La hermana de la Caridad/Capítulo LIV

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Capítulo LIV

Una tarde estaba Margarita con las Hermanas de la Caridad en el convento de Nápoles, hablando de lo terrible y nunca visto del temporal que había azotado las costas del Mediterráneo, y de la seguridad que tenían de que el buque en que iba Angela había naufragado, y se había perdido el santo modelo de la inefable caridad, la hermosa Angela. Al hacer estas reflexiones, al recordar la posibilidad de este naufragio, las infelices mujeres lloraban amargamente. La pérdida de aquel ángel de paz y caridad era, en verdad, digna de todo el dolor que le consagraban aquellas infelices mujeres. Mientras el temporal duro, el hospital se había convertido en una casa de oración, en un templo. Los niños que aun no sabían balbucear el nombre de Dios, los ancianos encorvados ya hacia el sepulcro, el enfermo más azotado por el dolor, el moribundo que no podía retener el último suspiro que se le escapaba del pecho, todos, olvidados de sí y de sus dolores, se dieron á rogar á Dios por la salvación de todos los que navegaban en aquellos terribles momentos, y muy especialmente por la salvación de Angela.

Cuando la tempestad se calmó y fueron vomitados por el mar tantos despojos, tantos cadáveres, quillas rotas, despedazadas tablas, restos del gran naufragio, todos, absolutamente todos los que el hospital y el convento habitaban, y la mayor parte de los pobres de Nápoles, lloraron muerta á Angela, como se llora á una persona amada; y en verdad, aquella mujer era individuo de una gran familia, hermana de todos los pobres, de todos los desgraciados, de todos los que lloraban en la tierra.

Cuando más lloraban la para todos indudable muerte de Angela, viéronla aparecer á la puerta de la sala principal del convento. La joven estaba pálida y trémula; sus ojos apagados, su respiración era tardía y dificultosa. La huella de sus grandes dolores se veía profundamente grabada en su rostro; el acento de la pena que la afligía resonaba en su voz. Al verla entrar, las personas congregadas en aquella sala, que eran varias Hermanas de la Caridad, algunas enfermas convalecientes, unas pobres pequeñuelas niñas y Margarita, lanzaron un grito, primero de entusiasmo, de alegría, después de un general sollozo.

-¿Conque sois nuestra? -decían unos.

-¡Ya os vemos! -exclamaban otros.

-Sí, me veis, me encontráis por la misericordia de Dios.

-¡Gracias, gracias, Dios Señor nuestro! -dijeron todos.

-¡Margarita, hermana mía, hermana! -dijo Angela estrechando contra el pecho á su antigua rival.

-¡Angela! -exclamó Margarita; y no pudo continuar porque el llanto la ahogaba.

-Y ¿no nos abandonaréis? -dijo la priora.

-Sí, os abandonaré.

-¿No habéis desistido?

-No.

-¿Acaso no veis en estos dolores un aviso del cielo?

-Sí; el dolor no me arredra.

-Y ¿volveréis á embarcaros?

-Volveré.

-¡Cielos!

-¿Creéis que acaso los elementos pueden detenerme?

-Meditadlo bien.

-Lo he meditado.

-Aquí hacéis falta.

-Mas falta hago en Africa.

-No lo creáis.

-Mi corazón lo dice.

-Os engaña vuestro corazón.

-Aquí estáis vos... que podéis socorrer á los infelices.

-Pero, mirad, os echan todos, Angela, de menos.

-¿Quién sabe cuántos infelices cristianos perecerán a estas horas en los desiertos de Africa?

-En todas partes hay dolores.

-Pero hay ciertos dolores que reclaman toda nuestra caridad.

-¡Por Dios, Angela, quedaos!

-No puedo, no debo quedarme.

-¡Qué persistencia!

-Es un deber.

-Creo que os engaña vuestra generosidad.

-No, mi fe no puede engañarse.

-Es orgullo ya esa insistencia.

-No: es confianza en Dios.

-¡Angela mía, por Dios!

-Ya lo he dicho, señora: el primer buque, el primero que vaya á la Argelia, me recibirá en su seno.

Angela, tomando el brazo á Margarita y separándose de todos, le dijo estas palabras:

-¡Ah! Padezco, pero soy feliz.

-El cielo te premia.

-Sé dónde está Eduardo.

Margarita lanzó un grito de alegría.

-Voy á salvarle.

-¡Cielos!

-¿Qué, qué te pasa?

-Nada, nada.

-¿Tienes celos?

-Lo has adivinado.

-Y ¿dudas aun de mí?

-No.

-Yo le amo.

-Angela, me atormentas.

-Pero ese amor permanecerá aquí, siempre aquí encerrado.

-Tanta heroicidad...

-¿No la crees posible?

-Sólo en ti.

-Margarita, aun tienes resabios de tu mala educación -dijo Angela reconviniendo tiernamente á la joven.

-¿Por qué me dices eso?

-Porque aun crees al deber heroísmo.

-Es tan difícil vencer el amor...

-No, no lo creas.

-No te comprendo.

-Hay otra cosa más difícil, Margarita.

-¿Qué?

-Degradarse.

-¡Oh!

-La mujer tiene una repugnancia invencible al vicio.

-Es verdad.

-Le cuesta mucho perder su pudor.

-Sí.

-Mas cuando lo ha perdido, cae hasta el último de los abismos.

-Por eso...

-Por eso es necesario guardar siempre la pureza del alma.

-Angela, cuando te oigo me fortifico para luchar y me engrandezco para vencer.

-No hay más remedio que salir pronto, muy pronto, de Nápoles.

-¡Tan pronto!

-¡Quién sabe si mañana será tarde!

-¿Ni un día te detienes?

-Ni un solo día.

-Acuérdate de mí.

-Voy á hacer tu felicidad.

-¡Angela mía!

-Voy á devolverte tu esposo.

-No puedo creer tanta felicidad.

-El dolor ha regenerado á los dos.

-¡Dolor triste y amargo!

-Pero dolor que encontrará en el cielo y en la tierra un consuelo. Voy, pues, á partir.

En efecto: al día siguiente salía Angela de nuevo del puerto de Nápoles. Vé en paz, genio del bien; cada una de tus palabras será un consuelo, cada una de tus acciones un bien, cada uno de tus pasos dejará en pos de sí una larga huella resplandeciente y hermosa.