La hermana de la Caridad/Capítulo LVIII

De Wikisource, la biblioteca libre.

Capítulo LVIII

Procedióse á la inmediata y pronta curación de Eduardo. Sus heridas eran profundas, y los médicos daban pocas esperanzas de conservar la vida del enfermo. Una respiración fatigosa y anhelante, una fiebre exaltada y nerviosa, vaguedad en el mirar, pulsaciones violentas en el corazón, delirio continuo, incesante, este era el estado de aquel guerrero, que buscaba en los campos de batalla, no la victoria, sino la muerte. Decidieron los médicos que Angela no se apartase un momento de la cabecera de su lecho, que le acorriese en aquel trance amarguísimo de la vida de Eduardo. La pobre joven sentía infinito el estado del único hombre que había amado en la tierra; pero disimulaba cuanto podía su sentimiento. Trataba, y casi lo conseguía, de ocultar que allí, en aquel lecho, padecía, no solamente un hermano, sino el amor de su corazón. El amor de Angela, que se había eclipsado cuando Eduardo era feliz, crecía ahora con desmedida violencia. Verle herido, postrado en un lecho próximo á la muerte, y desgraciado, y no amarle, era imposible para aquel corazón nacido con todas las virtudes celestes.

Mas por lo mismo que aquel amor no podía tener esperanza alguna en la tierra, se refugiaba Como en su natural vivienda en el cielo. Lejos de ser una de esas pasiones que turban el sentido y emponzoñan el corazón, era una pasión purísima, divina; era como el alma del alma, como la esencia misteriosa de su vida. Cuando Angela se vió sola en la tienda de campaña con el enfermo, cogió una luz y se acercó á su lecho. Estaba como dormido. La horrible calentura coloreaba ligeramente sus mejillas. Su frente mostraba una gran serenidad, como si descansara su pensamiento tranquilo, después de haber trabajado por largo espacio de tiempo. Respiraba mal, muy mal. pero sentíase que aquella respiración, si era un gran dolor físico, no afectaba en nada su corazón, que parecía tranquilo, ó, cuando más, agitado por el padecer material, que no llega nunca hasta el espíritu. Angela, al acercarse al lecho de Eduardo comprendió lo que significaba aquella contradicción entre el dolor del cuerpo y la serenidad del alma de Eduardo, y dijo para sí con amargura:

-Has encontrado lo que buscabas: la muerte. No podías sufrir el combate de tu corazón, y has ido en pos del otro combate más terrible y más grande. ¡Infeliz! Las heridas del alma las has recrudecido con las heridas del cuerpo. Pero este bautismo de dolor te regenera, te salva. El remordimiento te ha hecho mártir. Faltaste á lo que te debías á ti mismo; faltaste á lo que me debías; la pasión te ha despeñado; pero tú pedías áDios un gran dolor y un gran castigo, y lo has conseguido. Me parece que de esas terribles, entreabiertas heridas, veo levantarse como un aroma inmortal, tu alma, digna ya, sí, digna de todo mi amor. ¡Amor! ¿Qué idea ha venido á mi acalorada mente? Yo no puedo amar á un hombre, yo debo amar á la humanidad. El sentimiento no ha nacido para mi corazón, el sentimiento regalado y dulce que une á un sér toda una vida. Ese sentimiento debe morir aquí, en este alma lacerada y triste. No, no os levantéis á mis ojos, días tranquilos en que mi mundo se concluía donde se concluía mi horizonte; en que mi idea y mis recuerdos volaban siempre en pos de mi Eduardo. Esos días deben desaparecer, como una maldición, de mi memoria. Sí; huid, huid, recuerdos placenteros; callad, callad, sentimientos del corazón. Ahora sólo debo pensar en salvarle, en arrancar esta presa á la muerte. Pero al salvarle, no debe acordarse de mí, no; debe acordarse de que tiene una esposa en la tierra, debo salvarle para su familia, para su patria. ¡Una esposa! Los celos me matan, me despedazan el corazón. Conozco que no tengo virtud bastante para tan ruda prueba. Yo, yo que le amaba tanto; yo que no sabía vivir sin él; yo que no tenía más pensamiento que Eduardo, ni quería sin Eduardo la vida; ¡yo debo entregarlo á otra mujer! No, no. Me voy á morir. Pero ¿quién soy yo? ¿Me he olvidado, por ventura, de quién soy? Yo soy Hermana de la Caridad, desposada con Dios. Yo no me pertenezco á mi misma; yo pertenezco á los desgraciados, á los enfermos. Mas, por muy grande que, sea mi corazón, ¿puedo mandar á este amor que se levanta de su fondo como una gran tempestad? Señor, necesito de tu auxilio. Dios mío, necesito de tu poder. Voy á, abandonarle. Lo mejor es huir, sí, huir de aquí. Yo no tengo confianza bastante en mí misma. Yo no podré ocultarle que le amo; que vive aun aquí, en mi corazón, como el día primero de nuestro amor; que en este corazón vivirá siempre, y que conmigo irá á la eternidad. Pues ¡qué! ¿ha de ser el amor un crimen? Esa pasión que Dios ha inspirado á todos los seres de la Naturaleza; esa pasión que anima desde la flor hasta el astro, ¿sólo en mi corazón, sólo en este corazón ha de tornarse ponzoña y mal? ¿Por qué cuando venía á orillas de la fuente este amor era una virtud, y hoy, ¡ah! hoy es un crimen? ¡Cielos! Sí, es un crimen; es una pasión que debe ser ahogada allá en el fondo del pensamiento; es una serpiente que se esconde en el cáliz de mi alma; es un veneno que destila gota á gota de la sangre de mi corazón. Entre ese hombre y yo media un juramento de amor que él ha prestado á otra mujer, y un juramento de amor que he prestado yo á Dios y á la humanidad. Ese hombre debe seguir á su esposa en la tierra, á su esposa en el cielo. El lazo que los une ya no puede ser cortado ni aun por la muerte. Deben ser el uno para el otro. Yo, levantándome en su camino; yo, amándole insensatamente, soy como la sombra en el cielo, como el genio del mal entre un coro de ángeles. No, no; yo venceré a mi corazón en esta nueva prueba; sí y lo venceré. ¡Desgraciada mujer! Amaste como no se ama en el mundo; tus ilusiones, tus esperanzas, tus sentimientos, los consagraste á un solo sér en la tierra; vivías de su vida; sentías con su corazón; pensabas con su pensamiento, y cuando parecía que ibas á tocar la felicidad; cuando más amada te creías, aquel sér huyó, desapareció de tus ojos, dejándote un amor horrible, un amor desgraciado, un amor infeliz, sin esperanza. Este amor, este amor debe ser ahogado, debe ser vencido, aunque me cueste la vida. Tú, tú, Eduardo, vivirás con tu esposa. Yo te arrancaré del lecho de la muerte para volverte al hogar de tu familia. Yo te arrancaré del sepulcro para entregarte á los brazos de tu esposa, de la única mujer que debes amar en el mundo. ¡Calla, calla, corazón mío! Hable sólo el deber. Y si para cumplir el deber es necesario morir, muera en buena hora; que Dios, que juzga las conciencias, verá la pureza inmaculada de mi alma.

Angela, después de esta gran lucha, como hubiera llorado muchísimo, se enjugó las lágrimas. Un rayo de serena luz cruzó por su frente, una dulce sonrisa por sus labios. En aquella alma tan pura, esta lucha había producido como una tremenda y obscura noche. Angela, que conservaba toda la tristeza propia de una pasión sin esperanza, no podía imaginar que aquella pasión, en momentos dados, había de tener una intensidad tan grande, tan extrema. Era un obstáculo que encontraba en su camino; pero un obstáculo, que se proponía vencer con el santo auxilio, del cielo.

Lo primero que hizo fué arreglar todos los medicamentos, disponer las tisanas, apercibir todo cuanto había menester el enfermo. En seguida se sentó á la cabecera del lecho del moribundo. Con los ojos puestos en su frente pasó gran parte de la noche. Parecíale que sus labios, contraídos por el dolor, pronunciaban con frecuencia un nombre, y que ese nombre era «Angela, Angela». Esto aumentaba su pasión por el desgraciado joven, y la excitaba á proseguir con más empeño la lucha tremenda entre su amor y su deber.

Conforme iba viniendo el día, iba aumentando la fiebre de Eduardo. Sus ojos errantes parecían querer romper sus órbitas. Sus labios temblaban agitados, y su frente ardía como si ocultara en el cerebro un incendio. El delirio, que no le abandonaba un punto, crecía de suerte, que mil palabras incoherentes caían á borbotones de sus labios. A pesar de que nada decía en concierto; a pesar de que no se podían concertar y concordar dos ideas, veíase que el pensamiento fijo en su mente, el sentimiento de su corazón, la idea que le atormentaba, idea única, era Angela.

Cuando más deliraba, entró uno de los médicos y preguntó á Angela:

-¿Cómo sigue el enfermo?

-Lo mismo.

-¿La calentura no disminuye?

-Antes parece que aumenta.

-Este joven -dijo el médico- tiene una enfermedad que nosotros no alcanzamos á curar.

-¿Sí? -dijo Angela, con aparente indiferencia, pero temblando en realidad.

-Las heridas del cuerpo no le matan, no; le matan las hondas heridas que tiene en el alma.

-¿Tal creéis?

-Sí lo creo; lo creo firmemente.

-Y ¿de dónde habéis podido deducir eso?

-Lo he deducido de todas sus acciones.

-¡Ah!

-Le he observado mucho. Antes de ser herido, sus palabras tenían algo de delirio, y el valor que ayer mostró, era el valor que inspira la locura.

-¡Cielos!

-Sí, ese joven debe sentir una pasión inmensa, un amor sin esperanza.

-¡Ah!

-Y si no, oid, oid.

En efecto: Eduardo decía: «Yo te amaba. Me acuerdo que me parecías una flor. Eres un ángel. ¡Ay! Y te abandoné por otra mujer, sí; por otra mujer, sí: ¡infeliz de mí!»

-¿Oís, oís?

Angela lloraba.

-¿Lloráis? -dijo el médico.

-Sí; compadezco tanta desgracia.

-En verdad, es digno de compasión.

-Y ¿no hay esperanza de salvar esa vida?

-La hay, la hay.

-La juventud...

-Todo puede esperarse de la juventud.

-¡Dios lo haga!

El médico observó largamente á Eduardo, examinó el grado de calor que tenía, la violencia de su pulso, la dificultad de su respiración, la contracción de su rostro, y después de algunos instantes de meditar, dijo:

-¡Ah! Es muy fácil que muera, muy fácil.

Al oir estas palabras se estremeció Angela, como si hubiera un rayo caído á, sus plantas.

-¡Ese delirio le va á perder! -exclamó el médico, acentuando con desesperación estas palabras.

A pesar de este continuo delirio, la calentura cedía, y la enfermedad de Eduardo se aliviaba visiblemente. No contribuía poco a tan feliz resultado aquella incomparable caridad de Angela, siempre dispuesta al sacrificio. Su corazón no se contentaba con sacar á, Eduardo de las garras de la muerte; quería devolverle todas las condiciones de una verdadera vida, salvarlo para la virtud, para el cielo. Así que el delirio fue disipándose, Angela se apartó de la cabecera del enfermo para no ser de el conocida, y se resignó con tranquilidad a este gran dolor que hería su alma. Temía mucho que su presencia levantara en el corazón de Eduardo el oleaje de sus antiguas pasiones y de sus recuerdos. Pero, no obstante esto, su único pensamiento era la felicidad del hombre que había amado con el amor puro, divino, de un ángel. Para contribuir á esta felicidad pensó en Margarita, ya regenerada por el arrepentimiento y el dolor. La vida sin la virtud es como una continua muerte. Por eso Angela buscaba en el corazón de Margarita una nueva fuente de vida para Eduardo, nueva felicidad para su corazón. Con esa perspicacia propia de su sexo, Angela lo arregló todo de suerte que para el tiempo en que las grandes emociones no, podían hacer ya mella en el corazón de Eduardo, se presentara Margarita en su tienda. En efecto: la joven, merced al celo de Angela, había llegado desde Nápoles, ocultamente, al sitio donde se encontraba herido su esposo. El corazón de Margarita, vacío ya de aquellas grandes y ponzoñosas pasiones que lo habían viciado y corrompido, se purificaba con el dolor, se purificaba también con la esperanza. Al ver que Dios no la había abandonado; que del seno de inmundo lodazal había querido remontarla al cielo; que le había enviado la mujer que ella misma odiara para iniciarla en los secretos de la virtud, Margarita, reconociendo en todo esto la Providencia, amando la hermosa virtud, había dejado la tosca larva de su antigua vida, de su antiguo existir, y ascendia purificada á otra vida más alta, luciendo en su frente los resplandores de la virtud.

Mas para unir a Margarita con su esposo era necesario preparar aquel corazón de Eduardo, tan impresionable como la cera, y dirigir á un fin aquellos sus sentimientos, tan ligeros como las auras, como las brisas. Un día, convaleciente ya Eduardo, entró Angela de súbito en su tienda. El joven, al verla, se quedó como extasiado, como arrobado de alegría. Lejos de extrañar aquella aparición, la miraba como la realidad de un ensueño por largo tiempo acariciado. Angela se mostró, como siempre, severa; Eduardo, como siempre, idólatra de aquella mujer que había abandonado; ansioso de aquella misma felicidad que había rehusado. Quiso Eduardo pronunciar algunas balbucientes palabras de amor; pero la actitud severa y el continente majestuoso de Angela, y la virtud que centelleaba en su frente, le impusieron silencio. Angela le dijo que ya no se trataba de la vida pasada, sino de su vida futura, y le recordó que existía una mujer á la cual estaba unido por un juramento ante Dios y ante los hombres. Eduardo se indignó al oir tal recuerdo, y dijo que aquella mujer no era digna de su corazón, como sentido de que Angela pronunciase sin celos el nombre de su rival. Cuando oyó Angela que aquella mujer, que su amiga, era así calificada por su mismo esposo, le preguntó si creía él ser el mismo Eduardo de siempre, aquel joven olvidadizo y frívolo de los salones de Nápoles. Eduardo protestó que no; que sus dolores, su ardor en los combates, la sangre vertida, decían que se había transformado su antes débil naturaleza; que se había convertido al bien su viciado corazón. «Pues bien, le dijo Angela: Margarita ha sostenido otra lucha más cruel, si menos estruendosa: la lucha con su corazón, con sus pasiones, con sus ideas, con los hábitos de su vida pasada, y heroicamente ha logrado vencer y domeñar á, tantos enemigos congregados en su daño.» Eduardo se resistía; pero Angela, con su calurosa elocuencia, le mostró su deber; la necesidad en que estaba de perdonar para que Dios le perdonara; los bienes que podía prometerse de una vida pacífica cuando tantos laureles rodeaban su frente, y, sobre todo, el culto que debía prestar á la virtud, culto digno del hombre, y digno al mismo tiempo de Dios. Eduardo se dejó arrastrar por aquella elocuencia, por aquella palabra fácil, pura, ingenua, y cuando más arrebatado estaba, Angela levantó la cortina que cubría la puerta de la tienda y apareció Margarita. La joven dio algunos pasos hacia adelante; pero flaquearon sus rodillas, y cayó, como herida de un rayo, en medio de la tienda. Entonces Eduardo se conmovió profundamente, y dulces lágrimas asomaron á sus antes áridos ojos. El joven se levantó, se inclinó al suelo, donde estaba de hinojos su mujer, y la estrechó contra su corazón. Un sollozo agudo, indefinible, vino á interrumpir esta escena. Era la voz de Angela, que decia: «Sed felices, como lo anhela mi corazón.» Y la joven, que veía en brazos de otra mujer al hombre que amaba, al hombre que había amado siempre, partido de dolor el pecho, lleno de angustia el corazón, salía de la tienda, y exclamaba: «Pronto, pronto un camello que me lleve á orillas del mar, y en el mar ya encontraré un barco que me lleve al Asia á difundir allí la caridad y este amor que no cabe en mi alma.»

Margarita y Eduardo fueron virtuosos y felices merced al ejemplo de Angela. Su nombre era, después del nombre de Dios, el más venerado por los dos esposos. Lector: la virtud debe amarse, no sólo porque es virtud, sino porque, como el sol, con su ejemplo ilumina las conciencias, con su calor vivifica los corazones. El sér virtuoso consigue llevar á la virtud á los seres que le rodean, aunque hayan caído en lo más profundo del vicio. Ejemplo: Angela, Margarita y Eduardo.

FIN