La hermana de la Caridad/Capítulo LVI

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Capítulo LVI

Ya comenzaba dulcemente el alborear del nuevo día. El cielo sonreía como teñido por los primeros resplandores del lejano sol. Algunas estrellas se iban ocultando entre los celajes, á la manera que cae en su cuna un niño que se duerme. El ave nocturna, sacudiendo sus sedosas alas lanzando un agudo gemido, se perdía en su madriguera. Los primeros preludios del día eran los rumores de la Naturaleza. Poco á poco los bordes del horizonte se coloraban fuertemente, presagiando los ardores de un día estival. Sin embargo, el aura, dormida toda la noche, se desataba y gemía cual si fuera á recibir un beso del sol. Todo era paz en la Naturaleza, todo alegría en el cielo. El sol subía majestuosamente; el cielo se iluminaba como para una fiesta; las estrellas se perdían entre los arreboles del Oriente; las aves daban al viento sus primeros gorjeos, y el aura se convertía en la prolongación infinita de un suspiro de amor; y toda la Naturaleza se sonreía plácidamente, mientras el corazón del hombre, turbado por sus odios, ardía en sed de sangre, y la mano del hombre, trémula de rabia, aguzaba las homicidas armas y se aprestaba a una sangrienta y mortal pelea. En efecto: entre la amarilla tierra y las cenicientas matas del desierto se vejan brillar frente á frente dos ejércitos: el uno, como hemos dicho, de africanos; el otro de europeos. El africano rechinaba los dientes de rabia, gemía impaciente, se desesperaba al ver enfrente á su enemigo como si anhelase devorarlo. Los ojos de aquellos fieros hijos del desierto, como los ojos de sus tigres y leones, difundían reflejos sangrientos. Los caballos árabes, ligeros como el viento del desierto, del color pardo de la tierra o del negro color de la noche, saltaban caracoleando como si se impacientasen por la tardanza del combate. Una música destemplada, inarmónica, pero muy semejante á los misteriosos ruidos del desierto, difundía el ardor guerrero en el ánimo de aquellos hijos del sol. Con sus rostros atezados, sus blancos turbantes, sus jaiques de colores, la cimitarra en la mano, el arcabuz á la espalda, caballeros en rápidos alazanes, parecían la resurrección de aquellos antiguos profetas africanos que con su palabra de fuego habían formado numerosos ejércitos, y con aquellos ejércitos habían amedrentado á las naciones, y habían hecho temblar de espanto á la tierra. Pobres jirones de aquellas banderas ya olvidadas, pobres rebaños de aquella inmensa grey de pueblos bárbaros, pobres restos de aquellos gigantes ejércitos, corrompidos por el fatalismo, por la esclavitud, que es la más grande y dañina de todas las enfermedades de los pueblos; aquellas hordas, al pelear con un ejército de cristianos, con un ejército civilizado, se abrían su honda huesa y se sepultaban á sí mismas en las entrañas áridas y estériles del desierto.

Frente á frente la hueste civilizada del ejército cristiano se preparaba al combate. No se oía ni un grito, no se escuchaba ni una imprecación. Aquellos hombres iban al combate llevados, no por el instinto, sino por la reflexión; no por la idea ciega del cumplimiento de un mandato, sino por la idea sublime del cumplimiento de un deber. En la serenidad de sus rostros, en la altivez de sus frentes, en el arte de sus combinaciones militares, en la apostura, en todo, se veía que estos hombres eran hombres, porque eran libres. En efecto: la libertad es el hombre; la libertad es toda su naturaleza; la libertad es su vida. Quitadle al hombre la libertad, y lo reducís á la condición miserable de una bestia. Sus acciones no serán suyas, ni sus ideas, y, por consiguiente, ni de sus acciones ni de sus ideas será responsable. Como una paja arrastrada por el viento, como una piedra que cae á su centro, como un árbol que crece agarrado á la tierra, el hombre no sería ese poeta sublime que lee en el cielo, ese artista generoso que levanta sus obras al lado de las obras de Dios, ese filósofo que comenta la Naturaleza y la vivifica, no; sería un sér más arrojado en el inmenso torbellino de los seres; pero no ese gran sér, superior á todos, ministro de Dios en la Naturaleza, cuya idea no cabe en el espacio, cuyas obras se dilatan más allá de los tiempos.

La libertad es el gran atributo moral del hombre; la libertad es el alma de su alma, la vida de su vida. Hijo de la Naturaleza, por la libertad se emancipa de la Naturaleza; destinado á ser todo de Dios, por la libertad llegará hasta Dios. Por eso los pueblos esclavos son rémoras á la obra de la Providencia, y los pueblos libres son los obreros de la Providencia.

Los obreros de la Providencia iban a cumplir su destino, iban á grabar con un hierro, candente la idea de la civilización en pueblos bárbaros. Querían el bien de los mismos que les iban á sacrificar. Los soldados europeos, bien al revés de los soldados africanos, fiaban más á la inteligencia que á la fuerza, más á la táctica que al número. Cuando amaneció, se encontraron inferiores en número, muy inferiores, mas no por eso escasos en valor. Sus enemigos tenían tierras de donde sacar nuevos soldados; ellos, ó tenían la victoria á su frente ó la muerte á sus espaldas. Los mismos pueblos que habían sometido, alentados por una derrota, se levantarían contra sus señores, exterminándolos Y satisfaciendo su hidropica sed de venganza. Pero, á pesar de estos peligros inmensos, de estas luchas, de esta incertidumbre, serenos los ánimos de aquellos soldados, esperaban la serial convenida del combate. El sol fué levantándose en el horizonte. Parecía un inmenso disco de fuego. Desde el punto en que se alzó, comenzó á encender la tierra como un horno y á apagar toda vida. Callaron algunas que otras aves por allí escondidas, que antes piaban; callaron las frescas auras de la mañana; callaron los rumores de la Naturaleza sólo se oía el respirar de los dos enemigos ejércitos, que parecía el hervidero de dos inmensos volcanes. La Naturaleza peleaba por sus esclavos, por los africanos; la inteligencia peleaba por sus hijos, por los europeos.

El sol, el ardiente sol lanzaba flechas contra el ejército cristiano, al paso que con su fuego alimentaba el fuego del enemigo. Aquella tierra árida y abrasada, aquel cielo metálico, más duro que el acero; aquella Naturaleza muda, postrada; aquellas lejanas refracciones del sol, que parecían un mar que avanzaba contra los dos ejércitos; aquel calor sofocante, pavoroso, eran bastante á llevar el decaimiento á los ánimos, la incertidumbre al corazón, la duda á la inteligencia. Mas la voluntad, que todo lo domina; el alma, que sobrepuja á la misma Naturaleza, podían en aquellos soldados más que el sol con sus rayos y el clima con sus rigores. En su interior tenían aquellos hombres un sol que templaba los ardores de aquel sol: la conciencia; un aura que templaba los rigores de aquel clima: la libertad. Sabían que iban á morir voluntariamente, y sabían que su causa era santa. Nada les faltaba.

Sin embargo, ¡cuán horribles eran los rigores del clima! El suelo ardía como un horno, el cielo como una inmensa devoradora hoguera. El aire parecía como que se evaporaba. Los pulmones no podían respirar aquella atmósfera enrarecida por el sol. Ni una gota de agua, ni el eco del canto de un ave, ni la hoja de un árbol. Todo era cruel. Parecía aquel desierto un inmenso cementerio, sí, un cementerio terrible, donde iban á enterrarse enormes y poderosos ejércitos.

Amaneció por fin el día tremendo del combate. El sol se levantó en el horizonte enrojecido, anunciando con sus rayos un calor sofocante y horrible. Por los límites del horizonte se descubría una caravana. Pero aquella caravana no llevaba la guerra, sino la paz; no el dolor, sino la esperanza y el consuelo. Eran las Hermanas de la Caridad, que se habían quedado rezagadas y que iban contentas al campamento á verter á manos llenas los dones y los tesoros del cielo. A su cabeza figuraba, como el ángel de paz de todas ellas Angela, alentándolas con su palabra e instruyéndolas con su ejemplo. Muchos días de terrible calor habían pasado; las arenas del desierto, levantadas por el viento, habían herido sus rostros; la tempestad había desgarrado sus vestiduras; el ardiente sol había quemado sus carnes, y aquellas mujeres nada sentían más que su caridad, desdeñando contentas todas las inclemencias de la Naturaleza.

Cuando consideramos de que suerte el dolor engrandece nuestra alma, no podemos dejar de bendecir el dolor. Por un misterio de nuestra naturaleza, aquello que más á primera vista nos rebaja, más en realidad nos engrandece. El dolor que huimos es en la ley misteriosa de nuestra existencia como un bálsamo que conserva puras todas nuestras virtudes. Desconfiemos mucho de los que se sienten felices y tranquilos en la tierra; esos infelices no han sentido la aspiración divina á otra vida mejor; no han soñado con lo celeste y lo infinito; no guardan un ideal en su conciencia, y no ven cómo de ese ideal se aparta la fría y tosca realidad. En la contradicción, en la lucha constante entre este mundo real y el mundo que fingimos; entre esta vida transitoria y esa otra vida cuyas riberas son la eternidad; entre la idea pura de la conciencia y el hecho impuro grabado fugazmente en el espacio; entre la imperfección que vemos y la perfección con que soñamos, en esa contradicción, en esa lucha constante está encerrado el enigma de nuestra grandeza, el genio de nuestras artes, el numen divino de la ciencia. Anda, hombre; anda, pobre peregrino: la Naturaleza no se somete á tu voz sino protestando contra tu dominio en sus mil embravecidos elementos; la ciencia no desciende á tu frente sino después de haberse ocultado en impenetrable nube; la misma virtud no te sonríe si no combates por ella; cada hoja de tu corona cuesta un sacrificio; cada resplandor de ciencia que ves, días muy amargos de tu vida; cada suspiro de la libertad que alcanzas, millares y millares de generaciones; y, sin embargo, ese dolor que te precede y te sigue, y que agita sus alas sobre tu cuna y tu sepultura, que está mezclado como aligación necesaria á todas tus grandes obras; ese dolor que gime en tus arpas, en tus cinceles, en tus plumas, en todos los instrumentos de tu grandeza; ese dolor que se exhala de tus cánticos, de tus poemas, de tus estatuas; ese dolor infinito es el ángel de Dios que siembra de flores el camino de tu vida y que te muestra sonriendo la mansión divina de los cielos.

¿Quién podrá saber, pues, de los dolores que amenazaban en el día funesto que vamos á describir, el bien que podía resultar á la humanidad? Nada, más horrible que la guerra, nada que más desconsuele y acongoje. Sin embargo, la guerra ha sido el camino de la humanidad; su desierto, sí, pero el desierto por donde ha llegado á la tierra prometida. Dejando sumergidas aquí civilizaciones orgullosas, enterradas allá millares de millares de criaturas, dispersos en otro punto pueblos constituidos á grande costa, levantando mañana lo que ayer destruía, la humanidad ha caminado siempre vertiendo lágrimas, siempre destilando sangre, á su libertad y á su perfeccionamiento. ¡Terrible día, en verdad, día horroroso! Los árabes del desierto apercibían sus aceradas lanzas al combate; montados en sus caballos, ligeros como el viento, recorrían toda la línea de sus informes pelotones exhalando gritos de muerte y produciendo rugidos de espantosa, rabia; sus ojos relucían animados por la venganza; sus pechos respiraban odio; sus narices se abrían como para recoger bien el olor de sangre que pronto había de inundar los aires. Hijos del desierto, ardorosos como el desierto, inclementes como aquel cielo, áridos de compasión como aquel suelo, sedientos de sangre como el tigre que oyen maullar desde la sierra, esos pueblos han nacido para la guerra. Pero su guerra con los pueblos europeos es la guerra de la fuerza con la inteligencia, del brazo con la idea, del instinto ciego con la razón iluminada y libre; guerra sangrienta y tremenda, pero en que el triunfo pertenece, como siempre, de derecho, al espíritu, que todo lo domina con su fuerza invisible y maravillosa.

Mas en el día que venimos historiando era indeciso el triunfo, era inseguro el éxito. Los ejércitos europeos tenían más disciplina, pero los ejércitos africanos más número. Los ejércitos europeos más inteligencia, y los ejércitos africanos más fuerza. Los ejércitos europeos tenían un enemigo en el suelo que pisaban, en el impío cielo que los cubría, en el ardoroso y encendido sol que los asaeteaba; el ejército africano tenía un amigo, un defensor, en la Naturaleza, en la tierra, en el cielo, en el sol. Los elementos debilitaban á los europeos y encendían á los africanos. La vista del desierto era para los unos como un inmenso cementerio, y era para los otros como la cuna, como el hogar sagrado, como el templo de su dios. Por eso la batalla debía ser más tremenda, más porfiada, más sangrienta, porque la materia luchaba con todas sus fuerzas, con todos sus recursos, con todos sus elementos, con todo su poder, contra el espíritu. Por fin las avanzadas del ejército cristiano se encontraron frente á frente con los pelotones de los infieles. Los primeros tiros de los soldados cristianos produjeron horror en el ánimo de sus enemigos, que se desbandaron como los cuervos al oir la primera descarga del cazador. Sin embargo, pronto se repusieron y cargaron con ímpetu extraño á nuestras tropas. Los soldados europeos resistieron aquel empuje retrocediendo para tantear la táctica de sus enemigos. Esta táctica es sencilla y conocida. Consiste en cerrar los ojos y lanzarse á la muerte sin conciencia, como á un hondo abismo, y herir con todas sus fuerzas, sin curarse del punto donde va á dar el golpe. Esta manera singular de pelear es muy horrible. El hombre combate con todo su cuerpo al enemigo, con las manos, con los pies, con los dientes. Agudos gritos, imprecaciones horribles, insultos groseros, maldiciones, evocación continua del genio y del auxilio de Dios, todo esto acompaña al árabe en la guerra; todo esto alienta como otros tantos genios enviados á su alrededor por el Dios de los combates para sostenerlo en el tremendo trance de la atroz y sangrienta pelea. Es de ver el hijo del desierto, envuelto en su albornoz blanco cual una nube; caballero en su corcel, negro como la noche, blandiendo su aguda temblorosa lanza, que vibra herida por los rayos del sol como una serpiente de fuego; encendidos los ojos, transfigurado el semblante por el odio, espumosa la boca, imprecando y maldiciendo; más valiente cuanto más acosado, más cruel cuanto más herido, respirando el hedor de la sangre como un aroma celeste, oyendo los quejidos de los moribundos como un concierto, rodeado de cadáveres y buscando nuevas víctimas, como si fuera la encarnación del horrible genio de la guerra. Pues apenas comenzado el combate entre las primeras avanzadas, una nube de estos hombres horribles, de estos rayos de la guerra, de estos hijos de la destrucción, de la muerte; una nube, decíamos, inmensa cual una nube de langosta, profiriendo voces de muerte, haciendo gestos espantosos y horribles, clamando al cielo como energúmenos, se lanzaron á desorientar y arrollar el ejército de los cristianos con el mismo feroz empuje con que un río, salido de madre, inunda el campo, y arrancando los árboles, los lleva en pos de sí, los arrastra en sus tumultuosas y negras ondas, á cuyo impulso nada puede resistir, cuya fuerza nada puede contrastar ni vencer. El ruido que producían tantas voces iracundas, tantas lanzas agitadas, tantos arcabuces vomitando fuego los cascos de los caballos y las descargas de artillería, era tremendo y horrible; parecía que se desquiciaba la tierra. Las tropas europeas no acometían, resistían; no empujaban, cortaban con el filo de sus espadas y con el fuego de su artillería aquella inundación de barbaros, y los dejaban que ellos mismos se cansaran de su misma rabia, de su mismo furor, y que, en agitaciones febriles, pero inútiles, devoraran, consumieran sus fuerzas, fáciles de mover, pero más fáciles aun para decaer y morir á su propio impulso.

El numero de enemigos era tal, que ya no podían resignarse á resistir, y tuvieron que acometer con aran fuerza é ímpetu. En este momento el sol ascendía á su cenit, derramando ríos de fuego, de calor, de lumbre; el aire quemaba como el aire encendido de un horno. Las armas de fuego ardían casi á los rayos del sol. La tierra parecía como lava ó como cenizas ardientes. El calor que encendía la sangre daba más rabia y más furor al feroz combate. Todo era horrible en aquel horrible día.

No; todo no. Nunca deja Dios de hacer flotar su misericordia sobre el gran océano de nuestros dolores y nuestras desgracias. En una tienda, con los ojos puestos en el cielo y las rodillas en tierra, las Hermanas de la Caridad oraban por el triunfo de la justicia y de la verdad; la salvación de todos. Habían preparado ya sus hilas, sus aromas para embalsamar las heridas, sus cendales y sudarios para envolver los muertos. Mientras todos apercibían instrumentos de muerte, ellas medios de vida; mientras todos pensaban en la destrucción, ellas en la salud; mientras todos maldecían y odiaban, ellas oraban amorosas á Dios: contraste que es la ley de toda nuestra existencia. Angela, concluida la oración, salió á, la puerta de la tienda á mirar la disposición del combate. En una colina que insensiblemente formaba el terreno, estaba colocada la tienda. Desde allí se divisaba, se veía todo el campo. Las maniobras del ejército, la lucha, hasta los semblantes de los soldados cristianos, se veían clara y distintamente. Un sacerdote acompañaba á Angela y la consolaba, haciéndola ver y notar las ventajas de los cristianos.

-¡Dios mío! -decía Angela-: mirad, mirad, padre; aquel pelotón de árabes ha destrozado toda una compañía de los nuestros.

-En cambio, notad en el ala izquierda la ventaja que llevan los nuestros.

-¡Ay! Parecen leones.

-No temáis. Su empuje violento se estrella en la inteligencia de nuestros soldados, como las olas del mar en la arena.

-Pero ¿no veis que aquel desierto de enfrente vomita tropas sin cesar?

-Todas ellas vendrán á, morir á, nuestras plantas, como la víctima á los pies del sacrificador.

-Mucho confiáis, muchísimo. No tengo, yo vuestra confianza. ¡Infelices! Cómo mueren, cómo exhalan sus almas! ¡Cuántas personas queridas dejaréis en el mundo! ¡Cuántos corazones se partirán al mismo tiempo, que los vuestros!

-Morir en este instante, morir por la causa de Dios, por la causa de la civilización, es volver á nacer en el cielo.

-Mirad, padre, mirad aquellos infelices de la derecha. Todos yacen tendidos; oid sus lamentos, escuchad las carcajadas de los bárbaros. ¡Oh! Yo no tengo corazón para sufrir este horrible espectáculo.

El padre murmuraba algunas oraciones en voz baja.

-El centro acomete -decía Angela.

-El empuje es inmenso, y ahora mismo veréis desbandados los bárbaros.

-No, no; nuevas nubes de ellos se levantan y vienen. Son innumerables.

-Mirad qué bravos nuestros soldados. Mirad cómo se baten. Parece que no hagan nada: tal es su valor. Avanzan como si no tuvieran delante tina muralla de espadas.

-No veo nada; el cañoneo me quita el oído, el humo la vista; sólo veo una confusión inmensa.

-¡Oh! ¡Que gritos se oyen!

-¡Qué algazara!

-Son carcajadas.

-Son aullidos.

-Habrán triunfado del centro; habrán triunfado -decía Angela.

-¡No han triunfado! -exclamó una voz ronca de un soldado; pero nos han arrancado una bandera.

-Eso prueba que llevan ventaja -dijo Angela.

-Dios les proteja -dijo el sacerdote.

-Mirad, mirad -dijo el centinela, que tenía un anteojo.

-¿Qué sucede, qué sucede?

-Es el valiente italiano Eduardo.

Angela dió un grito y se cubrió el rostro con las manos; y como temiese caer, apoyóse en la puerta de la tienda.

-¿Qué hace, qué hace? -preguntó Angela con indescriptible ansiedad.

-Se sale de las filas.

-¡Dios mío! -dijo el sacerdote.

-Corre tras el soldado que se ha llevado la bandera.

-¡Dios mío, protégele! -dijo Angela levantando los brazos al cielo.

-¿Conocéis á ese joven?

-Sí.

-¿Le habéis visto aquí en el ejército? dijo el sacerdote á Angela.

-No, señor.

-Parece una fiera.

-Eso es temerario -dijo Angela con zozobra.

-No, eso es heroico -exclamó el militar con entusiasmo.

-Ya llega, ya llega.

-¡Dios mío, Dios mío! -exclamaba Angela fuera de sí.

-¡Doce, doce contra él; cobardes, cobardes! -decía el centinela.

Angela se retorcía de dolor los brazos.

-Pero pelea, pelea contra todos como un héroe.

-Va á morir -dijo Angela con una expresión de dolor inexplicable.

-Ya se abalanza al que tiene la bandera; ya lo ha muerto; ya ha recogido la bandera; ya la agita en sus manos.

-¡Gloria á nuestra bandera! ¡Gloria al valiente italiano!

El sacerdote murmuraba un Tedéum.

-¡Oh! Le han herido el caballo.

-¡Santo cielo! -dijo Angela.

-Se desatan contra él más de trescientos.

-¡Ay! -exclamó Angela exhalando un agudísimo suspiro.

-Sin embargo, corre, corre, dejando el caballo un reguero de sangre en la arena.

-¡Sálvalo, Señor, sálvalo! -decía fuera de si Angela.

-Ya le cercan.

-¡Ah! A morir, á morir -decía Angela.

-Se defiende como un león.

-¡Inútilmente! ¡Oh! ¡Eduardo, Eduardo!

-Rompe el cerco.

-¡Cielos! decía Angela.

-Huye, huye salvo.

-¡Oh Dios, protégelo!

-Pero dos moros le cercan de nuevo, le alcanzan.

-¡Ah! Le han herido.

Angela lanzó un grito desesperante, horrible, agudísimo.

-Se defiende el valiente.

-Valor heroico que le arranca la vida -dijo Angela.

-Un chorro de sangre inunda su rostro.

Angela ya no podía sostenerse, y se agarraba al lienzo de la tienda.

-Pero lleva la bandera en sus manos. Salen á defenderle. Entrega la bandera.

-¡Ah! -dijo Angela, como si estuviese también herida.

-Vacila, y cae desmayado en brazos de sus compañeros de armas.

Al oir esto, Angela cayó también sin sentido en la abrasada arena.

-¡Buena la hemos hecho! -dijo el centinela, arrojando el fusil y corriendo á todo correr en socorro de Angela.

-Señora, señora, ¿qué tenéis? -preguntó con ansiedad viva el sacerdote, inclinándose sobre el cuerpo inanimado de Angela.

-¡Nuestra hermana, nuestra hermana querida! -dijeron varias de las mujeres que estaban en la tienda, saliendo presurosas en auxilio de la infeliz enferma.

-Miren -dijo el soldado- qué valor para los combates; miren qué Hermana de la Caridad, que se marea al olor de la pólvora. ¡Medrados andamos! Cuando esperábamos sus socorros, tenemos que socorrerlas.

-Soldado -dijo el sacerdote-, la debilidad humana tiene sus límites, que no puede traspasar.

-¿Por qué habrá venido, si de esta suerte nos ha de acongojar?

Angela abrió sus grandes ojos en este instante, mirando con estupor á todos lados.

-¿Qué me pasa, Dios mío, qué me pasa? -dijo después de algunos minutos de silencio.

-Nada: volved en vos -dijo el sacerdote-; las grandes impresiones del combate, el calor sofocante de este día tan terrible, las mil ideas que se agolpan á la intranquila mente, todo eso es superior á la frágil naturaleza nuestra.

-¡Oh! -dijo Angela con amargura-. Y yo habla venido á socorrer á estos pobres soldados, yo tan débil, yo tan miserable!

-Alentaos, señora -dijo el militar-, que ya cobraréis fuerzas.

-Harto las necesito si he de estar al nivel de mi deber.

-Ya os vuelve el color al rostro -dijo el sacerdote.

-Y ¡cuidado que es hermosa! -decía para sus adentros el militar.

Angela se levantó, y dió dos ó tres paseos por la tienda. Después, sentándose en el suelo, comenzó á llorar amargamente.

-Hermana, hermana -decían las Hermanas de la Caridad-. Nos, quitáis ánimo.

-Tenéis razón, hermanas mías.

-¡Vos tan fuerte en nuestra larga peregrinación, que nos dabais aliento en el naufragio, que nos refrigerabais con vuestras palabras, en el desierto, vos tan abatida y llorosa!

-Me estoy faltando á mi misma; estoy faltando, á Dios. Vamos -dijo-, vamos á cumplir nuestro destino. Cubierto está de heridos el campo; vamos á recogerlos, á estancar su sangre, á curar sus heridas.

-No -dijo el sacerdote-; no es hora todavía. Están en lo más recio del combate, y no debéis salir de aquí.

-En lo más recio del combate se necesita, nuestro auxilio.

Y Angela recogió bálsamos, palios, hilas, y fuera de sí, con arrojo sobrehumano, seguidas de las Hermanas de la Caridad que la acompañaban, se lanzó al campo de batalla.

Aquellas débiles mujeres, en medio del horror del combate, parecían como ángeles de salvación, como la palabra divina deslizándose majestuosa y serena sobre el caos. El rumor de la guerra y los gritos de los moribundos, el humo de la pólvora, el hedor de la sangre vertida, no eran parte á detenerlas en su audaz carrera, en su gigante empresa. Parecía que, confiadas en lo divino del ministerio de paz y amor que ejercían, allí donde sólo reinaban el odio y la guerra, tenían conciencia de que Dios las amparaba á todas bajo su manto protector, y las libertaba del odio de los hombres, como las había libertado del odio de los elementos. Doquier hallaban un herido, ora fuese moro, ora cristiano sin preguntarle por su religión ni por su bandera, se detenían, derramaban bálsamo en aquella herida, y ofrecían consuelos á su alma, alivios á su cuerpo. ¡Cuántos infelices, al ver en medio del combate aproximarse aquellas mujeres desafiando la muerte, al verlas inclinarse sobre su pecho, estancar la sangre cerrar la herida, refrescarla, y después bendecirlos, como si fueran hermanos, sus ojos, en sus dulces labios, la primera luz de la fe cristiana, que nunca hubieran visto sin el fuego asolador de las guerras!

-El bien, la virtud, se reproducen con gran fuerza como llenos siempre de generosa vida. El bien que se derrama en la tierra es á un tiempo mismo un bálsamo, un ejemplo, una semilla, que, como el grano arrojado en la tierra, da ciento por uno. La misma fecundidad que tiene la naturaleza física, tiene la naturaleza moral. De una semilla nace un árbol que da millares de flores, millares de sabrosos frutos, pureza al aire, grata sombra al cansado. viajero, y que, levantando su copa á, las alturas, resiste y vence al torbellino de los siglos, viviendo largo tiempo fuertemente arraigado en la tierra. Y de una virtud sencilla, pobre, que se deposita en el corazón humano, y por la cual se logra que el hombre ame al hombre y confíe en Dios; de una virtud nacen millares de virtudes que hermosean y fortifican nuestra naturaleza.

En el instante (volviendo á nuestra interrumpida narración), en el instante en que las Hermanas de la Caridad entraban en el campo de batalla, el combate se había recrudecido de una manera horrible. Era ya el mediodía; el sol con toda su fuerza: caía sobre los combatientes. Ocho horas de continuo batallar hablan sido inútiles. Ciertamente habían perecido en ellas muchos infieles, pero no habían perecido pocos, cristianos. Además, los cristianos ni siquiera habían adelantado un paso, contentándose con romper, destrozar y desbandar, no siempre con buena fortuna, al enemigo.

En este instante, viendo que se dilataba más de lo que se creía el resultado del combate; viendo perecer inútilmente tanto bravo soldado viendo que era necesario escarmentar ejemplarmente al enemigo, se dió orden de acometer á toda prisa; pero de acometer terriblemente, sin dar cuartel, hasta exterminar á los hijos del desierto. Los soldados se apercibieron á esta nueva lucha, y á pesar del terrible calor que hacía, avanzaron con gran rapidez, contentos con cambiar de posición, y acometer en vez de resistir. Todo el ejército cristiano, exceptuando la retaguardia, se movía como un solo hombre. Sus tres alas caían como un torrente devastador, sobre los árabes. Parecía aquel ejército tan disciplinado, moviéndose á un mismo compás, como un muro andando en virtud de su propio movimiento.

Aquel primer impulso de la gente cristiana espantó á la gente mora, que creía á sus enemigos sin fuerza y sin valor para acometer en el combate.

Su primer impulso, vista la actitud terrible del enemigo, fué correr presurosamente, sí, correr á la desbandada; pero pronto, avergonzados de si mismos, se rehicieron, decidiéndose á morir antes que dejar ó ceder el campo.

Entonces se vió lo más terrible que guardaba en sus entrañas aquel terrible día: lanzas rotas, cascos abollados, un fuego horrible, muertos innumerables, heridos lamentándose aquí y allá; los dos ejércitos peleando casi cuerpo á cuerpo; la artillería de uno y otro lado barriendo á los hombres; el furor aumentando á medida que aumentaba el combate; la muerte cebándose en millares de seres humanos; la desesperación haciendo esos prodigios de valor que ya traspasan las fuerzas humanas; y á pesar de todo, la victoria indecisa, insegura, y el empuje igual por ambas partes, como si aquellos ejércitos no agotaran nunca sus hercúleas fuerzas.

Pero conforme declinaba el sol, declinaba también el valor de los africanos y crecía el valor de los europeos. Entonces, al acercarse el fin de la tarde, las dos alas, derecha e izquierda, del ejército cristiano, que dos veces habían sido arrolladas y dos veces habían vuelto á reconquistar el terreno perdido y rehacerse, volviendo sobre sí mismas con extraordinario esfuerzo, cercaron casi á los africanos, los acuchillaron, los vencieron, y cuando el sol llegaba á su ocaso, viendo correr desbandados y presurosos los últimos restos de sus enemigos, entonaron á una, el cántico de victoria. La inteligencia había vencido á la fuerza; la razón al instinto.

Cuando vino la noche, la luna alumbró un cuadro desolador; la luna, que con su luz amarillenta como el reflejo de una antorcha, da á los objetos un tinte pálido, melancólico, fantástico, tristísimo. El cielo estaba sereno, sin una nube; la luna era la envidia del día; su luz vivísima había borrado las estrellas, y sus rayos dulcísimos, esos rayos que parecen destinados á iluminar con su luz suave y melancólica sólo escenas de amor sus rayos se reflejan en las lanzas despedazadas, en los pálidos ojos de millares de moribundos, esparcidos por aquella tierra de maldición, cubierta de horrores, empapada en sangre. Por los últimos límites del horizonte, ó por donde alcanzaba humanamente la vista, aparecían grandes sombras, que, ora se agrandaban, ora se desvanecían, como las ilusiones de un sueño. Eran los hijos del desierto, que huían de sus chozas, de sus aduares queridos, como perseguidos por una maldición, poblando de lamentos los solitarios desiertos. Al verlos desaparecer semejaban ora fantasmas de una imaginación calenturienta, ora sombras evocadas en un gran osario, ora pájaros enormes del desierto, que se quejaban en són doliente, ora el genio de aquellas comarcas, que huía despavorido de aquellos lugares, donde entraba el genio de la civilización y del cristianismo.