Se componían estos refuerzos de gente joven, alegre, intrépida, que iba á la guerra como los caballeros de la Edad Media á, sus torneos.

Los labios todos elevaban una canción de despedida á la Francia, á la amada patria, á la nación que se perdía como una ilusión querida entre los velos del celeste horizonte y las aguas de los mares. El deseo de la gloria, el amor á la patria, la ambición, el anhelo de guerrear, todas esas pasiones que tanto engrandecen el corazón humano, pasiones madres de las portentosas hazañas, vibraban en aquel cántico sublime de tierna y dulce despedida á la patria. Con ese arte propio de los franceses, los cuales rara vez olvidan que el mundo es un gran escenario y el hombre un gran actor, los brazos de todos aquellos jóvenes se abalanzaban á la ribera con entusiasmo semejante al de un corazón joven que deja sus prendas, sus primeros amores. Entre esta explosión de entusiasmo, sólo había un joven que nada decía, que no hablaba, que no lloraba, que no cantaba, que se sonreía amargamente en medio de tan general entusiasmo.

Estaba sentado sobre cubierta, con la cabeza apoyada en la mano, viendo indiferente el espectáculo de tantas y tan entusiastas pasiones. Cuando la tierra se perdió entre los pliegues del horizonte; cuando sólo se veía el mar y el cielo, un silencio solemne siguió á la tempestuosa y exaltada alegría. La presencia de lo infinito que el hombre ve en el mar y en el cielo, le obliga á recogerse en sí mismo, á meditar como bajo las bóvedas elevadas. y sublimes de un majestuoso templo. Uno de los jóvenes que más entusiasmo habían mostrado se sentó junto al joven meditabundo, que era Eduardo, y le dijo:

-Vos no habéis cantado ni llorado.

-No dejaba nada ni nadie en Francia.

-¡Triste suerte!

-Muy triste.

-Pero al menos recordaréis alguna persona.

-Nada, nada me queda en el mundo.

-¡Parece imposible!

-Si como me separaba de las riberas me separara de la vida; si como me entrego á este mar tranquilo y azul me entregara al océano de la eternidad, sentiría la misma calma, la misma tranquilidad.

-¡Oh! Pues entonces...

-Sí, vais á preguntarme: Tu, que has muerto, ¿por qué usurpas el aire, el alimento, el espacio que pertenece á un vivo?

-No, ciertamente no.

-Lo confieso, no he tenido valor para morir.

-No desesperéis.

-Lo tendré para que me maten.

-Y ¿ni siquiera acariciáis una esperanza? -dijo su interlocutor á Eduardo.

-¡Una esperanza! -contestó éste-. Si hubiera una esperanza, ¿á qué me quejaría?

-Pues ¡qué! ¿tan solo creéis el mundo que no podáis encontrar en él ni un sér que os ame?

-No, nunca. No puede ser.

-¿Estáis loco?

-Tenéis demasiadas ilusiones, joven.

-¿Por qué?

-Porque os parece locura la desgracia.

-Sí, ciertamente. Me parece locura el haber renunciado hasta á la dulce esperanza de ser querido.

-Esa sería mi mayor desgracia.

-Explicaos.

-Lo sería inmensa.

-¿Tal vez vuestro amor mata?

-Lo habéis dicho en són de burla, y habéis dicho la verdad.

-¡Qué horror! Tenéis la imaginación poblada de espectros.

-Sí, mi amor mata.

-Quitaos esas aprensiones.

-He hecho infeliz á la mujer que ame, infeliz para siempre.

-¡Oh!

-He asesinado á mi esposa.

-¡Cielos!

-Queréis mayores desgracias? He arrancado la felicidad á un ángel, he arrancado la vida á una mujer.

-No me lo contéis.

-Es verdad. No deben saberse todos estos crímenes.

-Y ¿qué buscáis?

-Busco la muerte.

-La muerte, que tan fácilmente se encuentra.

-Ya os he dicho que no he tenido nunca valor para acabar mi vida.

-¡Desgraciado!

-¿Me compadecéis?

-Mucho, mucho.

-Soy, en verdad digno de compasión.

-Mas confiad en lo por venir.

-Para mí se han cerrado todos los horizontes.

-¿Quién sabe?

-No hay, no puede haber vida para mí.

-Sí, sí; Dios tiene en sus manos la misericordia.

-Pero Dios sólo puede descargar sobre mí su venganza.

El dolor que manifestaba Eduardo era tan grande, que el joven conoció que toda conversación le era importuna. Levantóse después de saludarle, y le dejó solo, abandonado á su silencio. Eduardo volvió á caer en sus profundas meditaciones.