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La hermana de la Caridad/Capítulo LV

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Capítulo LV

Era una tarde calurosísima de Julio. El sol encendía con su ardor la tierra, y un silencio horrible pesaba sobre la abrasada Naturaleza. Sus seres animados buscaban en vano algún consuelo, pues la tierra parecía inmenso, encendido horno. Todo era horrible, todo era triste; pero mucho más horrible, mucho más triste en el desierto. En efecto: el desierto de Africa, donde guerreaban las tropas francesas, ofrecía un aspecto horrible y desolador. Ni un árbol se veía en lontananza, ni una vivienda, ni un ave cruzaba los aires, ni un cuadrúpedo, ni un reptil, la tierra. La Naturaleza, árida, triste, uniforme, monótona, parecía un inmenso y terrible cementerio. El cielo, encendido por un sol sin reflejos, parecía negro enrojecido; la tristeza que derramaba en el alma, como una sombra, era inmensa, infinita; la muerte se dibujaba en la Naturaleza. Ni un árbol, ni una fuente, ni un arroyo, ni un pozo, nada que anime la Naturaleza. Tierra por todas partes, tierra sin fin, cenicienta, tierra árida, cuyo color era triste como el color del cielo; tierra que nada produce, sino algunos espinos despojados de hojas, como ramos secos que parecían próximos á encenderse por los rayos del sol.

Y en este inmenso arenal, a lo lejos, se veían grandes bandadas de. hombres que se asemejaban á aves del desierto. Eran los hijos de aquellas abrasadas arenas, que habiendo visto á los defensores de la Cruz penetrar en sus hogares, destruir sus templos, se apercibían á una desesperada defensa. Y ya se sabe que los hijos del desierto, con su sangre semítica y africana, cuando pelean, cuando defienden sus hogares, cuando pugnan por salvar sus dioses, tienen la fiera constancia del león y la sed de sangre del tigre.

El clima ardiente, el sol, la aridez del desierto, la inclemencia del cielo, el fuego que centellean las arenas, el aislamiento y la soledad de aquellas razas, su fiero fanatismo, su amor al suelo patrio, amor que Dios inspira á todos los pueblos, y muy especialmente á los pueblos nacidos en climas inclementes y en terrenos áridos; estas y otras mil particularidades, propias de la índole de estos pueblos, les obligaban á entrar con ferocidad en la guerra.

Estas feroces tribus, vencidas en sus correrías por el mar, desalojadas de las riberas, de los puertos, forzadas á guarecerse en lo interior de los desiertos, sin más propiedad que la movediza arena arrojada bajo sus plantas, sin más vivienda que sus cabañas, sin más alimento que los dátiles con que les brindan sus oasis, aman, sin embargo, su tierra de maldición, árida, arenosa, impía, como una madre tierna y hermosa; cariño muy propio, muy natural en el misterioso corazón del hombre.

Así, aquellos hombres rugían de rabia, de desesperación, como el león herido, como la pantera hambrienta. Aguzaban sus lanzas, sus espadas, como el ave de rapiña aguza sus cortantes uñas. Preparaban sus largos y pesados arcabuces, sus imperfectos cañones.

Pero más que en sus armas, su rabia, su furor, se veía en sus semblantes. Sus manos temblaban, no de miedo, sino de furor. Sus ojos derramaban fuego, sus labios repetidas y continuadas imprecaciones. Unos iban á pie, otros en sus caballos en pelo, en esos caballos en pelo, ligeros, rápidos como la ráfaga del abrasado viento del desierto. La tez de aquellos hombres, tostada por el sol, revelaba nobleza; sus modales, ardor generoso; sus ojos, rabia; su frente relucía, no por el brillo de una idea, sino por el fuego de una gran pasión, de una pasión ardiente como los rayos del sol de sus desiertos. A ciertas horas, cuando sonaba el esperado instante de las oraciones, todos ponían la rodilla en tierra y elevaban á su Dios plegarias; pero no plegarias impregnadas de amor, de fe, de entusiasmo, sino de ardor guerrero, sañudo, de deseos de venganza; no invocaban al Dios de la justicia, sino al Dios cruel de la desolación y de la muerte.

En aquel inmenso desierto, por el lado opuesto al que ocupaban los africanos, se vio venir pronto un gran ejército cristiano. El orden que reinaba en estas huestes contrastaba con el desorden de sus contrarias; sus armas, con las armas de los moros; su traje obscuro, con aquellos largos albornoces blancos que cubrían á los adoradores del Profeta.

Inmediatamente que los africanos vieron destacarse en el horizonte aquellas sus enemigas huestes, comenzaron á hacer evoluciones rapidísimas, á reunirse en bandas y grupos, á montar sus largos arcabuces, á dar aullidos feroces, como suelen las aves de rapiña cuando un rayo de luz hiere sus ojos ó un peligro las amenaza.

El ejército europeo avanzaba en columna cerrada disciplinadamente, con actitud serena y mirando el inmenso territorio, descubriendo sus posiciones, estudiando la manera más plausible de envolver aquellas inmensas huestes que se movían á lo lejos como la humareda de un cañoneo ó como una grande y espesa nube de polvo. Se trataba de vencer con la inteligencia la fuerza, con la táctica el número, con la habilidad á la misma naturaleza. Por fin, las tropas europeas acamparon en aquel desierto frente á frente de sus enemigos, alzaron sus tiendas, se apercibieron para un combate sangriento y tremendo, porque la rabia de los africanos no conocía límites.

Por fin, la tarde vino; el sol se sumergió en su ocaso, las tinieblas se extendieron por todo el campamento, y un frío intenso sucedió al calor terrible del día, por uno de esos cambios tan bruscos y tan frecuentes en estos tristes abrasados climas.

A la puerta de una de aquellas tiendas se encontraba Eduardo. Su imaginación, exaltada por el desierto y la proximidad del combate, creía, transportándose á otros tiempos, hallarse en una de aquellas guerras tan frecuentes y tan gloriosas en los siglos medios.

Sin embargo, su corazón oprimido se espaciaba en estos recuerdos históricos, huyendo de esos otros recuerdos de su vida que habían hecho su desgracia. En los rayos de la luna, que extendía su plateada luz por el desierto, su imaginación fingía la imagen de Angela, que le martirizaba con horrible martirio, Cuando más embebido se encontraba en estos pensamientos, se acercó un compañero de armas y le dijo:

-¡Terrible va á ser la lucha!

-No importa.

-Todo, Eduardo, te es indiferente.

-Todo, todo, hasta la muerte.

-¿Y la gloria?

-Hasta la mentida gloria, que es un sueño que el hombre acaricia, como el niño en el campo la fugitiva pintada mariposa.

-¡Qué ideas!

-Sí, sí. La vida es como el espejismo que el desierto finge.

-¿Nada te encanta?

-Nada.

-¿Nada esperas?

-Nada.

-Parece imposible.

-Arrastro una triste vida.

-No desconfíes.

-¡Ah!

-No, no desconfíes.

-Dios me ha condenado á padecer.

-Dios te salvará.

-No es posible.

-Todo lo ves negro.

-Hay en mi alma una eterna espesa noche.

-El corazón puede disipar esas sombras.

-Te engaña tu generoso deseo.

-Te lo repito, ten confianza.

-¡Oh! Cuando veo á nuestros enemigos en lontananza, les pido la muerte. Cuando oigo silbar las balas á nuestro alrededor, presento el pecho para que me partan el corazón.

-¡Infeliz!

-¿Tú habrás visto cuán celebrado es mi valor?

-Pareces un león.

-Pues no hay en mi valor.

-¡Modestia!

-No, convicción.

-No te entiendo.

-Guerreo como ves porque yo anhelo la muerte y no tengo valor para suicidarme.

-¡Diantre!

-Sí. Fríamente no puedo matarme.

-Lo creo.

-Pero morir matando, morir venciendo, morir entre el fragor de los combates, morir con una herida gloriosa en el pecho; por la libertad, por la patria, por la humanidad, es una muerte dulce, una honrosa muerte.

-Sí, es verdad.

-Y he ahí lo que yo busco, porque yo soy desgraciadísimo.

-Algún día caerán esos velos de tus ojos.

-Nunca.

-Algún día serás feliz.

-No puede ser.

-Sí, sí.

-Es verdad, tienes razón; seré feliz el día en que reciba en mi frente el beso de la fría muerte.

-Hablemos de otra cosa.

-De lo que quieras.

-Sábete que va á ser horrible el combate.

-Lo celebro. Y ¿en qué te fundas para decir eso?

-En miles de conjeturas que fácilmente podrás alcanzar.

-Habla.

-Lo fundo en el espectáculo que presentan esos bárbaros.

-El mismo que han presentado siempre.

-Nunca los he visto más feroces.

-Mejor. Así será más gloriosa la victoria.

-Todo esta preparado.

-Lo se.

-Nada falta á nuestro ejercito.

-De otra manera sería imposible la guerra.

-Ciertamente.

-Mas nos faltaban Hermanas de la Caridad.

-¿Qué, qué?

-Hermanas de la Caridad.

-¡Ah!

-¿Por qué suspiras?

-No, no suspiraba.

-Te engañas y me engañas. Has suspirado.

-Pues bien, sí.

-¿Por qué?

-Me parten el corazón ciertos nombres.

-¿El de Hermana de la Caridad?

-Más que ninguno.

-¿El ángel de los hospitales y de los campos de batalla?

-Son misterios.

-Tu corazón es un inmenso misterio.

-Mejor dijeras un infinito dolor.

-Padeces demasiado.

-Muchísimo.

-Y ¿las Hermanas de la Caridad te traen a las mientes recuerdos tristes?

-Sí; porque mi amor, mi amor...

Y Eduardo se afectaba de pena.

-Confíame tus penas.

-Deseo desahogar mi corazón.

-Aquí tienes el pecho de un amigo.

-Yo amaba...

-¡Quién no ama en la tierra!

-¿He dicho que amaba?

-Sí.

-Pues he dicho mal.

-Cálmate.

-Yo estoy imposibilitado de amar.

-¿Por qué?

-Porque he abandonado el ángel de mi amor.

-¡Infeliz!

-Malvado, debías decir.

-Compadécete á ti mismo.

-No. Caiga sobre mi frente el castigo del cielo; caiga.

-¡Eduardo!...

-Sí, que me abrase el fuego celeste.

-No te desesperes.

-He sido muy criminal.

-Ella te habrá perdonado.

-Pero yo la he arrancado á la paz, á la vida, al amor.

-Y ¿no es fácil curar las heridas?

-Son eternas, son sangrientas.

-Calma ese ardor.

-Y ¿aun dudas de cuán justa es mi aspiración a la muerte?

-Nunca el hombre debe aspirar á la muerte.

-¿Por qué?

-Porque la vida es siempre necesaria, es siempre fructífera.

-Pero una vida que es ponzoñosa, corrosiva...

-¿Sabes lo que te destina la Providencia?

-Lo adivino.

-Arrogancia, y sólo arrogancia. Ese tu dolor puede ser un manantial fecundo de bienes, si no para ti, para tus hermanos. El hombre no debe considerar su vida como un bien privativo suyo, no; debe considerarla como savia que á otros vivifica, como espíritu que á otros anima.

-¡Delirio! Mi vida maldita, mi vida, que no me es dado sobrellevar, mi vida no puede ser alimento de otros seres.

-Sí, sí.

-Te engañas ó aparentas engañarte.

-Un ejemplo te moverá á creerme. Esa misma pasión que te anima y que es causa de tu dolor, puede engrandecerte. La desesperación se apodera de tu pecho, devora tus entrañas, consume tu existencia. Pues bien: esa desesperación te inspira un valor desmedido, un nunca visto arrojo, y te lanzas á la pelea y combates como un héroe, y ganas un reducto, y te llevas en pos de ti una compañía, en pos de esa compañía un ejercito, y ganas el campo enemigo, y plantas allí la bandera de la civilización, el lábaro de la libertad; dime, con todo esto, ¿no has hecho la felicidad de muchos? ¿No has servido á la justicia? Y, sin embargo, esa acción heroica te la ha inspirado tu desesperación, tu dolor, tu amargura; te la ha inspirado esa misma vida que maldices, y que bendecirán millares de generaciones.

-¡Millares de generaciones! Tal vez esa felicidad que millares de generaciones bendicen sea hija de la desgracia de otros millares de generaciones, que dejarán tal vez grabada en la historia una maldición más solemne y más duradera que todas las bendiciones que pueda ofrecer el interesado agradecimiento.

-¡Ay, Eduardo! El mal que sufres radica mucho más hondo de lo que tu mismo puedes imaginar.

-Mis males emanan de los tristes sucesos que te he contado.

-No, no. Tú has respirado por mucho tiempo una atmósfera saturada de veneno.

Eduardo se estremeció al oir la profunda verdad que decía su compañero.

-Tú has creído que sólo el vicio podía reinar en la tierra.

-¡Ah!

-Tú has visto burlados todos los días los principios más santos de justicia.

-¿Por qué, por qué me dices eso?

-Te lo digo, porque de otra suerte era imposible que se hubieran borrado en ti tan hondamente las nociones de la justicia.

Eduardo se cubrió el rostro con las manos.

-Ignorar lo que es justo, no sentir lo que es verdadero, no experimentar esa necesidad divina de conocer lo hermoso, lo verdadero, lo bueno, es imposible, imposible, á no ser que el alma se haya eclipsado en el hombre.

-¡Oh! Me insultas.

-¿Insulta el médico al enfermo cuando dice: «Ahí hay gangrena»?

-Tienes razón. Yo he perdido las nociones de lo justo y he caído en sus abismos.

-Mas de ese abismo puedes ahora, ahora levantarte.

-Me faltan fuerzas.

-Mentira. Tú no conoces lo que es la voluntad; tú no conoces que la voluntad humana puede obrar milagros maravillosos.

-Mi voluntad no tiene estímulo.

-Cuando tu conciencia se aclare, obrará la voluntad. La conciencia es como el piloto, la voluntad es la fuerza; con la conciencia limpia y la voluntad libre, el hombre va donde quiere ir: si á la felicidad, á la felicidad; si á la desgracia, á la desgracia.

-¡Oh! Señor -dijo Eduardo levantando los ojos al cielo-, dadme voluntad.

-La tendrás.